El camino

El camino


XVII

Página 19 de 25

XVII

DANIEL, el Mochuelo, le perdonaba todo a la Guindilla menos el asunto del coro; la despiadada forma en que le puso en evidencia ante los ojos del pueblo entero y el convencimiento de ella de su falta de definición sexual.

Esto no podría perdonárselo por mil años que viviera. El asunto del coro era un baldón; el mayor oprobio que puede soportar un hombre. La infamia exigía contramedidas con las que demostrar su indiscutible virilidad.

En la iglesia ya le esperaban todos los chicos y chicas de las escuelas, y Trino, el sacristán, que arrancaba agrias y gemebundas notas del armonio cuando llegaron. Y la asquerosa Guindilla también estaba allí, con una varita en la mano, erigida, espontáneamente, en directora.

Al entrar ellos, les ordenó a todos por estatura; después levantó la varita por encima de la cabeza y dijo:

—Veamos. Quiero ensayar con vosotros el «Pastora Divina» para cantarlo el día de la Virgen. Veamos —repitió.

Hizo una señal a Trino y luego bajó la varita y los niños y niñas cantaron cada uno por su lado:

Pas-to-ra Di-vi-naaa

Seee-guir-te yo quie-rooo…

Cuando ya empezaban a sintonizar las cuarenta y dos voces, la Guindilla mayor puso un cómico gesto de desolación y dijo:

—¡Basta, basta! No es eso. No es «Pas», es «Paaas». Así:

»“Paaas-to-ra Di-vi-na; Seee-guir-te yo quierooo; poor va-lles y o-te-roos; Tuuus hue-llas en pooos”. Veamos —repitió.

Dio con la varita en la cubierta del armonio y de nuevo atrajo la atención de todos. Los muros del templo se estremecieron bajo los agudos acentos infantiles. Al poco rato, la Guindilla puso un acusado gesto de asco. Luego señaló al Moñigo con la varita.

—Tú puedes marcharte, Roque; no te necesito. ¿Cuándo cambiaste la voz?

Roque, el Moñigo, humilló la mirada:

—¡Qué sé yo! Dice mi padre que ya de recién nacido berreaba con voz de hombre.

Aunque cabizbajo, el Moñigo decía aquello con orgullo, persuadido de que un hombre bien hombre debe definirse desde el nacimiento. Los primeros de la escuela acusaron su manifestación con unas risitas de superioridad. En cambio, las niñas miraron al Moñigo con encendida admiración.

Al concluir otra prueba, doña Lola prescindió de otros dos chicos porque desafinaban. Una hora después, Germán, el Tiñoso, fue excluido también del coro porque tenía una voz en transición y la Guindilla «quería formar un coro sólo de tiples». Daniel, el Mochuelo, pensó que ya no pintaba allí nada y deseó ardientemente ser excluido. No le gustaba, además, tener voz de tiple. Pero el ensayo del primer día terminó sin que la Guindilla estimara necesario prescindir de él.

Volvieron al día siguiente y la Guindilla siguió sin excluirle. Aquello se ponía feo. Permanecer en el coro suponía, a estas alturas, una deshonra. Era casi como dudar de la hombría de uno, y Daniel, el Mochuelo, estimaba demasiado la hombría para desentenderse de aquella selección. Mas a pesar de sus deseos y a pesar de no quedar ya más que seis varones en el coro Daniel, el Mochuelo, continuó formando parte de él. Aquello era el desastre. Al cuarto día la Guindilla mayor, muy satisfecha, declaró:

—Ha terminado la selección. Quedáis sólo las voces puras. —Eran quince niñas y seis niños—. Espero —se dirigía ahora a los seis niños— que a ninguno de vosotros se le vaya a ocurrir cambiar la voz de aquí al día de la Virgen.

Sonrieron los niños y las niñas, tomando a orgullo aquello de tener «las voces puras». Sólo se desesperó, por lo bajo, inútilmente, Daniel, el Mochuelo. Pero ya la Guindilla estaba golpeando la cubierta del armonio para llamar la atención de Trino, el sacristán, y las veintiuna voces puras difundían por el ámbito del templo las plegarias a la Virgen:

Paaas-to-ra Di-vi-naaa

Seee-guir-te yo quie-rooo

Pooor va-lles y o-te-rooos

Tuuus hue-llas en pooos.

Daniel, el Mochuelo, intuía lo que aquella tarde ocurrió a la salida. Los chicos descartados, capitaneados por el Moñigo, les esperaban en el atrio y al verles salir, formaron corro alrededor de los seis «voces puras» y comenzaron a chillar de un modo reiterativo y enojoso:

—¡Niñas, maricas! ¡Niñas, maricas! ¡Niñas, maricas!

De nada valió la intercesión de la Guindilla ni los débiles esfuerzos de Trino, el sacristán, que era ya viejo y estaba como envarado. Tampoco valieron de nada las miradas suplicantes que Daniel, el Mochuelo, dirigía a su amigo Roque. En este trance, el Moñigo olvidaba hasta las más elementales normas de la buena amistad. En el fondo del grupo agresor borboteaba un despecho irreprimible por haber sido excluidos del coro que cantaría el día de la Virgen. Pero esto no importaba nada ahora. Lo importante era que la virilidad de Daniel, el Mochuelo, estaba en entredicho y que había que sacarla con bien de aquel embrollo.

Aquella noche al acostarse tuvo una idea. ¿Por qué no ahuecaba la voz al cantar el «Pastora Divina»? De esta manera la Guindilla le excluiría como a Roque, el Moñigo, y como a Germán, el Tiñoso. Bien pensado era la exclusión de éste lo que más le molestaba. Después de todo, Roque, el Moñigo, siempre había estado por encima de él. Pero lo de Germán era distinto. ¿Cómo iba a conservar, en adelante, su rango y su jerarquía ante un chico que tenía la voz más fuerte que él? Decididamente había que ahuecar la voz y ser excluido del coro antes del día de la Virgen.

Al día siguiente, al comenzar el ensayo, Daniel, el Mochuelo, carraspeó, buscando un efecto falso a su voz. La Guindilla tocó el armonio con la punta de la varita y el cántico se inició:

Paaas-to-ra Di-vi-naaa

Seee-guir-te yo quie-rooo

La Guindilla se detuvo en seco. Arrugaba la nariz, larguísima, como si la molestase un mal olor. Luego frunció el ceño igual que si algo no respondiera a lo que ella esperaba y se sintiera incapaz de localizar la razón de la deficiencia. Pero al segundo intento apuntó con la varita al Mochuelo, y dijo, molesta:

—Daniel, ¡caramba!, deja de engolar la voz o te doy un sopapo.

Había sido descubierto. Se puso encarnado al solo pensamiento de que los demás pudieran creer que pretendía ser hombre mediante un artificio. Él, para ser hombre, no necesitaba de fingimientos. Lo demostraría en la primera oportunidad.

A la salida, Roque, el Moñigo, capitaneando el grupo de «voces impuras», les rodeó de nuevo con su maldito estribillo:

—¡Niñas, maricas! ¡Niñas, maricas! ¡Niñas, maricas!

Daniel, el Mochuelo, experimentaba deseos de llorar. Se contuvo, sin embargo, porque sabía que su vacilante virilidad acabaría derrumbándose con el llanto ante el grupo de energúmenos, de «las voces impuras».

Así llegó el día de la Virgen. Al despertarse aquel día, Daniel, el Mochuelo, pensó que no era tan descorazonador tener la voz aguda a los diez años y que tiempo sobrado tendría de cambiarla. No había razón por la que sentirse triste y humillado. El sol entraba por la ventana de su cuarto y a lo lejos el Pico Rando parecía más alto y majestuoso que de ordinario. A sus oídos llegaba el estampido ininterrumpido de los cohetes y las notas desafinadas de la charanga bajando la varga. A lo lejos, a intervalos, se percibía el tañido de la campana, donada por don Antonino, el marqués, convocando a misa mayor. A los pies de la cama tenía su traje nuevo, recién planchado, y una camisa blanca, escrupulosamente lavada, que todavía olía a añil y a jabón. No. La vida no era triste. Ahora, acodado en la ventana, podía comprobarlo. No era triste, aunque media hora después tuviera que cantar el «Pastora Divina» desde el coro de las «voces puras». No lo era, por más que a la salida «las voces impuras» les llamasen niñas y maricas.

Un polvillo dorado, de plenitud vegetal, envolvía el valle, sus dilatadas y vastas formas. Olía al frescor de los prados, aunque se adivinaba en el reposo absoluto del aire un día caluroso. Debajo de la ventana, en el manzano más próximo del huerto, un mirlo hacía gorgoritos y saltaba de rama en rama. Ahora pasaba la charanga por la carretera, hacia El Chorro y la casa de Quino, el Manco, y un grupo de chiquillos la seguía profiriendo gritos y dando volteretas. Daniel, el Mochuelo, se escondió disimuladamente, porque casi todos los chiquillos que acompañaban a la charanga pertenecían al grupo de «voces impuras».

Enseguida se avió y marchó a misa. Los cirios chisporroteaban en el altar y las mujeres lucían detonantes vestidos. Daniel, el Mochuelo, subió al coro y desde allí miró fijamente a los ojos de la Virgen. Decía don José que, a veces, la imagen miraba a los niños que eran buenos. Podría ser debido a las llamas tembloteantes de las velas, pero a Daniel, el Mochuelo, le pareció que la Virgen aquella mañana volvía los ojos a él y le miraba. Y su boca sonreía. Sintió un escalofrío y entonces le dijo, sin mover los labios, que le ofrecía el «Pastora Divina» para que «las voces impuras» no se rieran de él ni le motejaran.

Después del Evangelio, don José, el cura, que era un gran santo, subió al púlpito y empezó el sermón. Se oyó un carraspeo prolongado en los bancos de los hombres e instintivamente Daniel, el Mochuelo, comenzó a contar las veces que don José, el cura, decía «en realidad». Aunque él no jugaba a pares o nones. Pero don José decía aquella mañana cosas tan bonitas, que el Mochuelo perdió la cuenta.

—Hijos, en realidad, todos tenemos un camino marcado en la vida. Debemos seguir siempre nuestro camino, sin renegar de él —decía don José—. Algunos pensaréis que eso es bien fácil, pero, en realidad, no es así. A veces el camino que nos señala el Señor es áspero y duro. En realidad eso no quiere decir que ése no sea nuestro camino. Dios dijo: «Tomad la cruz y seguidme».

»Una cosa os puedo asegurar —continuó—. El camino del Señor no está en esconderse en la espesura al anochecer los jóvenes y las jóvenes. En realidad, tampoco está en la taberna, donde otros van a buscarlo los sábados y los domingos; ni siquiera está en cavar las patatas o afeitar los maizales durante los días festivos. Dios mismo, en realidad, creó el mundo en seis días y al séptimo descansó. Y era Dios. Y como Dios que era, en realidad, no estaba cansado. Y, sin embargo, descansó. Descansó para enseñarnos a los hombres que el domingo había que descansar.

Don José, el cura, hablaba aquel día, sin duda, inspirado por la Virgen, y hablaba suavemente, sin estridencias. Prosiguió diciendo cosas del camino de cada uno, y luego pasó a considerar la infelicidad que en ocasiones traía el apartarse del camino marcado por el Señor por ambición o sensualidad. Dijo cosas inextricables y confusas para Daniel. Algo así como que un mendigo podía ser más feliz sin saber cada día si tendría algo que llevarse a la boca, que un rico en un suntuoso palacio lleno de mármoles y criados. «Algunos —dijo— por ambición, pierden la parte de felicidad que Dios les tenía asignada en un camino más sencillo. La felicidad —concluyó— no está, en realidad, en lo más alto, en lo más grande, en lo más apetitoso, en lo más excelso; está en acomodar nuestros pasos al camino que el Señor nos ha señalado en la Tierra. Aunque sea humilde».

Acabó don José y Daniel, el Mochuelo, persiguió con los ojos su menuda silueta hasta el altar. Quería llenarse los ojos de él, de su presencia carnal, pues estaba seguro que un día no lejano ocuparía una hornacina en la parroquia. Pero no sería él mismo, entonces, sino una talla en madera o una figura en escayola detestablemente pintada.

Casi le sorprendió el ruido del armonio, activado por Trino, el sacristán. La Guindilla estaba ante ellos, con la varita en la mano. Los «voces puras» carraspearon un momento. La Guindilla golpeó el armonio con la varita y Trino acometió los compases preliminares del «Pastora Divina». Luego sonaron las voces puras, acompasadas, meticulosamente controladas por la varita de la Guindilla:

Paaas-to-ra Di-vi-naaa

Seee-guir-te yo quie-rooo

Pooor va-lles y o-te-rooos

Tuuus hue-llas en pooos.

 

Tuuu grey des-va-li-da

Gi-mien-do te im-plo-ra

Es-cu-cha, Se-ño-ra,

Su ar-dien-te cla-mor.

 

Paaas-to-ra Di-vi-naaa

Seee-guir-te yo quie-rooo

Pooor va-lles y o-te-rooos

Tuuus hue-llas en pooos.

Cuando terminó la misa, la Guindilla les felicitó y les obsequió con un chupete a cada uno. Daniel, el Mochuelo, lo guardó en el bolsillo subrepticiamente, como una vergüenza.

Ya en el atrio, dos envidiosos le dijeron al pasar «niña, marica», pero Daniel, el Mochuelo, no les hizo ningún caso. Ciertamente, sin el Moñigo guardándole las espaldas, se sentía blando y como indefenso. A la puerta de la iglesia la gente hablaba del sermón de don José. Un poco apartada, a la izquierda, Daniel, el Mochuelo, divisó a la Mica. Le sonrió ella.

—Habéis cantado muy bien, muy bien —dijo, y le besó en la frente.

Los diez años del Mochuelo se pusieron ansiosamente de puntillas. Pero fue en vano. Ella ya le había besado. Ahora la Mica volvía a sonreír, pero no era a él. Se acercaba a ella un hombre joven, delgado y vestido de luto. Ambos se cogieron de las manos y se miraron de un modo que no le gustó al Mochuelo.

—¿Qué te ha parecido? —dijo ella.

—Encantador; todo encantador —dijo él.

Y entonces, Daniel, el Mochuelo, acongojado por no sabía qué extraño presentimiento, se apartó de ellos y vio que toda la gente se daba codazos y golpecitos y miraban de un lado a otro de reojo y se decían con voz queda: «Mira, es el novio de la Mica», «Mira, es el novio de la Mica», «¡Caramba! Ha venido el novio de la Mica», «Es guapo el novio de la Mica», «No está mal el novio de la Mica». Y ninguno quitaba el ojo del hombre joven delgado y vestido de luto, que tenía entre las suyas las manos de la Mica.

Comprendió entonces Daniel, el Mochuelo, que sí había motivos suficientes para sentirse atribulado aquel día, aunque el sol brillase en un cielo esplendente y cantasen los pájaros en la maleza, y agujereasen la atmósfera con sus melancólicas campanadas los cencerros de las vacas y la Virgen le hubiera mirado y sonreído. Había motivos para estar triste y para desesperarse y para desear morir y algo notaba él que se desgajaba amenazadoramente en su interior.

Por la tarde, bajó a la romería. Roque, el Moñigo, y Germán, el Tiñoso, le acompañaban. Daniel, el Mochuelo, seguía triste y deprimido; sentía la necesidad de un desahogo. En el prado olía a churros y a aglomeración humana; a alegría congestiva y vital. En el centro estaba la cucaña, diez metros más alta que otros años. Se detuvieron ante ella y contemplaron los intentos fallidos de dos mozos que no pasaron de los primeros metros. Un hombre borracho señalaba con un dedo la punta de la cucaña y decía:

—Hay allí cinco duros. El que suba y los baje que me convide.

Y se reía con un cloqueo contagioso. Daniel, el Mochuelo, miró a Roque, el Moñigo.

—Voy a subir yo —dijo.

Roque le acució:

—No eres hombre.

Germán, el Tiñoso, se mostraba extrañamente precavido:

—No lo hagas. Te puedes matar.

Le empujó su desesperación, un vago afán de emular al joven enlutado, a los niños del grupo de «las voces impuras». Saltó sobre el palo y ascendió, sin esfuerzo, los primeros metros. Daniel, el Mochuelo, tenía como un fuego muy vivo en la cabeza, una mezcla rara de orgullo herido, vanidad despierta y desesperación. «Adelante —se decía—. Nadie será capaz de hacer lo que tú hagas», «Nadie será capaz de hacer lo que tú hagas». Y seguía ascendiendo, aunque los muslos le escocían ya. «Subo porque no me importa caerme», «Subo porque no me importa caerme», se repetía, y al llegar a la mitad miró hacia abajo y vio que toda la gente del prado pendía de sus movimientos y experimentó vértigo y se agarró afanosamente al palo. No obstante, siguió trepando. Los músculos comenzaban a resentirse del esfuerzo, pero él continuaba subiendo. Era ya como una cucarachita a los ojos de los de abajo. El palo empezó a oscilar como un árbol mecido por el viento. Pero no sentía miedo. Le gustaba estar más cerca del cielo, poder tratar de tú al Pico Rando. Se le enervaban los brazos y las piernas. Oyó un grito a sus pies y volvió a mirar abajo.

—¡Daniel, hijo!

Era su madre, implorándole. A su lado estaba la Mica, angustiada. Y Roque, el Moñigo, disminuido, y Germán, el Tiñoso, sobre quien acababa de recobrar la jerarquía, y el grupo de «los voces puras» y el grupo de «las voces impuras», y la Guindilla mayor y don José, el cura, y Paco, el herrero, y don Antonino, el marqués, y también estaba el pueblo, cuyos tejados de pizarra ofrecían su mate superficie al sol. Se sentía como embriagado; acuciado por una ambición insaciable de dominio y potestad. Siguió trepando sordo a las reconvenciones de abajo. La cucaña era allí más delgada y se tambaleaba con su peso como un hombre ebrio. Se abrazó al palo frenéticamente, sintiendo que iba a ser impulsado contra los montes como el proyectil de una catapulta. Ascendió más. Casi tocaba ya los cinco duros donados por «los Ecos del Indiano». Pero los muslos le escocían, se le despellejaban, y los brazos apenas tenían fuerzas. «Mira, ha venido el novio de la Mica», «Mira, ha venido el novio de la Mica», se dijo, con rabia mentalmente, y trepó unos centímetros más. ¡Le faltaba tan poco! Abajo reinaba un silencio expectante. «Niña, marica; niña, marica», murmuró, y ascendió un poco más. Ya se hallaba en la punta. La oscilación de la cucaña aumentaba allí. No se atrevía a soltar la mano para asir el galardón. Entonces acercó la boca y mordió el sobre furiosamente. No se oyó abajo ni un aplauso, ni una voz. Gravitaba sobre el pueblo el presagio de una desgracia. Daniel, el Mochuelo, empezó a descender. A mitad del palo se sintió exhausto, y entonces dejó de hacer presión con las extremidades y resbaló rápidamente sobre el palo encerado, y sintió abrasársele las piernas y que la sangre saltaba de los muslos en carne viva.

De improviso se vio en tierra firme, rodeado de un clamor estruendoso, palmetazos que le herían la espalda y cachetes y besos y lágrimas de su madre, todo mezclado. Vio al hombre enlutado que llevaba del brazo a la Mica y que le decía, sonriente: «Bravo, muchacho». Vio al grupo de «las voces impuras» alejarse cabizbajos. Vio a su padre, haciendo aspavientos y reconviniéndole y soltando chorros de palabras absurdas que no entendía. Vio, al fin, a la Uca-uca correr hacia él, abrazársele a las piernas magulladas y prorrumpir en un torrente de lágrimas incontenibles…

Luego, de regreso a casa, Daniel, el Mochuelo, cambió otra vez de parecer en el día y se confesó que no tenía ningún motivo para estar atribulado. Después de todo, el día estaba radiante, el valle era hermoso y el novio de la Mica le había dicho sonriente: «¡Bravo, muchacho!».

Ir a la siguiente página

Report Page