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I. EL HOMBRE Y EL NINO

Este libro cuenta la historia de un hombre profundamente sencillo.

La esencia de la profundidad de Einstein estuvo en su sencillez; y la esencia de su ciencia radicó en su arte, en su magnífico sentido de la belleza. «Parecía una paradoja, pero el tiempo lo ha confirmado», como decía Hamlet en un contexto diferente.

Así pues, nos espera una paradoja que deberemos resolver. Pero todavía hay más. Al avanzar el relato, descubriremos que las palabras de Hamlet, tan alejadas de su contexto, adquieren un nuevo e inesperado valor. Efectivamente, Einstein dijo cosas sorprendentes sobre el tiempo.

Es conocido, sobre todo, por su teoría de la relatividad, que le dio fama mundial, Pero la fama fue acompañada de una especie de idolatría que para Einstein resultaba incomprensible. Con gran sorpresa por su parte, se convirtió en una leyenda viva, en un verdadero héroe popular, considerado como un oráculo, invitado por reyes, estadistas y otros personajes célebres, y tratado por el público y la prensa como si fuera una estrella de cine más que un científico. Cuando, en los días gloriosos de Hollywood. Chaplin llevó a Einstein al estreno de su película Luces de la ciudad, la muchedumbre se amontonó junto a su coche, para ver tanto a Einstein como a Chaplin. Volviéndose desconcertado hacia su anfitrión. Einstein le preguntó: «¿Qué significa esto?», a lo que el experimentado Chaplin respondió amargamente: «Nada.»

Aunque la fama le ocasionó sus inevitables problemas, no consiguió afectarle; Einstein no conocía la vanidad. No demostró ninguna señal de ostentación ni de presunción exagerada. Los periodistas le importunaban con cosas triviales y sin importancia. Los pintores, escultores y fotógrafos, famosos o desconocidos, se le acercaban en masa para retratarle. Pero, a pesar de todo ello, conservó su sencillez y su sentido del humor. En una ocasión viajaba en tren y uno de los pasajeros, que no le había reconocido, le preguntó cuál era su profesión. Einstein respondió tristemente: «Modelo.» Perseguido por los cazadores de autógrafos, comentaba con sus amigos que la caza de autógrafos era el último vestigio del canibalismo: los hombres comían antes a otros hombres, pero ahora se conformaban con algo simbólico. Tras ser agasajado en un acto social, confesó apenado: «Cuando era joven, lo único que quería y esperaba de la vida era poder sentarme tranquilamente en un rincón a trabajar, sin que nadie se fijara en mí. Y ved lo que me pasa ahora.»

Mucho antes de que el público hubiera oído su nombre, los físicos habían reconocido ya la importancia de Einstein. Su teoría de la relatividad consta de dos partes principales: la teoría restringida y la general. Sólo después de la 1 Guerra Mundial, cuando las observaciones de un eclipse permitieron confirmar una predicción de la teoría general de la relatividad, comenzó a llegar al público la noticia de que en el mundo de la ciencia había ocurrido algo muy importante.

Einstein vivió en una época en que la física atravesaba una crisis sin precedentes. La relatividad no fue la única innovación científica revolucionaria de comienzos del siglo XX. La revolución del quantum, que forma también parte de nuestro relato, se produjo más o menos simultáneamente y era todavía más radical que la relatividad. Sin embargo, no causó tanta impresión en el público y no dio origen a un héroe popular, como ocurrió con la última.

Surgió el mito de que en todo el mundo sólo había media docena de científicos capaces de entender la teoría general de la relatividad. Cuando Einstein propuso su teoría por primera vez, quizá no habría demasiada exageración en esta creencia. Pero ni siquiera después de que docenas de autores escribieran artículos y libros explicando dicha teoría, desapareció este mito. Ha permanecido durante mucho tiempo y todavía quedan algunos vestigios del mismo, a pesar de que, según un cálculo reciente, los artículos de cierta importancia sobre la teoría general de la relatividad publicados cada año suman entre setecientos y mil.

El mito y las observaciones de los eclipses rodearon la teoría de un aura de misterio y de serenidad cósmica que debió calar hondo en la imaginación de un mundo cansado de luchar y deseoso de olvidar la vergüenza y los horrores de la I Guerra Mundial. Sin embargo, incluso cuando se la examina desapasionadamente, la teoría de la relatividad sigue siendo un logro increíble. En una carta escrita al cumplir cincuenta y un años. Einstein señalaba que veía en esta teoría la verdadera obra de su vida y que sus otros conceptos eran para él Gelegenheitsarbeit: trabajos realizados según se iba presentando la ocasión.

Pero los Gelegenheitsarbeit de un Einstein no son insignificancias. Max Born, que obtuvo el premio Nobel de física, lo expresó muy claramente cuando dijo que Einstein «sería uno de los mayores físicos teóricos de todas las épocas, aun cuando no hubiera escrito una sola línea sobre la relatividad». Es más, del texto oficial donde se justifica la concesión del premio Nobel al propio Einstein parece deducirse que se le concedió sobre todo por algunos de sus Gelegenheitsarbeit. Todo lo cual no se contradice, en absoluto, con la preeminencia de su teoría de la relatividad.

Carl Seelig, uno de los principales biógrafos de Einstein, le escribió una vez preguntándole si había heredado el talento científico de su padre y las dotes musicales de su madre. Einstein contestó con total sinceridad: «No tengo ningún talento especial, sólo soy un hombre apasionadamente curioso. Y esto no es cuestión de herencia.» Einstein no hablaba así por falsa modestia, sino por precaución. Estaba respondiendo lo mejor que podía a una pregunta mal formulada. Si suponemos que la pregunta hacía referencia al arte científico de Einstein, vemos en ella algo que Seelig no debió pensar. Implícitamente, la pregunta ponía la música de Einstein a la misma altura que su ciencia. Es cierto que a Einstein le entusiasmaba la música y que tocaba el violín mejor que muchos aficionados. Pero, ¿se le podía comparar en cuanto a la música con su compositor favorito, Mozart, de la misma manera que en el terreno científico era equiparable a Newton, por quien sentía veneración?

Durante una época. Einstein solía enviar esta tarjeta impresa a quienes le escribían pidiéndole un autógrafo. Su texto empieza así: «He decidido no conceder autógrafos más que a las personas que estén dispuestas a hacer una pequeña aportación benéfica.» Y concluye: «Se recomienda no poner remite en el giro para evitar nuevas peticiones.»

En lo científico, Einstein no tuvo nada de aficionado. Su talento era el de un verdadero profesional. Para el profano, las dotes de un profesional destacado en cualquier campo, desde la teología a la falsificación de billetes, son algo impresionante. Pero el talento no es algo excepcional, y en un plano profesional, el talento científico y la habilidad técnica de Einstein no eran espectaculares, sino que se vio superado por muchos profesionales que compitieron con él. En este sentido. Einstein no tuvo un talento científico especial. Lo que sí tenía de especial era el toque mágico sin el que la más apasionada de las curiosidades suele resultar totalmente ineficaz: poseía la auténtica magia que trasciende la lógica y distingue al genio de la masa de hombres de menos talla, aun cuando en realidad posean mayor talento.

Lo iremos viendo por nosotros mismos al avanzar en la narración. Einstein lo admitió implícitamente en su autobiografía, aunque con palabras más modestas. Después de todo, no podía decir tan tranquilamente: «Soy un genio.» Al explicar por qué se dedicó a la física en vez de a las matemáticas, decía lo siguiente: «El hecho de que descuidara en cierta manera las matemáticas tenía como explicación no sólo mi mayor interés por la ciencia que por las matemáticas, sino también esta curiosa experiencia. Yo veía que las matemáticas estaban divididas en numerosas especialidades, cada una de la cuales podía absorber los pocos años de una vida humana. Por consiguiente, me veía en la posición del asno de Buridán, incapaz de decidirse por uno de los distintos manojos de heno. Esto se debía al hecho de que mi intuición no era demasiado fuerte en el campo de las matemáticas... Sin embargo, en física aprendí en seguida a seguir la pista a lo que podía llevarme hasta los principios básicos y a dejar de lado todo lo demás, el cúmulo de cosas que invaden la mente y la alejan de lo esencial.»

Hermann y Pauline, padres de Einstein.

Esta poderosa intuición no se puede explicar racionalmente. No es algo que se pueda enseñar o reducir a una regla; de lo contrario, todos podríamos ser genios. Aflora espontáneamente desde el interior. Albert Einstein escribió su autobiografía a los sesenta y siete años de edad, y en ella recordaba un hecho decisivo ocurrido más de sesenta años antes. Era un relato que le gustaba contar. Al parecer, cuando tenía cuatro o cinco años tuvo una enfermedad que le obligó a guardar cama. Su padre le llevó una brújula magnética para que jugara. Muchos niños se han divertido con este juguete. Pero el efecto que produjo al pequeño Albert fue tremendo. Y profético. En su autobiografía, el anciano Einstein recordaba con intensidad la admiración que le había invadido tantos años antes: veía una aguja, aislada e inalcanzable, totalmente cerrada, y sin embargo, dominada por un impulso invisible que la hacía dirigirse con decisión hacia el norte. No importa que la aguja magnética fuera algo tan vulgar ―o tan maravilloso― como un péndulo que tiende hacia la tierra. El niño estaba ya familiarizado con los péndulos y con la caída de los objetos. Los consideraba algo natural. Por entonces no podía darse cuenta de que encerraban también un misterio, ni podía saber que más adelante él mismo contribuiría de forma decisiva a la comprensión de la gravedad. La aguja magnética fue para el pequeño Albert una revelación. Era algo que no encajaba. Contradecía su imagen de un mundo físico ordenado. En su autobiografía escribió: «Todavía recuerdo ―o al menos creo recordar― que esta experiencia me produjo una impresión profunda y duradera.»

Estas palabras resultan interesantes por varias razones. Nos hablan del súbito despertar de la apasionada curiosidad que acompañaría a Einstein a lo largo de toda su vida, o quizá de la repentina cristalización de algo innato que llevaba ya cierto tiempo en proceso de formación. Sabiendo lo que haría luego, podemos deducir de estas palabras autobiográficas que Einstein encontró su vocación a una edad muy temprana. Y sin embargo, hay en sus palabras algo extraño que merece cierta atención. Repitámoslas: «Todavía recuerdo ―o al menos creo recordar― que esta experiencia me produjo una impresión profunda y duradera.» ¿No hay en ellas cierta falta de lógica? Si la experiencia le produjo una impresión profunda y duradera, no debería tener eludas de que la recordaba. ¿Qué significa el inciso «o al menos creo recordar»?

¿Hemos sorprendido al gran Einstein en una contradicción? Superficialmente, sí. Pero, en un sentido más profundo, no. Había tenido que contar lo mismo muchas veces. Sabía que le fallaba la memoria. Sabía que cuando algo se repite muchas veces puede terminar deformándose, con la peculiaridad de que el primero en creérselo es el que lo cuenta. Creía que la brújula le había producido una impresión inolvidable. Pero quizá el impacto no había sido tan grande como él había llegado a pensar. Con este procedimiento tan elemental transmitía una idea que, sin que él se diera cuenta, le preocupaba. Las palabras de advertencia no parecen premeditadas. Interrumpen el desarrollo lógico del relato. Aparecen de repente, como un desliz freudiano, y revelan el instintivo amor a la verdad que sentía Einstein. Y lo que es más, nos muestran a un Einstein que profundiza en la verdad a través de una paradoja.

¿Qué ocurre con su autobiografía? Ya la hemos citado en dos ocasiones. Debe de ser un auténtico filón. De hecho lo es, pero no en el sentido que cabría esperar. Einstein tenía ideas muy personales sobre las biografías. Un famoso poeta que estaba escribiendo una importante biografía sobre un destacado científico del siglo XIX se dirigió a Einstein en 1942 para pedirle que escribiera el prólogo. Su respuesta fue: «En mi opinión sólo hay una forma de conseguir que el público preste atención a un gran científico: discutir y explicar, en un lenguaje asequible para todos, los problemas y las soluciones que han caracterizado el trabajo de su vida. Esto sólo puede hacerlo alguien que comprenda el material que va a manejar... La vida externa y las relaciones personales sólo pueden tener, en líneas generales, una importancia secundaria. Por supuesto, en tal libro deberá tenerse en cuenta el aspecto personal; pero no debe convertirse en el apartado más importante, sobre todo cuando no exista ningún libro que se ocupe de la aportación fundamental del biografiado. De lo contrario, el resultado es una muestra trivial del culto al héroe, basado en la emoción y no en la lucidez mental. Mi propia experiencia me ha enseñado lo odioso y ridículo que resulta ver a un hombre serio y dedicado a asuntos importantes convertido en objeto de ignorantes agasajos. En cualquier caso, no puedo apoyar públicamente tal empresa. No me parecería honrado. Sé que esto resulta duro, y hasta me temo que usted pueda interpretar esa incapacidad mía como una grosería injustificable. Pero yo soy así, y no puedo ser de otra manera.»

Einstein sólo aprobó las biografías sobre él mismo de forma excepcional. Para la que escribió su yerno Rudolf Kayser, con el seudónimo de Anton Reiser, entre otras cosas, decía: «Los datos del libro me han parecido exactos, y su descripción, en general, es todo lo buena que cabía esperar siendo obra de alguien que, por fuerza, es él mismo y no puede ser otro. Lo que quizá se haya pasado por alto es lo irracional, lo incoherente, lo extraño y hasta lo insensato que la naturaleza, trabajadora infatigable, suele implantar en un individuo, al parecer por pura diversión. Pero estas cosas sólo se pueden apreciar en el crisol de la propia mente.»

No hay duda de que debemos examinar más de cerca la autobiografía de Einstein. Por desgracia, al hablar de su autobiografía no hemos sido demasiado justos. Si sus palabras al poeta autor de la biografía del científico del siglo XIX parecen duras, veremos que no son nada en comparación con los criterios biográficos que se impuso a sí mismo en este caso. La empresa prosperó gracias a la tenacidad y dotes de persuasión de Paul Arthur Schilpp, profesor de filosofía. Schilpp había publicado una serie de libros sobre grandes filósofos vivos ―hombres de la talla de Dewey, Santayana, Whitehead y Russell― y, comprendiendo que Einstein podía figurar entre los grandes filósofos, intentó incluirle en aquella serie. Cada libro estaba dedicado a un solo personaje. Constaba de una autobiografía, especialmente escrita para la ocasión, seguida de una serie de ensayos de hombres eminentes en los que se evaluaba y criticaba su obra. El propio filósofo respondía después a estos ensayos, contando así con una buena oportunidad para eliminar los malentendidos sobre su obra y clarificar lo que para los expertos había quedado oscuro.

A pesar de la capacidad de persuasión de Schilpp, Einstein se negó a escribir su autobiografía. En cambio, aceptó escribir su autobiografía científica. Con humor negro, decía que era su nota necrológica, y cuando la terminó le puso por título Notas autobiográficas1 (Autobiographisches, según la versión original alemana) en vez de «Autobiografía». No comenzaba, como podría esperarse en una biografía convencional, con algo parecido a «Nací el 14 de marzo de 1879 en la ciudad de Ulm (Alemania).» De estos temas no hizo la menor mención. Tampoco decía cosas como «tenía una hermana más pequeña, que se llamaba Maja», o «tuve dos hijos de mi primera mujer», o «mi madre se llamaba Pauline». Sí que contaba la sensación de admiración que le inundó cuando su padre le dejó la brújula magnética, pero parece lógico que los acontecimientos emocionales e intelectuales de esta naturaleza ocupen un lugar de honor en una autobiografía científica. No pertenecían a la misma categoría que el enamorarse o llorar la muerte de alguien. Estas dos últimas sensaciones eran asuntos personales, y después de estar muchos años en el candelero, Einstein valoraba su intimidad. Pero aun así, ¿no sería lógico que al hablar en su autobiografía científica sobre su padre, que le había enseñado la brújula, dijera al menos que se llamaba Hermann? Los únicos nombres que aparecen son de científicos y filósofos. No dice nada sobre sus cambios de residencia, ni sobre los puestos que ocupó. Sólo hay una referencia fugaz a su condición de judío. No explica las repercusiones políticas del mundo sobre él o de él sobre el mundo. Casi nada más empezar la «nota necrológica», se lanza a una profunda discusión científica y filosófica y ya no sale de ahí más que de forma excepcional. Consciente de las deficiencias de su biografía, Einstein interrumpe de repente sus profundas discusiones para intercalar estas palabras: «¿Pero de verdad es esto una nota necrológica?, se preguntará, atónito, el lector. Me gustaría responder: esencialmente, sí. Lo esencial de un hombre como yo está precisamente en lo que piensa y en cómo piensa, no en lo que hace o padece. Por consiguiente, la nota puede limitarse en lo fundamental a comunicar los pensamientos que han ocupado un lugar importante en mis actividades.»

Primera fotografía conocida de Albert Einstein. Al parecer, el pequeño Albert tuvo algunos problemas de aprendizaje en sus primeros años.

Tras decir esto, una vez descargada su conciencia, vuelve a ocuparse de nuevo de la naturaleza de las teorías físicas sin tomarse la menor pausa, ni siquiera el respiro que podría suponer iniciar un nuevo párrafo.

Sin embargo, las Notas autobiográficas, con sus fórmulas matemáticas y complicados conceptos, producen una enorme fascinación en el especialista, y también en el profano, si está dispuesto a pasar por alto algunos aspectos que pueden superar su formación. Hasta las omisiones de Einstein nos indican qué clase de hombre era. No tenía ninguna necesidad de indicar si tal o cual idea la desarrolló en Berna, en Zurich, en Berlín o en Princeton. Las Notas son autobiográficas, pero no geográficas. En general, no habla de los distintos lugares. Allá donde iba le acompañaban sus ideas y lo que menos importaba era el lugar al que se dirigía. No obstante, las Notas no se sitúan al margen de todo lugar. Hablan de una aventura singular ―y de consecuencias mundiales― que se produjo en la torre de marfil de una mente.

El 24 de junio de 1881, cuando Einstein tenía dos años y tres meses de edad, su abuela materna, Jette Koch, escribió a unos parientes en estos términos: «El pequeño Albert es un niño encantador. Me pongo muy triste cuando pienso que voy a estar un tiempo sin verle.» Y una semana más tarde escribía. «Tenemos muy buenos recuerdos del pequeño Albert. Estuvo muy simpático, y recordamos muchas veces sus divertidas ideas.»

El testimonio de los abuelos sobre los nietos es, sin duda, parcial. Pero estos textos no son interesantes por reflejar el impacto que Albert producía en su abuela, sino más bien porque son las primeras referencias que nos han llegado sobre su personalidad. Nos preguntamos cuáles serían las «divertidas ideas» de aquel niño de dos años que estaba llamado a superar las mayores esperanzas de la abuela más cariñosa. ¿Eran sólo ideas divertidas? ¿Había en ellas algún indicio del futuro? ¿O, por el contrario, llegaron a pensar los abuelos, como pensaron durante algún tiempo sus padres, que el querido Albert Einstein era un poco retrasado? Tenían razones para ello, y la idea debió resultarles angustiosa. Como recordaba Einstein en una carta escrita en 1954: «Mis padres estaban preocupados porque me costó bastante comenzar a hablar, e incluso llegaron a consultar al médico sobre las causas de aquel retraso. No estoy seguro de la edad que tenía entonces, pero sé que ya había cumplido los tres años.»

Sin lugar a dudas, es muy tarde para empezar a hablar. Las ideas que tan divertidas resultaban a sus abuelos, difícilmente podían haberse manifestado de forma verbal. En su carta, Einstein seguía diciendo: «Después, nunca fui lo que se dice un orador. Sin embargo, mi desarrollo posterior fue completamente normal, con la única peculiaridad de que solía repetir mis propias palabras en voz baja.» En cualquier caso, considerando que el pequeño Albert se iba a convertir nada menos que en Einstein, sus comienzos fueron poco prometedores.

 

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