El protector

El protector


Capítulo 1

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JAKE

Me mira aterrorizado, con los ojos muy abiertos, mientras su cuerpo se petrifica bajo el mío. El calor, el polvo, los sonidos de los gritos a mi alrededor…, todo hace que me resulte casi imposible concentrarme, pero tengo que hacerlo. Pestañeo varias veces y lo cambio de posición para que no escape, clavándolo en la grava que cubre el suelo. Yo no debería estar aquí, debería estar en las colinas cercanas, invisible, escondido entre la vegetación y las rocas. Debería ser la amenaza desconocida, la que nadie puede ver.

El hombre que he capturado está muy delgado, desnutrido, y tiene el blanco de los ojos tintado de amarillo. Este cabrón con el cerebro lavado se ha cargado a dos de mis camaradas, y el intenso dolor que siento en el hombro me recuerda que ha estado a punto de acabar conmigo también. Debería haberme quedado en mi posición: la he cagado. Mi necesidad egoísta y temeraria de llenar de plomo a estos hijos de puta ha provocado la muerte de dos soldados. Debería ser yo quien estuviera muerto en el suelo a unos metros de aquí. Me lo merezco.

Su corazón late frenéticamente tras la fina tela de su asquerosa camiseta. Puedo sentir asimismo los latidos golpeando contra mi propio pecho, a través de varias capas de ropa y del chaleco antibalas.

Mientras pronuncia una letanía de palabras extranjeras que no entiendo, me sigue clavando una mirada cargada de maldad.

Está rezando.

Hace bien.

—Nos vemos en el infierno —le digo.

Aprieto el gatillo y le meto una bala en la cabeza.

Me incorporo de un brinco en la cama, sudando y jadeando, con las sábanas pegadas al cuerpo.

—Hijo de puta… —murmuro dejando que mis ojos se acostumbren a la luz de la madrugada hasta que logro distinguir la panorámica de Londres desde los ventanales de mi habitación.

Son las seis de la mañana. Lo sé sin necesidad de consultar la hora en el reloj de la mesilla de noche. Y no es sólo el sol naciente el que me informa de ello. La alarma mental que se activa en mi cerebro todos los días a la misma hora es una suerte y una desgracia al mismo tiempo.

Me siento en la cama, cojo el teléfono y no me extraño al ver que no hay ni llamadas ni mensajes pendientes de leer.

—Buenos días, mundo —susurro, y vuelvo a dejarlo sobre la mesilla antes de levantar los brazos por encima de la cabeza para destensar los músculos.

Hago rodar los hombros, respiro hondo un par de veces y luego suelto el aire muy despacio por la nariz. Me echo hacia delante, apoyo los antebrazos en las rodillas y me quedo observando la ciudad mientras guardo la pesadilla en un rincón seguro de mi mente. Sigo respirando despacio, inspiro y espiro, inspiro y espiro, inspiro y espiro… Cierro los ojos y doy gracias por esta serenidad artificial. Soy un maestro en el tema.

Pero los músculos se me vuelven a tensar rápidamente al darme cuenta de que la cama se mueve a mi lado. Mi mano actúa de manera automática y saca una pistola VP9 sin que mi cerebro haya tenido tiempo de darle la orden.

Impulso.

Apunto a mi soñoliento objetivo antes de que mis ojos tengan tiempo de enfocarlo.

Instinto.

Estoy de pie, desnudo como un recién nacido, con los brazos firmes y extendidos frente a mí y una pistola de 9 mm que me encaja como un guante en la mano.

—Mmm… —El suave ronroneo me penetra en los oídos y me ayuda a centrarme en el lío de miembros desnudos que asoman bajo las sábanas.

Mi mente rebobina y me lleva hasta el bar donde acabé la noche. De inmediato aparto la pistola de la dueña de los ojos que se están abriendo en ese momento. Me dirige una sonrisa relajada y se estira con movimientos estudiados, diseñados para dejarme boquiabierto y duro como una piedra.

Mala suerte. En mi mente sólo hay sitio para una cosa, y no es ella.

—Vuelve a la cama —musita recorriendo con una mirada lujuriosa mi cuerpo de metro noventa y cinco de alto mientras se apoya en un codo y tamborilea con los dedos en la mejilla.

No le hago caso porque sé lo que está a punto de pasar y me estoy preparando ya para hacer frente a una mujer decepcionada. Cambian los días, pero la escena es la misma.

Me alejo sintiendo cómo me clava puñales en la espalda con los ojos.

—Lo siento, tengo cosas que hacer —le digo con brusquedad por encima del hombro, sin concederle siquiera el privilegio de mi atención mientras hablamos. No tengo tiempo—. Puedes coger un plátano al salir si te apetece —añado antes de meterme en el baño.

Los ventanales que cubren dos de las paredes me ofrecen una panorámica de la ciudad de ciento ochenta grados, pero lo único que me llama la atención es mi cara demacrada en el espejo. Suspiro y apoyo una mano en el mármol del lavabo mientras con la otra abro el grifo y me quedo observando la penosa imagen. Mi aspecto refleja por fuera cómo me siento por dentro: como una mierda. «Puto Jack Daniel’s de los cojones…»

Me froto la incipiente barba mientras oigo que ella grita: «¡Eres un gilipollas!», y se acerca corriendo. No se lo discuto. Sé que soy un auténtico capullo. Un gilipollas vengativo y siempre en tensión. Me encantaría poder relajarme y encontrar la paz, pero la paz no tiene espacio en mi vida. Veo sus rostros cada vez que cierro los ojos. Veo a Danny y a Mike; eran como hermanos para mí, y, aunque han pasado cuatro años, sé que están muertos por mi culpa. Por culpa de mi estupidez, de mi egoísmo. No puedo escapar de la culpabilidad; sólo tratar de distraerme. Me refugio en el trabajo, el alcohol y el sexo, y como ahora mismo estoy sin empleo, sólo me quedan dos de esas tres cosas.

La miro con ojos cansados y veo que está tan furiosa como me imaginaba. Sin embargo, sigue deseándome. Sus pechos respingones están coronados por unos pezones duros como piedras y se me está comiendo con la vista. Ladeo la cabeza y espero a que sus ojos vuelvan a encontrarse con los míos. Separa los labios decepcionada cuando ve que mi miembro está flácido. Ni rastro de erección matutina.

—Cierra la puerta al salir —le indico del todo inexpresivo.

Entonces, lo veo venir. Veo la intención escrita en su rostro.

—Ahí vamos —murmuro apartándome del lavamanos y preparándome para lo que se avecina.

Ella se abalanza sobre mí, apretando los puños por el camino.

—¡Cabrón!

Me da una bofetada en toda la cara. Y yo se lo permito, apretando los dientes con fuerza y esperando a que el dolor afloje antes de abrir los ojos y estirar el cuello a lado y lado.

—La puerta está por ahí —digo señalando con la mano.

Durante unos segundos mantenemos un duelo de miradas. Ella me mira sorprendida, porque con toda probabilidad esté recordando el polvo apasionado de la noche anterior. Yo la miro impasible, deseando que se largue cuanto antes para poder ponerme en marcha.

—Gracias por tu hospitalidad —me suelta, y por fin se vuelve sobre sus pies descalzos antes de salir a toda prisa.

Poco después oigo un portazo que hace que retumben las paredes que me rodean. Me vuelvo de nuevo hacia el lavamanos y me lavo los dientes. Luego me pongo unos pantalones cortos y unas deportivas, y salgo a correr.

Qué gusto notar el aire de la mañana en la cara. Me dirijo a la zona de los parques oyendo los tranquilizadores sonidos de Londres al amanecer: el escaso tráfico, los pájaros, los pasos de otros corredores…, justo lo que necesito para empezar bien el día. La hierba sigue cubierta de rocío y la bruma se pega a mi pecho mientras corro por el sendero. Las piernas se me empiezan a entumecer. Justo como a mí me gusta.

Miro al frente sin tener que pensar hacia dónde voy, como si hubiera recorrido este camino un millón de veces. Y probablemente lo he hecho. Siempre me encuentro las mismas caras, casi todas femeninas. Todas sonríen esperanzadas y enderezan la espalda cuando me ven, fingiendo que no respiran con dificultad. Hoy podría ser el día en que me detuviera a saludarlas o que les dirigiera una sonrisa al cruzarme con ellas. Pero lo único que dejo a mi paso es decepción. Para mí son sólo una cara más en un mar de rostros sin sentido; seres humanos que se cruzan en mi camino. Las rodeo con agilidad, moviéndome de manera automática para evitar colisiones.

Al cabo de media hora, mi mente comienza a aclararse cuando el sudor elimina el alcohol que quedaba en mi cuerpo. Durante el último kilómetro, acelero el ritmo para acabar de librarme de él. Los pulmones me arden, pero lo consigo.

Listo.

Aflojo el ritmo y me detengo en la puerta del café Nero mirando al cielo. Asiento satisfecho. Las siete y veinte en punto. Entro y cojo una servilleta para secarme el sudor de la frente antes de dirigirme al mostrador. Al pasar por delante de la nevera, cojo una botella de agua, la abro y me la bebo entera antes de llegar frente a la cajera, que ya me ha preparado la cuenta cuando saco un billete del bolsillo.

—Su café solo está en marcha —me anuncia mirando por encima del hombro.

—Gracias —susurro lanzando la botella vacía al otro lado del local. Encesto limpiamente en la papelera y encuentro el café esperándome en la encimera cuando me vuelvo de nuevo hacia ella.

Cada día la misma rutina. Cojo el café y me voy.

Mientras bajo por Berkeley Street, el tráfico va aumentando de intensidad. Me paro en mi quiosco habitual para comprar el periódico. El quiosquero ya me lo prepara al verme llegar y me recibe con una sonrisa.

—Viene temprano hoy, señor.

Asiento en silencio y lanzo una libra al aire. Cojo el periódico y ojeo la portada. En cuanto leo el titular principal, la furia me recorre de arriba abajo:

19 MUERTOS EN TURQUÍA TRAS TIROTEO EN FESTIVO

—Hijos de puta…

Me trago la rabia y la impotencia, y sigo leyendo. Ha habido evacuaciones, y se advierte a los turistas que no viajen a la zona. Se ha incluido Turquía en la lista de zonas de riesgo. Lo malo es que el mundo entero se ha convertido en una jodida zona de riesgo. Tiro el periódico a una papelera sin dejar de caminar. No sé por qué me hago esto. No puedo hacer nada para ayudar; ya no. Nadie me necesita, nadie me quiere en sus filas. Mi ataque de ira incontrolada me apartó de allí. Las caras de mis compañeros empiezan a abrirse camino en mi mente, derribando los muros tras los que me protejo. Veo sus rostros sonrientes; veo sus rostros muertos. Pestañeo con fuerza para librarme de esas imágenes antes de que se apoderen de mí. Necesito correr quince kilómetros más.

Me meto en la ducha y dejo la temperatura justo como estaba: helada de cojones. Balas de agua gélida me atacan desde todas las direcciones, castigándome como considero que me merezco. Me gusta. Es duro pero auténtico. Es real. Echo la cabeza hacia atrás para que el agua me moje bien la cara mientras reviso mentalmente qué he de hacer hoy. Limpiar la pistola… por cuarta vez esta semana. Revisar el correo electrónico. Tal vez llamar a Abbie.

Eso último ha estado en la lista de cosas pendientes durante los últimos cuatro años, y así sigue, pendiente. Sólo es una llamada, para que sepa que estoy vivo. No necesita más y es todo cuanto puedo darle. Pero no, ni siquiera puedo darle eso. No me atrevo a remover el pasado. Agacho la cabeza respirando hondo. Disparos, explosiones, gritos.

«¡Correos electrónicos!»

Al borde del ataque de pánico, me froto las mejillas y cojo el gel de ducha. Necesito seguir adelante con mi rutina diaria. Después de ducharme y de envolverme la cintura con una toalla, me tomo una pastilla y vuelvo a la estancia principal del espacioso apartamento. El escritorio está junto a los ventanales. Me siento en la enorme silla de cuero negro y enciendo el ordenador. Mientras se carga, contemplo pensativo la vista de la ciudad.

«Un mensaje. No hace falta que la llames. Sólo envíale un mensaje para que sepa que sigues vivo.» Me río sin ganas al darme cuenta de lo penosa que es mi situación. Abbie es probablemente la única persona en este mundo a la que le importa si estoy vivo o muerto. Aunque tal vez ya le dé igual. Estoy solo. No tengo familia ni amigos, mis padres ya no están.

Desde el momento en que ellos murieron en el vuelo 103 de Pan Am, mi vida sólo tuvo un sentido: la guerra. Tenía siete años y no entendí lo que había pasado, pero era lo suficientemente mayor para comprender que en el mundo había gente mala y que alguien debía pararles los pies. Y esa necesidad de luchar contra el mal no hizo sino aumentar a medida que crecía. Mi abuela me cuidó hasta que murió de vieja. Y entonces ya no quedó nadie en el mundo que sufriera por mí. Podía alistarme en el ejército y cumplir con mi deber; toda ayuda era poca.

Pronto destaqué por mi puntería y me sacaron de los cadetes. Me dieron un rifle y no volví a mirar atrás. Apuntaba, disparaba y daba en el blanco. Una y otra vez. Y en cada ocasión sentía que había logrado un objetivo. Nunca me sentía culpable; había avanzado en mis logros, porque desde ese momento había un hijo de puta peligroso menos en el mundo del que tener que preocuparme.

¡Ping!

El sonido de un correo entrante me arranca de mis pensamientos.

—Hola, preciosa —murmuro al ver su nombre en la pantalla.

De pronto, tengo esperanzas de poder descansar un poco de esta tensión. Llevo dos semanas sin trabajar y me estoy volviendo loco. Dos semanas sin poder hacer nada más que beber, follar y luchar para apartar mi mente de los recuerdos que me atormentan.

Como siempre, el correo es sencillo y va directo al grano, típico de Lucinda; por eso es la única mujer que me cae bien.

Pero, a medida que voy leyendo, se me va borrando la sonrisa de la cara.

CLIENTE: Trevor Logan, magnate de negocios y dueño de propiedades inmobiliarias.

SUJETO: Camille Logan, hija menor del cliente.

MISIÓN: Escolta constante.

DURACIÓN: Indefinida.

TARIFA: 100 000 libras a la semana.

Me echo hacia atrás en la silla y formo un triángulo con los dedos ante mi boca. ¿Cien mil a la semana? ¿Dónde está la trampa? ¿Una misión de escolta constante? Hace tiempo que no me convierto en la sombra de nadie y no creo que sea muy buena idea, básicamente porque el sujeto que hay que proteger es la hija de Trevor Logan, un hombre de negocios sin escrúpulos que ha pisoteado a todo el mundo que se le ha puesto por delante en su camino a la cima.

Lo he visto en los periódicos. La última vez, en medio de una batalla legal, cuando lo acusaron de suprimir a un accionista minoritario de una firma que acababa de comprar. Por supuesto, ganó el caso. Siempre los gana, y la prensa siempre apoya a ese capullo. El hombre es un santurrón insoportable y no hay nada que me haga pensar que su hija no es igual que él. Lucinda debe de haberlo tenido en consideración.

No obstante, creo que se equivoca. Debería haber tenido en cuenta también mi pasado. Ella sabe lo que he vivido. Está al tanto de los horrores; lo sabe todo, hasta el más mínimo y escabroso detalle. El trabajo que me propone supone una vigilancia las veinticuatro horas del día. ¿Pasar día y noche junto a una mujer así? No, gracias. Acabaría estrangulándola o, peor aún, me recordaría a otra mujer y eso empeoraría los

flashbacks.

Me obligo a volver al presente antes de que los recuerdos me arrastren.

No, no puedo aceptarlo, ni siquiera por ese dineral.

—Empezabas a caerme bien, Lucinda —murmuro mientras escribo la respuesta.

Seguro que piensa que me estoy volviendo loco sin ninguna misión en la que refugiarme. Beber y follar no son suficiente después de semanas de no hacer otra cosa, pero el trabajo que me propone es absurdo. ¿Quiere que me maten? Cuando estoy a punto de enviar el mensaje, la barra de búsqueda de Google llama mi atención.

—Joder —susurro escribiendo unas cuantas palabras en ese espacio vacío que me está pidiendo a gritos que lo llene.

Lo que encuentro me repele al instante. Una mujer de veintitantos años, de piernas esbeltas y una sonrisa peligrosamente tentadora. Tiene el pelo largo y en las imágenes lo lleva trenzado de manera informal. Está bebiendo champán en una fiesta, en un jardín, rodeada de hombres que la miran babeando.

No me equivocaba. Este tipo de mujer es la que peor me va. Sería una locura pasar con ella más tiempo del necesario para echarle un polvazo. No obstante, en vez de cerrar la página de Google y enviar el mensaje, me sorprendo a mí mismo dándole al botón de «Ver más imágenes» y contemplando fotos y más fotos. En algunas aparece saliendo de locales nocturnos; en otras, asistiendo a fiestas; en otras, paseando por las calles de Londres cargada de bolsas tras un día de compras. Y luego están las fotos profesionales, casi todas para diseñadores y marcas comerciales. Frunzo el ceño al ver el nombre de Wikipedia por ahí. «¿Tiene página en Wikipedia?» Suspiro, pero no puedo resistir la tentación de entrar y leerla.

Camille Logan, hija menor del magnate de negocios Trevor Logan y conocida fiestera. Nacida el 29 de junio de 1991, Camille estudió moda en la Universidad de Londres durante un tiempo, pero enseguida la contrataron en la agencia de modelos Elite. Vive en el corazón de Londres y es uno de los rostros habituales en los actos de sociedad. La han ligado sentimentalmente a Sebastian Peters, heredero de Peters Communications. Sus medidas son propias de una modelo: metro setenta y siete de altura, 86 centímetros de tiro de pierna, una talla 90 de sujetador y 63 centímetros de cintura. Es rubia y tiene los ojos azules. Tras una desagradable ruptura con Peters el año pasado, Camille ingresó en la clínica The Priory para superar su adicción a la cocaína. Desde entonces ha retomado su carrera como modelo y representa a marcas como Karl Lagerfeld, Gucci y Boss.

Me echo hacia atrás en la silla, asombrado.

—¡¿Ponen hasta las medidas?! —exclamo.

Mi mente sigue dando vueltas sin acabar de creérselo mientras recupero el correo electrónico y le añado una posdata:

¡Ni por un millón de libras! Paso.

No me molesto en darle las gracias. Lucinda se ha vuelto loca, joder. Y con esa idea en la cabeza, cierro el portátil de un golpe.

Hago girar el líquido ambarino, observando cómo cubre el interior de la copa al desplazarse con suavidad. ¿Cuántas van ya esta noche? ¿Diez, once…? Suelto el aire, me bebo el resto de un trago y dejo el vaso vacío en la barra. El camarero lo rellena de inmediato y le doy las gracias con la cabeza mientras apoyo los codos en la madera. Soy consciente de las miradas que me dirigen las mujeres. Todas quieren que levante la vista para llamar mi atención. Pero si les dirijo aunque sólo sea una mirada de reojo, la noche acabará como casi todas las anteriores. Un polvo, un adiós y una bofetada. Y vuelta a empezar. Alcohol. Esta noche sólo quiero alcohol.

Me llevo los nudillos a los ojos y me los froto con fuerza. Sin algo que me distraiga, ya sea un trabajo o una mujer a la que tirarme, la lucha para que mi mente no viaje a lugares tenebrosos es una batalla durísima. Mi mente empieza a llenarse de imágenes de los rostros que me atormentan. Las explosiones retumban en mi cabeza y el corazón se me acelera.

—Joder, joder —murmuro justo antes de levantar la cabeza y encontrarme a una mujer batiendo las pestañas en mi dirección desde el otro extremo del bar.

Me ofrece un respiro a la tortura y me dispongo a aceptarlo, pero al levantarme del taburete, el sonido ensordecedor de cristales que se rompen me obliga a detenerme y a sujetarme con fuerza a la barra. Tengo el corazón en la jodida garganta y la mente hecha un torbellino de imágenes demasiado familiares. Ventanas que se rompen en mil pedazos, explosiones de fuego enemigo, gritos de miedo. Trato de calmarme mirando a mi alrededor para recordarme dónde estoy. El camarero maldice en voz baja y, al volverme hacia él, veo que tiene cristales rotos a sus pies.

—Hola, guapo.

Giro la cabeza y veo a la mujer del otro extremo del bar, que se ha acercado y me dirige una sonrisa seductora. La idea de agarrarla, llevarla a mi apartamento y follármela hasta que el corazón me martillee en el pecho por una razón distinta no me tranquiliza como debería.

No le veo la cara; sólo veo el pasado. No funcionará.

Busco las pastillas en el bolsillo interior de la chaqueta y abro el frasco mientras salgo del bar. Necesito algo en lo que pensar, y lo necesito ya. Los

flashbacks son cada vez más frecuentes y las pastillas me hacen cada vez menos efecto.

Si sigo a este paso, pronto estaré ocupando la habitación de Camille Logan en The Priory. Volveré al mismo punto donde estaba hace cuatro años: perdido, borracho y sin nada que hacer aparte de torturarme reviviendo mis pesadillas una y otra vez. Nunca me abandonan del todo, pero puedo limitar su frecuencia. Para ello necesito dejar a un lado mis mierdas y centrarme en otra persona. Tengo que conseguir ver a Camille Logan como lo que es: un trabajo. Tengo que centrarme en la misión, eso es todo. No tengo otra opción.

Saco el teléfono y marco el número de mi salvavidas.

—Estaba a punto de llamarte —me dice Lucinda a modo de saludo.

—Lo de Logan, lo acepto.

Me importa una mierda quién sea el cliente. Una mujer, un niño, ¡como si es un mono, joder! Necesito trabajar. Nada puede ser peor que esto.

—Bien —replica con calma—, me alegro de que me hayas ahorrado la molestia de ir a buscarte y darte una patada en el culo para que reaccionaras.

Mi corazón empieza a calmarse.

—Alguien tendría que hacerlo —murmuro.

—¿Dónde estás?

—En Chelsea.

—¿En un bar?

—Ya me iba.

—¿Con?

—Nadie.

Ella se echa a reír, incrédula. Es evidente que no me cree.

—Que duermas bien, Jake. Y preséntate en la torre Logan mañana a las tres. Por la mañana se te ingresarán cien mil libras en tu cuenta corriente.

Lucinda cuelga y yo vuelvo a casa, con la mente al fin centrada en la misión y en nada más. Soy el mejor de la empresa de seguridad para la que trabajo. No es que sea un creído de mierda: es la pura realidad.

Si quieres que alguien esté a salvo, contrátame. Mi expediente es impecable y así va a seguir.

Ya estoy entregado a la misión.

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