El camino

El camino


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LA amistad del Moñigo forzaba, a veces, a Daniel, el Mochuelo, a extremar su osadía y a poner a prueba su valor. Lo malo era que el Moñigo entendía que el valor de un hombre puede cambiar de la noche a la mañana, como la lluvia o el viento. Hoy podía ser uno un valiente y mañana un bragazas, o a la inversa. Todo dependía de que uno se aviniera o no a realizar las mismas proezas que Roque, el Moñigo, realizaba cada día.

—Gallina el que no haga esto —les conminaba una y otra vez.

Y Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, se veían forzados a atravesar el puente por la acitara —quince centímetros de anchura— o a dejarse arrastrar y hundir por la violencia del Chorro, para ir a reaparecer, empujados por la corriente de fondo, en la Poza del Inglés, o a cruzarse, dentro del túnel, con el tranvía interprovincial.

Con frecuencia, Daniel, el Mochuelo, que, por otra parte, no había de violentarse demasiado para imitar las proezas del Moñigo, se despertaba en la alta noche sobresaltado, asiéndose crispadamente al jergón de la cama. Respiraba hondo. No estaba hundido, como soñaba, bajo el Chorro, ni le arrastraban dando tumbos los hierros del tren, ni se había despeñado por la acitara y volaba a estrellarse contra las rocas del río. Se hallaba bien, cómodamente instalado en su cama de hierro, y, de momento, no había nada que temer.

Desde este punto de vista, suponían una paz inusitada los días de lluvia, que en el valle eran frecuentes, por más que según los disconformes todo andaba patas arriba desde hacía unos años y hasta los pastos se perdían ahora —lo que no había acaecido nunca— por falta de agua. Daniel, el Mochuelo, ignoraba cuánto podía llover antes en el valle; lo que sí aseguraba es que ahora llovía mucho; puestos a precisar, tres días de cada cinco, lo que no estaba mal.

Si llovía, el valle transformaba ostensiblemente su fisonomía. Las montañas asumían unos tonos sombríos y opacos, desleídos entre la bruma, mientras los prados restallaban en una reluciente y verde y casi dolorosa estridencia. El jadeo de los trenes se oía a mayor distancia y las montañas se peloteaban con sus silbidos hasta que éstos desaparecían, diluyéndose en ecos cada vez más lejanos, para terminar en una resonancia tenue e imperceptible. A veces, las nubes se agarraban a las montañas y las crestas de éstas emergían como islotes solitarios en un revuelto y caótico océano gris.

En el verano, las tormentas no acertaban a escapar del cerco de los montes y, en ocasiones, no cesaba de tronar en tres días consecutivos.

Pero el pueblo ya estaba preparado para estos accesos. Con las primeras gotas salían a relucir las almadreñas y su «cluac-cluac», rítmico y monótono, se escuchaba a toda hora en todo el valle, mientras persistía el temporal. A juicio de Daniel, el Mochuelo, era en estos días, o durante las grandes nevadas de Navidad, cuando el valle encontraba su adecuada fisonomía. Era, el suyo, un valle de precipitaciones, húmedo y triste, melancólico, y su languidez y apatía características desaparecían con el sol y con los horizontes dilatados y azules.

Para los tres amigos, los días de lluvia encerraban un encanto preciso y peculiar. Era el momento de los proyectos, de los recuerdos y de las recapacitaciones. No creaban, rumiaban; no accionaban, asimilaban. La charla, a media voz, en el pajar del Mochuelo, tenía la virtud de evocar, en éste, los dulces días invernales, junto al hogar, cuando su padre le contaba la historia del profeta Daniel o su madre se reía porque él pensaba que las vacas lecheras tenían que llevar cántaras.

Sentados en el heno, divisando la carretera y la vía férrea por el pequeño ventanuco frontal, Roque, el Moñigo, Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, hilvanaban sus proyectos.

Fue uno de estos días y en el pajar de su casa, cuando Daniel, el Mochuelo, adquirió una idea concreta de la fortaleza de Roque, el Moñigo, y de lo torturante que resultaba para un hombre no tener en el cuerpo una sola cicatriz. Ocurrió una tarde de verano, mientras la lluvia tamborileaba en el tejado de pizarra de la quesería y el valle se difuminaba bajo un cielo pesado, monótono y gris.

Mas el Moñigo no se conformaba con que la evidencia de su musculatura le entrase por los ojos:

—Mira; toca, toca —dijo.

Y flexionó el brazo, que se transformó en un manojo informe de músculos y tendones retorcidos. El Mochuelo adelantó tímidamente la yema de un dedo y tocó.

—Duro, ¿verdad?

—Ya lo creo.

—Pues mira aquí.

Se alzó el pantaloncillo de pana hasta el muslo y tensó la pierna, que adquirió la rigidez de un garrote:

—Mira; toca, toca.

Y de nuevo el dedo del Mochuelo, seguido a corta distancia de el del Tiñoso, tentó aquel portentoso juego de músculos.

—Más duro que el brazo, ¿no?

—Más duro.

Luego se descubrió el tórax y les hizo tocar también y contaban hasta doscientos sin que el Moñigo deshinchase el pecho y tuviera que hacer una nueva inspiración. Después, el Moñigo les exigió que probasen ellos. El Tiñoso no resistió más que hasta cuarenta sin tomar aire, y el Mochuelo, después de un extremoso esfuerzo que le dejó amoratado, alcanzó la cuenta de setenta.

A continuación, el Moñigo se tumbó boca abajo y con las palmas de las manos apoyadas en el suelo fue levantando el cuerpo una y otra vez. Al llegar a la flexión sesenta lo dejó y les dijo:

—No he tenido nunca la paciencia de ver las que aguanto. Anteanoche hice trescientas veintiocho y no quise hacer más porque me entró el sueño.

El Mochuelo y el Tiñoso le miraron abrumados. Aquel alarde superaba cuanto ellos hubieran podido imaginar respecto a las facultades físicas de su amigo.

—A ver tú las que aguantas, Mochuelo —le dijo de repente a Daniel.

—Si no sé… No he probado nunca.

—Prueba ahora.

—El caso es…

El Mochuelo acabó tumbándose e intentando la primera flexión. Empero sus bracitos no estaban habituados al ejercicio y todo su cuerpo temblaba estremecido por el insólito esfuerzo muscular. Levantó primero el trasero y luego la espalda.

—Una —cantó, con entusiasmo, y de nuevo se desplomó, pesadamente, sobre el pavimento.

El Moñigo dijo:

—No; no es eso. Levantando el culo primero no tiene mérito; así me hago yo un millón.

Daniel, el Mochuelo, desistió de la prueba. El hecho de haber defraudado a su amigo después de aquel inmoderado esfuerzo le dejó muy abatido.

Tras el frustrado intento de flexión del Mochuelo se hizo un silencio en el pajar. El Moñigo tornaba a retorcer el brazo y los músculos bailaban en él, flexibles y relevantes. Mirando su brazo, se le ocurrió al Mochuelo decir:

—Tú podrás a algunos hombres, ¿verdad, Moñigo?

Todavía Roque no había vapuleado al músico en la romería. El Moñigo sonrió con suficiencia. Después aclaró:

—Claro que puedo a muchos hombres. Hay muchos hombres que no tienen más cosa dura en el cuerpo que los huesos y el pellejo.

Al Tiñoso se le redondeaban los ojos de admiración. El Mochuelo se recostó plácidamente sobre el montón de heno, sintiendo a su lado la consoladora protección de Roque. Aquella amistad era una sólida garantía por más que su madre, la Guindilla mayor y las Lepóridas se empeñasen en considerar la compañía de Roque, el Moñigo, como un mal necesario.

Pero la tertulia de aquella tarde acabó donde acababan siempre aquellas tertulias en el pajar de la quesería los días lluviosos: en una competencia. Roque se remangó el pantalón izquierdo y mostró un círculo de piel arrugada y débil:

—Mirad qué forma tiene hoy la cicatriz; parece una coneja.

El Mochuelo y el Tiñoso se inclinaron sobre la pierna del amigo y asintieron:

—Es cierto; parece una coneja.

A Daniel, el Mochuelo, le contristó el rumbo que tomaba la conversación. Sabía que aquellos prolegómenos degenerarían en una controversia sobre cicatrices. Y lo que más abochornaba a Daniel, el Mochuelo, a los ocho años, era no tener en el cuerpo ni una sola cicatriz que poder parangonar con las de sus amigos. Él hubiera dado diez años de vida por tener en la carne una buena cicatriz. La carencia de ella le hacía pensar que era menos hombre que sus compañeros que poseían varias cicatrices en el cuerpo. Esta sospecha le imbuía un nebuloso sentimiento de inferioridad que le desazonaba. En realidad, no era suya la culpa de tener mejor encarnadura que el Moñigo y el Tiñoso y de que las frecuentes heridas se le cerrasen sin dejar rastro, pero el Mochuelo no lo entendía así, y para él suponía una desgracia tener el cuerpo todo liso, sin una mala arruga. Un hombre sin cicatriz era, a su ver, como una niña buena y obediente. Él no quería una cicatriz de guerra, ni ninguna gollería: se conformaba con una cicatriz de accidente o de lo que fuese, pero una cicatriz.

La historia de la cicatriz de Roque, el Moñigo, se la sabían de memoria. Había ocurrido cinco años atrás, durante la guerra. Daniel, el Mochuelo, apenas se acordaba de la guerra. Tan sólo tenía una vaga idea de haber oído zumbar los aviones por encima de su cabeza y del estampido seco, demoledor, de las bombas al estallar en los prados. Cuando la aviación sobrevolaba el valle, el pueblo entero corría a refugiarse en el bosque: las madres agarradas a sus hijos y los padres apaleando al ganado remiso hasta abrirle las carnes.

En aquellos días, la Sara huía a los bosques llevando de la mano a Roque, el Moñigo. Pero éste no sentía tampoco temor de los aviones, ni de las bombas. Corría porque veía correr a todos y porque le divertía pasar el tiempo tontamente, todos reunidos en el bosque, acampados allí, con el ganado y los enseres, como una cuadrilla de gitanos. Roque, el Moñigo, tenía entonces seis años.

Al principio, las campanas de la iglesia avisaban del cese del peligro con tres repiques graves y dos agudos. Más tarde, se llevaron las campanas para fundirlas, y en el pueblo estuvieron sin campanas hasta que concluida la guerra, regaló una nueva don Antonino, el marqués. Hubo ese día una fiesta sonada en el valle, como homenaje del pueblo al donante. Hablaron el señor cura y el alcalde, que entonces era Antonio, el Buche. Al final, don Antonino, el marqués, dio las gracias a todos y le temblaba la voz al hacerlo. Total nada, que don José y el alcalde emplearon media hora cada uno para dar las gracias a don Antonino, el marqués, por la campana, y don Antonino, el marqués, habló durante otra media hora larga, sólo para devolver las gracias que acababan de darle. Resultó todo demasiado cordial, discreto y comedido.

Pero la herida de Roque, el Moñigo, era de una esquirla de metralla. Se la produjo una bomba al estallar en un prado cuando, una mañana de verano, huía precipitadamente al bosque con la Sara. Los más listos del pueblo decían que el percance se debió a una bomba perdida, que fue lanzada por el avión para «quitar peso». Mas Roque, el Moñigo, recelaba que el peso que había tratado de quitar el avión era el suyo propio. De todas maneras, Roque, el Moñigo, agradecía al aviador aquel medallón de carne retorcida que le había dejado en el muslo.

Continuaban los tres mirando la cicatriz que parecía, por la forma, una coneja. Roque, el Moñigo, se inclinó de repente, y la lamió con la punta de la lengua. Tras un rápido paladeo, afirmó:

—Sigue sabiendo salada. Dice Lucas, el Mutilado, que es por el hierro. Las cicatrices de hierro saben siempre saladas. Su muñón también sabe salado y el de Quino, el Manco, también. Luego, con los años, se quita ese sabor.

Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, le escuchaban escépticos. Roque, el Moñigo, receló de su incredulidad. Acercó la pierna a ellos e invitó:

—Probad, veréis como no os engaño.

El Mochuelo y el Tiñoso cambiaron unas miradas vacilantes. Al fin, el Mochuelo se inclinó y rozó la cicatriz con la punta de la lengua.

—Sí, sabe salada —confirmó.

El Tiñoso lamió tras él y asintió con la cabeza. Después dijo:

—Sí, es cierto que sabe salada, pero no es por el hierro, es por el sudor. Probad mi oreja, veréis como también sabe salada.

Daniel, el Mochuelo, interesado en el asunto, se aproximó al Tiñoso y le lamió el lóbulo dividido de la oreja.

—Es verdad —dijo—. También la oreja del Tiñoso sabe salada.

—¿A ver? —inquirió dubitativo, el Moñigo.

Y deseoso de zanjar el pleito, chupó con avidez el lóbulo del Tiñoso con la misma fruición que si mamase. Al terminar, su rostro expresó un profundo desencanto.

—Es cierto que sabe salada también —dijo—. Eso es que te dañaste con la cerca de alambre y no con la púa de una zarzamora como crees.

—No —saltó el Tiñoso, airado—; me rasgué la oreja con la púa de una zarzamora. Estoy bien seguro.

—Eso crees tú.

Germán, el Tiñoso, no se daba por vencido. Agachó la cabeza a la altura de la boca de sus compañeros.

—¿Y mis calvas, entonces? —dijo con terca insistencia—. También saben saladas. Y mis calvas no me las hice con ningún hierro. Me las pegó un pájaro.

El Moñigo y el Mochuelo se miraron atónitos, pero, uno tras otro, se inclinaron sobre la morena cabeza de Germán, el Tiñoso, y lamieron una calva cada uno. Daniel, el Mochuelo, reconoció enseguida:

—Sí, saben saladas.

Roque, el Moñigo, no dio su brazo a torcer:

—Pero eso no es una cicatriz. Las calvas no son cicatrices. Ahí no tuviste herida nunca. Nada tiene que ver que sepan saladas.

Y el ventanuco iba oscureciéndose y el valle se tornaba macilento y triste, y ellos seguían discutiendo sin advertir que se hacía de noche y que sobre el tejado de pizarra repiqueteaba aún la lluvia y que el tranvía interprovincial subía ya afanosamente vía arriba, soltando, de vez en cuando, blancos y espumosos borbotones de humo, y Daniel, el Mochuelo, se compungía pensando que él necesitaba una cicatriz y no la tenía, y si la tuviera, quizá podría dilucidar la cuestión sobre si las cicatrices sabían saladas por causa del sudor, como afirmaba el Tiñoso, o por causa del hierro, como decían el Moñigo y Lucas, el Mutilado.

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