El protector

El protector


Segunda parte » Capítulo 10

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10

El Melitaland no era un gran ejemplo de arquitectura náutica. Descansaba en el agua, achaparrado y sólido, orgulloso de su figura maciza y de sus chimeneas torcidas. Su función consistía en transportar automóviles, camiones y personas a través de las dos millas de agua que separaban a Malta de Gozzo.

Creasy estaba de pie en la cubierta superior, la maleta en el suelo. El ferry italiano proveniente de Reggio llevaba un retraso de doce horas por una huelga, y había llegado al puerto de Malta a primera hora de la mañana. Eso le había evitado pasar la noche en la isla, hecho que le alegró, porque estaba ansioso por llegar al destino y comenzar a poner en práctica sus planes.

El barco pasó junto a la pequeña isla de Comino, con su antiguo mirador erguido sobre los acantilados. El agua, de un azul intenso, permitía atisbar el fondo de la arena: era la laguna Azul. Creasy recordó haber nadado allí con Guido y Julia, ocho años antes.

La contaminación era menor en aquella zona, gracias a las mareas y a las corrientes. La playa era tranquila, y el agua clara.

Creasy miró hacia Gozzo, más escarpada y verde que Malta, con aldeas en las laderas de las colinas. Era una isla de intensa actividad agrícola, y las terrazas cultivadas se extendían hasta el borde del agua.

Cuando la visitó por primera vez, Gozzo le había gustado. Era una sociedad singular: la única sociedad sin clases que Creasy había conocido. El más pobre de los pescadores se consideraba tan digno como el mayor terrateniente. Quien se creyese mejor que los demás, no debía ir a Gozzo. Recordó que la gente era ruidosa y alegre; y una vez que trababa relación, amistosa. Ya se oía el bullicio, mientras el barco entraba en el pequeño puerto de Mgarr y los pasajeros se apresuraban hacia la salida.

Creasy subió por la colina hasta una posada que tenía el increíble nombre de Águilas del Valle. Era un edificio antiguo y rectangular, con un angosto balcón que daba al mar. Guido le había dicho que, desde allí, telefonease a los padres de Julia, y que ellos irían a buscarlo. Por dentro, la habitación —que debía de haber sido un granero— era de techos altos y fresca, con las paredes adornadas por cuadros de paisajes locales. Apoyado en la barra del bar, un grupo de parroquianos bebía.

Creasy dejó la maleta junto a la puerta. La vista de los grandes jarros de cerveza le recordó que tenía sed, y mirando hacia la barra, señaló el barril. El tabernero, un hombrecito rubicundo y casi calvo, le preguntó:

—¿Una pinta o media?

—Una pinta, por favor —respondió Creasy, sentándose en un taburete y depositando un billete sobre la barra.

La cerveza era ambarina y estaba helada, bebió con satisfacción. Cuando el tabernero volvió con el cambio, Creasy le preguntó:

—¿Podría darme el número de teléfono de Paul Schembri?

El tabernero lo miró impasible.

—Paul Schembri —repitió Creasy—. Tiene una granja cerca de Nadur; usted debe de conocerlo.

El tabernero se encogió de hombros y dijo:

—Schembri es un apellido muy común, y en Gozzo hay muchos granjeros. —Y se fue a servir a otro parroquiano.

Creasy no se incomodó. Por el contrario, aprobaba la conducta del tabernero. Era indudable que el hombre conocía a Paul Schembri. Gozzo era una isla pequeña, pero protegía su privacidad. Ni siquiera una moderada afluencia de turistas había podido modificar eso. Los habitantes eran cordiales con los forasteros, pero no les decían nada hasta no saber quiénes eran y qué querían. Un gozzitano era capaz de negar a su propio hermano si no conocía a quien preguntaba.

De modo que Creasy bebió su cerveza y esperó. Después pidió otra, y cuando el hombre se la llevó, él dijo:

—Vengo de parte de Guido Arrellio. Me alojaré en la casa de Paul Schembri.

Todo estaba aclarado.

—¡Ah! ¿Se refiere usted a ese Paul Schembri? ¿El granjero? ¿El que vive cerca de Nadur?

—El mismo —asintió Creasy.

El tabernero lo examinó un momento y después sonrió. Tenía una de esas raras sonrisas que parecen iluminarlo todo. Extendió la mano.

—Yo soy Tony. Ahora me acuerdo de usted. Usted vino cuando Guido se casó con Julia. —Señaló a un hombre más joven, que bebía del otro lado del bar—. Mi hermano Sam —otro gesto, hacia un bebedor cubierto de grasa de pies a cabeza—; aquél es Shreik, y estos dos son Michele y Victor; cuando no están bebiendo aquí, trabajan en el ferry.

Creasy recordó haberlo visto supervisando los equipajes de los coches y las cargas de los camiones y cobrando el peaje. Sintió con alivio que ya no era un forastero. Tony cogió el teléfono, marcó un número y dijo unas palabras en maltés. Volvió a sonreír.

—Dentro de unos minutos vendrá Joey a buscarlo.

Sam puso otra cerveza frente a Creasy y gesticuló llamando a Shreik. Creasy recordó entonces las proezas de los gozzitanos en materia de bebida. Cuando empezaban a pagarse mutuamente rondas de cerveza, podían seguir durante dos días. Se sentía cómodo. Con aquella gente podría relacionarse. Nadie lo escudriñaría, ni le haría un montón de preguntas, ni trataría de encasillarlo en una categoría o de imponerle una amistad falsa. Todo se interpretaría al pie de la letra. Sé como quieras ser, decía la filosofía gozzitana. Haz lo que te plazca. Pero no incomodes, no seas mezquino cuando te toque pagar, y sobre todo no seas orgulloso. El orgullo era el peor pecado posible en Gozzo. Equivalía a ser presuntuoso. Un hombre podía ser un incendiario, y hasta un sodomita, y aun así ser aceptado por la comunidad. Pero si era orgulloso, estaba perdido.

Creasy terminó de beber su cerveza y miró a Tony. Tony era uno de esos raros camareros que lo ven todo, pese a lo ocupados que puedan estar. Recorrió la barra llenando vasos, y cogió el dinero que estaba frente a Creasy.

—¿Te tomas una? —preguntó Creasy.

—Demasiado pronto para mí —respondió Tony, negando con la cabeza.

Diez minutos después, Tony cogió otros diez centavos, volvió a sonreír y dijo «¿Por qué no?» mientras se servía una cerveza.

Más tarde, Creasy se daría cuenta de que aquella actitud era un hábito en Tony. Siempre rehusaba la invitación y después pasaba de diez a quince minutos preguntándose por qué. La reflexión terminaba siempre con una sonrisa y el inevitable «¿Por qué no?».

Todos los gozzitanos tienen un sobrenombre, y lo más natural fue que a aquel tabernero comenzaran a llamarlo. ¿Por qué no?

Un vapuleado Land Rover se detuvo en la puerta, y entró un joven delgado y simpático, de cabellos negros y ensortijados. Le tendió una mano encallecida por el trabajo, y dijo:

—¡Hola! Yo soy Joey. Bien venido a Gozzo.

Creasy recordaba vagamente al hermano menor de Julia, que tendría entonces unos diez años. Joey miró a Tony, jadeó exageradamente y fue invitado con una cerveza.

—No tienes prisa, ¿no? —preguntó con una sonrisa, dirigiéndose a Creasy.

Creasy devolvió la sonrisa y negó con un gesto.

—¡Qué bien! —exclamó Joey, y bebió de un trago la mitad de la cerveza—. Estuve embolsando ajos todo el día, y este trabajo da sed.

Después se inició una moderada sesión de bebida, acompañada de una charla amable. El inglés es la segunda lengua de la isla de Malta, y sólo de vez en cuando los parroquianos usaban el maltés, para poner énfasis en alguna expresión. La lengua maltesa contiene gran cantidad de palabras árabes e italianas, y su entonación es sonora y cantarina. Gracias a su conocimiento de ambas lenguas, Creasy captaba muchas palabras. Después empezaron a llegar los pescadores, sedientos tras haber pasado el día en los botes, bajo el sol. Entonces, Victor y Michele partieron para atender el último viaje.

La mayoría de los bebedores habían pasado de la cerveza a las bebidas fuertes, cuando Joey miró su reloj.

Ghal Madonna! Las seis. Vamos, Creasy. Mamá debe de estar echando chispas.

Subieron por la escarpada colina, atravesaron la pequeña aldea de Qala, y después volvieron a bajar, antes de abandonar la ruta a Nadur.

La granja —un amplio edificio de piedra— había sido construida alrededor de un patio interior, según el estilo tradicional de la región. En un costado se veía un ala más nueva que el resto de la casa, comunicada con el exterior por una escalera.

Una mujer alta y rolliza salió de la cocina. Tenía el rostro redondo, agradable y expresivo. Recibió a Creasy sonriendo, lo abrazó y lo besó en la mejilla.

—Bien venido, Creasy, cuánto tiempo. —Miró a su hijo de reojo.

—Creasy tenía sed, mamá —dijo Joey, guiñándole un ojo a Creasy y sonriendo con picardía.

Ella lo regañó amablemente, le dijo que llevase el equipaje arriba, y acompañó a Creasy a la cocina.

Él recordaba la enorme habitación de techo abovedado. Era el centro de la actividad familiar; el comedor y la antesala sólo se usaban en ocasiones especiales.

Aquello le recordó que se encontraba en el seno de una familia y que debería haberse sentido incómodo. Pero Laura trajinaba en la cocina preparando un gran jarro de café y preguntando cómo estaba Guido, al tiempo que atendía tres humeantes cacerolas que hervían sobre los fogones. No, era imposible sentirse incómodo. La presencia de Creasy era aceptada tranquilamente, y este sentimiento resultó aún más evidente cuando Paul Schembri regresó del campo. Era más bajo que su mujer, y a primera vista parecía delgado; pero tenía los brazos robustos y musculosos; Creasy lo vio como un hombre fuerte y sólido.

Saludó a Creasy con una inclinación de cabeza y dijo:

—¿Todo bien?

Era la expresión más usada en Malta, en cualquier idioma, y abarcaba un amplio espectro de sentidos: desde una pregunta hasta una afirmación o una despedida. Equivalía al ça va francés, y hasta era más rica.

—Todo bien —respondió Creasy, y Paul se sentó y aceptó la taza de café que Laura le ofrecía.

Saludó como si Creasy se hubiera ido la noche anterior, y no ocho años atrás, y el norteamericano se sintió aún más cómodo.

Creasy había comprado un pequeño casete en Nápoles, y colocó en él una de las cintas que Guido había recuperado de la casa de Como. Después se tendió de espaldas en la cama, y mientras Dr. Hook desgranaba su lamento de amor, consideró su situación y pensó en las personas que lo rodeaban. La sugerencia de Guido de utilizar Gozzo como punto de partida había sido buena; él sabía que Creasy sería recibido por los Schembri sin grandes demostraciones, pero con afecto. También sabía que, hacía poco, la familia había arrendado unos terrenos abandonados de la iglesia, y que preparar esa tierra sería un trabajo duro. A Creasy le gustaría ayudar, y se beneficiaría con ello. Guido había mantenido una larga conversación telefónica con Paul y le había explicado la situación de Creasy y los últimos acontecimientos. No habían hablado del futuro.

A Creasy se le asignó un pequeño apartamento independiente. Se trataba del ala más nueva de la casa, que tenía su propia entrada por la escalera exterior. Después de la cena, Paul explicó que antiguamente esa parte de la casa se usaba como despensa y para almacenar el heno. Guido había mandado siempre dinero desde que se casó con Julia, y siguió haciéndolo después de que ella muriera. Al principio, Paul se había enojado —después de todo, ellos no eran pobres— y hasta había llegado a amenazar con devolverle el dinero. Pero Guido lo desarmó diciéndole que lo hacía para disminuir sus impuestos. «Ya sabes cómo son esas cosas», comentó Paul.

Entonces, utilizaron parte del dinero en la mejora del antiguo almacén, para que Guido pudiese disponer de un lugar tranquilo y privado durante su visita anual. El apartamento constaba de dos habitaciones grandes y un baño pequeño, todo de techo abovedado, como era costumbre. Las gruesas piedras no estaban pintadas, sino aceitadas, por eso conservaban una suave tonalidad ocre. El mobiliario era sencillo: en el dormitorio, una gran cama antigua y una cómoda, y perchas de madera en las paredes, para colgar la ropa. En la otra habitación, un conjunto de sillones y sillas bajos y cómodos, una mesita y un bar bien provisto. Creasy pensó que aquel lugar sería su hogar por lo menos durante dos meses, y que ya la primera noche se sentía cómodo y tranquilo.

Después pensó en los Schembri. A primera vista, parecían rudos granjeros, pero en Gozzo el nivel de educación es bueno, y aunque la gente es conservadora y localista, se interesa por el mundo exterior, y muchos son cultos. Debido a la superpoblación, muchos gozzitanos se instalaron en el extranjero, sobre todo en Estados Unidos y en Australia, y algunos, al retirarse, compraron propiedades y regresaron a su aldea natal. Por lo tanto, en Gozzo había un constante fluir de nuevas ideas, y mucha movilidad dentro de la sociedad.

Paul Schembri era un granjero típico, profundamente arraigado en aquella vida de trabajo duro, y sometido al ciclo productivo de la naturaleza. Era independiente y no hacía ostentación de sus bienes. Tenía dinero en el banco, y podía mirar a la cara a cualquiera. Era como las murallas de piedra que rodeaban sus campos: seco y algo polvoriento, pero firme, cada piedra ajustándose a la otra sin cemento ni cal, y capaz de enfrentarse al gregale, el viento que, en invierno, cruza el mar desde Europa y azota las colinas.

Laura era más expresiva. Un observador superficial podía pensar que ella dominaba en el matrimonio, pero era una impresión falsa. Era, sí, una mujer fuerte e inteligente, pero aunque Paul se lo hubiese permitido, ella jamás habría sacado partido de la aparente bondad de su marido. Pero su carácter tenía más facetas que el de Paul: ella era más brillante y sus intereses eran más amplios.

Joey había heredado de su madre la curiosidad y la franqueza, unidas a la simpatía y el buen talante. «Debe de ser atractivo para las mujeres», pensó Creasy. A ellas les debía gustar su aspecto, moreno, y su aire algo infantil, y seguro que les inspiraba sentimientos maternales.

Creasy se preguntaba cómo sería la hija, Nadia. Trabajaba como recepcionista en un hotel, en Malta, pero regresaría el fin de semana para visitar a la familia y ayudar en la granja.

Creasy sabía, por Guido, que Nadia se había casado con un oficial naval inglés y se había ido a Inglaterra, pero que el matrimonio se había roto un año atrás. La recordaba vagamente. Cuando Julia y Guido se casaron, Nadia era una adolescente de una belleza serena, como la de su hermana. Deseó que la muchacha no fuese causa de problemas. Hasta allí, la situación era buena, y él no quería complicaciones.

Le dio la vuelta al casete, y Dr. Hook comenzó a cantar la historia de un viejo borracho de Brooklyn, y su deseo de vivir un poco más, sólo un poco más.

Creasy llegó al amplio terraplén que dominaba la bahía de Marsalforn y se detuvo para tomar aliento. El sudor oscurecía su traje de carrera. El sol todavía estaba bajo —hacía sólo una hora que había salido— y la bahía, protegida por las colinas, aún se veía entre sombras. Le dolía todo el cuerpo. Sus músculos protestaban, atónitos ante el esfuerzo inesperado. Creasy se prometió no excederse. Un músculo desgarrado o resentido podía retrasar su programa días y hasta semanas.

Se había levantado antes del amanecer para comenzar una serie de ejercicios, según la antigua rutina de la Legión, pero con un ritmo más suave.

Después tomó una ducha fría, y bajó. Le sorprendió encontrar a Laura ya en la cocina, y se lo dijo.

—Voy a la misa de las cinco —respondió ella, sonriendo—. Alguien tiene que rezar por todos los pecadores de la familia.

—Reza por mí también, Laura —dijo Creasy, sonriendo y sin darle importancia—. He cometido unos cuantos pecados en mi vida.

Ella asintió, seria de pronto, con la mirada fija en el pequeño crucifijo de oro que colgaba del cuello de Creasy.

—¿Eres católico? —preguntó.

—No soy nada —contestó él, encogiéndose de hombros.

Laura le sirvió un gran tazón de café negro, y mientras lo bebía, entraron en la cocina Paul y Joey, ya preparados para salir a trabajar.

—Voy a correr un poco —dijo Creasy— y después a nadar. ¿Puedo ayudarlos más tarde?

El granjero asintió con una sonrisa y los tres salieron de la casa. Paul señaló un lugar colina abajo, hacia el mar.

—Cuando quieras nadar, sigue este sendero. Hay una caleta allí, y puedes alejarte de las rocas. El agua es profunda, y el lugar, privado. Sólo se puede llegar a través de mis tierras, o en bote.

Laura le había dicho que, después de nadar, regresara para desayunar, y la idea del agua fresca y de la buena comida le hicieron dar por terminada la carrera. Volvió sobre sus pasos a un trote lento.

La pequeña caleta estaba escondida, y el agua era profunda y clara. La roca calcárea había sido erosionada por debajo y se extendía, como una losa plana, sobre el mar. Creasy se desnudó y se zambulló. Nadó unos cien metros hacia el norte, por el canal de Comino. Parecía que la islita estuviera cerca, pero él sabía que había casi kilómetro y medio hasta el punto más próximo. Después, cuando estuviese realmente en forma, nadaría hasta allí; y más tarde, haría el recorrido de ida y vuelta.

En la granja, Laura le preparó un copioso desayuno: huevos con jamón, y pan fresco untado con la clara miel de la isla. Ella se sentó y bebió su café, observando satisfecha cómo Creasy terminaba su plato sin decir palabra.

Le recordó ocho años atrás, cuando los había visitado con Guido. Ya entonces era callado. Ahora parecía mucho más viejo e infinitamente cansado. Guido les había contado lo cerca que había estado de la muerte.

Laura había llegado a querer a su yerno como a un hijo, y cuando Julia murió, lloró por ella y también por él.

Pensó en la noche anterior a la boda. Guido había ido a la granja solo, para hablar con ella y Paul. Les contó brevemente su pasado y aseguró que el futuro sería diferente. Dijo también que amaba a Julia y les confió sus planes para abrir una pensión en Nápoles. Por último, les dijo que si alguna vez le sucedía algo a él, y Julia necesitaba ayuda, Creasy se haría cargo de todo.

Al día siguiente, ella había observado al corpulento y silencioso norteamericano, que trataba de adaptarse a la algazara de una boda gozzitana típica. Se daba cuenta de que la felicidad de su amigo lo alegraba, y supo instintivamente que lo que Guido les había dicho la noche anterior era rigurosamente cierto. Guido les había dado una dirección en Bruselas donde podrían dejar un mensaje para Creasy, y había sido ella, Laura, quien puso el telegrama que llevó a Creasy de África a Nápoles, para estar junto al amigo. Ahora, Laura estaba decidida a ayudar a aquel hombre a recuperarse. El ejercicio y el trabajo harían una buena parte, y ella lo llenaría de comida buena y fresca.

Después del desayuno, Creasy salió al campo, localizó a Paul, se sacó la camisa y se puso a trabajar a su lado. Construir una cerca de piedra no es tarea fácil. Es necesario seleccionar con cuidado las rocas y colocarlas en el sitio preciso, una contra la otra. El viejo granjero se sorprendió al ver la facilidad con que Creasy aprendía, pero el norteamericano tenía una disposición natural para ese tipo de trabajo.

A pesar de todo, una hora después le dolía la espalda, y sus manos, que el largo descanso había suavizado, tenían rasguños y estaban llenas de ampollas por las piedras. Al mediodía, Paul ordenó parar, y Creasy bajó hasta la caleta para lavarse las manos en el agua salada.

El almuerzo, muy simple, consistió en carne fría y ensalada; después, todos hicieron una siesta durante la parte más calurosa del día. Las gruesas paredes de piedra y los techos altos y abovedados hacían que las habitaciones fuesen muy frescas, y Creasy durmió bien, aunque le dolía todo el cuerpo. Se levantó a las tres, agarrotado y con las manos doloridas. Le habría gustado seguir durmiendo, y por un momento estuvo tentado de hacerlo, pero pensó en sus planes y volvió al campo con Paul. A medida que la habilidad de Creasy aumentaba, los dos hombres hacían grandes progresos, trabajando en silencio. Dos horas después, Laura les llevó cerveza helada en un cubo con hielo.

Regañó a Creasy por haberse quemado la espalda al sol, y miró con franca curiosidad las cicatrices, las nuevas y las viejas.

—Te hirieron bastante, Creasy —comentó—. Deberías dedicarte a granjero para siempre.

Después advirtió el estado en que habían quedado sus manos y se volvió hacia Paul, sinceramente indignada.

—¿Cómo lo dejaste trabajar con esas manos? ¡Mira!

—Trata de convencerlo —replicó Paul, haciendo un gesto de impotencia.

Laura tomó las manos de Creasy y las examinó.

—No te preocupes —dijo Creasy—. Más tarde iré a nadar. El agua salada es el mejor tratamiento. En algunos días más, se habrán fortalecido.

Laura observó las cicatrices en el dorso de las manos y negó con la cabeza.

—Ser granjero —dijo con firmeza— es mucho menos peligroso.

Los tres días siguientes fueron los peores. Todas las noches, Creasy caía en la cama totalmente exhausto.

Pero ya se había fijado un plan y una rutina; por las mañanas, una carrera, natación —cada día más lejos—, y después, el trabajo en el campo, el torso desnudo bajo el sol ardiente. Por la tarde, otra sesión de natación, y temprano a dormir, después de la cena. Hacía gimnasia al levantarse y antes de acostarse. Los primeros días fueron una agonía, sobre todo por las mañanas, cuando se levantaba rígido y con los músculos entumecidos. Pasarían unas dos semanas, calculaba, antes de que pudiese empezar a entrenarse a fondo. Pero el dolor actuaba como un estímulo. Le recordaba constantemente su propósito, le recordaba a Pinta y lo que habían hecho con ella, y sentía en su corazón un odio más intenso que el dolor.

Paul y Joey lo vieron una noche, sentados en el patio después de la cena. Estaban tomando café y una copa de brandy, y contemplando el mar oscurecido y las luces de Malta a lo lejos.

Las luces le hicieron recordar a Creasy cuando llegó a Nápoles, tantos meses atrás, y los cambios que lo habían afectado. La creciente amistad con Pinta y las últimas semanas, cuando había sido verdaderamente feliz.

Su pensamiento se remontó al último día, y después vio a Guido en el hospital, diciéndole que Pinta estaba muerta.

Paul se volvió para decirle algo, pero al ver la cara de Creasy, las palabras murieron en su garganta. Porque lo que vio fue odio, el odio creciendo en aquel hombre, como la niebla de un mar frío.

De pronto, Creasy se levantó, masculló un saludo y se fue a su habitación.

Joey miró a su padre; su cara, por lo general alegre, estaba sombría.

—Arde por dentro —dijo Joey—. Es como si se tuviera fuego en su interior. Nunca vi a nadie tan triste y tan furioso al mismo tiempo.

Paul asintió.

—Él lo controla, pero el fuego está allí. Y va a quemar a alguien.

Joey sacudió la cabeza como para alejar los pensamientos tristes, y se puso de pie.

—Yo también me estoy incendiando, pero por otra cosa. Voy a Barbarella. Es viernes a la noche, y las turistas estarán solas y aburridas.

Su padre movió la cabeza, comprensivo.

—No vengas demasiado tarde, o no servirás para nada mañana, y todavía hay tres surcos de ajos para recoger.

El muchacho atravesó el patio interior, eludiendo a su madre, que le endilgaría un sermón sobre la moral de las muchachas extranjeras. De la ventana abierta del cuarto de Creasy salía una música suave, y se paró a escuchar. Reconoció la canción, había estado de moda unos dos años antes. Era Blue Bayou. Se sintió un poco sorprendido. Aquello le daba una nueva dimensión al extraño norteamericano. Subió a su Suzuki, arrancó el coche, y la música se perdió rápidamente, mientras él hacía rugir la motocicleta rumbo a Xaghra.

El sábado llegó Nadia. Estaba sentada a la mesa de la cocina cuando los tres hombres entraron para almorzar.

—Creasy, ¿te acuerdas de Nadia? —dijo Laura, señalando a la joven.

—Muy poco —replicó él en tono de disculpa—. Llevabas pañales, entonces —agregó, dirigiéndose a Nadia.

Ella sonrió —la sonrisa suavizaba las severas líneas de su rostro—, se puso de pie y lo besó en la mejilla.

Era alta y esbelta, y caminaba con un curioso vaivén. Tenía las piernas largas y algo rígidas; no eran feas, sino diferentes. Sus caderas eran amplias.

Durante el almuerzo, Nadia estudió a Creasy a hurtadillas. Su presencia hizo más animada la conversación: le tomaba el pelo a su hermano por haber trasnochado, y después lo defendía cuando su madre lo regañaba por haber regresado a las dos de la madrugada, motivo por el cual hubo que arrancarlo de la cama para ir a trabajar al alba.

Nadia tenía un rostro inteligente, demasiado severo para ser bello, pero realzado por los pómulos altos y la boca plena. También poseía un claro erotismo, algo así como un aura. Miró a Creasy y lo sorprendió observándola.

—¿Cómo está Guido? —preguntó.

—Muy bien; te manda saludos.

—¿No dijo cuándo viene?

Creasy hizo un gesto negativo y se preguntó si habría algo entre Guido y aquella muchacha. Era muy parecida a Julia, un poco más alta y esbelta, pero con los mismos ojos graves, que se contradecían con la sonrisa fácil. Habría sido natural que Guido se hubiese sentido atraído por ella; y después de todo, ya hacía cinco años que Julia había muerto. Pero entonces recordó que ella había regresado a Malta hacía menos de un año. Y de todos modos, Guido se lo hubiera explicado.

Después del almuerzo, cuando todos los hombres se habían retirado para hacer la siesta, Nadia se quedó en la cocina, ayudando a su madre a lavar los platos.

Trabajaron en silencio durante un rato, y de pronto la muchacha dijo:

—Me había olvidado de cómo es Creasy. Da un poco de miedo.

—Sí —dijo Laura—. Es un caso difícil. Habla poco, pero es de confianza, y una gran ayuda para tu padre. Yo lo aprecio. Sé qué clase de persona es. Tu padre cree que se está preparando físicamente por alguna razón muy especial, y que un día se irá por ahí y cometerá toda clase de violencias. Es un hombre violento, pero todos lo queremos.

Nadia terminó de secar los platos en silencio y después preguntó:

—¿Qué edad tiene?

—Debe de andar por los cincuenta —dijo Laura después de pensar un momento—. Es algunos años mayor que Guido. Tiene suerte de estar con vida. Sus cicatrices son terribles.

Nadia apiló los platos y los colocó en el armario.

—Pero es un hombre —murmuró, casi para sus adentros, sonriendo después ante la mirada de su madre, mezcla de curiosidad y tristeza—. Por lo menos, es un hombre. Eso se ve.

No era raro que Nadia hiciese un comentario como aquél. Ella observaba a todos los hombres de un modo muy especial, y hacía una evaluación inmediata, fruto de su dura experiencia.

Se había casado con un hombre apuesto, inteligente y simpático. Llegó al matrimonio llena de alegría y expectativa. El noviazgo fue romántico, como un cuento de hadas. Diversiones, fiestas, y la emoción de viajar en busca de nuevos horizontes. Y después, poco a poco, la aceptación de que algo andaba mal; la evidencia de haber vivido sólo un sueño.

Aquel hombre tenía tendencias homosexuales, largamente reprimidas. Para él, el matrimonio formó parte de la represión. Conocía sus inclinaciones, y luchó contra ellas, luchó desde la adolescencia. Pero estaba destinado a perder aquella guerra, y su casamiento con Nadia fue la última batalla. Perdió también esa batalla en una serie de acciones dilatorias y autoacusaciones, en esporádicas incursiones, tristes y degradantes, en un mundo que ya no podía seguir negando.

Hablaron del problema, trataron de afrontarlo juntos. Para ella, fue difícil. No podía entender, se sentía insultada en su femineidad misma. Tal vez habría sido capaz de hacerle frente a la competencia con otra mujer: por lo menos, hubiera podido usar las armas propias de su sexo. Pero contra semejante enemigo, se sentía inerme.

El final fue súbito y nauseabundo. Una fiesta en la base naval de Portsmouth. Todos habían bebido demasiado. Lo perdió de vista, lo buscó, y lo encontró, borracho y desnudo, con un oficial joven, aceptando su verdadero ser.

Al día siguiente, Nadia lo abandonó y tomó un avión de vuelta a Malta.

El regreso al hogar fue terrible; pero ella habló con Paul y Laura, les contó todo, y ellos se mostraron solidarios y comprensivos. Fue una historia triste, para ella y para sus padres: una hija, muerta; la otra, con una herida ardiente y secreta.

Nadia solicitó la anulación del matrimonio, pero esas cosas llevaban tiempo. El Cowboy, que los había casado, envió los papeles al Vaticano y procuró, en su estilo rudo y simple, consolarla y explicarle por qué todo era tan difícil y tardaba tanto. Primero era necesario tomar declaraciones, presentar testigos, y sólo después un jurado anónimo decidiría. Llevaría años. ¿Por qué? El matrimonio es sagrado. ¿Pero acaso no ven el dolor de la gente? El Cowboy lo veía, y sintió una gran tristeza cuando ella se acercó al confesionario y pidió perdón por todos los pecados que había cometido, por haberse acostado con hombres. Primero fue un joven pescador de Mgarr. «Es un hombre, padre, y yo necesitaba conocer a un hombre». Después, de vez en cuando, los turistas que se alojaban en el hotel donde trabajaba. También anónimos a su manera, como los jueces. Se quedaban dos semanas, y adquirían un bronceado profundo y los favores de una joven de la zona.

Pero Nadia no se había resignado. Sabía que la gente murmuraba y que algunos la compadecían, y se sentía llena de rencor. Ella quería tener una vida normal. Había sido educada para tener una familia, hijos, respeto. Aun cuando los jueces del Vaticano resolviesen que, a los ojos de Dios, su matrimonio nunca había tenido lugar, y le concediesen la anulación, ¿qué pasaría? Ya tenía veintiséis años. ¿Acaso algún hombre del lugar se casaría con ella? ¿Después de todas las habladurías, en una comunidad tan estrecha? Entonces, ¿qué? ¿Irse? Esa posibilidad no la atraía. Ella necesitaba a su familia, necesitaba la seguridad y el apoyo. La casa en la que había nacido y donde se había criado. La tierra misma. Todo aquello no mentía, no cambiaba, no adoptaba ropajes falsos. Ésa era la razón de que ella hubiese vuelto, de que no se hubiese quedado ni siquiera en Malta. Cualquier cosa que hiciese, la haría en aquella casa donde se sentía segura.

Hacia el final de la tarde, cogió su bañador y se dirigió a la caleta. Vio ropas sobre la roca y, a lo lejos, en el canal, a Creasy nadando. Se sentó y observó cómo el hombre se internaba en el mar unos doscientos metros y después emprendía el regreso.

—Pensé que cruzarías hasta Comino —le dijo, mientras él salía del agua.

—Lo haré dentro de una semana, cuando esté más entrenado —respondió Creasy, sentándose junto a ella y jadeando por el esfuerzo.

Nadia miró las cicatrices recientes en el estómago y en el costado, rosadas y más claras que el tostado violento del resto de su piel.

—¿Quieres nadar? —preguntó él.

—Sí. Ponte de espaldas mientras me cambio.

Un momento después, enfundada en un bañador negro, Nadia se zambulló limpiamente.

Era una buena nadadora y braceó vigorosamente hacia el canal. Se preguntó si Creasy lograría llegar a Comino. La corriente era fuerte; se la podía sentir aun allí, cerca de la costa. Había estado a punto de mencionarlo, pero se contuvo. Creasy no era el tipo de hombre que acepta consejos de una mujer.

Después, de vuelta a la roca, se tendió junto a Creasy, bajo el último sol de la tarde. Habló de Guido y preguntó cómo andaba la pensión. No mencionó el secuestro ni el tiroteo. Había leído la información en los diarios italianos. Le habría gustado saber algo más, pero decidió esperar.

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