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X. LA BATALLA Y LA BOMBA

Una vez que hemos dejado a Einstein instalado sin peligro en Princeton, podemos retroceder un poco para hablar, de forma muy sumaria, de los extraordinarios avances en la teoría atómica.

Recordemos cómo Einstein, en la oficina de patentes, había aplicado la revolucionaria idea de los quanta de Planck a la teoría de la luz y a la teoría del calor interior. En el Congreso Solvay de 1911, sobre todo gracias a los trabajos de Einstein sobre el calor, quedó claro que había que tomarse en serio el quantum: y como consecuencia, se vio también con claridad que eso era casi lo único que estaba claro. El quantum estaba en evidente conflicto con Newton y Maxwell, y no se veía la forma de conciliar lo nuevo con lo viejo. La ciencia estaba en una profunda crisis ―más profunda de lo que se pensaba.

Entre los presentes en el Congreso Solvay de 1911 estaba el neozelandés Ernest Rutherford, el más destacado de los físicos atómicos de todo el mundo Ya había recibido el premio Nobel por los trabajos realizados en Canadá sobre la naturaleza de la radiactividad, y entonces estaba en la Universidad de Manchester (Inglaterra), donde había conseguido rodearse de un importante grupo de investigadores. Como buen pionero, había disfrutado con las discusiones sobre el revolucionario quantum que había atormentado a los participantes en el Congreso Solvay, y a su vuelta a Manchester expuso los argumentos con tal fuerza que Niels Bohr, físico danés, joven por entonces, recordó la escena hasta el fin de sus días.

A comienzos de 1911 Rutherford había propuesto la idea de que el átomo estaba formado por un núcleo diminuto rodeado de electrones en forma de planetas ―un sistema solar en miniatura unido por fuerzas eléctricas, en vez de por la fuerza de la gravedad―. El trascendental descubrimiento del núcleo atómico fue luego verificado brillantemente de forma experimental. Pero su modelo del átomo tenía un defecto. Según la teoría de Maxwell, no podría mantenerse en pie. Los electrones no describirían órbitas constantes. Irradiarían su energía en forma de ondas electromagnéticas y describirían órbitas espirales que se irían acercando hacia el núcleo. No había esperanza alguna de que fueran estables, ni de que produjeran las nítidas líneas espectrales observadas en los espectroscopios.

En 1913, de vuelta en Dinamarca, Bohr acudió en auxilio de Rutherford. Einstein había puesto ya en tela de juicio a Maxwell. Bohr decidió hacerlo de forma todavía más radical, y con la misma arma, el quantum..., y bastante audacia.

Lo que más interesaba a Bohr era demostrar que, en teoría, el átomo de Rutherford no tenía por qué descomponerse. Pensemos por un momento en una persiana. Cuando la bajamos, queda extendida una parte adecuada de la misma. Un sistema interno de muescas impide que se recoja de nuevo formando un rodillo bien apretado. En 1900 Planck había atribuido una especie de muescas cuánticas a ciertas oscilaciones, de tal manera que sus posibles energías eran análogas a una serie de pasos en vez de una pendiente lisa y continua. Comprendiendo en seguida la posible importancia universal de estas muescas cuánticas, Einstein, en su teoría del calor interno, las había ampliado en 1906 a otras oscilaciones. Y ahora, a comienzos de 1913, Bohr atribuía las muescas cuánticas al átomo de Rutherford, para evitar que se viniera abajo.

Desafiando las reglas de Maxwell, Bohr declaró rotundamente que los electrones no sólo permanecerían en órbitas fijas sino que también seguirían en ellas sin emitir radiaciones. Luego, continuando por este camino heterodoxo, admitió únicamente órbitas de ciertos tamaños, negando todas las demás. Gracias a estos decretos despóticos, tenía ya un átomo de Rutherford dotado de sólidas muescas. Incluso demasiado sólidas, pues ¿cómo iba a emitir así radiación? Bohr tenía una respuesta. Decía que la luz se irradia o absorbe no cuando un electrón está en órbita sino cuando realiza un salto cuántico de una órbita a otra. También decía que la frecuencia de la luz está relacionada con el cambio de la energía del electrón por la regla cuántica de Planck, siendo la proporción cambio de energía/frecuencia igual a la constante h de Planck. Y demostró que de estas reglas, en su forma matemática más detallada, se deducían resultados que estaban en concordancia con los experimentos. Por encima de todo, aunque sólo pudiera demostrarse más tarde, hizo gala de la seguridad de su intuición al negarse a decir lo que ocurría durante el salto cuántico de un electrón.

La teoría de Bohr sobre el átomo de Rutherford fue uno de los momentos cruciales de la física. Bohr se hizo en seguida famoso. Sin embargo, como él mismo comprendió, su teoría era un revoltijo de conceptos clásicos y cuánticos. Hasta tal punto era así que muchos físicos importantes la rechazaron al principio por considerarla totalmente absurda. Refiriéndose a estos primeros momentos, Bohr escribía en 1958, que «al margen del grupo de Manchester, mis ideas fueron recibidas con gran escepticismo». De hecho, su teoría podía describirse como un gran absurdo, como un absurdo inspirado, como una maravilla de intuición. Veamos lo que dice al respecto el propio Einstein. En el verano de 1913 la calificó como «uno de los mayores descubrimientos», y señaló como especialmente digno de admiración el «enorme logro» de unir la luz con los saltos cuánticos de electrones en vez de hacerlo con sus oscilaciones, tal como venía suponiéndose en las teorías maxwellianas y cuánticas. En sus Notas autobiográficas, escritas treinta años más tarde y mucho después de que se hubiera logrado superar la teoría de Bohr, Einstein hablaba así de estos años de la posguerra: «Todos mis intentos... fracasaron por completo. Era como si me hubieran quitado la tierra por debajo de los pies y no hubiera ningún cimiento firme. Que esta base insegura y contradictoria bastase para permitir a un hombre de la sensibilidad e instinto de Bohr descubrir las grandes leyes de las líneas espectrales y de la estructura electrónica de los átomos, así como su importancia para la química, me parecía un hecho milagroso —y todavía me lo sigue pareciendo hoy―. Es la más elevada forma de musicalidad en la esfera del pensamiento.»

Congreso Solvay de 1913. Sentados, comenzando por la izquierda: Nemst, Rutherford, Wien, Thomson, Warburg, Lorentz, Brillouin, Barrow, Kamerlingh-Onnes, Wood, Gouy, Weiss, De pie: Hasenöhrl, Verschaffelt, Jeans, Bragg, Laue, Rubens, Mme, Curie, Goldschmidt, Sommerfeld, Herzen, Einstein, Lindemann, De Broglie, Pope, Gruneisen, Knudsen, Hostelet, Langevin.

En 1900, cuando Planck dedujo su fórmula sobre la radiación del cuerpo negro, no pudo dejar de mezclar ideas cuánticas y maxwellianas, aunque estuvieran en conflicto. En 1916, Einstein dio con un enfoque cuántico que evitaba básicamente los conceptos electromagnéticos maxwellianos. El éxito de la teoría de Bohr había demostrado que, en lo que se refiere a la energía interna, un átomo se parece a una serie de pasos o niveles. La existencia de estos niveles de energía atómica se había verificado mediante experimentación directa, y Einstein se dio cuenta de que, cualquiera que fuera el destino de la teoría de Bohr, con su mezcla de conceptos en conflicto, era probable que se mantuviera la existencia de niveles de energía. Para él, esto era una base segura sobre la que se podía edificar con confianza. Mediante argumentos de probabilidad, y sin suponer siquiera la existencia de fotones, encontró una derivación «sorprendentemente sencilla» de la fórmula de Planck para la radiación del cuerpo negro. Averiguó más cosas: por ejemplo, una relación directa con una fórmula básica de la teoría de Bohr. Einstein no podía disimular su alegría al ver cómo todo parecía encajar a la perfección. Al publicar sus investigaciones, escribía: «Se recomienda sólo por su sencillez y carácter general», y no estaba exagerando. Era Einstein en estado puro. Lo consideró, y con razón, como uno de sus principales trabajos. Tuvo gran influencia en Bohr, y por tanto en todo el desarrollo de la física cuántica.

La idea básica es fácil de entender. Einstein consideró un gas de átomos, todos de la misma clase. Para no complicar las cosas, imaginemos que sólo tienen dos niveles de energía, y hablemos de las partículas de la luz ―fotones― desde el primer momento, aun cuando Einstein no tuviera que hacerlo así. Imaginemos también que todos los fotones tienen energías que se corresponden con la diferencia existente en estos niveles. Cuando un átomo está en el nivel inferior, diremos que está «vacío», y cuando esté en el nivel superior diremos que está «lleno». Así, cuando un átomo vacío absorbe un fotón, éste pasa a estar lleno, y cuando un átomo lleno emite un fotón pasa a estar vacío.

Siguiendo a Einstein, vamos a proponer tres reglas sencillas, dos ahora y otra más adelante. Las tres son análogos cuánticos de los correspondientes procesos maxwellianos. Un átomo vacío seguirá estando vacío mientras no encuentre un fotón. Un átomo lleno emite, tarde o temprano y de forma espontánea, su fotón, sin necesidad de estímulo externo. Como carecemos de datos sobre los procesos internos de todo un átomo, no podemos predecir cuándo emitirá su fotón. Así pues, suponemos que, si tenemos muchos átomos y fotones, las emisiones se producen al azar, y escribimos una fórmula de probabilidad para describir este azar. Es el tipo de fórmula estadística que Rutherford y otros utilizaron para referirse a la desintegración radiactiva de los núcleos atómicos.

Hasta ahora tenemos dos procesos: átomos vacíos que absorben fotones cuando éstos llegan, y átomos llenos que emiten fotones espontáneamente y en momentos imprevisibles; este último proceso tiene el nombre técnico de emisión espontánea. Queremos lograr un equilibrio entre las absorciones y las emisiones. Pero si sólo utilizamos las dos reglas anteriores, no obtendremos la fórmula de Planck para la radiación del cuerpo negro. Einstein comprendió que para obtenerla necesitamos un tercer proceso. Supongamos que un átomo lleno se encuentra con un fotón. Al estar lleno, el átomo no puede absorber otro fotón. Habría que suponer que entonces no ocurre nada. Pero Einstein supuso que el átomo lleno intentaría, por así decirlo, absorber el fotón adicional y como consecuencia de ello perdería los dos, quedándose vacío. Parece como si estuviéramos contando una fábula de Esopo con alusiones moralizantes, pero este tercer proceso es de enorme importancia científica. Se llama emisión estimulada y lo mencionamos aquí porque unos treinta o cuarenta años más tarde comenzó a encontrar aplicación práctica. Es el principio básico del láser, cuyas aplicaciones médicas e industriales son bien conocidas; además posibilita la creación de un rayo de la muerte capaz de destruir a cualquier persona, tanque, avión o bomba atómica a que se dirija. Esta arma, que podría utilizarse en la tercera Guerra Mundial, en el caso de que llegue a producirse, tendrá como base una investigación cuántica que Einstein realizó en Berlín durante la I Guerra Mundial por razones científicas y estéticas.

Hay otros aspectos de esta historia concreta. Sólo mencionaremos uno. Einstein amplió su trabajo en un segundo artículo, y encontró razones poderosas para considerar los quanta de luz como partículas dotadas de energía e impulso, como las balas ―razones tan poderosas que se atrevió a escribir en su artículo: «...la radiación en forma de ...ondas no existe»―. Y. de hecho, el comportamiento de los quanta de luz como si fueran proyectiles se comprobó en varios experimentos realizados en 1923. Sin embargo, había pruebas muy fuertes en favor de las ondas luminosas, y todavía en 1922, año en que Bohr recibió el premio Nobel, él y otros científicos se resistían a aceptar la idea de Einstein sobre las partículas de luz. En cierto sentido, Bohr no lo aceptó nunca.

Bohr y Einstein se conocieron en 1920, cuando el primero acudió como invitado a Berlín para pronunciar una conferencia sobre su teoría del átomo. Casi desde el momento en que llegó, se produjo una animada y estimulante discusión entre Einstein y él que ocupó todos los momentos libres de que dispuso en los días de su estancia. Era lo único que podía ocurrir en el primer encuentro entre aquellos dos hombres. Ambos tenían en gran respeto a! otro, y ambos estaban fascinados por los tremendos problemas que rodeaban a la física teórica. Después de la marcha de Bohr, Einstein le escribió una carta el 2 de mayo de 1920 donde le decía: «Pocas veces he sentido tanta alegría ante la mera presencia de otra persona. Ahora entiendo por qué Ehrenfest le tiene tanto cariño.» Y Bohr respondió: «El poder conocerle y hablarle fue una de las mayores experiencias de mi vida. No sabe el estímulo que supuso para mí poder oír sus puntos de vista... Jamás olvidaré nuestras discusiones mientras íbamos de Dahlem a su casa...»

En 1922 Bohr era ya una gloria nacional para Dinamarca. Era director de un Instituto de Física Teórica especialmente creado para él en Copenhague, y que se convertiría en el centro mundial de la teoría atómica. Acudieron de muchos países jóvenes interesados en las nuevas teorías, hasta el punto de que luego resultaría cierta la afirmación de que la lengua oficial del Instituto era un inglés mal chapurreado.

En cuanto a Rutherford, era por entonces director ―antes lo había sido Maxwell― del famoso laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge. Bohr, el teórico, y Rutherford, el experimentador, mantenían intensas relaciones, y bajo su inspirada dirección la física atómica realizó avances fabulosos.

Sin embargo, ya en 1922, la teoría de Bohr atravesaba graves dificultades. Todos, y Bohr más que nadie, habían comprendido que no era más que un recurso transitorio. Este había ampliado ingeniosamente su alcance introduciendo un «principio de correspondencia» ―no olvidemos esta expresión― que le consiguió un nuevo apoyo de la física no cuántica. Pero el principio de correspondencia tenía todos los indicios de una creación artificial. La teoría de Bohr parecía estar ya al límite de sus posibilidades, y como no se veía en el horizonte ninguna otra alternativa, los teóricos atómicos se encontraban en un estado de profunda frustración.

De repente, cuando nadie lo esperaba, saltaron por los aires las barreras que obstaculizaban el progreso. En unos años de actividad desconcertante se transformó la situación de arriba abajo. No nos atrevemos a pedir al lector que intente comprender lo que sigue. Es sólo una descripción a grandes rasgos de una avalancha de acontecimientos y de interpretaciones encontradas que pusieron a prueba la intuición de los científicos más destacados. Aunque la imagen resultante sea muy confusa, al menos servirá para reflejar parte del ambiente de aquellos años convulsos.

Cuando el físico francés Maurice de Broglie regresó del famoso Congreso Solvay de 1911, suscitó en su hermano menor, Louis de Broglie, un interés quizá todavía mayor que el que Rutherford había provocado en el joven Bohr. Obsesionado por el enigma del quantum y por las pruebas contradictorias que presentaban a la luz como partículas y como ondas. Louis de Broglie desarrolló entre 1922 y 1924 una teoría aparentemente fantástica. Según ella, la luz estaría formada por partículas acompañadas y dirigidas por ondas. Y, lo que es todavía más importante, consideraba que los electrones y otras partículas de materia estaban también acompañados de ondas, unas ondas que irían a una velocidad superior a la de la luz. Era una afirmación muy arriesgada. De hecho, hubo que cambiar la interpretación que De Broglie presentaba de sus cálculos matemáticos. Sin embargo, gracias a sus ondas pudo ofrecer una representación gráfica de las órbitas de los electrones de Bohr.

Paul Langevin demostró su excepcional clarividencia al tomarse en serio las ideas de De Broglie. Además, habló de ello con Einstein.

Daba la casualidad de que, poco antes. Einstein había estado ejercitando su poderosa intuición física. Había recibido un manuscrito de un físico indio, S.N. Bose, a quien no tenía el gusto de conocer. Antes de hablar del manuscrito de Bose, formulemos esta sencilla pregunta: si arrojamos al aire una moneda de cinco pesetas y otra de 1 peseta, ¿qué probabilidades hay de que salga cara en ambos casos? Es un problema elemental de cálculo de probabilidades, y su solución es fácil. Hay cuatro posibilidades, todas ellas igualmente probables. De las cuatro, sólo una tiene dos caras. Así pues, si repetimos la prueba muchas veces podemos esperar que salgan dos caras en una cuarta parte de las ocasiones. Las probabilidades son una de cada cuatro o. si se prefiere, de 1/4.

Supongamos ahora que lanzamos dos monedas recién acuñadas. Evidentemente, la probabilidad de que salgan dos caras es de una sobre cuatro. Se dan esencialmente los mismos cuatro casos, pero ahora hay dos que parecen iguales: cara y cruz = cruz y cara. Podríamos pensar que sólo existen estos tres casos: dos caras, dos cruces o cruz y cara. De ahí podemos llegar a la falsa conclusión de que las probabilidades de que aparezcan dos caras son de uno sobre tres y no de uno sobre cuatro. Que nadie se sienta avergonzado si comete este error ―a no ser que sea un profesional―. En los primeros momentos de la teoría de las probabilidades muchos matemáticos cayeron en esta trampa. La manera de evitarla es imaginarse las monedas de tal manera que puedan distinguirse entre sí.

Volvamos ahora a Bose. Para él, los quanta de luz no eran una realidad electromagnética sino simplemente partículas. Aplicó a estas partículas los métodos estadísticos utilizados en la teoría de los gases. Como en el caso de las monedas nuevas, los quanta de luz que tenían la misma energía se prestaban a confusión. ¿Qué ocurriría si no fuera posible separarlos, señalarlos con marcas distintivas, y, en definitiva, cometer deliberadamente el mismo error de cálculo mencionado más arriba? Bose demostró que de esa manera se podía obtener un nuevo procedimiento para deducir la famosa fórmula de Planck sobre la radiación del cuerpo negro. Si se hacía el cálculo «correctamente», no se llegaba a la fórmula de Planck.

Adivinando la importancia de la idea de Bose, Einstein tradujo personalmente el manuscrito al alemán y logró su publicación en una revista científica alemana. No fue eso todo. Demostrando una intuición profética ―de hecho, esta nueva concepción recibió el nombre de estadística de Bose-Einstein―, amplió la idea de Bose aplicando su método de cálculo de probabilidades al caso de un gas compuesto de partículas de materia que no se pudieran distinguir entre sí. Por eso, cuando Einstein observó que De Broglie trataba también la luz y la materia de forma unificada, se puso de inmediato en actitud de alerta. Aunque poco después comentó a Bohr que las ideas de De Broglie parecían «disparatadas», tenía la impresión de que eran importantes. En consecuencia, en el artículo de 1925 en que ampliaba las ideas de Bose, Einstein no sólo mencionó la idea de De Broglie sino que alabó públicamente sus investigaciones6.

Einstein sabía que su opinión gozaba de gran prestigio científico, pero difícilmente podía imaginarse la rápida y espectacular repercusión que iban a tener sus palabras sobre De Broglie. A comienzos de 1926 el físico austríaco de la Universidad de Zurich Erwin Schrödinger comenzó a publicar una teoría atómica muy atinada. A pesar de estar muy relacionada con las ecuaciones newtonianas, trataba la materia no como partículas, ni como partículas acompañadas de ondas, sino únicamente como ondas ―ondas perfectamente continuas propagadas no en el espacio ordinario sino en espacios matemáticos abstractos que podían tener muchas dimensiones.

Mientras tanto, en junio de 1925, Werner Heisenberg, físico alemán de veinticinco años, había propuesto otra teoría atómica con perspectivas muy diferentes. Renunciaba a las órbitas de los electrones, por considerarlas inobservables, y se negaba a describir en tales términos lo que ocurre en el mundo del átomo. Con un planteamiento austero y abstracto, encontró, en los datos ya conocidos sobre los espectros atómicos, razones para llegar a la siguiente conclusión: los teóricos del átomo, sin renunciar a las ecuaciones newtonianas, deberían utilizar conceptos matemáticos como el que dice que x por y no es lo mismo que y por x.

Afortunadamente, Heisenberg era auxiliar de Born en la Universidad de Gotinga, y Born tuvo la clarividencia necesaria para tomarse en serio la idea de Heisenberg. Born y su colaborador Pascual Jordan desarrollaron a fondo las concepciones de Heisenberg, y para el mes de noviembre, entre los tres, consiguieron dar forma definitiva a aquella teoría. Lo mismo había hecho, por su cuenta y todavía con más claridad, un joven físico inglés, Paul Dirac, en la Universidad de Cambridge. Tenía veintitrés años.

En junio de 1926 Born realizó un progreso decisivo que le valió, mucho más tarde, el premio Nobel. Reinterpretó la teoría de Schrödinger, provocando la indignación de éste. Siguiendo una pista ofrecida por Einstein en un intento anterior de reconciliar ondas y partículas. Born propuso que las ondas de Schrödinger no eran, como pensaba éste, ondas de materia. Eran, más bien, ondas de probabilidad asociadas con partículas de materia.

Ante un panorama tan confuso, hagamos una pausa para ver dónde habían encontrado De Broglie y Heisenberg la inspiración y el valor necesarios para concebir tan extraordinarias ideas y desarrollarlas matemáticamente. No es fácil trabajar como pionero. Hace falta gran fe y fortaleza. Por ejemplo, cuando Heisenberg estaba a punto de terminar sus cálculos básicos, se preguntó si no debía arrojarlos al fuego. La teoría atómica estaba ciertamente abierta a decisiones heroicas. Pero la desesperación no era más que un acicate. Por sí sola, no servía de orientación.

Las ideas de De Broglie procedían directamente de la concepción einsteiniana de los quanta de luz, y, de forma todavía más inmediata, de su teoría restringida de la relatividad. Esta teoría fue también importante para Heisenberg. Su negación de la simultaneidad absoluta fue lo que dio al joven físico alemán el valor de negar las órbitas no observadas. Además, había una nueva pista en el trabajo de Einstein de 1916, trabajo que con el tiempo llevaría al láser. Pero también fue decisiva la influencia de Bohr.

Heisenberg había pasado un año muy provechoso en el Instituto de Copenhague, y su idea fue un desarrollo directo del principio de correspondencia con que Bohr había ampliado el ámbito de su propia teoría, que estaba muy enferma. En el lecho de muerte dio a luz la teoría de Heisenberg, y podríamos decir que éste fue el más importante de sus numerosos triunfos.

Las ideas de De Broglie y Heisenberg eran sumamente originales. No obstante, la obra del primero era un desarrollo tan claro de la relatividad y del concepto de los quanta de luz que uno se pregunta cómo es posible que Einstein no llegara a dar personalmente el paso decisivo; y, en sentido comparativo, la obra de Heisenberg era un desarrollo tan claro del principio de correspondencia de Bohr que nos sorprende que él mismo no llegara a dar este paso definitivo. Pero no debemos dejar nunca que el conocimiento de lo ocurrido con posterioridad empañe el brillo de tan deslumbrantes logros. De Broglie y Heisenberg recibieron, con todo merecimiento, el premio Nobel. También Schrödinger lo recibiría.

Pero podemos ver las cosas de otra manera. Los conceptos de De Broglie―Schrödinger son un homenaje a la intuición de Einstein; y la teoría de Heisenberg es un homenaje a la intuición de Bohr. Parece lógico que así sea, pues Bohr y Einstein, los dos maestros, estaban llamados a participar en un largo debate sobre la interpretación de la nueva teoría.

Hablamos, deliberadamente, de teoría y no de teorías. Schrödinger―y no fue el único― descubrió una conexión matemática que demostraba que eran sustancialmente equivalentes. Y con la interpretación de la posibilidad, Dirac, y Jordan por su cuenta, comprobaron en seguida que eran diferentes aspectos de una única teoría más general Recibe el nombre de mecánica cuántica y es, en esencia, la teoría utilizada hoy, ¿Ondas de probabilidad en espacios multidimensionales? ¿x por y no es igual a y por x? ¿Y ahora las dos ideas unidas? ¿A dónde se dirige el mundo (el mundo cuántico)? Los físicos de aquellos inquietos años casi no tenían tiempo ni de detenerse a recuperar el aliento.

Se vieron inmersos en el torbellino de una revolución científica que estaba latente desde 1900. Si queremos compartir en parte lo que sintieron, zarandeados por los increíbles acontecimientos que se abalanzaban sobre ellos en tropel, no podemos detenernos a descansar en este punto. Debemos seguir hacia adelante y a toda prisa. Como a ellos, nos esperan nuevas conmociones. En 1927, inspirado una vez más por la forma en que Einstein había concebido la teoría restringida de la relatividad, Heisenberg enunció un principio de gran trascendencia que representaba de forma muy gráfica las extrañas implicaciones matemáticas de la mecánica cuántica.

Para ver, por ejemplo, un gato debemos dejar que le dé la luz. Es decir, debemos bombardearlo con quanta de luz. Y estos fotones producen sacudidas. Cuando vemos los objetos de tamaño normal, las sacudidas son, por lo general, totalmente despreciables. Pero no se puede decir lo mismo en el mundo del átomo. Pensemos, por ejemplo, en un electrón. Es demasiado pequeño para que podamos verlo. Pero si, con la imaginación, utilizamos luz para observarlo con claridad, tenemos que utilizar fotones que, relativamente hablando, inciden sobre él como pequeñas balas y lo sacuden en cantidades de amplitud desconocida. Heisenberg concluyó que, dadas estas inevitables sacudidas cuánticas vinculadas con la observación, no podemos saber con precisión y al mismo tiempo dónde está una partícula y cómo se mueve. Cuanto más atentamente observemos su posición, peor podemos observar su movimiento, y viceversa. Este es, en términos muy generales, el principio de indeterminación de Heisenberg. Quizá no parezca muy radical. Pero veamos lo que se deduce de él.

Si, en un momento determinado, no podemos saber con precisión la posición y la cantidad de movimiento de una partícula, carecemos de los datos necesarios para predecir dónde estará más adelante. El futuro es, por tanto, indeterminado: la causalidad ha caído víctima del quantum.

Esto es mucho más demoledor que la negación de la simultaneidad absoluta formulada por Einstein. Socava los cimientos de la ciencia tradicional. De hecho, si el futuro es indeterminado, podemos preguntarnos cómo existe eso que llamamos ciencia tradicional. Pero no todo es caos. Sigue quedando un resto de determinación, aunque no es probable que suscite en nosotros una reacción inmediata de alivio y comprensión. He aquí una forma de describirlo: entre las distintas observaciones, las ondas de probabilidad progresan de forma determinista. En consecuencia, podemos predecir las probabilidades. Y, en relación con los objetos normales de nuestra vista, estas probabilidades equivalen prácticamente a certezas, por lo que en los movimientos de los planetas, de los proyectiles y objetos semejantes, la indeterminación pasa inadvertida.

Los científicos concibieron estas distintas ideas movidos por la desesperación, intrigados por los resultados de una mecánica cuántica de gran belleza matemática y muy buenos resultados, que parecía acribillada de contradicciones físicas. ¿Qué debemos pensar de todo esto? ¿Qué sentido podemos ver en ello, si es que hay alguno? En 1927 Bohr ofreció una respuesta que, junto con sus propias ideas y las de Heisenberg, se convirtió en la base de lo que ahora se conoce como la interpretación de Copenhague. Bohr recurrió al concepto de lo que llamó con el nombre de complementariedad. Aquí debemos conformarnos con ofrecer una indicación muy somera del contenido de este concepto tan complicado, y sobre cuyos detalles parece que no hay demasiado acuerdo. Antes de nada digamos ―y por ahora no hace falta insistir más en ello― que el mundo cuántico del átomo no parece fácil de representar gráficamente en términos de la vida cotidiana. Bohr afirmó decididamente que no es posible hacer tal cosa. Cuando hacemos experimentos cuánticos, comenzamos poniendo a punto los aparatos y ajustándolos, por ejemplo girando ciertos mandos y leyendo los datos de alguna pantalla: y solemos terminar con nuevas lecturas. Así comenzamos y terminamos en el mundo cotidiano, no cuántico. Tenemos que hacerlo así. No podemos evitarlo. Sin embargo, a partir de tales experimentos, tan arraigados en nuestro mundo de todos los días, intentamos acercarnos al extraño mundo cuántico del átomo. Según Bohr, este mundo está tan lejos de nuestra experiencia habitual que, si queremos representárnoslo gráficamente, no bastará con una sola de nuestras imágenes cotidianas. Nos vemos obligados a utilizar parejas de imágenes complementarias y discordantes. No importa que las imágenes de las ondas y de las partículas sean contradictorias. Necesitamos las dos. Se complementan mutuamente, eso es todo. No suponen una verdadera contradicción física. Lo mismo que no hay conflicto real entre el aspecto tan distinto del cielo al mediodía y durante la noche, tampoco hay conflicto alguno cuando ciertos experimentos nos hacen ver electrones que se comportan como ondas y otros experimentos de distinto tipo nos hacen ver electrones que se comportan como partículas. El conflicto sólo se produce en nuestra mente, pues buscamos una sola imagen sencilla y cotidiana que no existe. En nuestras imágenes no sólo necesitaremos ondas y partículas sino también realidades, como la posición y la cantidad de movimiento, a pesar de su aparente conflicto desde el punto de vista de Heisenberg. Cuando buscamos una imagen clara en términos de espacio y tiempo, debemos renunciar al determinismo, y viceversa. Debemos aprender a vivir con esta complementariedad omnipresente, decía Bohr. No podemos huir de ella ―y la única forma de huir es tomar conciencia de ello.

¿Qué opinaba Einstein de todo esto? No le seducía demasiado. Iba contra todos sus instintos científicos. Desde el momento en que, siendo joven, había ampliado el artículo de Planck de 1900, había intentado por todos los medios ver un sentido físico en el quantum de luz que él mismo había introducido. Sólo podemos hacer cálculos sobre el número de intentos que realizó a lo largo de su vida. El problema estaba siempre dándole vueltas en la cabeza. No le dejaba un minuto de reposo. ¿Cómo era posible que los fotones individuales se comportaran como partículas cuando chocaban con los átomos y sin embargo se desplazaran con propiedades como las de las ondas, como si cada uno de ellos pudiera estar en muchos lugares al mismo tiempo? De Broglie había complicado en el enigma de la onda―partícula no sólo a la luz sino también a la materia, con lo que su presencia alcanzaba a toda la física. Esto sí que lo aceptaba Einstein. La omnipresencia es de por sí una forma de unidad. Bohr había llegado a la conclusión de que debemos acostumbrarnos a considerar la onda y la partícula como imágenes complementarias. Pero el instinto de Einstein se rebelaba ante esta perspectiva. El 12 de diciembre de 1951, ya cerca del final de su vida, escribió estas palabras a su viejo amigo Michele Besso, con quien, en los días lejanos de la oficina de patentes, había discutido sus primeras ideas: «Estos cincuenta años de reflexión no me han permitido acercarme más a la respuesta de la pregunta ¿Qué son los quanta de luz? Hoy día todo hijo de vecino se imagina que la sabe, pero se equivoca.»

Einstein había participado intensamente en el combate por llegar a la interpretación de la nueva mecánica cuántica. Había discutido desde el primer momento con Bohr sobre la interpretación probabilista de la teoría de Schrödinger. Pero su principal antagonista era Bohr.

A finales de 1927, en el quinto Congreso Solvay, el enfrentamiento fue muy patente. Bohr y Heisenberg decían que la indeterminación era inevitable: que, dada la ausencia de una causalidad estricta, lo más que se podía lograr eran las probabilidades. Bohr estaba de acuerdo. Pero Einstein no. No quería aceptar lo que iba contra su propio instinto. Estaba convencido de que aquella teoría era incompleta. Y presentó una serie de ingeniosos argumentos para confirmar sus puntos de vista. Nunca se había visto la mecánica cuántica sometida a un ataque tan formidable y penetrante. Pero Bohr y sus aliados, a pesar de estar acosados, se mantuvieron en sus posiciones. Precisaron sus conceptos en medio de la batalla, rechazaron una a una las objeciones de Einstein, y éste, a pesar de todo su talento e ingenio, tuvo que declararse en retirada. Era imposible evitar la perturbación incognoscible de la observación. Cada una de las nuevas tácticas que Einstein proponía para medir una perturbación implicaba una nueva observación con una perturbación propia. Para medir esta nueva perturbación hacía falta una nueva observación perturbadora, y así sucesivamente en una cadena que no permitía esperanza alguna de victoria. El indeterminismo había resistido el ataque de Einstein. Inmediatamente después del congreso, Bohr y Einstein siguieron discutiendo en casa de Ehrenfest, y éste, que sentía enorme cariño tanto por Einstein como por Bohr, sufría al ver cómo uno de sus ídolos se negaba a aceptar la nueva interpretación de Copenhague. Pocos meses más tarde, en mayo de 1928, Einstein escribió a Schrödinger y, entre otras cosas, le decía: «La tranquilizadora filosofía ―¿o religión?― de Heisenberg-Bohr está tan ingeniosamente concebida que, de momento, constituye para el verdadero creyente una suave almohada en la que puede dormir plácidamente un sueño del que no va a ser fácil despertarle.»

Congreso Solvay de 1927. Primera fila, de izquierda a derecha: Langmuir, Planck, Mme, Curie, Lorentz, Einstein, Langevin, Guye, Wilson, Richardson. Segunda fila: Debye, Knudsen, Bragg, Kramers, Dirac, Compton, De Broglie, Born, Bohr, Tercera fila: Piccard, Henriot, Ehrenfest, Herzen, De Donder, Schrödinger, Verschaffelt, Pauli, Heisenberg, Fowler, Brillouin.

En 1930, en el sexto Congreso Solvay ―último en contar con la participación de Einstein―, presentó una nueva propuesta para evitar el principio de indeterminación de Heisenberg. Esta vez Bohr se tambaleó. El argumento parecía irrefutable. No veía en él ningún punto débil. Pero si no lo había, habría que concluir que toda la teoría cuántica, que por entonces parecía más acertada que nunca, debía tener algún defecto fundamental. Bohr no lo podía admitir. Y sin embargo, el argumento de Einstein estaba ante él, implacable, exigiéndole su rendición. Bohr intentó destruirlo de una forma y de otra, pero sus ataques no dieron fruto. No conseguiría dormir. Era demasiado lo que estaba en juego. Se pasó la noche luchando con el problema. A la mañana siguiente había dado con la solución: el argumento de Einstein no valía por el propio principio de equivalencia de Einstein, y por tanto por la propia teoría general de la relatividad. El descubrimiento de esta salida fue una gran proeza. Einstein se vio obligado a aceptar la derrota. Y a aceptar que el principio de indeterminación de Heisenberg era válido. Pero eso no significó, en absoluto, que no iba a volver a luchar.

Bohr y Einstein reflexionando. La fotografía fue tomada por Ehrenfest y constituye todo un estudio de contrastes.

En 1933, estando en Bélgica, poco antes de marcharse para siempre de Europa, mencionó una nueva idea. Dos años más tarde la publicó con sus colaboradores Boris Podolsky y Nathan Rosen, del Instituto de Estudios Superiores. He aquí la clave del argumento, desprovisto de todo su contenido matemático. Puede engañamos por su aparente sencillez. Imaginemos que hacemos chocar entre sí dos electrones. A y B. y esperamos a que estén lo bastante alejados como para que no puedan afectarse mutuamente de forma significativa. La propuesta tiene su malicia. Al tomar medidas de A, podemos extraer conclusiones sobre B. y nadie podrá decir que nuestra observación de A perturbó a B ni lo afectó de ninguna manera. Según la teoría cuántica, si observamos la posición exacta de A podemos deducir inmediatamente la posición exacta de B: y si, por el contrario, observamos con precisión el impulso de A podemos deducir el impulso preciso de B. ¿Está clara la estrategia? Vamos a observar a A. pero vamos a hablar de B, que no se ve afectado por nuestra observación de A.

Para verlo mejor, supongamos que el choque se produce un domingo y que las distancias son tales que podemos esperar toda una semana para hacer nuestra observación de A. Según Heisenberg, no podemos determinar con precisión y al mismo tiempo la posición y el impulso de un electrón. Pero podemos elegir la cantidad que vamos a medir. Así que, el lunes, decidimos medir la posición exacta de A, cuando llegue el momento. El martes, cambiamos de opinión y decidimos medir el impulso de A. El miércoles, decidimos medir la posición de A. El jueves, volvemos a inclinamos por el impulso de A. El viernes, nos decidimos por la posición de A. El sábado, por el impulso de A. Y el domingo, al ver que no podemos decidirnos, echamos una moneda al aire y realizamos en A la medición que decida la moneda.

Supongamos que la moneda nos indica que observemos la posición del electrón A. Al observarla deberíamos saber inmediatamente la posición del otro electrón B. sin perturbarlo de ninguna manera. La teoría cuántica nos lo garantiza. Supongamos en cambio que la moneda nos indica que observemos no la posición sino el impulso de A. Al observarlo, sabremos también cuál es el impulso de B. sin perturbar para nada a B.

Nadie se imaginará que el electrón B vaya a cambiar cada vez que nosotros cambiemos de opinión, de tal forma que el lunes tuviera posición precisa e impulso impreciso, el martes impulso preciso pero posición imprecisa, el miércoles posición precisa pero impulso impreciso, el jueves impulso preciso pero posición imprecisa, y así sucesivamente, hasta el último momento, en que de alguna manera responda a la decisión impuesta por la moneda ―estando B todo el tiempo aislado físicamente de A y de nosotros y de nuestra moneda―. Es indudable, argumentaban Einstein y sus colaboradores, que la posición y el impulso precisos de B deben tener realidad física al mismo tiempo. Pero Heisenberg había demostrado que la teoría cuántica no nos permite conocerlos al mismo tiempo. Por tanto, la teoría cuántica no constituye una descripción completa de la realidad física. Es una teoría incompleta.

¿Qué respuesta se le ocurre al lector? ¿Se rinde? Bohr no lo hizo. Pronto diremos cómo se defendió. Pero mientras tanto podemos permitirnos un pequeño descanso, bien merecido, y aprovechar la ocasión para hablar de otros temas.

Algunos de los comentarios que hemos hecho sobre la teoría de Maxwell pueden haber dado la impresión de que se trataba de una reliquia del pasado. Pero en 1927 Dirac demostró que era posible rejuvenecerla. Le hizo una transfusión cuántica. Luego, utilizando el método Bose―Einstein de cálculo estadístico, dedujo de la teoría de Maxwell rejuvenecida no sólo la fórmula de Planck para la radiación del cuerpo negro sino también todos los resultados obtenidos de otra manera por Einstein en su artículo de 1916 sobre el «láser». Y. a pesar de algunos problemas inevitables, la teoría rejuvenecida de Maxwell llegó a convertirse en la teoría física más exactamente verificada de todas las actuales.

Después de pedir disculpas a Maxwell, debemos volver a Newton. Bohr, Heisenberg y Schrödinger se habían apoyado en bases newtonianas, y Dirac había demostrado, con gran acierto, que la nueva mecánica cuántica era esencialmente una mecánica newtoniana con una transfusión cuántica. Dicho todo esto, no podemos olvidar a Einstein. En 1928 Dirac aplicó brillantemente la teoría restringida de la relatividad a la teoría cuántica del electrón, logro tan notable por su belleza matemática como por su espectacular éxito. A la vista de estos y otros méritos, no es sorprendente que recibiera el premio Nobel.

En la larga batalla de Einstein sobre la interpretación de la mecánica cuántica, se repetía con frecuencia un mismo tema: su reticencia instintiva ante la idea de un universo probabilista en el que la conducta de los átomos individuales dependiera del azar. Como solía hacer cuando se enfrentaba a los grandes problemas de la ciencia, intentaba ver las cosas desde el punto de vista de Dios. ¿Era probable que Dios hubiera creado un universo probabilista? Einstein estaba convencido de que la respuesta debía ser negativa. Si Dios era capaz de crear un universo en que los científicos podían observar leyes científicas. Dios era también capaz de crear un universo totalmente dirigido por tales leyes. No habría un universo en el que tuviera que realizar en todo momento elecciones aleatorias en relación con el comportamiento de cada partícula individual. Era algo que Einstein no podía demostrar. Era cuestión de fe, de sentimiento y de intuición. Quizá parezca una actitud ingenua. Pero estaba muy arraigada, y la intuición física de Einstein, aunque no infalible, le había sido de gran utilidad. Toda ciencia se basa en la fe. Los sorprendentes acontecimientos que hemos visto ―la teoría inicial de Bohr, entre otros― deberían habernos convencido ya de que la ciencia no se basa sólo en la fría lógica.

Einstein resumió su intuición sobre la teoría cuántica en la famosa frase «Gott würfelt nicht», que utilizó de varias formas y en muchas ocasiones. Se puede traducir como «Dios no juega a los dados». Pero Bohr propuso una traducción distinta de la frase. Desconfiaba de las discusiones en que se imputan a Dios atributos en el lenguaje cotidiano y tradujo la palabra «Gott» no por «Dios» sino por «las autoridades providenciales». Quizá sea esto un reflejo de la diferencia que había entre las concepciones de Bohr y las de Einstein en problemas científicos. Sin embargo, en una carta escrita en 1945 a alguien que quería conocer las creencias religiosas de Einstein, éste le dijo: «Siempre conduce a error utilizar conceptos antropomórficos para referirse a realidades ajenas a la esfera humana; sólo son analogías infantiles.» Esta afirmación parece estar en consonancia con la desconfianza de Bohr ante las afirmaciones sobre un Dios que no jugaba a los dados. Sin embargo, en una carta escrita a un librepensador en 1953. Einstein explicaba que al hablar del Dios que no jugaba a los dados no se refería «ni a Yahvé ni a Júpiter, sino al Dios inmanente de Spinoza». Y. en la carta de 1945 antes citada, Einstein continuaba diciendo algo que le gustaba repetir con frecuencia: «Debemos admirar humildemente la bella armonía de la estructura de este mundo, en la medida en que podamos comprenderlo. Esto es todo.» Parece que, según Einstein, la armonía del universo caería por tierra si, utilizando su metáfora. Dios jugara a los dados. Cuando un hombre como Einstein utiliza un argumento en física, le concede gran importancia, aun cuando lo exprese en forma de metáfora. A pesar de sus muchas afirmaciones, no sabemos qué quería decir Einstein con la palabra Dios. En la obra científica de Einstein. Dios era el concepto dominante ―concepto mal definido, pues ¿quién puede definir a Dios?―; era el símbolo no sólo de la pasión de Einstein por la belleza y por lo maravilloso sino también de esa sensación intuitiva de comunión con el universo que fue el sello de su genio ―otra palabra que no se deja definir.

Volvamos ahora a la respuesta de Bohr ante el argumento de Einstein. Podolsky y Rosen cuando decían que, observando el electrón A, se podía obtener, en teoría, información sobre el electrón B sin influir para nada en B. Recordemos los cambios de opinión sobre si convenía observar la posición o el impulso del electrón A, y la conclusión de que la posición y el impulso precisos de B deben tener realidad física al mismo tiempo, de lo que se deducía que la teoría cuántica era incompleta. Este razonamiento produjo gran preocupación a Bohr. Era mucho más ingenioso de lo que había pensado en un primer momento, y sólo tras un análisis agotador dio con la respuesta. Tuvo que retroceder un poco y dejar de recurrir a la perturbación del acto de observación. Como desarrollaremos más adelante, tenía que considerar un experimento como un todo único ―un «solo fenómeno», como diría más tarde― que comenzaba y terminaba necesariamente en el mundo cotidiano. Su respuesta fue la siguiente. Supongamos que firmamos un contrato por adelantado obligándonos a medir, por ejemplo, la posición. Entonces no surgiría ningún problema nuevo, pues no habría cambios de opinión. Desde el primer momento el experimento estaría destinado a medir la posición y no el impulso. Si, por el contrario, firmáramos un contrato previo por el que nos comprometiéramos a medir el impulso, estaríamos haciendo un experimento totalmente distinto, en el que, en este caso, no entraría en juego la posición. Así pues, se habla de dos «fenómenos físicos» diferentes, en el sentido que daba Bohr a estas palabras. Ahora bien, seguía argumentando Bohr, en lo que respecta al fenómeno físico real o al experimento completo, no importa para nada que firmemos un contrato por adelantado o que cambiemos cada día de opinión y acabemos lanzando una moneda al aire. Lo que cuenta es el experimento total que hemos realizado, no el experimento distinto que no hemos hecho, ni los detalles de cuándo y cómo decidimos cuál de ellos hacer. Los dos experimentos son fenómenos físicos que se excluyen mutuamente. Si hacemos uno, no podemos hacer el otro al mismo tiempo. Por consiguiente, decía Bohr, no podemos enfrentar el experimento que hemos hecho de verdad ―fuera el que fuera― con el que no hicimos. Por eso no hay un conflicto real ni razones válidas para deducir que la mecánica cuántica es incompleta.

Einstein tuvo que reconocer que la postura de Bohr era lógicamente invulnerable. Pero lo era porque Bohr se había retirado a una posición inexpugnable. Había negado a Einstein el derecho de hacer sus confrontaciones conceptuales, y Einstein calificó la postura general de Bohr de solipsista7. Quienes rechazan el solipsismo no lo pueden hacer por razones lógicas. Sin embargo, lo rechazan. En el mismo sentido. Einstein rechazaba la interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica ―basándose no en la lógica sino en el instinto y en la creencia.

Pero, con pocas excepciones, la mayoría de los científicos no la rechazaron. Cuando vieron que tenía coherencia y que resistía todas las críticas, la aceptaron con entusiasmo. Inmersos en el entusiasmo embriagador de buscar nuevas y apasionantes aplicaciones de la nueva teoría, no estaban muy dispuestos a dejarse inquietar de nuevo con dudas sobre sus cimientos. El artículo de Einstein. Podolsky y Rosen provocó cierta inquietud, pero sólo de momento: fue grande el alivio cuando Bohr dio con la respuesta. No fue el único en responder. Otros científicos de menor talla escribieron también para refutarlo, pero, como comentó Einstein con ironía, sus refutaciones eran todas diferentes.

Antes de todo esto, la interpretación de Praga había adquirido casi la consideración de dogma. Quien se atreviera a ponerla en duda corría riesgo de verse ridiculizado y de perder su prestigio. Pocos podían resistir una presión tan fuerte. A Planck le disgustaba la corriente de Copenhague. De Broglie se rindió en seguida a ella, aunque lo hizo a regañadientes, y más adelante intentó dar marcha atrás. Schrödinger, tras ciertas vacilaciones, se opuso con todas sus fuerzas. Y Einstein, como sabemos, se negaba a aceptarla. Pero los objetores eran pocos. La gran mayoría de los físicos cuánticos aceptaban la interpretación de Copenhague y tachaban de intransigentes a los pocos que no seguían su línea. Esta fase duró sólo veinte años. Pasados éstos, comenzaron a oírse nuevas voces de duda, y aunque la mayoría de los físicos cuánticos actuales siguen aceptando la corriente de Copenhague en una u otra forma, ésta ya no suscita la fidelidad ciega de sus días de esplendor. La verdad es que tampoco se ha llegado a un acuerdo en sentido contrario. Pero algunas defecciones importantes reflejan un malestar, y no precisamente pasajero, en el campo de la estricta ortodoxia.

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