El protector

El protector


Capítulo 11

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Capítulo 11

Calculó que habría transcurrido hora y media más o menos cuando, de nuevo, oyó girar la llave en la cerradura.

Uno de sus captores le hizo una seña para que saliera. Examinó lo que la rodeaba con detenimiento; necesitaba tener una imagen clara del lugar donde la retenían para tratar de encontrar una brecha por la que huir. La nave había sido acondicionada para un largo secuestro. Un pequeño camping gas, rodeado de cajas llenas de provisiones y bebidas, ocupaba uno de los extremos. Al otro lado, dos literas bastante nuevas y un par de cómodas baratas servían de dormitorio para los cuatro componentes del equipo. No vio ningún cuarto de baño por ahí, quizá estuviera en el exterior.

—Adelante, acérquese —invitó amable el ruso, señalándole una silla—. Coma algo.

Un plato con un misterioso guiso humeaba sobre la mesa. La joven no se hizo de rogar; estaba hambrienta y era consciente de que necesitaba mantener sus fuerzas si deseaba salir de allí. Empezó a comer sin dejar de observarlo todo. La nave carecía de ventanas; la luz entraba por una serie de claraboyas, como la de su dormitorio, repartidas por el techo. La única salida era la puerta por donde habían accedido al recinto.

—¿A la señorita no le gusta su nuevo hogar? —preguntó Jaime, sarcástico.

La muchacha no le hizo caso y siguió comiendo sin mirarlo.

—¡Contesta cuando te hablo, zorra! —gritó iracundo, derribando el plato de Vega de un manotazo.

La joven se puso en pie y, con rapidez, se colocó al otro lado de la mesa, quedando fuera del alcance de su agresor. Notaba que le temblaban las manos violentamente y las ocultó en los bolsillos del pantalón. No quería darle la satisfacción de que se diera cuenta de lo asustada que estaba.

—Deja en paz a la chica —ordenó el jefe.

—¿Por qué he de hacerlo? He sido yo el que os ha conducido hasta ella. Si no fuera por mí, pandilla de estúpidos, nunca la habríais encontrado.

Al escuchar sus ofensivas palabras, el corpulento cabecilla se puso rojo de ira y de entre su ropa sacó un enorme cuchillo con el que amenazó al español.

—Un insulto más y te juro que te rebano el pescuezo —advirtió en un tono engañosamente suave, era obvio que no bromeaba—. Cierto que la hemos localizado gracias a ti, pero ya no te necesitamos. No me haces falta. Dudo que mi jefe monte un escándalo si te corto la yugular y dejo que te desangres en este lugar. En cambio, sé que quiere a la chica sana y salva. Recuérdalo —terminó retándole con sus ojillos malignos, antes de darse la vuelta y sentarse en un viejo sillón rajado unos metros más allá.

Jaime se vio obligado a dejarla tranquila mientras uno de los otros tipos, que había permanecido atento a la pelea sin intervenir, le servía a la joven un nuevo plato de comida. El español, furioso, se sentó frente a ella dirigiéndole miradas venenosas que prometían venganza. Vega perdió el apetito. De golpe, se le hizo un nudo en el estómago que le impidió tragar un bocado más, así que se levantó y volvió a su cuartucho cerrando de un portazo. Alguien fue tras ella y dio un par de vueltas a la llave.

Sin ni siquiera quitarse las botas, se tumbó en la cama, se cubrió con el edredón e intentó dormir. El cansancio y los nervios debieron vencerla en un momento dado pues, de repente, abrió los ojos sobresaltada, sin saber qué hora era. Reconoció el ruido que la había despertado; era el de la llave girando en la cerradura. La puerta se abrió con lentitud y Jaime se coló en su habitación apuntándola con una pistola mientras, con su dedo índice apoyado sobre sus labios, le indicaba que guardara silencio. Apretó el interruptor que encendía la bombilla desnuda colocada sobre la cama y, sin dejar de apuntarla con su arma, se sentó a los pies del catre.

La chica se incorporó al instante y se quedó apoyada contra la pared con las piernas encogidas, apartándose de él lo más posible.

—Como se te ocurra alejarte un centímetro más de mí, te golpearé con fuerza.

Atemorizada, Vega permaneció inmóvil, mientras él se acercaba más a ella. Con lentitud, el hombre empezó a recorrer sus rasgos con el cañón de la pistola: la frente, la nariz… la joven sintió la frialdad del acero posándose sobre su boca, obligándola a entreabrir los labios. El terror aceleraba los latidos de su corazón, que retumbaban en sus oídos a un volumen insoportable.

—Quítate el jersey —la chica obedeció y se quedó temblando, cubierta tan sólo con la fina camisa de algodón que llevaba puesta.

Jaime introdujo el cañón del arma entre los botones, haciéndolo descansar sobre su pecho derecho. Vega no pudo soportar más la tensión y abrió la boca para gritar. Una mano, como una tenaza de hierro, se la tapó en el acto ahogando su grito. El hombre, sin soltarla ni un momento, dejó el arma debajo del camastro y se arrojó sobre la chica. Metió su mano libre bajo la camisa y estrujó uno de sus senos hasta que la joven pensó que iba a vomitar. Vega se debatió con todas sus fuerzas, retorciéndose bajo su cuerpo como una anguila y, en un momento dado, consiguió descargar un rodillazo en su entrepierna.

—¡Maldita, puta! —masculló Jaime, estrellando el puño contra su rostro.

El dolor fue tan brutal que la muchacha estuvo a punto de perder el conocimiento. Aturdida, sintió los dedos masculinos toqueteando con torpeza los botones de sus vaqueros, tratando de soltarlos.

En ese momento, Vega comprendió que Jaime lograría su propósito. La iba a violar y ella no podría hacer nada por impedirlo. Lágrimas de puro terror se deslizaron incontenibles por sus mejillas.

—No, no, suéltame —sollozó.

De repente, sintió que algo o alguien la liberaba del peso de su atacante.

A la débil luz de la bombilla, distinguió una alta figura masculina, completamente vestida de negro, que golpeaba sin piedad a su agresor. Los ojos de su salvador lanzaban dardos de plata, mientras chocaba sus puños, una y otra vez, sobre el rostro y el estómago del hombre que había estado a punto de forzarla hacía escasos segundos, hasta que éste cayó al suelo, inconsciente.

—Martin —susurró la joven, creyendo que soñaba.

Al oír su voz, Martin Grant se detuvo en seco y se volvió hacia ella observando sus mejillas empapadas, su camisa desgarrada y la sangre manando de un corte en la ceja. Contuvo el deseo de patear hasta matarlo al bastardo que yacía a sus pies y se acercó a Vega estrechándola entre sus brazos, tan fuerte, que le cortó la respiración.

La joven apoyó la cabeza sobre su hombro y lloró como si tuviera el alma rota. En un momento dado, sintió los labios de Grant sobre su pelo.

—Tranquila, amor mío, ya pasó…

Sus palabras parecieron llegarle a Vega desde muy lejos y, más tarde, pensó que las había imaginado. Martin dejó que se desahogara durante varios minutos, mientras él acariciaba su nuca. En el momento en que los sollozos parecieron amainar un poco, sugirió:

—Deberíamos irnos de aquí. La policía está a punto de llegar y quiero que tengas tiempo de descansar antes de que te interroguen.

Cogió su cazadora y se la puso atándole los botones con tanta ternura que Vega no pudo evitar que nuevas lágrimas brotaran de sus ojos. La ayudó a ponerse en pie pero, al percatarse de que sus piernas no eran capaces de sostenerla, la cogió en brazos sin aparente esfuerzo.

—Será mejor que mantengas los ojos cerrados al salir; el espectáculo no resulta muy agradable.

Vega le desobedeció y, al cruzar la nave, vio los cuerpos de dos de los secuestradores tendidos en el suelo, sobre un charco de sangre.

—¿Están muertos? —preguntó con voz temblorosa.

—Creo que no —contestó Grant con frialdad, como si el tema no le preocupara lo más mínimo.

Al salir de la nave, Vega descubrió al cuarto hombre apoyado contra la pared, inmovilizado de pies y manos con unas esposas de plástico y un trozo de cinta de embalar cubriéndole la boca.

Martin la depositó con suavidad en el asiento del copiloto de su coche y le ató el cinturón. Poco después conducía de regreso a la casa.

—¿Qué te ocurrirá a ti? ¿Te meterán en la cárcel por herir a esos hombres?

—Verás, Vega, mi trabajo es… un poco especial. Además de trabajar para tu padre, soy una especie de agente del gobierno.

—¡Como James Bond! ¿Tienes licencia para matar?

—Bueno, algo similar —contestó Martin, divertido—. Ahora es mejor que no hables, has pasado por una experiencia terrible y lo mejor será que procures descansar un poco.

—Pero, Martin, quiero saber cómo me encontraste, qué ha pasado ahí dentro exactamente…

—¿Cómo está Adam? —preguntó, acordándose de repente.

—El pobre tiene la nariz rota, pero se recuperará. Fue una suerte que no se molestaran en ocultarlo a él o a su coche. No debió pasar ni una hora desde que te secuestraron, hasta que lo encontré.

Se volvió hacia ella un momento y, mirándola, a los ojos comentó:

—Demostraste ser muy inteligente ocultando tu móvil; si no lo hubieras hecho, no habría podido localizarte con tanta rapidez.

—Fue un acto instintivo, todavía no sé ni cómo se me ocurrió.

—Eres una chica valiente y decidida, estoy orgulloso de ti —afirmó, colocándole la mano en el muslo en una leve caricia. Para Vega fue como si el calor de su mano atravesara la tela del pantalón, provocando una quemadura en su piel.

—Muchas, gracias, es muy agradable recibir por fin un poco de reconocimiento de tu parte —bromeó la joven. Al instante recobró la seriedad y se quedó callada.

Después de unos segundos declaró:

—Cuando me di cuenta de que Jaime Pedrosa estaba detrás de todo esto, no podía creerlo. ¿Cómo pude equivocarme tanto con él? —sus últimas palabras traicionaron un leve temblor en su voz.

—No te martirices, Vega, todos cometemos equivocaciones. Es difícil sospechar que un joven de buena familia, que en apariencia tiene todo lo que necesita y más, ande en tratos con una pandilla de mafiosos. Ni siquiera tu padre sospechaba de él y yo mismo, aunque sabía que no era trigo limpio, en ningún momento pensé que fuera tan peligroso.

Es más, todavía no se había perdonado a sí mismo no haber trasladado a Vega a un lugar seguro en cuanto se dio cuenta de que su escondite había sido descubierto. El deseo de retenerla un poco más de tiempo a su lado le había hecho perder de vista el peligro de la amenaza a la que se enfrentaban.

Por su culpa, por su falta de profesionalidad, Vega había estado a punto de ser violada por un criminal. El temblor de las manos de la chica no le había pasado desapercibido. La mujer a la que amaba quizá había quedado marcada para siempre.

La joven percibió el músculo chivato en su mejilla y lo interpretó mal. Pensó que Martin estaba enfadado con ella, que la consideraba una niña estúpida por la que había tenido que arriesgar su vida.

Sus labios comenzaron a temblar también. Apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y cerró los ojos, deseando que su vida pudiera rebobinarse hasta el momento anterior a su viaje a Inglaterra. Quería volver a ser esa chica superficial y sin complicaciones, a la que lo único que le preocupaba era el vestido que se pondría para la siguiente fiesta. Tenía la sensación de haber envejecido veinte años en un solo día.

Martin la escuchó suspirar y pensó que deseaba descansar un poco. Condujo con rapidez y, tres horas más tarde, detenía el vehículo frente a la puerta de la casita de piedra.

—Vega, hemos llegado ¿estabas dormida?

—No, sólo pensaba.

La joven abrió los ojos y le pareció increíble estar de vuelta en la encantadora casita, como si ese día de terrible tensión y miedo paralizador no hubiera ocurrido jamás. Martin abrió la puerta de su lado y la ayudó a salir.

—¿Quieres que te prepare algo de comer?

Vega negó con la cabeza; lo último que deseaba en ese momento era pensar en comer.

—Puedes llamar a tu padre.

—¿Sabe algo de…?

—No, preferí no contarle nada, hasta tener… más claras las cosas.

—Creo que no tengo la energía necesaria para explicarle lo sucedido.

—Si quieres, lo llamo yo.

—Si no te importa, prefiero que no lo hagas todavía. En cuanto sepa lo que ha ocurrido, mi padre cogerá el primer avión y se presentará aquí para llevarme a casa. Necesito tiempo para asimilar los acontecimientos —Martin se fijó en la forma en que retorcía sus manos al hablar y comprendió que estaba agotada y confusa.

—Tranquila, Vega, no tienes que decidir nada ahora mismo. Lo mejor es que descanses.

—Creo que me prepararé un baño caliente.

—Buena idea, hará que te relajes. Te ayudaré.

—De verdad, no es necesario, Martin.

Sin hacerle caso, como de costumbre, el hombre subió con ella hasta su dormitorio y abrió los grifos de la bañera, regulando la temperatura. Colocó una toalla limpia y esponjosa a su alcance y echó un puñado de sales de baño en el agua, que al instante despidieron un agradable olor a flores.

—¿Necesitas algo más? ¿Quieres que te suba una bebida: agua fría, una copa de vino?

—No, gracias, Martin, ya has sido demasiado amable.

Martin salió, dejándola sola. La joven se desnudó con rapidez, se recogió el pelo y se metió en el baño. La temperatura del agua era perfecta, se tumbó, apoyando la cabeza en el borde, cerró los ojos y, casi al instante, notó que sus rígidos músculos comenzaban a aflojarse.

Permaneció en la bañera casi media hora, hasta que unos golpes en la puerta la hicieron volver a la realidad y se dio cuenta de que el agua comenzaba a enfriarse.

—Vega ¿te encuentras bien?

—Por supuesto. Enseguida salgo.

Se secó un poco y envuelta en la toalla salió del baño.

—¡Oh! —exclamó, cuando vio a Martin sentado en el borde de su cama.

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