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V. LA AGITACIÓN ATÓMICA

«No tengo intención de conseguir el doctorado... creo que no es más que una comedia aburrida.» Al volver al año 1905, resuenan estas palabras que Einstein dijo a Besso en 1903.

De los cuatro artículos que Einstein mencionaba en su carta a Habicht, el menos importante es el segundo. Al parecer, Einstein lo terminó un mes después del primero. Lo envió a la Universidad de Zurich como posible tesis doctoral. Kleiner, que en 1901 había rechazado la tesis inicialmente propuesta por Einstein, lo rechazó por considerarlo demasiado breve. Einstein lo envió de nuevo añadiendo una sola frase, y fue aceptado. De esta manera consiguió el doctorado en 1905, en circunstancias que le permitían mantenerse fiel al espíritu, aunque no a la letra, de su amargo comentario a Besso. Tenemos razones para sospechar que llegó a pensar en pedir un préstamo a Besso para correr con los gastos de impresión de la tesis. En ella, después del título aparecen las palabras «Dedicada a mi amigo Marcel Grossmann». Por desgracia, hubo que suprimir este gesto de gratitud cuando el artículo apareció publicado en Annalen der Physik en 1906.

La idea en que se basaba el artículo pudo ocurrírsele a Einstein tomando el té. Todos sabemos que si introducimos en agua un terrón de azúcar, éste se disuelve y se extiende por el agua, con lo que el líquido se vuelve algo más viscoso. Pero seguro que no adivinamos lo que Einstein dedujo de esta observación. Veamos lo que podía hacer su ingenio con un poco de agua azucarada.

Como siempre, fue derecho al grano, concibiendo el agua como si fuera un fluido sin estructurar y las moléculas de azúcar como pequeñas esferas duras. Este modelo elemental le permitió hacer cálculos que hasta entonces habían resultado imposibles, y después de prolongados esfuerzos, dedujo varias ecuaciones que indicaban la forma en que las esferas debían difundirse para, mediante su presencia, aumentar la viscosidad del agua.

Y ahora es cuando viene la sorpresa. Tras elaborar la teoría. Einstein averiguó las velocidades de difusión y las viscosidades de las soluciones de azúcar en el agua, introdujo estos números en sus ecuaciones y ¿qué es lo que averiguó? En primer lugar, lo que anunciaba en el título del trabajo, a saber «Una nueva determinación de los tamaños de las moléculas» ―en el caso del azúcar daba una anchura aproximada de la vigésima parte de la millonésima de una pulgada―. Dadas las circunstancias, el cálculo era bastante aproximado.

Pero eso no era todo. Encontró también un valor ―de unos cien trillones― para lo que se conoce como número de Avogadro, que es el número de moléculas de un gas cualquiera en un volumen dado y en determinadas condiciones.

No fue Einstein el primero en averiguar los valores de estas cantidades fundamentales. Ya se habían realizado ingeniosos cálculos basados, por ejemplo, en las propiedades de los gases, pero nadie lo había hecho partiendo de las propiedades de las soluciones líquidas.

El número de Avogadro era de especial importancia. Sabiendo su valor, se podían deducir inmediatamente cosas como la masa de cualquier átomo. ¿Quién fue el primero en encontrar un valor fiable para este número clave? El honor corresponde a Planck. Y lo encontró en lo que podría parecer un lugar poco probable: en las mediciones de la radiación del cuerpo negro. En concreto, expuso su deducción en 1900 en un artículo sobre la hipótesis del quantum, hazaña en la que tanto Planck como Einstein habían reconocido, instintivamente, un progreso fundamental.

Pero, ¿cómo era posible encontrar el número de Avogadro a partir del brillo de un cuerpo negro? Parecen ser dos realidades sin ninguna relación.

Es difícil hacer ver la estrecha interconexión y las enormes posibilidades de aplicación de los principios en que se basaban los físicos. Tomemos como ejemplo la fórmula probabilística de la entropía propuesta por Boltzmann. Como estaba basada en la teoría molecular de los gases, contenía un número clave, la llamada constante de los gases, que aparecía siempre que se calculaba la entropía de forma probabilística, tanto si trataba de gases como si no.

Debemos contentarnos con este comentario tan incompleto, pues si queremos seguir el fuerte ritmo de los descubrimientos de Einstein, tenemos que caminar de prisa. Un mes después de presentar el trabajo sobre el azúcar, Einstein envió a Annalen der Physik el tercero de los cuatro artículos que había mencionado a Habicht, el que con toda justicia se hizo tan famoso.

La hermana de Einstein. Maja, hablando de la época de su juventud, contaba cuánto disfrutaba el joven Einstein fumando en una pipa de un metro de largo que le había regalado su padre. En sus memorias escribió: «Le encantaba observar las maravillosas formas que adquirían las nubes de humo y estudiar los movimientos de las partículas individuales de humo, así como la relación que había entre ellas.»

Quizá fue así como nació la inspiración para el artículo mencionado. Como antes, vamos a seguir la línea general de su argumentación y su sorprendente desenlace. Einstein volvía sobre la idea de las pequeñas esferas duras sumergidas en un líquido, pero esta vez haciendo que el líquido tuviera estructura molecular y las esferas fueran relativamente enormes ―del tamaño de una diminuta partícula de humo o alguna partícula semejante visible al microscopio―. Según la teoría de que el calor interno es energía motriz, las moléculas del líquido deberían estar en una situación de violenta agitación y de continuos choques. En sus investigaciones anteriores, Einstein había redescubierto uno de los resultados de Boltzmann: que en una mezcla de sustancias estos choques serían la causa de la energía de agitación, que se distribuiría igualmente entre las moléculas, independientemente de las masas que tuvieran.

Pero, ¿por qué limitarse a las moléculas? En cuanto a la distribución de la energía, Einstein pensó que las moléculas y las partículas estaban en condiciones de igualdad. Por supuesto habría una diferencia. Todos sabemos, por ejemplo, que una bola de billar no tiene que moverse a la misma velocidad que una pelota de ping―pong para igualar su energía. Las partículas tendrían velocidades claramente inferiores a las de las moléculas del líquido. De hecho, la velocidad de una partícula sería comparable a la de la punta de un bolígrafo mientras se escribe. Pero el movimiento de las partículas no sería nada sencillo. Pensemos en una sola partícula en reposo, zarandeada por todas partes por las moléculas. Como los golpes en los lados contrarios se equilibran en conjunto, podemos esperar que la partícula se mantenga más o menos en reposo. Pero, en ese caso, estamos olvidando las leyes de la probabilidad. Einstein demostró que las fluctuaciones estadísticas ―semejantes a las rachas de suerte al tirar los dados― producirían equilibrios lo suficientemente grandes como para dar a la partícula un movimiento intenso, irregular y en zigzag, visible al microscopio.

Al carecer de datos numéricos, Einstein no podía estar seguro de que el movimiento que había previsto fuera el llamado movimiento browniano, observado por primera vez por el botánico escocés Robert Brown en 1828. Pero estaba seguro de que, si la teoría molecular del calor interno era válida, tenía que producirse tal movimiento. No sabía por entonces que en 1888 el físico francés M. Gouy había llegado ya a la conclusión de que el movimiento browniano era una forma de calor, ni que en 1906, independientemente de Einstein, el físico polaco Marian von Smoluchowski expondría un punto de vista semejante.

El rápido movimiento en zigzag de las partículas dificultaba la medición directa de sus velocidades. ¿Era posible someter la teoría a una prueba cuantitativa rigurosa? Einstein encontró un nuevo método. Hizo ver que, si se esperaba, los zigzags darían lugar a migraciones de diversas magnitudes. Señaló que este proceso migratorio era esencialmente un proceso de difusión, tal como lo había estudiado en el caso del azúcar y el agua. Calculándolo de ambas maneras ―como migración aleatoria en zigzag y como difusión― y comparando los resultados, averiguó la fórmula que buscaba. Gracias a ella, dedujo una especie de migración media, mensurable, relacionada con números vinculados a las velocidades de difusión y a la teoría de los gases.

Pero dejemos ya los detalles y lleguemos al punto culminante. Si la teoría era correcta, el movimiento de agitación de las partículas sería calor, y las partículas tendrían que obedecer a las leyes del calor que dirigían los caóticos movimientos de las moléculas: las partículas demostrarían la teoría molecular del calor en una escala que, efectivamente, pondría de manifiesto la evidencia de la misma hipótesis molecular. Experimentos posteriores no sólo confirmaron la validez de la ecuación de Einstein, sino que demostraron que una cantidad clave que dirigía el movimiento browniano tenía el mismo valor numérico que su equivalente en la teoría molecular de los gases.

El físico y filósofo austríaco Ernst Mach (1838-1916), al que se debe, entre otras notables aportaciones, la fórmula para calcular la velocidad de los aviones en relación con la del sonido (número de Mach).

Esto tenía una importancia trascendental. El mismo Einstein lo explica en sus Notas autobiográficas: «Mi objetivo principal.... era averiguar los hechos que demostrarían, en la medida de lo posible, la existencia de átomos de un tamaño finito definido... La [verificación experimental de la] ley estadística... del movimiento browniano... junto con la determinación por Planck del verdadero tamaño molecular a partir de la ley de la radiación... convencieron a los escépticos, que eran muchos por entonces (Ostwald, Mach), de la realidad de los átomos.»

Este es el punto culminante. Por fin, se ha llegado a aceptar el átomo, y con eso terminamos el capítulo.

Lo que sigue es una posdata. Ernst Mach, a quien Einstein menciona entre paréntesis, era un físico austríaco cuyas penetrantes ideas ―en otros asuntos científicos― influyeron profundamente en Einstein. ¿Qué decir de Wilhelm Ostwald, todavía más escéptico? ¿No le suena el nombre? Fue el químico y físico alemán a quien, en 1901, Einstein y el padre de Einstein habían escrito sin ningún resultado. Es reconfortante hacer constar que Ostwald y Einstein llegaron a ser buenos amigos y se tuvieron en muy alta estima.

 

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