El camino

El camino


XX

Página 22 de 25

XX

ES expresivo y cambiante el lenguaje de las campanas; su vibración es capaz de acentos hondos y graves y livianos y agudos y sombríos. Nunca las campanas dicen lo mismo. Y nunca lo que dicen lo dicen de la misma manera.

Daniel, el Mochuelo, acostumbraba a dar forma a su corazón por el tañido de las campanas. Sabía que el repique del día de la Patrona sonaba a cohetes y a júbilo y a estupor desproporcionado e irreflexivo. El corazón se le redondeaba, entonces, a impulsos de un sentimiento de alegría completo y armónico. Al concluir los bombardeos, durante la guerra, las campanas también repicaban alegres, mas con un deje de reserva, precavido y reticente. Había que tener cuidado. Otras veces, los tañidos eran sordos, opacos, oscuros y huecos como el día que enterraron a Germán, el Tiñoso, por ejemplo. Todo el valle, entonces, se llenaba hasta impregnarse de los tañidos sordos, opacos, oscuros y huecos de las campanas parroquiales. Y el frío de sus vibraciones pasaba a los estratos de la tierra y a las raíces de las plantas y a la médula de los huesos de los hombres y al corazón de los niños. Y el corazón de Daniel, el Mochuelo, se tornaba mollar y maleable —blando como el plomo derretido— bajo el solemne tañir de las campanas.

Estaba lloviznando y tras don José, revestido de sobrepelliz y estola, caminaban los cuatro hijos mayores del zapatero, el féretro en hombros, con Germán, el Tiñoso, y el tordo dentro. A continuación marchaba el zapatero con el resto de sus familiares, y detrás, casi todos los hombres y las mujeres y los niños del pueblo con rostros compungidos, notando en sus vísceras las resonancias de las campanas, vibrando en una modulación lenta y cadenciosa. Daniel, el Mochuelo, sentía aquel día las campanas de una manera especial. Se le antojaba que él era como uno de los insectos que coleccionaba en una caja el cura de La Cullera. Se diría que, lo mismo que aquellos animalitos, cada campanada era como una aguja afiladísima que le atravesaba una zona vital de su ser. Pensaba en Germán, el Tiñoso, y pensaba en él mismo, en los nuevos rumbos que a su vida imprimían las circunstancias. Le dolía que los hechos pasasen con esa facilidad a ser recuerdos; notar la sensación de que nada, nada de lo pasado, podría reproducirse. Era aquélla una sensación angustiosa de dependencia y sujeción. Le ponía nervioso la imposibilidad de dar marcha atrás en el reloj del tiempo y resignarse a saber que nadie volvería a hablarle, con la precisión y el conocimiento con que el Tiñoso lo hacía, de los rendajos y las perdices y los martines pescadores y las pollas de agua. Había de avenirse a no volver a oír jamás la voz de Germán, el Tiñoso; a admitir como un suceso vulgar y cotidiano que los huesos del Tiñoso se transformasen en cenizas junto a los huesos de un tordo; que los gusanos agujereasen ambos cuerpos simultáneamente, sin predilecciones ni postergaciones.

Se confortó un poco tanteando en su bolsillo un cuproníquel con el agujerito en medio. Cuando concluyese el entierro iría a la tienda de Antonio, el Buche, a comprarse un adoquín. Claro que a lo mejor no estaba bien visto que se endulzase así después de enterrar a un buen amigo. Habría de esperar al día siguiente.

Descendían ya la varga por su lado norte, hacia el pequeño camposanto del lugar. Bajo la iglesia, los tañidos de las campanas adquirían una penetración muy viva y dolorosa. Doblaron el recodo de la parroquia y entraron en el minúsculo cementerio. La puerta de hierro chirrió soñolienta y enojada. Apenas cabían todos en el pequeño recinto. A Daniel, el Mochuelo, se le aceleró el corazón al ver la pequeña fosa, abierta a sus pies. En la frontera este del camposanto, lindando con la tapia, se erguían adustos y fantasmales, dos afilados cipreses. Por lo demás, el cementerio del pueblo era tibio y recoleto y acogedor. No había mármoles, ni estatuas, ni panteones, ni nichos, ni tumbas revestidas de piedra. Los muertos eran tierra y volvían a la tierra, se confundían con ella en un impulso directo, casi vicioso, de ayuntamiento. En derredor de las múltiples cruces, crecían y se desarrollaban los helechos, las ortigas, los acebos, la hierbabuena y todo género de hierbas silvestres. Era un consuelo, al fin, descansar allí, envuelto día y noche en los aromas penetrantes del campo.

El cielo estaba pesado y sombrío. Seguía lloviznando. Y el grupo, bajo los paraguas, era una estampa enlutada de estremecedor y angustioso simbolismo. Daniel, el Mochuelo, sintió frío cuando don José, el cura, que era un gran santo, comenzó a rezar responsos sobre el féretro depositado a los pies de la fosa recién cavada. Había, en torno, un silencio abierto sobre cien sollozos reprimidos, sobre mil lágrimas truncadas, y fue entonces cuando Daniel, el Mochuelo, se volvió, al notar sobre el calor de su mano el calor de una mano amiga. Era la Uca-uca. Tenía la niña un grave gesto adosado a sus facciones pueriles, un ademán desolado de impotencia y resignación. Pensó el Mochuelo que le hubiera gustado estar allí solo con el féretro y la Uca-uca y poder llorar a raudales sobre las trenzas doradas de la chiquilla; sintiendo en su mano el calor de otra mano amiga. Ahora, al ver el féretro a sus pies, lamentó haber discutido con el Tiñoso sobre el ruido que las perdices hacían al volar, sobre las condiciones canoras de los rendajos o sobre el sabor de las cicatrices. Él se hallaba indefenso, ahora, y Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de su alma, le daba, incondicionalmente, la razón. Vibraba con unos acentos lúgubres la voz de don José, esta tarde, bajo la lluvia, mientras rezaba los responsos:

—Kirie, eleison. Christie, eleison. Kirie, eleison. Pater noster qui es in caelis…

A partir de aquí, la voz del párroco se hacía un rumor ininteligible. Daniel, el Mochuelo, experimentó unas ganas enormes de llorar al contemplar la actitud entregada del zapatero. Viéndole en este instante no se dudaba de que jamás Andrés, «el hombre que de perfil no se le ve», volvería a mirar las pantorrillas de las mujeres. De repente, era un anciano tembloteante y extenuado, sexualmente indiferente. Cuando don José acabó el tercer responso, Trino, el sacristán, extendió una arpillera al lado del féretro y Andrés arrojó en ella una peseta. La voz de don José se elevó de nuevo:

—Kirie, eleison. Christie, eleison. Kirie, eleison. Pater noster qui es in caelis…

Luego fue el Peón quien echó unas monedas sobre la arpillera, y don José, el cura, que era un gran santo, rezó otro responso. Después se acercó Paco, el herrero, y depositó veinte céntimos, y más tarde, Quino, el Manco, arrojó otra pequeña cantidad. Y luego Cuco, el factor, y Pascualón, el del molino, y don Ramón, el alcalde, y Antonio, el Buche, y Lucas, el Mutilado, y las cinco Lepóridas, y el ama de don Antonino, el marqués, y Chano y todos y cada uno de los hombres y las mujeres del pueblo y la arpillera iba llenándose de monedas livianas, de poco valor, y a cada dádiva, don José, el cura, que era un gran santo, contestaba con un responso, como si diera las gracias.

—Kirie, eleison. Christie, eleison. Kirie, eleison. Pater noster qui es in caelis…

Daniel, el Mochuelo, aferraba crispadamente su cuproníquel, con la mano embutida en el bolsillo del pantalón. Sin querer, pensaba en el adoquín de limón que se comería al día siguiente, pero, inmediatamente, relacionaba el sabor de su presunta golosina con el letargo definitivo del Tiñoso y se decía que no tenía ningún derecho a disfrutar un adoquín de limón mientras su amigo se pudría en un agujero. Extraía ya lentamente el cuproníquel, decidido a depositarlo en la arpillera, cuando una voz interior le contuvo: «¿Cuánto tiempo tardarás en tener otro cuproníquel, Mochuelo?». Le soltó compelido por un sórdido instinto de avaricia. De improviso rememoró la conversación con el Tiñoso sobre el ruido que hacían las perdices al volar y su pena se agigantó de nuevo. Ya Trino se inclinaba sobre la arpillera y la agarraba por las cuatro puntas para recogerla, cuando Daniel, el Mochuelo, se desembarazó de la mano de la Uca-uca y se adelantó hasta el féretro:

—¡Espere! —dijo.

Todos los ojos le miraban. Notó Daniel, el Mochuelo, en sí, las miradas de los demás, con la misma sensación física que percibía las gotas de la lluvia. Pero no le importó. Casi sintió un orgullo tan grande como la tarde que trepó a lo alto de la cucaña al sacar de su bolsillo la moneda reluciente, con el agujerito en medio, y arrojarla sobre la arpillera. Siguió el itinerario de la moneda con los ojos, la vio rodar un trecho y, luego, amontonarse con las demás produciendo, al juntarse, un alegre tintineo. Con la voz apagada de don José, el cura, que era un gran santo, le llegó la sonrisa presentida del Tiñoso, desde lo hondo de su caja blanca y barnizada.

—Kirie, eleison. Christie, eleison. Kirie, eleison. Pater noster qui es in caelis…

Al concluir don José, bajaron la caja a la tumba y echaron mucha tierra encima. Después, la gente fue saliendo lentamente del camposanto. Anochecía y la lluvia se intensificaba. Se oía el arrastrar de los zuecos de la gente que regresaba al pueblo. Cuando Daniel, el Mochuelo, se vio solo, se aproximó a la tumba y luego de persignarse dijo:

—Tiñoso, tenías razón, las perdices al volar hacen «Prrrr» y no «Brrrr».

Ya se alejaba cuando una nueva idea le impulsó a regresar sobre sus pasos. Volvió a persignarse y dijo:

—Y perdona lo del tordo.

La Uca-uca le esperaba a la puerta del cementerio. Le cogió de la mano sin decirle una palabra. Daniel, el Mochuelo, notó que le ganaba de nuevo un amplio e inmoderado deseo de sollozar. Se contuvo, empero, porque diez pasos delante avanzaba el Moñigo, y de cuando en cuando volvía la cabeza para indagar si él lloraba.

Ir a la siguiente página

Report Page