El protector

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Capítulo 35

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Capítulo 35

JAKE

Era demasiado tarde para salvar a Logan. No quería que Camille conociera los detalles más sórdidos de su traición, pero al final no pude evitarlo; había ido demasiado lejos. Quería proteger a Cami para que no sufriera, pero también tenía que protegerla de su padre.

Lo de Logan ya no tenía remedio. Él, que siempre había estado obsesionado por el poder, era ahora un hombre impotente; estaba acabado. Esas fotografías nunca desaparecerían por completo, ni todo el dinero ni todos los contactos del mundo lo lograrían.

Lucinda rastreó la llamada del teléfono que saqué del cadáver de Scott. Provenía de una casa al norte de Londres. Allí encontraron a Vladimir Sochinsky y a la primera esposa de Logan, la madre de TJ, junto a una montaña de pruebas incriminatorias que los tendrán a la sombra una buena temporada. Entre esas pruebas estaban los datos bancarios de la cuenta suiza que le enviaron a Logan. Su primera esposa estaba arruinada. Cuando se divorciaron, Logan no era tan rico como ahora. Y el rencor por el hijo perdido y la obscena riqueza actual de su exesposo fueron motivaciones demasiado fuertes para una mujer trastornada. Sentía que se habían portado mal con ella; que el hombre la había utilizado para conseguir un heredero y nada más. Él se lo había buscado.

Llevé a Camille en brazos al hospital para que le hicieran una revisión, aunque ella no quería ir. Pero es que me estremecía cada vez que me acordaba del cuchillo asqueroso que había rasgado su piel. Aunque de mala gana, no se negó a que la examinaran. Tampoco se negó a declarar ante la policía, que se presentó en el hospital. Escuchar a mi ángel relatar las horas de su cautiverio fue la peor experiencia de mi vida. Su fuerza y su convicción me dejaron asombrado. Es una luchadora; mi pequeña luchadora.

También se presentó su madre, impresionante como siempre, dando órdenes a diestro y siniestro. Su madre. Oh, su madre… Una mujer encantadora pero agotadora. Estaba disfrutando mucho de ser la única esposa de Logan que no lo había traicionado. Era algo bastante absurdo de lo que sentirse orgulloso, sobre todo porque estoy seguro de que le habría encantado darle una buena patada en las pelotas y verlo retorcerse hasta morir. Se quedaría sin pensión, pero creo que preferiría ver el culo de Logan en una bandeja antes que cobrar su dinero.

Cuando las fotografías comenzaron a salir a la luz, las acciones de las empresas de Logan se desplomaron. Todos los periódicos se hicieron eco de las imágenes. Fuera cual fuese la relación corrupta que mantenía con los directores, había llegado a su fin. Logan fue arrestado por mantener relaciones sexuales con una menor. Su tercera esposa, que estaba embarazada de otro hombre, se divorció de él y la primera trató de extorsionarlo. Está acabado.

TJ sigue en estado de shock. Aunque no sabía nada, su integridad moral se puso en entredicho. No había vuelto a ver a su madre desde que tenía tres años y no tenía ni idea de lo que tramaba. El pobre está hecho polvo; se siente culpable, aunque no hay ninguna razón para ello: todo fue culpa de su padre, ese megalómano que lo ha perdido todo.

Los medios de comunicación se han abalanzado sobre la historia como buitres, añadiendo fragmentos sensacionalistas de su cosecha a una historia que ya era lo bastante escandalosa sin necesidad de ayuda. Y Cami no ha derramado ni una sola lágrima en todo este tiempo. Ha permanecido digna; no ha hecho declaraciones a la prensa ni ha expresado la opinión que le merece su padre. Fue secuestrada y ahora todos quieren tenerla en sus programas, pero ella se niega.

Nadie puede imaginarse el alivio que siento al saber que no ha quedado psicológicamente dañada por la odisea. Cada vez que la miro revivo las razones que me hicieron enamorarme de ella. Es fuerte, tremendamente fuerte, y yo me alimento de su fortaleza. Ella me hace desear ser el hombre que siempre debería haber sido. Si estoy aquí, es por ella. Nunca seré capaz de devolverle todo lo que me ha dado, pero al menos puedo intentarlo.

Sólo dos días después de la escena en la oficina de Logan, la agente de Cami la llamó para decirle que tenía unos potenciales inversores para la marca de ropa que quería lanzar con Heather. Pensé que era demasiado pronto, pero no dije nada; no deseaba quitarle la ilusión. Cuando al día siguiente se levantó fresca como una rosa y se dirigió al despacho de su agente cargada de carpetas llenas de diseños y muestras de tela del brazo de su amiga y socia, no me extrañó nada. Les dije si querían que las acompañara, pero Camille rechazó mi ofrecimiento con educación. Después de estar pegado a ella como si fuera su sombra durante tanto tiempo, me cuesta perderla de vista. Tengo que recordarme constantemente que ya no corre peligro.

Mientras estuvo fuera, pasé el rato caminando de un lado a otro de su apartamento hasta dejar marca en la moqueta. Y en cuanto entró por la puerta supe, por el brillo de sus ojos, que lo había conseguido. Tampoco es que tuviera muchas dudas al respecto. Les habían hecho una oferta casi imposible de rechazar. Cami y Heather me lo contaron todo, con pelos y señales. No tenían que renunciar a ninguno de sus principios. Consiguieron todo lo que querían y por lo que llevaban luchando tanto tiempo. ¡Estoy muy orgulloso de ella, joder! Estoy orgulloso de ambas, en realidad.

Todavía no he vuelto a ver a Abbie ni a Charlotte. Hemos hablado por teléfono, eso sí. Le he contado a la que fuera mi cuñada todo lo que pasó y se ha mostrado comprensiva. Es una buena mujer, aunque eso ya lo sabía; debería haber confiado más en ella. No se parece en nada a su hermana, mi difunta esposa. Abbie es fuerte y compasiva. Doy las gracias porque sea como es; a estas alturas, muchas otras mujeres me habrían considerado un caso perdido.

Tengo muchas ganas de compensarle a Charlotte todo lo que no le he dado. Quiero estar a su lado; ser un padre para ella, pero necesito hacer bien las cosas. Desde que salí de la oficina de Logan con Cami encima como si fuera una manta, he estado dándole vueltas al tema. No estoy seguro de que Charlotte pueda entender una situación tan complicada, pero espero que sí. Rezo para que me dé la oportunidad de explicarle mi ausencia. Rezo para que su mente de cuatro años pueda entenderlo.

Ha pasado una semana desde ese día y estoy sentado en el salón de Cami, oyéndola hablar por teléfono con su madre, con la cabeza apoyada en mis piernas. Mientras ella charla, yo me voy preparando psicológicamente para la tarde que se me avecina. Abbie y yo lo hemos planeado todo al detalle. Cami sabe lo que me pasa y no le extraña verme callado y preocupado, pero no parece darle mucha importancia al tema. Lo único que me ha dicho es que, cuando yo esté listo, ella estará a mi lado.

Estoy listo.

Espero pacientemente a que acabe de hablar con su madre. La recorro con la mirada de arriba abajo mientras le acaricio el pelo con los dedos; lleva puesta la camiseta que tanto me gusta. Ella me mira, con los ojos brillantes de felicidad.

—¿Qué? —le pregunto cuando cuelga, alzando una ceja al ver que se está aguantando la risa.

—Nada —responde encogiéndose de hombros.

—Pues a mí me parece que hay algo.

Pierde la batalla y se echa a reír.

—Mamá quiere saber cuándo vamos a ir a cenar.

—¿Eso es todo? Podéis ir a cenar cuando queráis. —Aunque lo digo como si me resultara fácil, en realidad perderla de vista me sigue costando un gran esfuerzo. Me repito constantemente que ya no corre peligro, pero una cosa es decirlo y otra creérmelo.

Su sonrisa se hace más amplia.

—Se refiere a todos juntos.

Oh, ¿una reunión social?

—¿Todos? —murmuro en voz baja, enroscándome su melena rubia en la mano hasta que mi puño es una bola de pelo—. No sé yo… No se me dan muy bien esas cosas.

—Y ¿qué se te da bien?

—Tú. —Esa pregunta era muy fácil—. Tú te me das de miedo.

—¿Te importaría mucho acompañarme? —me plantea con una mirada esperanzada.

¿Cómo negarme? Aunque llevo tanto tiempo solo que no sé cómo ser sociable; me cuesta mantener una conversación normal.

—Te acompañaré. —Le doy un empujoncito para que se levante. Por ella haría cualquier cosa—. Venga, arriba.

—¿Por qué? ¿Adónde vas? —Se acurruca en una esquina del sofá; no parece tener ganas de salir de casa.

—Vamos; los dos juntos. Vamos a salir.

—¿Ah, sí?

—Sí.

Le doy la mano y la ayudo a levantarse. Expresamente, tiro con demasiada fuerza para que choque contra mi pecho. Su jadeo me alcanza el cuello y hace que se me doblen las rodillas. Pensar en pasar el resto de mi vida así hace que merezcan la pena los amagos de infarto que he sufrido desde que Camille entró en mi vida.

—Vístete.

La beso, pero al mismo tiempo la empujo; sé que, si su pelvis roza la mía, estoy perdido. Y no podemos llegar tarde.

Cami refunfuña, pero se suelta. Mientras se aparta de mí, me mira entornando los ojos.

—No sé adónde vamos. ¿Qué me pongo?

—Algo bonito, femenino. —Le señalo la cabeza—. Y hazte una trenza al lado —le ordeno autoritario, pero es que me encanta cómo le queda el pelo así, algo despeinado.

—¿Me maquillo? —pregunta, aunque sabe perfectamente cuál es la respuesta a esa pregunta tan absurda.

—¿Me estás provocando?

—Sí. Me encanta cuando te pones en plan mandón.

Me lanza un beso y da media vuelta para dirigirse al dormitorio. Acaba la curva con un sexi movimiento de cadera. Esa camiseta me vuelve loco. A Camille Logan no se la ignora. No pienso hacerlo nunca. Quiero saber de dónde la sacó. Necesita al menos siete, una para cada día de la semana.

Así que le gusta que me ponga en plan mandón, ¿eh? Lo que acaba de admitir no es ninguna tontería. A Camille Logan, la señorita testaruda e independiente, le encanta que sea autoritario. Pues me alegro, porque soy así y eso no va a cambiar. Igual que ella nunca perderá su carácter batallador, o, al menos, eso espero. Hace que las cosas se pongan más interesantes en la intimidad.

Sonrío y me dirijo a la ducha para arreglarme.

Espero que los temblores aparezcan en cualquier momento. He bajado del coche, he recorrido el caminito y he esperado frente a la puerta de la casa al menos dos minutos. Dos silenciosos minutos durante los cuales Camille ha permanecido a mi lado, agarrada a mi brazo. Me siento demasiado tranquilo para tratarse de un momento tan trascendental. ¿Qué me está pasando?

—¿Estás bien? —me pregunta Cami con el brazo enlazado al mío.

—Sí —respondo, porque es la verdad. Estoy calmado, estable y muy decidido. Y sé que el motivo de esa calma es la mujer que está a mi lado. La miro y me empapo un poco más de la fuerza que me suministra—. Nunca imaginé que sería capaz de hacer esto.

Se pone de puntillas y me da un beso en la mejilla.

—Puedes hacerlo todo.

Cierro los ojos, me apoyo en sus labios y le rodeo la diminuta cintura con el brazo.

—Sólo porque tú estás aquí —replico.

Abbie abre entonces la puerta. Sabía que íbamos a venir y está más nerviosa que el otro día; el día en que las cosas se complicaron de un modo tan horrible. Con una sonrisa, nos invita a entrar. Cuando Cami pasa junto a ella, le acaricia el brazo para darle ánimos. El gesto no le pasa desapercibido a mi ángel, que traga saliva y me mira con lágrimas en los ojos. Sin embargo, no deja que caigan; se arma de valor y las mantiene a raya.

—Estamos en el jardín —nos informa Abbie, señalando hacia el comedor—. Hace un día precioso; vale la pena aprovecharlo.

Asiento y Cami se suelta de mi brazo, lo que hace que pierda seguridad en mí mismo. La miro, pero ella ladea la cabeza en dirección al comedor. Es su manera de decirme que puedo hacerlo.

Y puedo hacerlo. Inspiro hondo, me aclaro la garganta y camino lentamente. Esta vez soy capaz de enfrentarme a las fotografías que cuelgan a lado y lado del recibidor. Mi pequeña está por todas partes. Está posando, jugando, bailando. Es la criatura más preciosa que he visto en la vida. Trastabillo cuando me encuentro con una imagen de mi difunta esposa, que me mira sonriente, feliz. Una vez más, espero que me asalten los temblores, pero no aparecen.

El odio y la amargura que me han lastrado estos últimos años han desaparecido; es como si nunca hubieran existido. Estoy mirando la cara de la mujer que me destrozó y lo único que me despierta es tristeza. Ambos cometimos errores; ambos le fallamos a nuestra niña.

Ahora soy el único de los dos que puede arreglar las cosas, o al menos puedo intentarlo. La miro a los ojos y le transmito un mensaje silencioso: «Lo siento, Monica».

No sé si me oirá; tampoco sé si serviría de algo si me oyera, pero es la verdad. Lo siento; siento haber abandonado a mi pequeña.

Aspiro hondo y aparto la vista de la imagen de mi esposa. Un grito infantil se cuela en la casa. Asomo la cabeza por la puerta del comedor y veo que las puertas del jardín están abiertas. Soy consciente de que Abbie y Cami están a mis espaldas, probablemente animándome en silencio. Doy un paso cauteloso y entro en el comedor. Parte del jardín queda a la vista. No veo a Charlotte, pero la oigo. Está charlando animadamente, y me vuelvo para preguntar con quién está.

Abbie se echa a reír.

—Está tomando el té con sus ositos de peluche.

—Oh. —Asiento como si me pareciera lo más normal del mundo, cuando en realidad estoy pensando: «¿Eh? ¿Está hablando con sus ositos de peluche? ¿Y tomando el té?».

Mi silencio es de lo más elocuente. No tengo ni puta idea de cómo jugar con un niño, y menos aún con una niñita que habla con sus juguetes. De pronto, me siento muy nervioso, pero me obligo a seguir adelante antes de perder el valor del todo y salir huyendo.

Cuando doblo la esquina, no puedo evitar quedarme mirando, bastante sorprendido. Eso no es una merienda normal, es un auténtico banquete. La mesa del jardín está puesta con mantel y todo. En el centro hay bandejas de fruta y pasteles. Hay varias botellas de agua repartidas por la mesa. De las seis sillas, dos están ocupadas por ositos. Charlotte, que lleva un adorable vestido color amarillo limón y el pelo moreno recogido en una coleta alta, está repartiendo uvas a los muñecos.

—¿Una o dos, señor Piggles? —le pregunta muy seria con dos uvas en una cuchara—. ¿Dos? —insiste, y yo miro al osito como un idiota, esperando su confirmación—. ¡Tragón!

Se echa a reír y suelta las uvas en el plato. Una de ellas sale rodando fuera. Charlotte hace un sonido de desaprobación con la lengua; la recoge con la mano y la devuelve al plato.

—No, no puedes levantarte de la mesa —advierte mientras sacude la cuchara frente a la cara del osito—. Sólo cuando hayas acabado de cenar.

Estoy sin habla. Me vuelvo, abrumado, sintiéndome un completo inútil, y le dirijo una mirada suplicante a Cami. No tengo ni idea de qué hacer, y ella lo sabe, pero en vez de acercarse y ayudarme, señala a Charlotte con los ojos y me sonríe para darme ánimos. Luego Cami mira a Abbie, que asiente. Ambas se vuelven y entran en la casa. Observo boquiabierto cómo me abandonan, para que espabile solo.

¡Será posible…! ¡Me han lanzado a los leones! Desaparecen sin mirar atrás, ni siquiera para asegurarse de que continúo con vida. Noto que la frente me empieza a sudar por la tensión. Esto no era lo que yo esperaba.

—Hola.

La dulce vocecita hace que me gire con más brusquedad de la debida. No me veo, pero sin duda mi expresión es de pánico. Me está mirando, con su pequeña barbilla muy levantada para verme por completo. Me siento como un gigante. Esta diminuta criatura no puede hacerme daño. Carraspeo y por dentro me riño por ser tan cobarde.

—Hola —respondo, esperando que ella tome la iniciativa y me guíe en esta primera conversación.

Pero no me dice nada. Sólo se me queda mirando, y yo me revuelvo en el sitio y le esquivo la mirada. Me está inspeccionando y no puedo evitar preguntarme a qué conclusión estará llegando su pequeña mente. El silencio se vuelve doloroso; al menos, para mí. Charlotte parece estar tan a gusto…

Vuelvo a carraspear y le ofrezco la mano; no sé qué demonios estoy haciendo.

—Soy Jake —me presento en el tono más bajo y calmado que puedo. No quiero asustarla. Ya estoy yo bastante asustado por los dos.

Su carita forma una mueca muy graciosa y luego sonríe.

—Ya sé quién eres. —Da la impresión de estar a punto de echarse a reír, pero parece estar aguantándose la risa, como si no quisiera que me sintiera como un idiota.

—¿Ah, sí? —Aparto la mano y ladeo la cabeza.

—Sí, eres mi papi. —Lo dice con total seguridad, sin rastro de acusación ni de disgusto.

Joder, me ha dejado de piedra. ¿Así, sin más? Se me hace un nudo en el corazón y luego otro encima del primero, y otro. Me llevo la mano apretada al pecho y me lo froto para calmarlo.

Charlotte pone su manita sobre la mía. Cuando bajo la vista, me da la impresión de que un delicado pajarillo se hubiera posado en ella. Al parecer, las gotas de sudor que se me habían formado en la frente han llegado hasta mis ojos. Parpadeo para librarme de ellas y la miro asombrado. Ella me está sonriendo; es la imagen más bonita que he visto jamás.

—Encantada de conocerte, papi. Me llamo Charlotte, soy tu hijita.

El corazón me explota en el pecho, rompiéndose en fragmentos diminutos cargados de culpabilidad, remordimientos y mucho dolor.

—Yo también estoy encantado de conocerte —contesto con la voz rota por la emoción.

Deberían ahorcarme. Después de todo lo que he hecho, abandonar a esta niñita para ir a revolcarme en mi pozo de miseria, me merezco que me troceen para que se me coman los buitres. Ahora me doy cuenta de que Charlotte me habría ayudado. Juntos habríamos salido adelante. Ella habría llevado la luz a mi mundo de sombras y me habría dado fuerzas para encontrar mi camino. Esta diminuta criatura, tan viva y llena de fuerza, hace que me sienta avergonzado.

Envuelvo su manita con la mía y aprieto con delicadeza, esperando que entienda lo que quiero transmitirle, porque no puedo hacerlo con palabras: me he quedado mudo.

Riéndose, tira de mi mano y me conduce a la mesa.

—Estamos dando una fiesta.

Miro hacia la mesa y recuerdo lo que he oído cuando he entrado. ¡Oh, mierda! No me hará hablar con los juguetes, ¿no?

—Parece divertido —murmuro mientras trato de tragarme las emociones que Charlotte ha despertado en mí. No obstante, no sirve de nada: se han instalado en mi garganta y no tienen intención de irse a ninguna parte.

—Siéntate —me ordena, soltándome la mano para señalarme dónde quiere que lo haga.

Me apresuro a obedecer y aguardo sus siguientes instrucciones.

Ella parece encantada ante mi buena disposición, y el pecho se me hincha un poco; estoy orgulloso de haberla complacido.

—Yo también tengo una mesa con sillas —me cuenta, señalando un lugar al fondo del jardín donde hay colocada una mesita con sillitas minúsculas, cuyo asiento es más pequeño que mi pie—, pero la tía Abbie dijo que eras demasiado grande y que podrías romperlas.

Dios bendiga a la tía Abbie. Ya me da miedo romper a esta niñita, no querría romperle también los juguetes.

—Creo que la tía Abbie tiene razón.

Charlotte se sienta en una de las sillas y parece aún más diminuta cuando se echa hacia delante para llegar a la mesa. Los largos y oscuros mechones de pelo de su coleta le rozan los hombros. Coge una pequeña tetera y vierte un poco de agua en una taza tan pequeña que parece un dedal.

—Toma un poco de té. —Me pasa la taza y yo la cojo entre el pulgar y el índice, tratando de no parecer un torpe patán.

—Gracias. —En cuanto me atrevo, dejo la taza en la mesa y busco en el bolsillo de mi chaqueta—. ¿Puedo enseñarte algo?

—¿Qué? —pregunta entusiasmada.

—Me gustaría enseñarte una fotografía de tu mami, si quieres.

—He visto un montón de fotos de mi mami.

Me quedo pensando un momento. Tiene razón; el recibidor está lleno de fotos suyas, pero ésta es distinta. Ésta es la única foto en la que Monica y yo estamos juntos.

—Ésta es un poco diferente.

Frunce el ceño pensativa.

—¿Por qué?

Mientras acaricio la foto dentro del bolsillo, me planteo si estoy haciendo bien.

—Bueno, porque en ésta estoy yo también —le suelto nervioso, y la saco sin darme ocasión de arrepentirme—. Mira. —Se la doy, y me cuesta no inclinarme para mirarla yo también.

No sé por qué la he guardado todo este tiempo. Supongo que porque, en el fondo, me gusta torturarme. Parece una explicación razonable. Llevo haciéndolo durante varios años. O, tal vez, bajo toda la amargura acumulada, sabía que algún día reaccionaría y recuperaría a mi pequeña. Prefiero pensar que es lo segundo.

Observo fascinado cómo sus ojos se iluminan y brillan como diamantes al ver a su papi y a su mami juntos por primera vez. Estudia la imagen durante un buen rato, examinando todos los detalles.

—¿Tú conociste a mi mami? —pregunta al fin, mirándome.

—Sí. —Señalo la foto, pero ella sigue observándome con curiosidad.

—¿Cómo era?

¿Cómo era? Estoy seguro de que Abbie le habrá contado un montón de cosas positivas sobre su madre, y sé que ha hecho lo correcto.

—Seguro que la tía Abbie ya te lo ha contado todo.

—Quiero que me lo cuentes tú. —Suelta la foto y se acomoda, sin dejar de mirarme.

¿Qué le voy a decir? Monica me destrozó, me hizo sentir ganas de matar a alguien cada día durante el resto de mi existencia. La razón por la que me he perdido la vida de mi pequeña fue porque su madre me jodió vivo y me convirtió en un cabrón amargado y egoísta del que tenía que protegerla.

—Era maravillosa y preciosa, igual que tú —me fuerzo a hablar, olvidándome de toda la mierda y centrándome en los buenos tiempos. Como, por ejemplo, cómo nos conocimos. O lo rápido que nos enamoramos.

Es la primera vez en muchos años que permito que mi mente llegue tan atrás en el tiempo; hasta los momentos anteriores a la mierda, el odio y el dolor. Estaban enterrados a demasiada profundidad y no era fácil llegar hasta ellos. No lo entiendo, pero en cambio ahora me resulta muy fácil.

Charlotte se echa a reír y bate sus larguísimas pestañas.

—¿Has acabado ya de luchar contra los malos, papi?

Su pregunta me coge por sorpresa.

—¿Eh?

—La tía Abbie me dijo que volverías a casa algún día, cuando acabaras de luchar contra los malos. —Ladea la cabeza—.

¿Has acabado de luchar ya contra los malos?

No sé cómo me sostengo. Estoy a punto de derrumbarme.

—Sí. —Me aclaro la garganta. Cojo la foto de la mesa y me la guardo de nuevo en el bolsillo—. Ya no queda ninguno.

Eso es mentira. Los malos nunca desaparecen, pero todo eso forma parte de mi vida, no de la suya, y eso es lo único que importa por ahora. No me veo capaz de darle malas noticias. Su inocencia es contagiosa, y quiero que siga así mucho tiempo.

—Entonces, ¿ya puedes empezar a ser mi papi?

Ya está; no puedo contenerlas más. Hay demasiadas y sólo pueden salir por un sitio, mejillas abajo. Me las seco con rabia, sorbiendo por la nariz como un idiota, y asiento, medio ahogado por la emoción.

—¿Por qué lloras, papi? —Alarga la mano y la apoya en la mía.

—Lloro porque soy feliz —le contesto—. Me hace muy feliz poder ser tu papi al fin.

No tengo ni idea de cómo voy a hacer que las cosas funcionen. Mi sentimiento de posesión hacia ella está creciendo de manera alarmante a cada segundo que pasa. Me he enamorado de ella, locamente, como un jodido demente. Esta niña dulce, inteligente y vivaracha es mía. Pero me doy cuenta de que tenemos que hacer las cosas con calma. Tenemos que conocernos; hemos de formar un vínculo. No tengo ningún derecho a reclamarla como propia, pero cuando alzo la mirada hacia ella, veo que me está mirando con los ojos brillantes.

Y soy consciente de que ha sido ella la que me ha reclamado a mí.

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