Einstein

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PORTADA » X. LA BATALLA Y LA BOMBA

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Muchas veces se niega la existencia de problemas. Pero, por ejemplo Dirac, en una obra escrita en 1963, reconocía que había dificultades. No pensaba en una vuelta al determinismo clásico. Sin embargo, previendo progresos todavía desconocidos, decía: «Quizá sea imposible obtener una imagen convincente en esta fase transitoria actual.» La mecánica cuántica, tal como es interpretada por la escuela de Copenhague, tiene consecuencias que, como las de la relatividad, atentan contra el sentido común. He aquí un ejemplo gráfico propuesto por Schrödinger en 1935, que nos servirá de recapitulación. A modo de prefacio, recordemos que, según la interpretación de Copenhague, es imposible prever el momento en que se producirá la desintegración radiactiva de un núcleo atómico. Esto nos suena a algo conocido. ¿No utilizó Einstein esta misma idea en 1916 en su deducción, «sorprendentemente sencilla», de la fórmula de Planck? ¿No había dicho Einstein que los átomos emitían fotones espontáneamente y de forma imprevisible? Es más, Bohr se dejó influir en gran parte por esta obra de Einstein y había encontrado en ella la confirmación de la idea de que los procesos cuánticos son espontáneos, incausados e imprevisibles. ¿No serán la desintegración radiactiva y otras emisiones espontáneas ejemplos que demuestran que, por utilizar la expresión de Einstein, Dios juega a los dados? Según la escuela de Copenhague, sí. Según Einstein, no. Este había considerado la imprevisibilidad teórica como consecuencia del carácter incompleto de la teoría, que según él era transitoria: el fallo estaba en nosotros, no en nuestros átomos. Pero la escuela de Copenhague insistía en que las ecuaciones cuánticas contenían toda la verdad, y prohibía, por principio, la predicción de los momentos precisos en que se producirían estos procesos espontáneos: por adelantado sólo podían conocerse las probabilidades.

Teniendo esto en cuenta, veamos el ejemplo de Schrödinger. Coloquemos a un gato en una habitación cerrada en la que haya un frasco de cianuro. Pongamos un átomo potencialmente radiactivo en un detector de tal manera que, si el átomo experimenta una desintegración radiactiva, el detector active un mecanismo que rompa el frasco y haga morir al gato.

Supongamos que el átomo es de un tipo que tiene el 50% de posibilidades de sufrir desintegración radiactiva en una hora. Al cabo de la hora, ¿cómo estará el gato: vivo o muerto?

El físico danés Niels Bohr (1885-1962). Su enfrentamiento con Einstein en tomo a la teoría de la mecánica cuántica no se ha resuelto aún en favor de ninguno de los dos científicos. Fotografía de la Real Embajada Danesa.

O una cosa u otra ―o al menos eso es lo que nos parecería lógico―, Pero según una interpretación frecuente de las matemáticas de la mecánica cuántica, tal como la entiende la escuela de Copenhague, al cabo de una hora el gato estaría en una especie de limbo, con las mismas probabilidades de estar muerto que vivo. Entonces podríamos echar una ojeada para ver si el gato está vivo o muerto. El simple hecho de mirar no parece razón suficiente para hacer que muera el gato ni, en caso de que hubiera muerto, para devolverle a la vida. El sentido común nos dice que el mirar no influye en este sentido: el gato está o vivo o muerto, independientemente de que miremos o no. Sin embargo, según la interpretación antes mencionada, el hecho de mirar produce una alteración radical en la descripción matemática del estado en que se encuentra el gato, haciéndolo salir de esa zona neutra para pasar a una situación en que esté categóricamente vivo o muerto, según sea el caso.

Supongamos que aceptamos la verdad matemática como descripción completa de los aspectos relevantes de la situación física. En ese caso, no sería fácil aceptar que el simple hecho de mirar al gato pueda originar un cambio tan drástico en la descripción matemática y, por tanto, en la situación física. Bohr evitó las dificultades insistiendo en que debemos considerar el fenómeno total como una sola entidad, que comenzaría y terminaría en el mundo ordinario, no cuántico, y en que el gato observado al final estaría categóricamente o vivo o muerto. No podemos quedarnos a medio camino en el terreno donde el quantum impone su ley y esperar dar un sentido cotidiano a un fenómeno físico inacabado.

Esta ingeniosa doctrina es inexpugnable ―partiendo de sus propios principios―. Nos niega el derecho a formar imágenes cotidianas de las fases cuánticas intermedias entre el comienzo no cuántico y el final no cuántico de un fenómeno total. Si nos rebelamos y, con Einstein, consideramos la mecánica cuántica como descripción incompleta de la realidad física, podemos considerar que estas dificultades son temporales, aun cuando no tengamos a mano una teoría mejor. Einstein admitió de buen grado los grandes méritos de la mecánica cuántica. En sus Notas autobiográficas, la consideraba como «la teoría de más éxito de nuestra era». Para él no era lo mismo éxito que aceptabilidad. Seguía desconfiando de su naturaleza probabilista. Desconfiaba de su indeterminismo intrínseco. Y. respondiendo a sus críticos en el mismo libro que contenía sus Notas autobiográficas, resumía los argumentos de su postura en una posición que resultaba convincente, o no, según las predilecciones de cada uno. Es demasiado pronto para adivinar cuál va a ser el resultado del enfrentamiento entre Bohr y Einstein, demasiado pronto para adivinar si los recelos instintivos de Einstein estaban justificados. El veredicto está en manos del imprevisible futuro.

No obstante, el veredicto intermedio parecía ser claramente contrario a Einstein. Este había ampliado el concepto de quantum expuesto por Planck en un momento en que todos, hasta el mismo Planck, recelaban de él; sus ideas revolucionarias sobre el quantum habían sido el factor decisivo que consiguió su aceptación inicial; había aceptado con alegría los conceptos revolucionarios de De Broglie que sirvieron de inspiración a Schrödinger; había estado en primera línea de la vanguardia científica; había sido el clarividente creador de nuevas corrientes de pensamiento cuando el futuro aparecía inmerso en las tinieblas; y ahora, los defensores de la física cuántica empezaban a considerarle como un conservador desfasado, un fósil que luchaba en vano contra una revolución inevitable en los principios básicos de la ciencia.

No es difícil comprender esta actitud de los físicos. La nueva mecánica cuántica había asimilado las audaces innovaciones cuánticas de Einstein y éste había pasado a adoptar una actitud crítica. Los fanáticos de la nueva corriente esgrimían contra él sus propias críticas, olvidando la importancia que habían tenido éstas en el perfeccionamiento de la interpretación de Copenhague. La teoría general de la relatividad de Einstein le había situado en un plano comparable al de Newton. Pero, a diferencia de la teoría restringida de la relatividad, la general no servía de mucho a los físicos atómicos. Sus pocas aplicaciones tenían que ver en mayor medida con los cielos que con el laboratorio, y cuanto más se adentraba Einstein en esta teoría y mayor era su generalización, más se alejaba de los intereses inmediatos de los físicos atómicos. Su marcha de Europa en 1933 y el relativo aislamiento en que decidió recluirse en Princeton aumentaron su alejamiento de la corriente principal de la física. Sin embargo, aunque disminuyera su influencia entre los físicos, siguió siendo para el público el oráculo y símbolo supremo de la ciencia.

Mientras tanto, en Europa se estaban produciendo otros acontecimientos trascendentales, en el terreno científico y en el político. En 1919, estando todavía en Manchester, Rutherford había descubierto que si se producía una fuerte colisión entre núcleos de helio y nitrógeno, éstos podían transformarse en núcleos de hidrógeno y oxígeno: era la transmutación de núcleos no radiactivos, muy comunes y considerados hasta entonces como inmutables. El descubrimiento era muy importante, no cabe duda. Sin embargo, parecía más bien inofensivo. Se producía a escala microscópica, pues los experimentos afectaban a átomos individuales, y atrajo menos la atención del gran público que otro importante acontecimiento científico de 1919, la verificación de la teoría general de la relatividad de Einstein mediante las observaciones efectuadas por Eddington con ocasión del eclipse.

Al pasar los años, el descubrimiento de Rutherford adquirió nuevas dimensiones. Se comprobó que eran transmutables otros núcleos atómicos que hasta entonces se consideraban estables. En 1932, en el laboratorio Cavendish de Cambridge, cuyo director era Rutherford, ciertas transmutaciones nucleares individuales permitieron la primera verificación clara de la fórmula E = mc2, un cuarto de siglo después de que Einstein la propusiera en 1907. En 1933, se realizó una verificación todavía más concluyente, pues en este caso la masa se convirtió toda ella ―y no sólo parte de la misma― en energía8.

No cabía duda de que la intuición de Einstein era válida, y de que la masa resultaba ser un enorme depósito de energía. No extraemos demasiada energía cuando quemamos un puñado de carbón. Si el puñado es de arena no podemos ni quemarlo. Sin embargo, en unos cien gramos de carbón, o de arena, o de cualquier otra cosa, hay energía equivalente a la que se puede obtener quemando toneladas de carbón. Varias toneladas. O mejor, varios cientos de miles de toneladas. ¿Podría utilizarse esta reserva de energía para fines prácticos? Es interesante que tanto Rutherford como Einstein respondieran negativamente. La extracción de energía de la masa nuclear suponía un inmenso despilfarro: para conseguirlo había que desperdiciar mucha más energía de la extraída.

Sin embargo, en 1932, el mismo año en que se confirmó la fórmula E = mc2, las transmutaciones nucleares estudiadas en Alemania y Francia habían llevado a James Chadwick, del laboratorio Cavendish, al descubrimiento del neutrón, partícula eléctricamente neutra con una masa semejante a la de un núcleo de hidrógeno. Con el descubrimiento del neutrón, la situación cambió radicalmente, aunque nadie se dio cuenta de ello. Sólo hubo una excepción. Szilard, antiguo alumno de Einstein, refugiado por entonces en Inglaterra, captó con sorprendente clarividencia lo que significaba el neutrón. Estos acontecimientos se produjeron en 1932 y 1933, coincidiendo aproximadamente con la subida al poder de Hitler y con la huida de muchos científicos de Alemania. Schrödinger, por ejemplo, a pesar de no ser judío, renunció a su cátedra de Berlín para instalarse en Dublin, mientras que Bohr se trasladaba de Gotinga a Edimburgo. Alemania experimentó una considerable fuga de cerebros.

Enrico Fermi (1901-1954) en la Universidad de Chicago. Este físico italiano inició las investigaciones atómicas que desembocaron en el descubrimiento de la fisión nuclear. Fotografía de Associated Press.

En 1934, en la Italia fascista, Enrico Fermi y su equipo de colaboradores de la Universidad de Roma concibieron la idea de bombardear núcleos atómicos con neutrones. Estos, al ser eléctricamente neutros, podían aproximarse a los núcleos sin ser repelidos por la electricidad. Los resultados obtenidos, que valieron a Fermi la obtención del premio Nobel, no tienen demasiada relación con el tema que nos ocupa. Pero hizo algo que nos afecta muy directamente: bombardeó suavemente los núcleos más pesados y cargados de todos los conocidos: los del uranio. Creía haber creado un elemento desconocido hasta entonces —hoy día denominado neptunio―, pero no estaba seguro de ello.

Lo que no sabía era que había conseguido algo mucho más importante: la desintegración de los núcleos del uranio. El hecho siguió sumido en el olvido, como una terrible bomba de relojería que esperaba su momento mientras iban en ascenso las tensiones políticas. La Alemania nazi se estaba rearmando mientras que las democracias se limitaban a observar, aparentemente paralizadas. En marzo de 1936, cuando todavía no estaban preparadas para la guerra, los nazis invadieron Renania sin encontrar ninguna resistencia. Ese mismo año Bohr propuso una teoría de los núcleos atómicos en la que hacía ver que tenían muchas de las características de las gotas de un líquido. Y mientras tanto, en Berlín, en el Instituto Kaiser Wilhelm, instituto con el que Einstein había estado asociado anteriormente, los químicos alemanes Otto Hahn y Fritz Strassmann y la física austríaca Lise Meitner venían repitiendo el bombardeo de neutrones de uranio, tal como lo había hecho Fermi, y buscando por todos los medios químicos posibles determinar si habían obtenido el nuevo elemento o no.

En marzo de 1938, ante una Europa temblorosa, los nazis alemanes se apoderaron de Austria mediante amenazas militares pero sin disparar un solo tiro. Lise Meitner, que era judía, se encontraba en evidente peligro. Sólo el hecho de ser extranjera la había salvado hasta entonces de las terribles leyes antisemitas de la Alemania nazi. Ahora que Austria, su tierra natal, era parte de Alemania, ya no era extranjera, y no le quedaba otro remedio que huir. Con ayuda de Bohr pudo refugiarse en el Instituto Nobel de Suecia, donde volvió a ser extranjera, pero en el que se encontraba a salvo.

En septiembre de 1938 se produjo el pacto de Munich, acto estéril de apaciguamiento: llevadas por su interés de evitar la guerra con Alemania a cualquier precio, y quizá de empujar a Hitler a un enfrentamiento armado con Rusia, las desmoralizadas democracias europeas traicionaron a su aliada Checoslovaquia y la dejaron prácticamente en manos de los dictadores; en Inglaterra se alzó la protesta de Churchill, un Churchill que por entonces no tenía ningún poder.

Ese mismo mes de septiembre, Mussolini quiso emular a Hitler e introdujo leyes antisemitas en Italia, donde hasta entonces no había habido prácticamente oposición a los judíos. Y Fermi, harto ya del totalitarismo, comenzó a hacer planes para salir del país. Su esposa era judía.

En noviembre de 1938, en una semana de violencia y terror organizados, los nazis declararon la guerra a los judíos de Alemania. En diciembre, Fermi fue a Suecia con su familia para recibir el premio Nobel, y de allí se marchó a América, donde le estaba esperando una cátedra en la Universidad Columbia en la ciudad de Nueva York. Cuando quedaba menos de un año para la II Guerra Mundial, la bomba de relojería de Fermi comenzó a revelar sus secretos. Poco antes de las Navidades de 1938, Hahn y Strassmann publicaron un trabajo técnico en el que demostraban que cuando se bombardean núcleos de uranio con neutrones relativamente lentos, aquéllos pueden emitir núcleos de bario, que sólo tienen la mitad de la masa de los de uranio. Los núcleos de uranio podían desintegrarse ―algo que para la física tradicional parecía impensable―. Hahn, desconcertado, informó de los detalles a Lise Meitner, que estudió el problema con su sobrino Otto Frisch ―también refugiado de los nazis―, y basándose en la idea de Bohr de que los núcleos se comportaban como gotas de líquido, resolvieron el problema en pocos días. Dadas las poderosas fuerzas de repulsión eléctrica existentes dentro de un núcleo de uranio, éste podía, en cuanto gota, estar tan próximo al límite de la inestabilidad que la entrada de un solo neutrón podía ser motivo de que éste se desintegrara en dos gotas más pequeñas ―dos núcleos más pequeños―, Pero, ¡atención! Como consecuencia de su mutua repulsión eléctrica, estos núcleos tendrían que separarse con gran violencia. ¿De dónde podía proceder una energía tan violenta? La respuesta era la famosa fórmula de Einstein. E = mc2. Sin la masa que pertenecía a la energía del movimiento violento, la masa combinada de los dos núcleos más pequeños resultantes sería significativamente menor que la del neutrón y la del núcleo de uranio original. Si la masa que faltaba reaparecía en forma de energía de movimiento, todo estaba claro. Los núcleos de uranio se habían desintegrado en dos mitades casi iguales, proceso que Meitner y Frisch llamaron fisión. Pero todavía más espectacular era la predicción de que la fisión debía ir acompañada de una liberación de energía que, a escala atómica, era asombrosa.

Los acontecimientos se precipitaron. En Copenhague, Frisch hizo el experimento decisivo que confirmó la existencia de la prevista explosión de energía. Pero antes de ello, había informado de aquella teoría a Bohr, que estaba a punto de marcharse a pasar una temporada en el Instituto de Estudios Superiores de Princeton. Bohr informó de la sensacional noticia a los científicos americanos. Era el mes de enero de 1939. La fisión del uranio se confirmó en varios lugares de Estados Unidos incluso antes de que se publicase el experimento de Frisch. Fermi fue uno de los primeros en darse cuenta de que entre los fragmentos de un núcleo de uranio desintegrado podía haber más neutrones. En ese caso, como había previsto Szilard seis años antes, estos neutrones podían producir nuevas desintegraciones del uranio y habría una remota posibilidad de que el proceso se convirtiera en una reacción en cadena, produciendo un desbordamiento de energía que tendría las dimensiones de un verdadero cataclismo.

A finales de marzo de 1939, con una Checoslovaquia dominada y una Polonia amenazada, los ingleses y franceses decidieron mantenerse firmes, declarando que si Polonia era atacada por Alemania acudirían en defensa de su aliado. Pero la firmeza llegaba demasiado tarde para salvar al mundo de su precipitada marcha hacia la tragedia. Mientras tanto. Fermi, Szilard y otros profesores de la Universidad Columbia habían dado un nuevo paso hacia la bomba atómica al confirmar que en la fisión del uranio se producen neutrones.

Nadie podía saber todavía si era posible hacer una bomba atómica. Todo parecía estar en contra de tal posibilidad. Pero entre los físicos extranjeros que vivían en Estados Unidos, muchos de ellos refugiados del totalitarismo, la inquietud iba en aumento. Se daban perfecta cuenta de lo que ocurriría con la civilización si las dictaduras ganaban la carrera de la bomba atómica. La situación sería también mala aun en el caso de que fueran las democracias las que la ganaban. Pero era un riesgo que había que correr, y en abril Fermi intentó poner en antecedentes a la marina de Estados Unidos. No consiguió más que una reacción de cortesía.

Movido por presagios cada vez más negros. Szilard consiguió la ayuda de su amigo Eugene Wigner, húngaro de nacimiento y profesor de física teórica en la Universidad de Princeton. A mediados de junio fueron a ver a Einstein, que estaba de vacaciones en Long Island, aislado en Nassau Point, cerca de Peconica, disfrutando con su barco de vela y al parecer ajeno a la posibilidad de una reacción nuclear en cadena. Quizá parezca trivial detenerse en este momento desesperado para repetir que a Einstein le encantaba tocar el violín. Sin embargo, su amor a la música forma parte de una reacción en cadena especial, pues había servido para fomentar la amistad entre él y la reina Isabel de Bélgica, ahora reina madre. ¿Quién podría haber previsto las extrañas consecuencias de los cuartetos interpretados en el palacio? ¿A quién se le habría ocurrido pensar entonces que tendrían alguna relación con el hecho de que el entonces Congo Belga era la principal fuente mundial de mineral de uranio? Cuando Szilard y Wigner fueron a ver a Einstein, le hablaron del peligro de una posible reacción nuclear en cadena, con la intención inicial de pedirle que utilizara su influencia ante la reina madre para conseguir que los nazis no pudieran poner sus manos en el uranio del Congo Belga. Pero los hechos siguieron pronto un curso muy distinto, en parte porque el infatigable Szilard había estado en contacto con un economista muy influyente, Alexander Sachs, quien le propuso algo mucho más ambicioso: llegar directamente al presidente Roosevelt. Hubo una nueva visita de Szilard a Nassau Point, en esta ocasión acompañado por el físico húngaro Edward Teller. Einstein ayudó a redactar y luego firmó una carta dirigida a Roosevelt que después se haría famosa. Está fechada el 2 de agosto de 1939, tiene como remite la tranquila localidad de Nassau Point, y decía, entre otras cosas:

Einstein y Szilard. Fotografía de H. Landshoff.

«Ciertos trabajos realizados recientemente por E. Fermi y L. Szilard, de los que tengo información manuscrita, me hacen pensar que el uranio puede convertirse en una nueva e importante fuente de energía en un futuro inmediato. Algunos aspectos de la situación parecen merecedores de atención y, si fuera necesario, de una intervención rápida por parte de la Administración. Creo que es mi deber llamarle la atención sobre los siguientes datos... Es posible pensar... en la construcción... de nuevas bombas con una potencia muy superior a las actuales. Una sola de estas nuevas bombas, trasladada en barco o explotada en un puerto, podría destruir sin problemas todo el puerto, y parte del territorio circundante. Sin embargo, es posible que estas bombas sean demasiado pesadas para ser transportadas en avión... Tengo entendido que Alemania ha interrumpido la venta del uranio de las minas de Checoslovaquia, que ahora están en sus manos. La explicación de esta medida tan rápida puede ser que el hijo del subsecretario de Estado alemán, Von Weizsacker, trabaja en el Instituto Kaiser Wilhelm, en Berlín, donde se están realizando en la actualidad pruebas con el uranio.»

Es dudoso que Einstein hubiera llegado a firmar esta carta si su pacifismo no se hubiera visto mitigado ante la contemplación de un mal que para él era peor que la guerra. Cabría esperar que la carta ―al proceder nada menos que de Einstein― tuviera una repercusión espectacular. Sin embargo, quedó un poco en segundo plano.

La Alemania nazi y la Rusia comunista venían proclamando desde hacía tiempo su odio mutuo. A finales de agosto de 1939 sorprendieron al mundo con un pacto de no agresión, gracias al cual Alemania pudo atacar a Polonia el 1 de septiembre, y, con ello, comenzaba oficialmente la II Guerra Mundial.

La carta del 2 de agosto no había llegado todavía a Roosevelt. Sachs no la entregó hasta el 2 de octubre de 1939, tres semanas después de que los nazis hubieran derrotado a Polonia. Roosevelt creó inmediatamente un Consejo Asesor sobre el Uranio que tuvo unos comienzos prometedores, pero en marzo de 1940 había conseguido tan pocos resultados que Szilard y Sachs pidieron a Einstein que escribiera una nueva carta que pudiera ser presentada a Roosevelt. Así pues, el 7 de marzo, con ayuda de Sachs, Einstein escribió una segunda carta, que al menos fue más urgente que la primera. Roosevelt la recibió a los pocos días, y en abril Einstein fue invitado a asistir a una reunión del Comité. El 25 de abril de 1940 escribió a su presidente declinando la invitación pero subrayando la necesidad de actuar con urgencia.

En mayo de 1940 los nazis invadieron Holanda y Bélgica, y para el 22 de junio habían conseguido la rendición de Francia. Luego vino la batalla de Inglaterra, que transcurrió en el aire y en la que los ingleses consiguieron imponerse por un margen mínimo. Pero se impusieron, y de momento se contuvo el avance victorioso de los nazis. Entonces, Alemania se volvió hacia el este, y el 22 de junio de 1941, a pesar del pacto de no agresión, invadió Rusia. Y el proyecto del uranio seguía todavía en punto muerto.

En febrero de 1939, Bohr, trabajando en Princeton con el físico americano John Wheeler, había previsto, basándose en su teoría de la gota líquida, que la desintegración no se podría realizar con todo el uranio, sino únicamente con una modalidad del mismo, y muy escasa por cierto. Esta predicción, poco aceptada por entonces, se había verificado en los años transcurridos desde entonces. La consecuencia era doble: una bomba fabricada con este uranio tendría grandes probabilidades de funcionar, y, dada la dificultad de extraer este uranio, la construcción de la bomba requeriría un complejo industrial de dimensiones colosales.

En Inglaterra, a comienzos de 1940, Frisch, sobrino de Meiner, de quien ya hemos hablado, y Rudolf Peierls, otro refugiado de la Alemania nazi, habían ya puesto en alerta a los ingleses ante la posibilidad de construir una bomba de estas características. Basándose en el trabajo de Bohr y de Wheeler, habían calculado la cantidad aproximada ―sorprendentemente pequeña― de uranio que haría falta para provocar una explosión. Su obra cambió la inicial actitud de escepticismo de los ingleses y consiguió que Inglaterra obtuviera ciertos logros que influyeron luego en importantes decisiones de Estados Unidos. Por eso, dado el inicial retraso americano, es posible que, incluso aunque Einstein no hubiera escrito sus cartas de 1939 y de comienzos de 1940, Estados Unidos hubiera construido la bomba precisamente en el mismo momento en que lo hizo. Efectivamente, la decisión definitiva de lanzarse a fondo a su fabricación no se produjo oficialmente hasta el 6 de diciembre de 1941.

La mañana siguiente fue un día histórico: en el Pacífico los japoneses, totalmente al margen de la decisión, atacaron Pearl Harbor.

El resto del relato de la guerra y de la bomba se ha repetido tantas veces que no hace falta que volvamos a detenemos en él. Mientras los ejércitos se enfrentaban en el campo de batalla, y millones de personas indefensas ―hombres, mujeres y niños, judíos y no judíos― eran torturadas y asesinadas en los campos de concentración, un grupo de científicos ingleses, americanos y refugiados, temerosos de que Alemania consiguiera el monopolio de las armas nucleares, unieron sus fuerzas en Estados Unidos para agilizar la construcción de la bomba. El 2 de diciembre de 1942 Fermi, al frente de un equipo de científicos, produjo en Chicago la primera reacción nuclear autónoma en cadena ―la primera combustión nuclear realizada por el hombre―. En 1943 Bohr, que tenía sangre judía, tuvo que marcharse de Dinamarca para huir de los nazis, que habían decidido su detención y deportación de Alemania ―indicación aterradora de lo que podría haber sido el destino de Einstein si hubiera caído en manos nazis.― Tras varios viajes y aventuras. Bohr llegó a Inglaterra y desde allí se dirigió a América. Estuvo mucho tiempo en Los Alamos, donde J. Robert Oppenheimer dirigía un equipo cuya complicada misión era concebir la bomba.

Bohr fue de los primeros en intuir las terribles consecuencias que podría tener la fabricación de aquella bomba. En 1944 habló con Roosevelt y Churchill sobre los posibles problemas políticos de una bomba atómica, pero los resultados no fueron demasiados positivos. De hecho, hubo un momento en que Churchill, pensando equivocadamente que Bohr estaba pasando información a los rusos, habló seriamente de hacerle detener. Szilard previo también los peligros con que se enfrentaba la humanidad. Como no tenía la misma influencia que Bohr, habló discretamente con Einstein, y el 25 de marzo de 1945, éste escribió a Szilard una carta de presentación para Roosevelt. Con esa garantía, Szilard podía presentar al presidente un informe detallado.

Así lo hizo. Pero no a Roosevelt. Este murió el 12 de abril. Si hubiera vivido unas semanas más, habría tenido conocimiento del suicidio de Hitler, cuyos sueños de conquista mundial se habían reducido a cenizas.

Cuando cayó Alemania, los investigadores comprobaron que los nazis no habían realizado demasiados progresos nucleares. Pero en América los planes habían avanzado demasiado como para detenerse, y el 16 de julio de 1945 se hizo una prueba en una zona desértica de Nuevo México, produciendo el primero de los hongos atómicos que han ensombrecido las perspectivas de la humanidad.

Ya hemos mencionado las cartas en que Einstein hablaba sobre la posibilidad de la bomba. Durante la II Guerra Mundial, actuó en ocasiones como asesor de la marina de Estados Unidos. Además, en noviembre de 1943, aceptó gustoso colaborar con dos de los manuscritos de sus artículos en una campaña para obtener fondos con destino a la guerra. Uno de los manuscritos solicitados era el de su famoso artículo sobre la relatividad, escrito en Berna en 1905. Pero en aquellos días lejanos Einstein no tenía costumbre de guardar sus manuscritos una vez que aparecían publicados. Decidió ofrecer lo más parecido al manuscrito original. Escribió el artículo de nuevo: lo copió mientras su secretaria se lo leía del original impreso. Es una escena graciosa: Einstein escribiendo lo que le dictaba su secretaria. En un determinado momento levantó la vista sorprendido y exclamó: «¿Eso he dicho yo?» Cuando le confirmaron que así era, respondió: «Podría haberlo hecho con muchas menos complicaciones.» Por desgracia, no sabemos a qué parte del artículo se estaba refiriendo. Cuando, el 3 de febrero de 1944, se presentó a subasta en Kansas City la copia manuscrita del famoso artículo, se pagaron por él unos seis millones de dólares, que fueron destinados a la financiación de la guerra. El otro manuscrito, el de un artículo todavía no publicado, se vendió por cinco millones y medio. Ambos manuscritos están ahora en la biblioteca del Congreso de Estados Unidos. En cuanto al manuscrito de la teoría general de la relatividad, se halla en la de la universidad hebrea de Jerusalén.

Pero, por muchas divagaciones que hagamos, tenemos que dar cuenta de un hecho trascendental: el 6 de agosto de 1945 se lanzó una bomba atómica sobre Hiroshima.

Albert Einstein en 1947. Halsman tomó la fotografía mientras conversaban sobre el uso destructivo que se había dado a sus teorías. A Einstein le oprimió siempre la idea de haber sido él quien dio el primer tirón a la tapa de la caja de Pandora. La instantánea ha captado la tristeza que refleja su mirada pensativa.

La secretaria de Einstein oyó la noticia por la radio. Cuando Einstein bajó de su dormitorio para tomar el té de la tarde, ella se lo dijo. Su respuesta fue: «Oh weh», grito de desesperación mucho más profundo que un simple «¡Ay!».

 

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