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XII. TODOS LOS HOMBRES SON MORTALES

Una vez más nos saltamos el estricto orden cronológico para volver a una época anterior. Con su llegada a Princeton, Einstein entró en la fase final de su vida, y pronto tendremos que hablar de sus momentos otoñales, algunos con el brillo maravilloso de los últimos resplandores del verano, otros marcados por la sombra glacial del invierno.

Dejemos que sean las propias palabras de Einstein las que nos pongan en ambiente. Es el año de 1918, marcado por el cansancio de la guerra. Todavía no se ha verificado la curvatura de la luz. Aún no le ha llegado la fama mundial. Einstein es feliz con su trabajo. Los científicos reconocen ya su genio. Sin embargo, la exaltación que expresa tiene cierto tono de tristeza. Está hablando de Planck en una celebración oficial de su sesenta cumpleaños, pero las palabras revelan algo del mismo Einstein:

«Creo, con Schopenhauer, que uno de los motivos más fuertes que llevan al hombre al arte y a la ciencia es la huida de la vida cotidiana, con su dolorosa brutalidad y su desesperada monotonía, de la esclavitud a los propios deseos, en continuo cambio. Una persona de buen carácter desea huir de la vida subjetiva al mundo de la percepción y del pensamiento objetivo; este deseo se puede comparar con la nostalgia que impulsa al hombre urbano a cambiar su entorno bullicioso y estrecho por las altas montañas, donde la vista divaga libremente por el aire puro y tranquilo, y localiza complacida los contornos tranquilos, que parecen construidos para toda la eternidad.

»Junto a este motivo negativo hay otro positivo. El hombre intenta hacerse, en la forma más conveniente, una imagen simplificada e inteligible del mundo: intenta, por tanto, sustituir con este cosmos suyo el mundo de la experiencia para así superarlo. Esto es lo que hacen el pintor, el poeta, el filósofo especulativo y el científico, cada uno a su manera. Todos ellos hacen de este cosmos y de su construcción el eje de su vida emocional, para encontrar así la paz y la seguridad que no pueden hallar en el mundo demasiado estrecho de la turbulenta experiencia personal...

Einstein en su estudio de Mercer Street, hacia 1946. Fotografía de H Landshoff.

»La tarea suprema del físico es llegar a unas leyes universales y elementales a partir de las cuales se pueda construir el cosmos por pura deducción. No hay un sistema lógico para llegar a estas leyes; sólo la intuición, basada en una inteligencia comprensiva, nos permite acercarnos a ellas... El deseo de contemplar la armonía cósmica es la fuente de la perseverancia e inagotable paciencia con que Planck se ha consagrado... a los problemas más generales de nuestra ciencia... El estado mental que permite a un hombre realizar un trabajo de esta naturaleza es semejante al del creyente o al del amante; el esfuerzo cotidiano no procede de un programa o de una intención deliberada, brota directamente del corazón.»

En 1921 Einstein había escrito a un amigo: «El descubrimiento de gran envergadura es propio de los jóvenes... y, por tanto, en mi caso, algo ya pasado.» Sin embargo, entre 1917 y 1931 no estuvo ocioso. Ya sabemos el papel que desempeñó en la tumultuosa aparición de la mecánica cuántica y el aislamiento que se produjo como consecuencia de su batalla sobre la interpretación de ésta. En 1918, el famoso matemático alemán Hermann Weyl ―profesor por entonces en el Politécnico de Zurich― propuso una ampliación de la teoría general de la relatividad tan natural e ingeniosa, que hubiera merecido mejor suerte de la que tuvo. Como consecuencia de la curvatura del espacio-tiempo en la teoría de Einstein y de la consiguiente ausencia de líneas rectas, la dirección podía jugar malas pasadas. Para comprender la repercusión de la curvatura sobre la dirección, pensemos en la superficie curva y bidimensional de la Tierra. Imaginemos dos barcos muy alejados que salen del ecuador y navegan hacia el norte. Probablemente estaríamos de acuerdo en que eran paralelos al salir, y que, como ambos se dirigen hacia el norte, cada uno de ellos avanza directamente hacia adelante, sin desviarse ni a la derecha ni a la izquierda. Sin embargo, mientras los barcos se dirigen hacia el norte siguiendo los meridianos, cada vez se van acercando más. En ese caso, indudablemente negaríamos que permanecieran paralelos.

Sigamos con la analogía de los barcos. Weyl dijo que, como consecuencia del recorrido, podían cambiar no sólo las direcciones sino también las dimensiones, aunque no las formas, de los barcos, e introdujo esta especie de cambio de tamaño como una de las posibilidades del espacio― tiempo curvo, logrando con ello una alteración fundamental en su estructura geométrica. Nuestra primera impresión puede ser que si un matemático de talla desea jugar con estas ideas, tiene perfecto derecho a hacerlo. Pero Weyl estaba pensando en algo más. Demostró que con esta nueva estructura geométrica del espacio-tiempo podía ligar, sin deformar las cosas, la gravitación einsteiniana con la electrodinámica maxwelliana. Esto tiene gran interés para nosotros. Cuando Einstein trató la gravitación como una curvatura, no pudo atribuir al electromagnetismo una tarea geométrica igualmente fundamental. Pero Weyl, con sus cambios de longitudes, había hecho también del electromagnetismo un aspecto de la geometría: un colega geométrico de la curvatura gravitatoria. De esta manera había construido lo que llamamos una teoría del campo unificado.

Matemática y estéticamente, la teoría de Weyl tenía gran valor. Pero Einstein, que no podía renunciar a su condición de físico, vio en seguida que era inaceptable. Mientras otros contemplan admirados la obra de Weyl, Einstein señalaba con el dedo su principal fallo: suponía que las longitudes de los objetos dependían de su pasado. En el espacio-tiempo, las «longitudes» pueden hacer referencia a longitudes de tiempo o de espacio. Los átomos emiten una luz cuyas pulsaciones establecen longitudes de tiempo bien definidas, como lo demuestra la existencia de líneas espectrales muy claras. Si los átomos hubieran tenido pasados muy diferentes, establecerían, según la doctrina de Weyl, distintas longitudes de tiempo, dando lugar en masse a manchas espectrales y no a líneas espectrales. De donde se deduce que no podemos manejar las longitudes en la forma propuesta por Weyl. Esta era la argumentación oficial de Einstein frente a la teoría de Weyl. En ella se ve la mano de un físico genial, que capta por instinto dónde está la clave del problema. Pero deja algo oculto. He aquí un fragmento de una carta dirigida en 1918 a Weyl y en la que presenta una objeción más profunda: «¿Podríamos acusar a Dios de incoherencia si no hubiera aprovechado la oportunidad descubierta por usted de armonizar el mundo físico? Creo que no. Si hubiera hecho el mundo tal como indica su plan, yo le habría dicho en tono de reproche: “Dios mío, si no estaba al alcance de tu poder dar significado objetivo a la igualdad de tamaños de los cuerpos rígidos separados, ¿por qué, oh Incomprensible, no has desdeñado... [conservar sus formas]?”»

Veamos de nuevo al gran físico en acción.

Muy a su pesar. Weyl alejó su teoría del campo de la gravitación, y encontró para ella un refugio parcial en el campo del quantum, donde ofrecía relaciones satisfactorias con el electromagnetismo. En aquellas fechas sólo se conocían dos grandes «fuerzas» fundamentales: la gravitatoria y la electromagnética. Weyl había demostrado lo poco armónico que era tratar sólo a una de ellas como un aspecto de la geometría. Se iniciaba así la búsqueda de un nuevo tipo de geometría que permitiera englobar a ambas. Esa fue la ocupación de Einstein hasta el final de sus días. Si hablamos aquí de algunas de las teorías del campo unificado propuestas por él y por otros, lo hacemos en parte porque, en su variedad, revelan un esquema común. En cuanto a Weyl, fue nombrado catedrático en Gotinga, pero al llegar los nazis al poder, decidió marcharse a Estados Unidos, donde fue colega de Einstein en el Instituto de Estudios Superiores.

Eddington elaboró una teoría del campo unificado con rasgos semejantes, pero más general que la de Weyl. En un globo, cuando hacemos un recorrido por la ruta más corta, resulta que dicho recorrido corresponde también a la ruta más recta permitida por la curvatura de la superficie. Esta relación entre «más recta» y «más corta», que se mantenía en el espacio-tiempo curvo de Einstein, fue desmentida por Weyl; lo mismo hizo Eddington en la teoría que propuso en 1921.

Pero ese mismo año T. Kaluza expuso en Alemania una concepción muy diferente. Introduciendo una quinta dimensión algo atrofiada, conservaba intactas las ecuaciones gravitatorias de Einstein, aunque aplicadas a cinco dimensiones en vez de a cuatro. Y, ¡sorpresa!, vinculaban la gravitación y el electromagnetismo sin más complicaciones.

En 1923 Einstein amplió la obra de Eddington. Pero pronto se sintió incómodo con lo que había hecho, y en 1925 presentó una nueva teoría del campo unificado Esta vez se sentía muy optimista y en el párrafo introductorio escribió: «Tras una búsqueda incansable a lo largo de estos dos últimos años, creo haber encontrado la verdadera solución.» Su teoría se basaba en gran parte en la siguiente coincidencia aritmética: en una de las formas habituales de describir el electromagnetismo se utilizan seis cantidades de campo; el tensor métrico gμν tiene cierta simetría; si se prescinde de esta simetría, nos encontramos automáticamente con dieciséis, en vez de con diez cantidades de campo. Si se emplean diez de estas combinaciones para la gravitación, sobrarán seis, precisamente el número de cantidades de campo con que se representa el electromagnetismo. Es una idea de Einstein que conviene recordar, teniendo en cuenta su evolución posterior.

Pasamos ahora a 1928, año de la muerte de Lorentz, por quien Einstein sentía gran respeto. Hablando junto a su tumba. Einstein no sólo le calificó de «genio», sino que lo definió como «el hombre más grande y más noble de nuestra época, [que] configuró su vida como una exquisita obra de arte, sin descuidar el más mínimo detalle.» Años más tarde Einstein diría: «Todo lo que salía de este espíritu superior era lúcido y hermoso, como una buena obra de arte... Si los que éramos más jóvenes que él hubiéramos conocido a H. A. Lorentz únicamente como una mente privilegiada, nuestra admiración y respeto por él habrían sido singulares. Pero cuando pienso en H. A. Lorentz, siento una emoción mucho más profunda. Para mí, significó personalmente más que ninguna de las personas que he tenido ocasión de conocer a lo largo de mi vida.»

Einstein dijo esto en 1953, un cuarto de siglo después de la muerte de Lorentz, ocurrida en 1928.

En el mismo año 1928, como ya hemos visto. Einstein estuvo gravemente enfermo. Pero no interrumpió su trabajo. Esta era su medicina, su vida misma. A pesar de su entusiasmo inicial, había abandonado su teoría de 1925. Venía trabajando con la teoría de Kaluza y su enigmática quinta dimensión, que parecía no tener equivalente físico. Y ahora, en 1928, adoptó un nuevo enfoque de la teoría del campo unificado. Su nueva teoría, que recurría al «paralelismo a distancia», era en cierta forma lo contrario de la de Weyl. Recordemos que Weyl, ante la perturbación del paralelismo, había decidido modificar también las longitudes. Einstein, por el contrario, viendo que no se alteraban las longitudes, decidió introducir un paralelismo inalterado; la jugada consistía en hacerlo sin renunciar a la curvatura del espacio-tiempo. A comienzos de 1929 había resuelto los principales problemas que implicaba la elaboración de las ecuaciones de campo para su teoría del campo unificado. El día de la publicación oficial del tercero de una impresionante serie de nueve artículos técnicos sobre dicha teoría, comprensibles únicamente para los especialistas, aparecieron grandes titulares en los periódicos de todo el mundo. Un periódico de Nueva York conseguía una absurda primicia informativa publicando una traducción al inglés de tan complicado artículo, sin omitir sus numerosas fórmulas. En este ambiente exaltado y poco científico, la teoría de Einstein fue celebrada por la prensa como un inmenso progreso científico. Sin embargo, Einstein había afirmado en su artículo que todo era provisional; y pronto descubrió que tenía que renunciar a aquella teoría.

A finales de 1930, él y su colaborador Mayer habían enviado a la imprenta un texto con una teoría muy distinta, cuyo objetivo era conservar la esencia de las cinco dimensiones de Kaluza sin abandonar las cuatro dimensiones. Pero también tuvo que renunciar a este intento. Y cuando llegó al Instituto de Estudios Superiores en 1933, él y Mayer estaban todavía buscando nuevas estructuras geométricas que pudieran servirles en su búsqueda de la unificación.

Hemos indicado antes la existencia de una especie de esquema común por debajo de la variedad de teorías del campo unificado. ¿Qué es lo que estas teorías tenían en común? Más correcto sería preguntar qué les faltaba a todas ellas. En sus primeros intentos de elaborar la teoría de la relatividad general, Einstein se había dejado llevar, por ejemplo, por su principio de equivalencia, que relaciona la gravitación con la aceleración. ¿Dónde había otros principios orientadores semejantes que pudieran llevarle a la construcción de una única teoría del campo unificado? Nadie lo sabía. Ni siquiera Einstein. Por eso, más que búsqueda lo que se produjo fue una serie de tanteos en la oscuridad de una jungla matemática insuficientemente iluminada por la intuición física.

En los años pasados en Princeton Einstein pensó muchas veces que por fin había conseguido la unificación que buscaba, para luego descubrir, mediante nuevos cálculos, que sus ecuaciones tenían consecuencias inaceptables. A pesar de ello, siguió avanzando impertérrito. Ernst Straus, que trabajó con Einstein en el Instituto de Estudios Superiores, traza de él esta brillante imagen: «Cuando me nombraron su ayudante, él continuaba trabajando en una teoría que había comenzado a investigar hacía más de un año. Luego estuvimos trabajando los dos en el mismo proyecto durante otros nueve meses más. Una tarde descubrí una serie de soluciones que parecían demostrar que aquella teoría no podía tener ninguna significación física. Estuvimos dándoles vueltas y más vueltas hasta que vimos que la conclusión era inevitable. Aquella mañana salimos del trabajo media hora antes. Tengo que reconocer que me encontraba muy abatido. Me decía interiormente: si el peón está tan disgustado por el hundimiento del edificio, ¡cómo estará el arquitecto! Pero cuando llegué a trabajar a la mañana siguiente. Einstein estaba excitado e impaciente: “Esta noche he estado pensando y creo que el planteamiento adecuado es...” Era el comienzo de una teoría totalmente nueva, que luego iría a parar también a la papelera, tras medio año de trabajo y con tan pocas lamentaciones como las que había provocado su predecesora.»

Straus dice que «muchas veces, cuando [Einstein] encontraba algún aspecto satisfactorio, decía lleno de alegría: “Es tan sencillo que Dios no ha podido renunciar a ello”.»

Durante cierto tiempo estuvo de moda la búsqueda de una teoría del campo unificado. Fueron muchos los matemáticos, tanto famosos como desconocidos, que lo intentaron, produciendo un número inmenso de teorías geométricas opuestas. Cuando comenzó a remitir la moda, Einstein siguió buscando con el mismo interés de siempre. Pero no conseguía encontrar ninguna orientación física, ninguna intuición mágica, y por ello muchos físicos miraban su larga búsqueda con desprecio mal disimulado. Pero Einstein recordaba los diez años de trabajo incansable ―durante los cuales también tuvo que renunciar a muchas ideas que en principio le habían parecido prometedoras― que le habían permitido pasar de su teoría restringida a su teoría general de la relatividad. En su búsqueda de una teoría del campo unificado, sólo podía basarse en la incomparable experiencia de su vida y en su profunda convicción de que debía existir tal teoría ―o. como decían los antiguos hebreos, de que el Señor es uno―. Aquello fue más que suficiente para mantenerle en activo durante más de treinta años, a pesar de sus continuas decepciones. Es cierto que no había conseguido mantenerse a la altura de la evolución de la física y quizá no estuviera perfectamente informado de sus últimos progresos. Es cierto que comenzaba a flaquearle la inspiración. Es cierto que las ideas no fluían en su mente tan torrencialmente como cuando era más joven. Pero seguían fluyendo, y su búsqueda de una teoría del campo unificado fue una demostración de la indomable ferocidad y tenacidad con que persiguió sus ideas a lo largo de toda su vida.

En 1936 recibió un duro golpe. Tras larga y penosa enfermedad había muerto Marcel Grossmann, sin cuya fiel amistad quizá no hubiera florecido nunca el genio de Einstein. Se estaban rompiendo los lazos con el pasado. Además, hacía tiempo que había desaparecido el interés inicial por la teoría general de la relatividad. Entre los físicos era una teoría en retirada. Sin embargo. Einstein siguió trabajando. Y en 1937, con el físico polaco Leopold Infeld y el autor del presente libro como colaboradores, publicó un descubrimiento de gran importancia: una consecuencia de la teoría general de la relatividad, que resaltaba su extraordinaria belleza y revelaba un aspecto de la misma en el que superaba a las demás teorías. Con total independencia y basándose esencialmente en un método distinto, que recurría a nuevos supuestos sobre la materia, el físico ruso Vladimir Fock publicó en 1938 un descubrimiento que era prácticamente el mismo. En el caso de Einstein, las raíces del hallazgo estaban en el trabajo que había realizado diez años antes con J. Grommer, pero la idea había ido madurando en la mente de Einstein hasta convertirse en un concepto de increíble sutileza. Los nuevos cálculos eran tan amplios y complejos que sólo se pudieron publicar sus líneas generales. Los cálculos completos quedaron depositados en la biblioteca del Instituto de Estudios Superiores, a disposición de los especialistas que quisieran consultarlos. Sin embargo, lo esencial se puede resumir en una descripción sin complicaciones.

Las ecuaciones del campo de gravitación limitan la curvatura del espacio-tiempo. Son posibles algunos tipos de curvatura, otros no. Una comparación algo elemental sería la de una hoja de papel. Podemos doblarla de muchas maneras, pero no podemos hincharla. Pensemos ahora en un cuerpo astronómico que tenga gravitación. Si está solo, podría asociarse con una curvatura característica del espacio-tiempo, que podemos representar esquemáticamente como sigue:

Pero supongamos que tenemos varios cuerpos graves. Si cada uno de ellos mantuviera intacta su curvatura característica del espacio-tiempo, las curvaturas no coincidirán, como se aprecia en la figura siguiente:

Es evidente que tenemos que modificarlas si queremos que se fundan de manera armoniosa:

¿Cómo averiguamos la manera de conseguir este resultado? Consultamos las ecuaciones de campo. Pero éstas son más rígidas de lo que se piensa. Admiten una fusión armoniosa de las curvaturas únicamente en el caso de que las líneas universales de los cuerpos graves giren en torno a sí mismas en espiral y siguiendo ciertas reglas; o, en términos más cotidianos, si los cuerpos graves se mueven de formas muy determinadas.

¿Cuáles son estas formas? Quizá lo haya adivinado el lector. Son. En esencia, las formas permitidas por la teoría de la gravitación de Newton. No con toda exactitud, claro está. Hay algunas desviaciones. Y éstas reflejan la diferencia entre las teorías gravitatorias de Newton y las de Einstein.

El resultado es importante. Pero si nos conformamos con esto, habremos dejado escapar su significación más profunda. La teoría de Newton tenía dos partes distintas: una ley de la gravitación y las leyes del movimiento. Algo parecido ocurría con la de Maxwell: ecuaciones del campo electromagnético más las leyes del movimiento de Newton ―más una fórmula ajena que expresa, a modo de intermediario, lo que se conoce como fuerza de Lorentz―, También la teoría de Einstein parecía estar dividida hasta entonces: las ecuaciones del campo de gravitación y una regla de «atajo» para los movimientos planetarios, una regla provisional en la que los planetas son tratados como partículas sin ninguna curvatura propia del espacio-tiempo. Ahora podía comprobarse que la teoría de Einstein no tenía tal división. Las ecuaciones del campo de gravitación controlaban el movimiento, y lo hacían no sólo con pequeñas partículas sino con inmensos objetos graves dotados de curvaturas propias. Las ecuaciones de campo no necesitaban reglas suplementarias. Eran autosuficientes. La estructura de la teoría tenía así mayor economía de reglas, mayor sencillez, mayor homogeneidad, y mayor belleza artística de lo que Einstein había imaginado al construirla unos veinte años antes.

¿Qué ocurriría si se colocasen las ecuaciones del campo de Maxwell en el marco de la relatividad general? La magia einsteiniana del movimiento actuaba aquí todavía más poderosamente que antes. De las ecuaciones de campo autosuficientes surgía, junto con el movimiento, la fuerza de Lorentz, que dejaba de ser una intrusa.

Mientras se realizaban estos cálculos tan complicados, se produjeron sorpresas desagradables. Las cosas no salían tal como se había previsto. La situación parecía a veces tan desesperada que los colaboradores de Einstein llegaban a desanimarse. Pero él jamás se dejó dominar por el desaliento, y parecía que nunca le fallaban los recursos de la inventiva. Venía trabajando en este problema desde hacía por lo menos diez años, y para él una contrariedad no era nunca una derrota. A sus colaboradores, con menos experiencia y más proclives al desánimo, les decía, riendo, que si el mundo había esperado tanto tiempo a que madurara la idea, unos meses más o menos no iban a cambiar demasiado las cosas; y que si, al final de todo, resultaba que la idea no era válida, tampoco sería ninguna tragedia, con tal de que se hubiera hecho todo lo posible.

En correspondencia con las tres dimensiones del espacio, hacen falta tres ecuaciones para el movimiento de una partícula. Pero las ecuaciones cuatridimensionales del campo de gravitación, que son autosuficientes, darían probablemente cuatro ecuaciones por partícula. Para los colaboradores de Einstein esto era una grave amenaza de cara al éxito del proyecto. Pero no para Einstein. Vio en ello una posibilidad extraordinaria: la ecuación suplementaria, al estilo de la teoría de Bohr, de 1913, sólo permitía unas órbitas determinadas. Tendría gracia que, después de la batalla con Bohr, la teoría cuántica que éste había formulado en sus comienzos y ciertos efectos cuánticos análogos estuvieran contenidos en la teoría de la relatividad general de Einstein. Por desgracia no fue así. La cuarta ecuación imponía restricciones. Pero esta esperanza no realizada manifiesta la persistencia y la amplitud multiforme del frente en que Einstein combatía por la unidad física.

Hubo momentos en que se sintió completamente desorientado. En tales casos, cuando, en medio de una acalorada discusión, parecía imposible salir del punto muerto. Einstein decía tranquilamente en su inglés pintoresco: «I will a little tink» (es decir. I will think a little: «pensaré en ello un poco»), pues no sabía pronunciar la th. Luego, en medio del silencio que se hacía de repente, caminaba lentamente de un lado a otro de la habitación o dando vueltas, sin dejar en ningún momento de jugar con un rizo de la cabeza. Su rostro adquiría una expresión somnolienta, lejana y pensativa. No se adivinaba ninguna señal de nerviosismo, ninguna huella de su intensa concentración ni de la apasionada discusión producida poco antes. Sólo reflejaba una tranquila comunión interior: era Einstein trabajando en su punto culminante. Pasaban varios minutos. Y luego, de repente, aterrizaba de nuevo, con una sonrisa en la boca y una respuesta al problema, pero sin mencionar para nada el razonamiento ―si es que lo había habido― que le había llevado a aquella solución.

El 20 de diciembre de 1936, tres años después de que Einstein hubiera cambiado Europa por Princeton, murió Elsa, su mujer. Abrumado por el dolor, Einstein decidió continuar con su trabajo, diciendo que lo necesitaba entonces más que nunca. Sus esfuerzos por concentrarse le sirvieron de muy poco al principio. Pero había conocido el dolor y sabía que el trabajo podía ser un antídoto valiosísimo. Mucho antes de que comenzara la II Guerra Mundial, Einstein, lo mismo que Bohr y otros científicos, había hecho todo lo posible por ayudar a quienes querían huir de la Alemania nazi.

Elsa Einstein había colaborado también en estas actividades. A este respecto es interesante el caso de Boris Schwarz, el violinista de quien ya hemos tenido ocasión de hablar. El funcionamiento de una burocracia es demasiado complejo para explicarlo adecuadamente en el marco de un libro consagrado a Einstein. El caso es que Boris Schwarz y sus padres, nacidos en Rusia, habían adquirido la nacionalidad alemana. Sin embargo, los nazis les retiraron su nueva nacionalidad ―después de todo, eran judíos―, En virtud de esta decisión, los Schwarz pasaron a ser apátridas y, como tales, eran más o menos igual de vulnerables que los demás judíos. En Alemania, se les había prohibido dar conciertos, excepto ante sus correligionarios. Pero les entregaron pasaportes de apátridas, que les daban la posibilidad de marcharse al extranjero, siempre que pudieran conseguir un visado. Ahora bien, para conseguir uno de esos visados, debían estar en posesión de un permiso que les autorizara a regresar a Alemania. Aunque les habían retirado la nacionalidad alemana, los nazis no negaron a los Schwarz tales permisos, ofreciéndoles así la posibilidad de ganarse la vida dando conciertos de violín en el extranjero.

Pero cada vez se veía más claro que estaban gravemente amenazados. Peligraban sus bienes y hasta sus vidas. Desesperados, entraron en contacto con el pastor de la Iglesia americana de Berlín, que escribió a los Einstein. Los Schwarz recibieron entonces de América una carta muy cariñosa, fechada el 25 de agosto de 1935 y firmada por Elsa Albert, seudónimo que no tuvieron ninguna dificultad en reconocer El peligroso nombre de Einstein no aparecía por ninguna parte. Siguieron llegando cartas, a pesar de que Elsa Einstein estaba gravemente enferma.

Durante este tiempo. Einstein utilizó su influencia y, a comienzos de 1936. Boris Schwarz recibió una comunicación inesperada de la embajada de Estados Unidos en Berlín: le esperaba un visado de entrada en Estados Unidos. La demanda de visados era muy grande y la oferta muy escasa. Einstein, para conseguir este resultado, había tenido que hacer algo más que utilizar su influencia. Se había visto obligado a firmar una declaración jurada garantizando que si Boris Schwarz iba a Estados Unidos, no se convertiría en una carga pública. Como en varias otras ocasiones, Einstein ofreció como garantía sus recursos personales. Pero, en el caso de una persona que no fuera familiar, no bastaba con una sola declaración jurada. Einstein consiguió que un importante banquero americano firmara también la garantía en favor de Schwarz. Ni con tantas garantías resultaron fáciles las cosas. Cuando Schwarz fue a la embajada de Estados Unidos le dijeron que demostrara que de verdad conocía a Einstein. En la embajada no sabían si él ―o Einstein, tanto da― estaban diciendo la verdad cuando afirmaban que se conocían. Eran años muy difíciles y las normas de entrada en Estados Unidos eran rigurosísimas. Los funcionarios de la embajada no podían permitirse correr riesgos. En cambio, a Einstein el riesgo le importaba muy poco. Por fortuna, existían pruebas incontrovertibles. Schwarz demostró las fotografías en que aparecían él, su padre y Einstein tocando juntos. Finalmente, le concedieron el visado y Schwarz logró entrar en Estados Unidos, donde Einstein había hablado ya con el director Eugene Ormandy, entre otros, para intentar ofrecerle un puesto. Ormandy se sintió muy honrado por la petición de Einstein, le prometió hacer todo lo que pudiera y se atrevió a pedir también algo: una foto de Einstein.

Una vez que Boris Schwarz llegó a Estados Unidos, sus padres pudieron seguirle en seguida, y de esta manera se reunió felizmente el trío de Berlín. Mientras tocaban juntos en Princeton. Einstein se sentiría doblemente feliz pensando que les había salvado de una muerte casi segura en las cámaras de gas nazis.

Los Schwarz tuvieron mucha suerte. Su caso no representa lo que podríamos considerar como destino normal de los judíos sometidos a los nazis. Nos hemos detenido en él con cierto detalle para poner un ejemplo de los infatigables esfuerzos de Einstein para ayudar a sus amigos, a antiguos colegas e incluso a desconocidos, a huir de la persecución nazi. De hecho, fueron tantas las declaraciones juradas que escribió que durante cierto tiempo sufrieron una especie de inflación que redujo considerablemente su valor. Sin embargo, de una u otra forma, muchos hombres debieron sus vidas a la intervención de Einstein.

El caso de Infeld no entra dentro de esta misma categoría, pero tiene cierta relación. Infeld, a pesar de su talento como físico, a pesar de su trabajo conjunto sobre las ecuaciones del movimiento, y a pesar de los esfuerzos del propio Einstein, no consiguió encontrar un puesto de trabajo en América. Para ayudarle. Einstein colaboró con él en un libro, The Evolution of Physics, que se publicó en 1938. Describía al profano el majestuoso desarrollo de la ciencia física desde el punto de vista del hombre que había revolucionado el pensamiento científico, manteniendo al mismo tiempo una continuidad sorprendente con las grandes corrientes del pasado. El libro tuvo gran éxito, y Einstein dijo a Infeld: «Ya te has salvado.» Es indudable que el libro contribuyó en buena parte a que Infeld consiguiera empleo en Canadá.

Ya hemos mencionado la carta del 2 de agosto de 1939 en la que Einstein informaba a Roosevelt sobre la posibilidad de conseguir una bomba de uranio. Una semana más tarde, el 9 de agosto. Einstein escribe preocupado a Schrödinger. No le habla de la bomba, sino de otro problema inquietante, la interpretación de la mecánica cuántica. Tras felicitar a Schrödinger por su argumento sobre el gato sumido en una especie de limbo cuántico, ni del todo vivo ni del todo muerto, Einstein habla de «el místico ―se refiere a Bohr― que rechaza, por poco científica, la investigación de algo que existe independientemente de si es o no observado; es decir, el problema de si el gato está o no vivo en un instante concreto, antes de realizar la observación». En esta carta Einstein repite dos veces que está «más convencido que nunca» de que la mecánica cuántica constituye una descripción incompleta de la realidad. Poco antes de terminar hace la siguiente afirmación, que parece referirse no sólo a los problemas del quantum sino también a sus esperanzas de resolverlos mediante una teoría del campo unificado: «Te escribo ―dice Einstein, y recordemos que se dirige a uno de sus más firmes seguidores― no porque tenga esperanzas de convencerte, sino con la única intención de exponerte mi punto de vista, que me ha condenado a una profunda soledad.»

Tres días más tarde. Einstein escribió a la reina madre de Bélgica. Tampoco le hablaba del uranio, sino de su añoranza de Europa, del placer que sentía en su barco de vela o con la música de cámara, y de las ventajas de la soledad.

En 1935 la familia Einstein había pasado una breve temporada en las Bermudas, como condición para volver a Estados Unidos con visados permanentes. El 22 de junio de 1940, tras la inevitable espera de cinco años. Einstein, su hija Margot y su secretaria pasaron el examen previo a la obtención de la ciudadanía americana. El 1 de octubre prestaron juramento, siendo a partir de entonces ciudadanos de Estados Unidos. La batalla de Inglaterra estaba en su momento álgido y la supervivencia de la civilización corría grave peligro. La situación mundial no era muy halagüeña. Unos meses antes. Francia se había rendido a los nazis ―precisamente el día del mencionado examen―. Un año después, y en la misma fecha del 22 de junio, los nazis invadían Rusia, y parecía que el nazismo estaba a punto de conseguir la victoria. Pero, como es bien sabido, los acontecimientos cambiaron pronto de signo. Quizá sea éste el momento adecuado para recordar una teoría, errónea y poco conocida, formulada por Einstein tres años más tarde.

Einstein con su hija Margot y su secretaria. Helen Dukas, mayo de 1947. Fotografía de Philippe Halsman

Por entonces tocaba a su fin la guerra en Europa. El 6 de junio de 1944, mientras los rusos atacaban en el este, norteamericanos, ingleses y canadienses atravesaban el canal de la Mancha en una gigantesca operación anfibia, que permitía crear una cabeza de playa en Normandía y echaba por tierra el sueño de Hitler de conquistar el mundo. En noviembre, los ejércitos alemanes atravesaban graves dificultades y se retiraban rápidamente en ambos frentes. El 16 de diciembre de 1944, los alemanes lanzaron en el oeste un contraataque por sorpresa, que estuvo a punto de romper las líneas aliadas en las Ardenas. Al tener conocimiento del ataque. Einstein se alarmó muy seriamente. Su razonamiento era el siguiente: todos los datos parecían indicar que los nazis habían perdido definitivamente la guerra. ¿Qué sentido podía tener que estuvieran dispuestos a perder más vidas lanzando un contraataque que no iba a servirles de nada? Alguna razón debían de tener. Einstein concluía que los alemanes habían obtenido lo que él denominaba «la bomba radiactiva» y no les importaba perder algunos hombres más con tal de ganar el tiempo necesario para poder utilizarla. La verdad era que los alemanes no tenían tal bomba y que el ataque había sido ordenado personalmente por Hitler, que quería jugar una última baza desesperada.

Al comprobar el fracaso del contraataque nazi y ver que no utilizaban explosivos nucleares, Einstein pudo llegar a la conclusión de que los nazis no habían conseguido producir una bomba atómica que se pudiera utilizar en la práctica. Pero seguía en pie el peligro de una bomba americana, y cuando se produjo la tragedia de Hiroshima vio confirmados sus temores. La amenaza de la bomba, estuviera en manos de poderes dictatoriales o democráticos, era una pesada carga para su conciencia. No por haber escrito en tono apremiante a Roosevelt, cuando, en 1939, temía que los nazis consiguieran antes la bomba y de esa manera llegaran a controlar el mundo, ni por haber propuesto, con toda inocencia, la fórmula E = mc2 en 1907, sino porque, al ser un hombre con gran influencia ante la opinión pública, se sentía moralmente obligado a utilizar a fondo todo su prestigio para intentar salvar a la humanidad de una amenaza que, a pesar de lo ocurrido en Hiroshima y Nagasaki, no llegaba a comprender.

Siempre que podía, y las ocasiones eran muchas dado el interés que provocaba su persona, ponía en guardia ante el peligro que acechaba y defendía con entusiasmo la causa de un gobierno mundial. En 1946, varios científicos de primera línea se unieron para formar un Comité de Emergencia de Científicos Atómicos, y pidieron a Einstein ―a un Einstein cuyas opiniones sobre mecánica cuántica rechazaban y cuya búsqueda de una teoría del campo unificado era recibida entre ellos con indiferencia o burla, pero un Einstein que era el más famoso de todos ellos― que aceptara la presidencia; aceptó sin vacilaciones. Querían ganarse la atención del público y de los políticos más influyentes. Necesitaban también fondos para realizar la enorme tarea educativa de convencer a la población de algunas verdades elementales, por ejemplo de que América no tenía el monopolio inviolable del «secreto» de la fabricación de la bomba, de que era imposible evitar que otras naciones lo descubrieran por su cuenta, y de que había quedado desfasada la estructura política del mundo. El nombre de Einstein era una garantía incomparable para obtener fondos y para conseguir el interés de la opinión pública.

Se entregó sin reservas a numerosas actividades, e insistió con fuerza en la creación de una fuerza militar supranacional que permitiera conservar la paz entre las naciones. Para muchos, esta idea era una empresa desesperada. Se había propuesto en momentos de menor peligro, sin ningún resultado. ¿Qué posibilidades había de que fuera aceptada en aquel momento, a pesar de la amenaza de extinción que pesaba sobre la humanidad? Sin embargo, para Einstein la única esperanza de la especie humana estaba en la instauración de esta autoridad mundial.

Al margen de sus apasionados esfuerzos por hacer ver el peligro que significaba la desunión del mundo, había fantasmas que se negaban a desaparecer. Einstein, que había predicado ardientemente la reconciliación después de la I Guerra Mundial, que había criticado a los que, en uno u otro bando, se aferraban a sus viejos rencores, este mismo Einstein ―un Einstein distinto― nunca perdonó a la Alemania nazi sus atrocidades contra los judíos. Va en 1933, en el momento de renunciar a su puesto en la Academia de Prusia, que había formulado falsas acusaciones contra él, escribió a Planck: «... En todos estos años he defendido siempre el prestigio de Alemania y nunca me he dejado llevar por la indignación ante los sistemáticos ataques a que me ha sometido la prensa, sobre todo en estos últimos años en que nadie ha salido en mi defensa. Sin embargo, ahora [recordemos que la carta es de 1933] la guerra de aniquilación contra mis hermanos judíos me obliga a recurrir a toda la influencia que pueda tener ante la opinión pública mundial.»

Y cuando, en 1946, tras la derrota de la Alemania nazi, fue invitado a ingresar de nuevo en la Academia de Baviera, rechazó la propuesta, diciendo: «Los alemanes han exterminado a mis hermanos judíos; no quiero saber nada de los alemanes...» En 1949, cuando le solicitaron que reanudara sus relaciones oficiales con el Instituto Kaiser Wilhelm, rebautizado con el nombre de Instituto Planck, justificó su negativa con estas palabras: «El crimen de Alemania es el más abominable de cuantos recuerda la historia de las naciones “civilizadas”. La conducta de los intelectuales alemanes ―en conjunto― no ha sido mejor que la del populacho. Incluso ahora, no se ve ninguna señal de que lamenten o deseen reparar, en la medida de lo posible, sus enormes crímenes. En estas circunstancias, siento una aversión incontenible a participar en algo relacionado con la vida pública de Alemania...»

En 1951, tras rechazar con firmeza muchas otras invitaciones, se negó incluso a ingresar en la forma pacífica de una organización prusiana. Justificaba su rechazo diciendo: «Tras el genocidio del pueblo judío protagonizado por los alemanes, es evidente que todo judío que se respete tiene que rechazar cualquier vinculación con una institución alemana...» Y se mantuvo en esta postura hasta el final de sus días.

Sin embargo, a pesar de sentirse atormentado por el pasado ―y por el futuro atómico― seguía disfrutando de la vida y gozando de la paz interior que necesitaba para seguir intentando crear una teoría del campo unificado. Ya hemos descrito algunos de sus intentos. Dejando de lado otros realizados con posterioridad, nos detendremos en una teoría que expuso en un artículo publicado en 1945. Dicha teoría recibió diversos retoques y ocupó su atención el resto de su vida. Tenía mucha relación con la de 1925, la que hablaba de un grupo asimétrico que contenía dieciséis cantidades, diez de cuyas combinaciones servían para la gravitación y seis para el electromagnetismo. Para Einstein había algo de profético en sus palabras de 1925: «Creo que ahora he dado con la solución verdadera.»

No es posible explicar esta teoría final en términos asequibles. No podemos echar mano de imágenes. Tiene un profundo contenido matemático. A lo largo de los años, solo o con sus ayudantes, Einstein fue venciendo una dificultad tras otra, para encontrar siempre otras nuevas. Varios investigadores, Infeld entre ellos, demostraron que las ecuaciones del campo conducían a leyes del movimiento claramente inexactas: las partículas cargadas de electricidad se moverían como si no tuvieran carga alguna. A pesar de esto, Einstein no perdió la fe en su teoría. Las ecuaciones del campo no habían adquirido necesariamente su forma definitiva. Además, desde hacía tiempo Einstein venía buscando una unidad más profunda: una unidad del campo y de la materia. Hasta entonces, ambas entidades habían pertenecido a especies radicalmente diferentes. En la teoría general de la relatividad, las ecuaciones del campo puro se veían adulteradas en los lugares ocupados por la materia. Como señaló Einstein, no parecía posible conservar la teoría general de la relatividad sin el concepto del campo. Y argumentaba que si se creía de verdad en la idea básica de una teoría del campo, la materia no debería figurar como un intruso sino como aliada leal del campo mismo. Podría decirse que quería sacar la materia nada menos que de las circunvoluciones del espacio-tiempo. En su nueva teoría buscaba ecuaciones de campo puras que siguieran siendo puras incluso en los lugares donde hay materia, y esperaba que ésta se manifestara entonces como una especie de protuberancia del campo. Esperaba también que, insistiendo en las soluciones de las ecuaciones de campo puras ―el término técnico es soluciones exentas de singularidades―, aparecerían restricciones automáticas, que corresponderían a la existencia de átomos y quanta. Para la mayoría de los físicos sólo había una remota posibilidad, en el mejor de los casos, incluso en principio. En la práctica, las dificultades matemáticas eran abrumadoras. Supongamos que Einstein hubiera logrado encontrar ecuaciones de campo adecuadas. ¿Qué haría para encontrar las deseadas soluciones exentas de singularidades? Sabía que no había ningún método práctico reconocido. Sin embargo, seguía luchando, afirmando desesperadamente: «Necesito más matemáticas.»

En 1948 murió en Zurich su primera mujer, Mileva, rompiendo así otro vínculo con el pasado. La salud del propio Einstein se había deteriorado gravemente, y a finales de año tuvo que someterse a una operación abdominal. En palabras de un íntimo colaborador, «sólo fue una intervención exploratoria ―con gran alivio por nuestra parte― y “sólo” se descubrió una hipertrofia de la aorta abdominal».

Maja Winteler-Einstein, hacia 1940. Fotografía de Lotte Neustein.

Aunque pasó un período de convalecencia en Florida. Einstein seguía sin reponerse del todo. Sin embargo, en cuanto pudo, regresó a Princeton, en parte para estar con su hermana Maja. Esta había ido a visitarle en 1939, pero al estallar la guerra decidió quedarse. En mayo de 1946, Maja había sufrido un ataque que le provocó una parálisis progresiva. A pesar de su delicado estado de salud, vivió hasta junio de 1951. Poco después de la muerte de su hermana, Einstein escribía a uno de sus primos: «Durante estos años dedicaba todas las tardes un rato a leerle las mejores obras literarias, clásicas y actuales. A pesar de su enfermedad progresiva y de que al final casi no podía hablar, su inteligencia no sufrió merma. Ahora la echo de menos más de lo que nadie puede imaginar. Me queda el consuelo de que se han acabado sus sufrimientos...»

Las lecturas a su hermana moribunda eran un triste eco de los alegres tiempos de la Academia Olympia, donde se leían también las grandes obras. En 1953, en una visita a París, Habicht pudo ver a Solovine. Era el 12 de marzo, dos días antes de que Einstein cumpliera setenta y cuatro años. Emocionados por sus recuerdos de los maravillosos días pasados en Berna medio siglo antes, los dos ancianos enviaron a Einstein una postal de Notre-Dame con la siguiente dirección en francés: «Al Presidente de la Academia Olympia, Albert Einstein. Princeton, Nueva Jersey, U.S.A.» Naturalmente, llegó a su destino. En el poco espacio disponible lograron enviar estos dos nostálgicos mensajes, en alemán:

«Al Muy Honorable, Eminente e Incomparable Presidente de nuestra Academia:

»En su ausencia, a pesar de disponer de un lugar reservado, se ha celebrado en el día de hoy una sesión solemne y triste de nuestra mundialmente famosa Academia. El sillón reservado, que procuramos mantener siempre caliente, espera, sí, espera y espera su venida. Habicht.

»Yo también, antiguo miembro de la gloriosa Academia, tengo que hacer grandes esfuerzos para contener las lágrimas cuando veo vacío el asiento que usted debería haber ocupado. Sólo me cabe enviarle mi más humilde, respetuoso y sincero saludo. M. Solovine.»

A pesar de sus problemas de salud. Einstein no había perdido su espíritu travieso. Con una solemnidad jocosa que no podía disimular su propia nostalgia, respondió el 3 de abril de 1953:

¡A la inmortal Academia Olympia!

En tu breve pero activa existencia, querida Academia,

te has deleitado, con infantil alegría, en todo lo que

era limpio e inteligente. Tus miembros te crearon

para mofarse de otras Academias respetables.

Tras largos años de cuidadosa observación he llegado a comprender lo justificado de su burla.

Tus tres miembros hemos demostrado, al menos, nuestra

longevidad. Aunque estemos algo decrépitos, seguimos

contando, en nuestro solitario peregrinar, con el rayo de tu

radiante y vivificante esplendor. A diferencia de nosotros,

no has envejecido ni te has convertido en una inmensa lechuga.

¡A ti nuestra fidelidad y devoción hasta tu último

y erudito suspiro!

A.E., ahora sólo miembro correspondiente.

Los años no pasaban en balde. Ya el 6 de enero de 1951 Einstein había escrito a la reina madre de Bélgica: «Aunque es algo que me gustaría mucho, es probable que no tenga ya oportunidad de volver a Bruselas. Con la extraña popularidad que he adquirido, es probable que todo lo que haga se convierta en una comedia ridícula. Esto quiere decir que tengo que quedarme cerca de la casa y no salir casi de Princeton. Ya no sigo con el violín. Al pasar los años, cada vez me resultaba más insoportable escuchar mis propias interpretaciones. Espero que a usted no le haya ocurrido algo parecido. Lo que no he abandonado es mi incansable trabajo con complicados problemas científicos. La magia fascinante de este trabajo me acompañará hasta mi último suspiro.»

El 6 de junio de 1952, año y medio más tarde, escribió a su primo: «Mi trabajo no significa ya gran cosa. Ya no obtengo demasiados resultados y tengo que conformarme con representar el papel de Estadista Anciano y de Santo Judío, sobre todo esto último.» Y menos de medio año después, a la muerte de Chaim Weizmann, Einstein recibió la petición de sucederle en el cargo de presidente del Estado de Israel. Einstein se sintió profundamente conmovido, pero declinó la oferta amablemente, diciendo que carecía de la preparación y experiencia necesarias, y añadió: «Lo siento todavía más... porque, desde que tomé conciencia de nuestra precaria situación entre las naciones del mundo, mi relación con el pueblo judío ha pasado a ser mi vínculo humano más fuerte.»

En 1954 escribiría a la reina madre de Bélgica: «Me he convertido en un enfant terrible en mi nueva patria. La culpa la tiene mi incapacidad de guardar silencio y de tragarme todo lo que pasa aquí.»

Se estaba refiriendo, en parte, a la campaña del senador Joseph McCarthy, que durante cierto tiempo se dedicó a calificar a ciertas personas de subversivas, a truncar carreras y, con sus amenazas demagógicas ante el «peligro comunista», a reducir a la inactividad a valerosos dirigentes políticos. En esta atmósfera febril, Einstein habló valientemente contra la amenaza a la libertad intelectual. Algunos americanos le atacaron amargamente por su afición a apoyar las causas poco populares. Cuando Infeld, que no había participado en la creación de la bomba, aceptó una cátedra importante en su Polonia natal, la prensa puso el grito en el cielo, diciendo que Infeld podría pasar los secretos atómicos a los comunistas; y algunas mentes retorcidas utilizaron también esto en contra de Einstein.

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