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VIII. DE LOS PRINCIPIA A PRÍNCIPE

En el verano de 1914, mientras Einstein seguía en Berlín. Mileva se llevó a los niños a Zurich. Era el fin de su matrimonio.

En agosto, llegó la I Guerra Mundial. Los alemanes, en busca de una victoria inmediata, realizaron un rápido movimiento de ataque y violaron deliberadamente la neutralidad de Bélgica, acto que en aquellos años lejanos fue considerado como máxima demostración de barbarie. Pero la jugada les salió mal. La lucha se prolongaría hasta noviembre de 1918, y se llevó consigo millones de vidas. El fervor patriótico se contagió en ambos bandos del conflicto. Los científicos de un bando se enfrentaron contra los científicos del bando contrario, los intelectuales contra los intelectuales, con una pasión nada académica que dejó atónitos a hombres como Bertrand Russell, en Inglaterra, y a Einstein, en Alemania. Con la intención de mitigar los negativos efectos psicológicos de la invasión de Bélgica, los alemanes redactaron un «Manifiesto al mundo civilizado» en el que rechazaban toda culpabilidad y presentaban el militarismo alemán como defensor intachable de su cultura. El manifiesto fue firmado por noventa y tres intelectuales alemanes. Planck entre ellos, y su colaboración suscitó gran resentimiento en el extranjero.

Einstein dijo más tarde que, como ciudadano suizo, nadie le había pedido que firmara. Tampoco lo habría hecho si se lo hubieran propuesto. Apoyó desde el primer momento a su colega Georg Nicolai, que, con gran valor, estaba preparando un «Manifiesto a los europeos», de signo contrario. Este documento, que, según Nicolai, Einstein ayudó a redactar, atacaba duramente el manifiesto anterior. Pedía la cooperación entre los intelectuales de las naciones en guerra en bien del futuro de Europa y proponía el establecimiento de una Sociedad de Europeos. Sólo se atrevieron a firmarlo cuatro personas: Nicolai. Einstein y otros dos.

Einstein no participó en la guerra. Hizo lo que pudo ―aunque fuera poco― por ayudar a la causa de la paz, y con la intensidad que le daba la angustia se sumergió en la investigación. En la oficina de patentes había tenido que sacar tiempo a escondidas para realizar sus cálculos. Aquello le hacía sentirse culpable. Y ahora, que trabajaba en Berlín mientras Europa sufría la guerra, tampoco pudo evitar cierto sentimiento de culpabilidad.

En este punto, vamos a hacer una pausa para hablar de sus trabajos en el campo de la teoría general de la relatividad, pues, a pesar de toda su lejanía cósmica, tenía una curiosa relación con la guerra. Al hacerlo iremos avanzando sin precipitación. La teoría de la relatividad no se desarrolló en un día.

Antes de nada debemos preguntamos: ¿qué había ocurrido con la teoría de la gravedad de Newton? Era evidente que no podía quedar intacta tras el impacto de la relatividad. No era una teoría de campo como la de Maxwell, en la que un campo transmite efectos electromagnéticos con la velocidad de la luz. En la teoría de Newton no había una transmisión comparable a ésta. La gravitación era una fuerza instantánea que actuaba a distancia. Si levantamos un dedo, las consecuencias gravitatorias se harían presentes inmediatamente en todo el universo. Sin embargo, según la relatividad, ninguna señal puede desplazarse a mayor velocidad que la luz. Además, si hay una multitud de simultaneidades distintas, ¿cómo es posible que el efecto gravitatorio esté omnipresente en un instante común y simultáneo? En este sentido son importantes también las ideas del propio Newton. En una carta escribió: «Que la gravedad sea innata, inherente y esencial a la materia, de tal manera que un cuerpo pueda actuar sobre otro a distancia a través del vacío, sin mediación de ninguna otra cosa, y que a través de y gracias a ella su fuerza y acción puedan transmitirse de una a otra, constituye para mí un absurdo tan grande que pienso que nunca podrá incurrir en él quien tenga cierta capacidad de razonamiento filosófico.»

Varios científicos, Einstein entre ellos, buscaron formas relativistas de modificación de la teoría de la gravitación de Newton. Pero casi desde el principio, Einstein estuvo preocupado por un problema más profundo. ¿Por qué, se preguntaba, tiene que ser algo especial el movimiento uniforme? Sería mucho más convincente que todo movimiento, uniforme o no, fuera relativo.

Pero los hechos iban claramente en su contra. La aceleración es absoluta, como todos sabemos. No tenemos que estudiar los Principia de Newton para convencemos de ello. En un vehículo que se deslice suavemente no notamos sensación de movimiento. Pero si el mismo vehículo da un bandazo lo notamos inmediatamente, como puede acreditar cualquiera de los que van de pie en el metro o en un autobús.

Mileva Einstein con sus hijos. Hans Albert y Eduard. 1914.

A la vista de tales hechos, Einstein no podía decir que era relativa la aceleración. Pero no era hombre que se dejara arredrar por los datos hostiles que se opusieran a su intuición. Además, algunas de las críticas al espacio absoluto y al movimiento absoluto, sobre todo las hechas por Mach, contribuyeron en gran medida a señalar a Einstein el camino a seguir y a fortalecer su confianza, aunque el camino que recorrió fue muy personal. De hecho. Mach diría cosas muy fuertes sobre la teoría restringida de la relatividad de Einstein.

En el artículo de 1907, en que Einstein propuso la fórmula E = mc2, había comenzado ya a abordar el problema de la aceleración, y volvió sobre él en su artículo de 1911, escrito en Praga. La argumentación, sobre todo tal como aparece en 1911, debe figurar entre las más notables de la historia de la ciencia, no sólo por lo que surgió de ella, sino también porque Einstein penetró, por así decirlo, en campo enemigo y encontró, ocultos desde hacía tiempo, armamentos que él ―y sólo él― podía utilizar contra los mismos conceptos que parecían estar defendiendo. He aquí la esencia de su argumento.

¿La aceleración es absoluta? Supongamos que lo es y veamos lo que podemos deducir de ello. Imaginemos un vehículo ―un pequeño laboratorio― perdido en el espacio, lejos de otros cuerpos gravitatorios, de tal manera que las personas que están en el interior no noten ningún peso. Supongamos que experimenta una aceleración uniforme en una dirección que los hombres del laboratorio consideran como «ascendente», y supongamos que su aceleración es tal que la velocidad aumenta 10 m/s.

¿Aceleración con relación a qué?

¿A qué viene la pregunta? ¿No estamos de acuerdo en que la aceleración es absoluta?

Sí. Pero si la velocidad uniforme es relativa, ¿qué significan 10 m/s? Dentro del laboratorio es algo que no se puede detectar.

Evitemos las complicaciones. Aunque no se pueda detectar la velocidad, la aceleración, el incremento de 10 m/s, es detectable. Por ejemplo, da a las personas que están dentro del laboratorio una sensación de peso.

Si estéis respuestas un poco toscas nos parecen ocultar cierta torpeza, tanto mejor. Nos demostrarían lo poco natural que resulta tener una relatividad parcial: una relatividad del movimiento uniforme pero no de la aceleración. Sin embargo, por nuestra propia experiencia sabemos que la aceleración es absoluta. Además, así lo ha dicho Newton, y Newton fue un gran hombre. Y el mismo Einstein lo había reconocido en cierta forma, pues en la teoría restringida de la relatividad la aceleración es absoluta.

Volvamos a nuestro laboratorio acelerado «hacia arriba» con una aceleración absoluta de 10 m/s. Todos los objetos libres que hay dentro de él se mueven uniformemente en línea recta. Esto es lo que nos dice la primera ley del movimiento de Newton. Pero en relación con el laboratorio acelerado, estos objetos no acelerados darán la impresión de que se aceleran «hacia abajo» a 10 m/s; y midiendo, por ejemplo, esta aceleración «hacia abajo» podemos determinar que nuestro laboratorio tiene de hecho una aceleración «ascendente» absoluta de 10 m/s.

Pero, ¡ojo! Cualquiera que sea su masa y su composición, los objetos arrojados tendrán todos la misma aceleración «descendente». ¿No hemos oído esto en otra parte? Claro: en la conocida, aunque apócrifa, historia de Galileo y los objetos que dejaba caer desde la torre inclinada de Pisa. Todos los objetos soltados o arrojados en un lugar determinado caen, por la gravedad, con la misma aceleración (si prescindimos, por ejemplo, de la resistencia del aire). Por eso, al menos en lo que a los objetos arrojados respecta, los efectos que tienen lugar en el pequeño laboratorio acelerado en el espacio reproducen los efectos producidos en un pequeño laboratorio no acelerado de la Tierra. Pero podemos ir más lejos todavía. Un ejercicio de física elemental permitiría demostrar que, según las leyes de Newton, todos los efectos mecánicos que se produzcan en el pequeño laboratorio acelerado del espacio se repetirán en el pequeño laboratorio de la Tierra, sometida a la gravitación.

¿Qué ocurre con los experimentos mecánicos realizados dentro de nuestro laboratorio? Creíamos que nos iban a decir que tenía una aceleración «ascendente» absoluta de 10 m/s. Pero ahora vemos que también podrían decirnos que estábamos en un laboratorio situado en la Tierra, bajo la influencia de la gravedad. O en un laboratorio que tuviera, en las debidas proporciones, una mezcla de aceleración y gravedad. En este sentido mecánico, la aceleración no es absoluta.

Observemos la audacia de su argumentación. Comenzamos poniéndonos de acuerdo en aceptar que la aceleración es absoluta. Argumentamos basándonos en la aceleración absoluta. Utilizamos sin inmutamos las leyes de Newton. Y de repente demostramos que, en lo que a los efectos mecánicos se refiere, la aceleración es relativa.

Esta conclusión trascendental no era más que un preliminar basado en conceptos sencillos conocidos por los científicos desde hacía siglos, conceptos cuyas implicaciones nadie había visto hasta entonces. Y ahora llegamos a otra jugada maestra, en este caso de inspiración estética. Una vez llegado a este punto. Einstein eliminó audazmente las anteriores palabras en cursiva, y afirmó, sin reserva, que la aceleración es relativa. ¿Cómo lo hizo? Proponiendo, en 1907, lo que luego llamó principio de equivalencia y que se ha hecho famoso, con toda justicia. Afirma que ningún experimento interno, sea mecánico o no. puede manifestar diferencia alguna entre el pequeño laboratorio acelerado del espacio y el laboratorio equivalente situado en la Tierra y por tanto sometido a la gravitación.

¿Por qué es tan importante esta afirmación? De momento, nos conformaremos con una respuesta que. sin dejar de ser trascendental, es relativamente secundaria: dado que Einstein podía hacer cálculos aproximados y sencillos en relación con un laboratorio «acelerado», podría aplicar sus resultados a un laboratorio situado en un planeta con gravitación y por tanto hacer predicciones verificables sobre ésta.

Pronto tendremos ocasión de comprobarlo por nuestra cuenta. Pero antes debemos cubrir una laguna hablando de la inspiración que lanzó a Einstein en esta dirección concreta, Por fortuna, él mismo expuso más tarde cómo fue desarrollando estas ideas. Había cambiado la teoría newtoniana de la gravitación para hacer que encajara con la teoría restringida de la relatividad. Pero los cálculos realizados le convencieron de que, en su nueva teoría, los objetos con energías diferentes caerían con aceleraciones distintas, lo cual estaba en contradicción con la ley de Galileo que decía que todos los cuerpos situados en un determinado lugar caen con la misma aceleración. «Esta ley ―decía Einstein― podía formularse también como ley de la igualdad de la masa gravitatoria e inerte. Fue entonces cuando se me presentó con toda su significación. Me quedé sumamente impresionado ante su existencia y supuse que en ella debía estar la clave para llegar a una comprensión más profunda de la inercia y de la gravitación.» Lo que Einstein intuyó fue que había algo sospechoso en la explicación que la teoría de Newton daba de la ley de Galileo. Newton utilizaba el concepto de masa en dos sentidos: en primer lugar, como medida de la inercia de un objeto, es decir de su grado de resistencia a dejarse acelerar por una fuerza; y en segundo lugar, como medida del efecto gravitatorio del objeto. Si se dobla la masa de un cuerpo, la Tierra lo atraerá con doble fuerza gravitatoria. Cierto. Pero, como también se doblará la resistencia inerte a ser acelerado, la aceleración será la misma de antes. Así pues. Newton explicaba la ley de Galileo suponiendo implícitamente que la masa gravitatoria y la masa inerte eran iguales. Pero esto se contradice con los papeles intrínsecamente diferentes que desempeñan en la teoría de Newton y, como Einstein comprendió enseguida, introduce lo que equivale a una coincidencia numérica accidental. Con su principio de la equivalencia. Einstein hacía de la ley de Galileo piedra angular de esta teoría general de la relatividad. Hacía de ella algo fundamental y no mero resultado de un accidente numérico. Era una confirmación de la fuerza primordial de la sencillez.

Dicho esto, veamos algunas de las conclusiones que Einstein extrajo de su principio de la equivalencia en 1907 y 1911. Para facilitar las cosas, cambiaremos el orden y seguiremos hablando de la Tierra donde Einstein habla con términos más matizados; y, para mayor comodidad, llamaremos Labac al laboratorio acelerado situado en el espacio, y Labgrav al laboratorio sometido a la gravitación terrestre.

Imaginemos, en primer lugar, un bloque de materia colgado del techo de Labac mediante un muelle, y otro bloque idéntico colgado en Labgrav con un muelle igual al anterior. Ambos muelles aparecerán estirados; en el caso de Labac, porque la inercia del bloque resiste a la aceleración, y en el de Labgrav por la atracción de la gravedad. Los dos muelles estarán estirados en la misma medida. Por consiguiente, la masa inerte y la masa gravitatoria de los bloques es igual. No debemos sorprendemos ante ello, pues está en la base misma del principio de equivalencia.

Pero supongamos ahora que los bloques absorben cantidades iguales de energía procedente, por ejemplo, de la radiación. Entonces, según E = mc2, cada bloque adquirirá una masa adicional, y los muelles se estirarán más y en la misma medida en ambos casos. ¿Por qué en la misma medida? Porque el principio de equivalencia dice que lo que ocurre en Labac debe ocurrir también, en circunstancias semejantes, en Labgrav. Pero en Labac el nuevo estiramiento refleja la masa inerte, mientras que en Labgrav representa la masa gravitatoria. Por consiguiente, también la energía tiene idéntica masa inerte y gravitatoria. Vemos aparecer ante nuestra mirada una nítida unidad einsteiniana, sin demasiadas huellas matemáticas. Un rasgo notable de estos trabajos de 1907 y 1911 es que Einstein llegó a sus conclusiones más importantes utilizando, en su mayor parte, unas matemáticas muy elementales. Pocas veces se ha llegado a una exhibición tan deslumbrante de intuición pura.

Sigamos los pasos de Einstein. Imaginemos que un rayo de luz atraviesa Labac. Se movería en línea recta (no olvidemos la suposición de que estamos en el espacio absoluto). Pero dada la aceleración «ascendente» de Labac, el rayo dará la impresión de doblarse «hacia abajo» con relación a Labac (en el diagrama está muy exagerada la curva). Por consiguiente, como Einstein dedujo en 1907, la luz de un rayo que atraviese Labgrav tendrá también que curvarse hacia abajo: la gravitación dobla hacia abajo los rayos de luz.

Esta deducción es, de por sí, importante. Pero encierra otra consecuencia. Concibamos la luz en forma de ondas. Entonces, como indica el diagrama siguiente, cuando se produce un cambio de dirección hacia abajo, la parte inferior de la onda se queda rezagada:

Y esto significa... que la velocidad de la luz no es constante, que la gravitación reduce su marcha. ¿No es esto una herejía, y en boca del mismo Einstein?

Pero todavía no hemos terminado con el principio de equivalencia. Situemos, como se observa en el gráfico, a los experimentadores A. Alto y A. Bajo en Labac y G. Alto y G. Bajo en Labgrav:

Cada uno de ellos tendría un reloj muy preciso. Einstein demostró ―no hace falta que entremos en detalles― que, dada la aceleración, A. Alto ve que el reloj de A. Bajo se retrasa en comparación con el suyo, mientras que A. Bajo ve ―¡sorpresa!― que el reloj de A. Alto se adelanta. (¡Quién habría pensado que esta coincidencia pudiera sorprendemos!4) Por el principio de equivalencia, cuando G. Bajo y G. Alto, en el Labgrav, comparan los relojes al mirarlos, deben coincidir en que el de G. Bajo parece retrasarse con relación al de G. Alto. Así pues, la gravitación deforma el tiempo, y lo hace de manera imprevista.

Einstein no se limitaba a explorar ideas. Buscaba también efectos que pudieran verificarse experimentalmente. Pensemos por ejemplo en las velocidades de los relojes. Sustituyámoslas por las velocidades de oscilación ―las frecuencias― de la luz emitida por los átomos. Como señaló Einstein en 1907, si comparamos las frecuencias de la luz que nos llega de los átomos del Sol con las frecuencias de la luz procedente de átomos semejantes de la Tierra, las primeras frecuencias serán inferiores a las segundas en la proporción de media millonésima. Como este famoso efecto debía manifestarse en una pequeña desviación de las líneas espectrales de la luz solar hacia el extremo rojo del espectro, se conoce con el nombre de desviación hada el rojo.

En cuanto a la curvatura gravitatoria de los rayos de luz, en 1907 Einstein no podía imaginarse una forma viable de verificarla experimentalmente. En 1911, encontró un posible método. Calculó que un rayo de luz estelar que rozara el Sol debía experimentar una desviación de 0,83 segundos de arco ―la anchura angular de una moneda de cuarto de dólar vista desde una distancia de unos 6 kilómetros―. (Deberían haber sido 0,87, pero la aritmética, como es bien sabido, no fue nunca el punto fuerte de Einstein.) Esta desviación podría detectarse, según Einstein, durante un eclipse total de Sol.

El astrónomo alemán Erwin Finlay-Freundlich trató de buscar pruebas de esta desviación. Examinó, sin ningún resultado, las fotos tomadas en eclipses anteriores. Pero en 1914 se iba a producir en Rusia un eclipse y allá se trasladó para verificar la teoría de Einstein. El estallido de la guerra le impidió realizar la prueba. Esta desgracia tuvo también su parte positiva, como veremos.

Einstein quería comprobar si los rayos de luz eran curvados realmente por el Sol. El 14 de octubre de 1913 había escrito al famoso astrónomo americano George Hale preguntándole si había forma de verificarlo sin tener que esperar a que se produjera un eclipse. Tras consultar con otros astrónomos, Hale le respondía negativamente; y también esto tuvo su lado positivo. La carta de Einstein a Hale es interesante como documento personal, sobre todo teniendo en cuenta que la escribió después de ser invitado a ir a Berlín, pero antes de marcharse de Zurich. En dicha carta. Einstein dice que escribe por consejo de su colega, el profesor Maurer. Como se ve en la fotografía de la costa, reproducida en la página siguiente, Einstein consiguió que Maurer escribiera una nota (en un inglés no muy ortodoxo) en estos términos: «Muchas gracias anticipadas por atender la consulta del Dr. Einstein, distinguido colega de la escuela Politécnica.» Para darle más realce, Maurer colocó sobre su firma el sello oficial del centro. Era evidente que Einstein tenía enorme interés en la consulta y que, con su innata modestia, pensaba que sólo su nombre no tendría el peso suficiente. Así era Einstein. Dadas las circunstancias, cabía esperar que pusiera especial cuidado en la presentación del texto. Sin embargo, como puede verse, hay algunas palabras tachadas y cambiadas por otras. Está claro que sólo le interesaba el contenido, no la apariencia externa. También esto refleja la forma de ser de Einstein.

Carta de Einstein a George Hale (14 de octubre de 1913) en la que le pregunta si era posible detectar la curvatura gravitatoria de los rayos de luz sin esperar a que se produjera un eclipse de Sol. El «Ans» que aparece arriba a la izquierda está escrito por Hale; significa que la carta está contestada («answered»).

Incluso sin la confirmación experimental, Einstein tenía fe en su principio de equivalencia. Era plenamente consciente de que sólo constituía un esbozo aproximado e imperfecto, un tanteo inicial en el camino de algo vagamente percibido pero todavía no formulado. Pero en el fondo de su corazón sabía que contenía importantes conceptos estéticos y físicos que debían servirle de guía. En primer lugar, tenía unidad artística: ¿por qué suponer, innecesariamente, que había un tipo de relatividad para los efectos mecánicos y otro diferente para el resto de la física? Además, constituía para él la confirmación definitiva de que no perseguía una quimera al intentar demostrar que todo movimiento era relativo. Por otra parte, le demostraba que la realización de su deseo debía llevar a una teoría de la gravitación que no estuviera encerrada en los límites de la teoría especial de la relatividad. Y como si esto no fuera suficiente, podremos comprobar personalmente la extraordinaria precisión con que el principio de equivalencia le llevó a la teoría general de la relatividad. Todo ello, a partir de una repentina intuición sobre la igualdad entre la masa inerte y la masa gravitatoria en la teoría de Newton. No queremos decir que Einstein no cometiera errores al avanzar por este camino. Pero su intuición le permitió siempre volver al buen camino.

Una obra maestra de la ciencia no se construye de la noche a la mañana. A Einstein le quedaba todavía mucho por hacer. ¿Hacia dónde debía orientar sus siguientes pasos? El objetivo elegido fue la gravitación en cuanto que afecta a la velocidad de la luz, pues esto trascendía ya la teoría especial de la relatividad, en que la velocidad de la luz era constante e idéntica para todos los observadores. Además, desde hacía más de un siglo, los físicos sabían que la ley de la gravitación sobre la acción a distancia se podría expresar mediante una sola ecuación «de campo» que regulaba una sola cantidad matemática variable llamada potencial gravitatorio. ¿Por qué no dejar que la velocidad variable de la luz desempeñara el papel relativista de este potencial gravitatorio newtoniano? Era una idea clara y unificadora que ejercía gran atractivo sobre Einstein. Pero tras trabajar en ella se convenció de que no era posible conseguir tan fácilmente una teoría convincente de la gravitación. Esta escaramuza fue el preludio necesario para un avance importante. Si la velocidad variable de la luz no servía para representar matemáticamente la gravitación, ¿qué podría hacerlo?

Refresquemos la memoria y volvamos a Labac y Labgrav. Si Labac no estuviera acelerado, las partículas libres se moverían dentro de él en líneas rectas de velocidad constante, pues así lo dice la ley de la inercia, primera de las leyes del movimiento de Newton. Si se produce aceleración, estas mismas partículas libres, sin cambiar de movimiento, darían en Labac la impresión de estar cayendo, como si estuvieran en Labgrav, sometidas a la influencia de la gravedad.

Einstein tenía un plan de ataque. Veámoslo en forma simplificada. En primer lugar, se expresa la ley de la inercia en su forma relativista, que dice que en el espacio-tiempo las líneas universales inmóviles de las partículas libres son rectas. Entonces, mediante una transformación matemática se representa la situación en Labac. Automáticamente, deberíamos obtener la representación de la situación física en Labgrav, y de esta manera se podría dar con una pista sobre la forma de tratar matemáticamente la gravitación.

¿Por qué sólo una pista? ¿Por qué no una teoría plenamente desarrollada? Porque los resultados podrían indicamos únicamente los efectos locales de la gravitación. Si Labac y Labgrav fueran muy grandes, ya no serían debidamente equivalentes, como veremos fácilmente observando el siguiente diagrama, donde se compara un Labac de gran tamaño situado en el espacio con otro gran Labgrav situado en la superficie curva de la Tierra.

Sin embargo, una pista es más que nada, y todas las pistas son valiosas cuando el camino es poco claro. Y cada vez parecía serlo menos, pues Einstein tenía que hacer frente a una multitud de dificultades relacionadas entre sí. La deformación del tiempo por la gravitación le demostraba que también el espacio, con su estrecha vinculación relativista con el tiempo, debía resultar deformado.

Además, la transición al laboratorio acelerado implicaba una distorsión del sistema de coordenadas del espacio-tiempo ―análogo cuatridimensional de las líneas de un papel cuadriculado― y estas distorsiones implicaban que las coordenadas no podían relacionarse ya directamente con los relojes y criterios de medida habituales. Privado de contacto directo con las mediciones físicas, Einstein se sintió totalmente perdido. Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que se diera cuenta de que también aquí había una pista, y muy clara. Tenía que volver a examinar todo el problema de las coordenadas y de la medición, y la tarea no resultó nada fácil.

Lo que le permitió avanzar fue una importante intuición que se presentaría pasado algún tiempo. Veamos lo ocurrido sirviéndonos de una analogía. Dos coches chocan. La policía anota las «coordenadas» ―el lugar y el tiempo― del accidente. Supongamos que el lugar es la intersección de la calle 20 con la avenida 15. Inmediatamente nos imaginamos una ciudad trazada en forma de papel cuadriculado, en la que las coordenadas 20 y 15 nos permitirían indicar con precisión la distancia que hay al lugar del accidente desde el cuartel de la policía situado entre la calle 5 y la avenida 6. Pero supongamos que en la descripción del accidente se dice que ha ocurrido en la intersección de la travesía Olite con la calle Beire, y que el cuartel de policía está situado entre el pasaje Boston y la Cuesta de la Sal. Con estas coordenadas nos imaginamos una ciudad laberíntica cuyas calles no son ni rectas ni distribuidas de forma regular; y sin un mapa que refleje adecuadamente todos estos datos, no tenemos la menor idea de ninguna de las distancias.

¿Ni la menor idea? Eso no es totalmente cierto. Sabemos que los dos coches estaban separados por una distancia y un tiempo equivalentes a cero en el momento en que chocaron. «Bueno ―dirá alguien―, pero eso es tan trivial que no vale la pena ni decirlo.» Eso es precisamente lo que constituyó la revelación de Einstein. Las coordenadas del espacio y el tiempo son meras etiquetas. La física, de la que tenemos un ejemplo en la colisión de los dos coches, se ocupa en último término de acontecimientos coincidentes, y cualesquiera que sean las coordenadas utilizadas, los hechos coincidentes aparecerán siempre como tales.

Una vez formulada, la afirmación parece obvia. Pero ahí radica precisamente su belleza, como ocurre con muchas de las profundas intuiciones a que llegó Einstein tras dura lucha. Ahora podía seguir avanzando hacia su teoría general de la relatividad. Para que todo el movimiento fuera relativo, parecía necesario admitir toda clase de sistemas de coordenadas, por muy deformados que estuvieran, y aunque pareciera casi imposible determinar su relación con la medición directa. Einstein, por varias razones, concluyó que no podía tener favoritismos; las ecuaciones de la física deberían expresarse de tal manera que todos los sistemas de coordenadas espaciotemporales estuvieran en condiciones de igualdad, requisito que más tarde denominó principio de covarianza general.

En Praga no avanzó demasiado en la aplicación de este principio. Veía ante sí gravísimos problemas matemáticos, y a su vuelta a Zurich, en 1912, dio lo que resultó ser el paso más adecuado para resolverlo: buscó la ayuda de un experto. En una carta del 29 de octubre de 1912 escribía: «...Trabajo exclusivamente en el problema de la gravitación y ahora creo que superaré todas las dificultades con la ayuda de un matemático con quien tengo amistad. Pero puedo decir una cosa: que nunca en mi vida había trabajado tanto y que he llegado a adquirir gran respeto por las matemáticas, cuyos aspectos más sutiles había considerado hasta ahora, en mi ingenuidad, como puro lujo. Comparada con este problema, la teoría original de la relatividad es un juego de niños.»

El colaborador a quien hacía referencia era ni más ni menos que su íntimo amigo Marcel Grossmann, a quien Einstein acudía una vez más en busca de ayuda en un momento difícil. La suerte ―o el destino― quiso que Grossmann se hubiera especializado en un campo de las matemáticas que respondía perfectamente a las necesidades de Einstein en aquel momento, y sin la importante ayuda de su amigo, Einstein habría tardado mucho más en llevar a buen puerto la teoría de la relatividad general. No obstante, aquella colaboración debió resultar extraña, pues Grossmann, que no podía dejar de ser un matemático convencido, tenía una forma de ver las cosas muy distinta de la de su amigo físico. Tenemos una ilustración muy clara en una anécdota narrada por Einstein en sus «Memorias», escritas poco antes de su muerte con destino a un volumen en que se conmemoraba el primer centenario de la fundación del Politécnico de Zurich. Hablando de sus días de estudiante, Einstein decía: «Grossmann me hizo una vez un comentario tan encantador y tan característico que no puedo resistirme a citarlo: “Reconozco ―dijo Grossmann― que, después de todo, la física me ha enseñado algo importante. Antes, cuando me sentaba en una silla y notaba que mi antecesor la había dejado caliente, sentía un pequeño escalofrío. Ahora ya no me ocurre tal cosa, pues la física me ha enseñado que el calor es algo completamente impersonal”.»

Recordemos que el problema matemático con que se enfrentaba Einstein era el de dar con las ecuaciones que se conformaran al principio de la covarianza general. Al parecer, un colega de Praga le había dicho que existía ya la herramienta matemática adecuada para ello. Pero sólo en Zurich, con la generosa ayuda de Grossmann, comenzó Einstein a utilizarla. No era una materia fácil de manejar. Ahora se conoce como cálculo tensorial, y fue desarrollado sobre todo por el matemático italiano Gregorio Ricci, quien dio el paso decisivo para su desarrollo en 1887, el año del experimento ya citado de Michelson-Morley y del descubrimiento del efecto fotoeléctrico.

Como las ecuaciones no tienen preferencias entre los sistemas de coordenadas, servían perfectamente a las necesidades de Einstein, Con ellas, y con ayuda de Grossmann, podía realizar su plan de campaña para descubrir la entidad matemática que le permitiera representar la gravitación. Comenzó con las líneas universales rectas en el espacio-tiempo. Al señalar el efecto matemático de la transferencia a Labac, había concluido ya que la velocidad de la luz no era constante, sino que estaba vinculada a la gravitación. Entonces escribió las ecuaciones correspondientes a las partículas libres cuando c no era constante, incorporando así una forma primitiva de la teoría gravitatoria que andaba buscando. Y luego, recurriendo a coordenadas deformadas muy generales, llegó directamente a un tensor de gran importancia geométrica. Se llama tensor métrico.

Veremos su función con un ejemplo bidimensional. En la superficie bidimensional de un océano en calma, solemos indicar la situación mediante dos coordenadas que llamamos longitud y latitud. Supongamos que un barco hace un corto viaje y que sabemos sus latitudes y longitudes iniciales y finales. Si el barco siguiera el camino más corto, podríamos calcular directamente, por un sencillo procedimiento algebraico, la distancia realmente recorrida sobre la superficie, aun cuando ni el cambio de latitud ni el de longitud sean una distancia. Lo que nos permite convertir estos pequeños cambios combinados de coordenadas directamente en la distancia recorrida es el tensor métrico perteneciente a la superficie bidimensional. En 1827, mucho antes de que se conociera la idea de los tensores, el gran matemático alemán Karl Gauss había demostrado en Gotinga que este tensor métrico contiene una información geométrica más profunda. Si realizamos con él una operación matemática algo complicada, nos dice que estamos en una superficie curva parecida a un fragmento de esfera, y no en una superficie curva parecida a una silla de montar, ni lisa como si fuera un plano. Es sumamente importante que nos diga todo esto de forma intrínseca, sin hacer referencia a ninguna realidad exterior a la superficie.

Si la intuición de Einstein no le engañaba, si su principio de equivalencia, todavía sin verificar, era digno de confianza, el tensor métrico del espacio-tiempo cuatridimensional, tensor que establecía una conexión entre las coordenadas y las mediciones, debería ser la realidad que representa la gravitación. De ahí se deducía la profunda conclusión de que la gravitación debía ser algo fundamentalmente geométrico.

El matemático Marcel Grossmann, amigo íntimo de Einstein, le proporcionó a éste algunos conocimientos muy útiles para su formulación de la teoría general de la relatividad. Fotografía cortesía de Elsbeth Grossmann

Dada la nueva función gravitatoria del tensor métrico, Einstein y Grossmann lo representaron con la letra g: y como el cálculo tensorial exigía que llevara dos subíndices, la representación completa fue gμν. Cuando Einstein decidió utilizar gμν para representar la gravitación, dio un paso de gigante. Como ya hemos dicho, la teoría newtoniana de la gravitación se podía expresar mediante una sola ecuación de campo para un potencial de gravitación único. Pero la notación tensorial está concentrada, y en las cuatro dimensiones el símbolo gμν, en apariencia tan inofensivo, representa diez cantidades matemáticas. El tremendo salto, de uno a diez potenciales gravitatorios, suponía una audacia extrema. Y, como consecuencia de esta audacia, Einstein se enfrentaba ahora con la tarea de encontrar diez ecuaciones correspondientes del campo gravitatorio, de las que nos ocuparemos repetidas veces.

En 1913, Grossmann y él publicaron un artículo conjunto en el que daban cuenta de sus investigaciones. La parte física corrió a cargo de Einstein, mientras que Grossmann se ocupaba del aspecto matemático. En 1914, publicaron otro artículo. Vistas las cosas retrospectivamente, es muy doloroso comprobar lo cerca que estuvieron los dos colaboradores de conseguir su objetivo. Tenían prácticamente todos los ingredientes matemáticos necesarios, y, como señaló Einstein más tarde, habían pensado en las ecuaciones de campo adecuadas, pero las habían rechazado por lo que consideraron entonces razones poderosas. De hecho, como todavía no se habían resuelto en su mente los complejísimos problemas de la interpretación física, Einstein creía que había demostrado que, al poner a todos los sistemas de coordenadas en plano de igualdad, se entraría en conflicto con la idea de causalidad. En un pasaje clave de su primer artículo, los dos colaboradores se batieron en retirada en un aspecto estético: no admitieron ni siquiera los cambios de coordenadas que se pudieran considerar vinculados con la aceleración. No quedaron satisfechos, y en su segundo trabajo volvieron en parte a sus posiciones anteriores, pero sus cálculos no se ajustaban todavía al principio de la covarianza general. Más tarde, Einstein diría que había abandonado el principio de la covarianza general «con gran dolor de corazón».

Cuando, en 1914, Einstein marchó de Zurich a Berlín, se interrumpió la colaboración antes de que hubieran logrado culminar la tarea. Sin embargo, su importancia fue incalculable, pues Grossmann había proporcionado a Einstein un importante equipo matemático especializado con el que podría defenderse en la lucha que tendría que seguir librando en Berlín.

Párrafo introductorio del manuscrito del artículo de 1915: «Fundamentos de la teoría general de la relatividad», que actualmente se conserva en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Einstein dice, entre otras cosas, que se encuentra en deuda con la obra de Minkowski, y agradece a Grossmann la ayuda que /e ha prestado en las cuestiones matemáticas.

No podemos exponer aquí todos los problemas que superó Einstein. Estuvo trabajando dos años en dirección equivocada antes de darse cuenta, entre otras cosas, de que no había ninguna objeción física que impidiera tratar todos los sistemas de coordenadas en condiciones de igualdad ―de que, en definitiva, el principio de covarianza general no estaba en conflicto con la casualidad―. A partir de entonces, progresó con rapidez. Todo encajaba maravillosamente en su lugar, y ya en 1915, Einstein había encontrado las ecuaciones que buscaba. Su teoría, una vez descubierta, era de una sencillez majestuosa. La gravitación no aparecía tratada como fuerza sino como una curvatura intrínseca del espacio-tiempo. Los cuerpos pequeños, como los planetas, se movían trazando órbitas alrededor del Sol no porque éste los atrajera sino porque en el espacio-tiempo que rodeaba al Sol no había líneas universales rectas. Una línea recta se puede definir como la distancia más corta entre dos puntos. En el espacio-tiempo los movimientos de los planetas se representaban mediante geodésicas ―análogas de las distancias más cortas―. Por eso, los planetas, como las partículas libres, obedecían la primera ley de Newton, la ley de la inercia (en la medida en que esto era posible dentro de un espacio-tiempo curvo). Lo entenderemos mejor con dos diagramas. El primero indica, desde el punto de vista de una superficie bidimensional, el tipo de curvatura gravitatoria tridimensional del espacio que rodea el Sol; la curvatura está muy exagerada. Dada la curvatura existente, un planeta situado en P y que trate de moverse lateralmente en línea recta, no podrá hacerlo y seguirá el recorrido indicado por PQ. De esta forma se explica que un planeta trace una órbita alrededor del Sol.

El problema de este diagrama es que no reproduce ni el tiempo ni la curvatura del tiempo. Y aunque, en cierto sentido, es matemáticamente correcto, en otro es totalmente falso. El principal factor que influye en el movimiento planetario no es la curvatura del espacio sino una curvatura del tiempo que, de hecho, puede estar relacionada con la velocidad cambiante de la luz en un campo gravitatorio. Esta vuelta sorprendente a la idea inicial de Einstein ―esto es, ver en la velocidad de la luz el potencial gravitatorio― es una nueva prueba de su gran intuición. La curvatura del tiempo no es fácil de representar en un diagrama. No obstante, observemos la siguiente figura que incluye al tiempo como una dimensión que apunta hacia la parte superior de la página. La doble línea representa el Sol a través del tiempo ―la línea universal del Sol.

La línea helicoidal representa la línea universal de un planeta, una geodésica en el espacio-tiempo curvo asociado con el Sol. Imaginemos que estamos en una plataforma que representa nuestro «ahora». En la medida en que nuestro «ahora» vaya penetrando en el futuro, la plataforma irá subiendo ―no hay que olvidar que estamos representando el tiempo como una dimensión que apunta hacia arriba―. Al subir la plataforma, la hélice la irá atravesando en puntos sucesivos que en la plataforma parecerán un solo punto en órbita alrededor del Sol.

Estos diagramas son necesariamente imperfectos. Sin embargo, cada uno a su manera contiene una indicación de lo que ocurre de hecho y, si logramos integrarlos mentalmente, obtendremos una imagen no demasiado inexacta de las ideas einsteinianas.

¿Qué ocurre con las ecuaciones de Einstein que regulan la curvatura espacio-tiempo? Son diez, y su complejidad es enorme. Si se escribieran con todo detalle, en lugar de hacerlo con los signos abreviados, llenarían un grueso volumen con sus complicados símbolos. Hay en ellas algo que resulta de gran belleza y casi milagroso.

Quizá parezca ridículo hablar de belleza y de milagros después de indicar que las ecuaciones son feas y engorrosas. Pero examinemos la siguiente pregunta: ¿Cómo consiguió Einstein dar con las ecuaciones? ¿Cabe alguna posibilidad de que adivinara los distintos términos, en realidad centenares de miles, o en alguna forma millones, y todos ellos muy áridos? Ninguna. Entonces, ¿cómo dio con ellos? Ahí es donde se produce esa especie de milagro estético. El cálculo tensorial contenía reglas muy rígidas. Por razones físicas. Einstein impuso algunas condiciones sin importancia que, en su mayor parte, respondían a un deseo de sencillez. Y cuando luego buscó diez ecuaciones tensoriales en que la gravitación estuviera representada únicamente por diez cantidades gμν, comprobó que tenía las manos atadas. Por su insistencia en la sencillez, el cálculo tensorial no le dejaba opción donde elegir. Las ecuaciones de campo estaban determinadas de forma singular. En la representación tensorial estas ecuaciones están resumidas. Su fuerza y su misma naturalidad tanto en la forma como en el contenido les dan una belleza indescriptible. Supongamos que alguien las hubiera escrito plenamente desarrolladas, término por término. Un solo error de escritura en todo ese libro de términos, la omisión de un 1/2 o la confusión de un 3 con un 2, haría que las ecuaciones no cumplieran la condición de covarianza general.

Comenzamos ―pero sólo comenzamos― a ver aquí la verdadera magnitud de la intuición de Einstein. ¿Cuáles fueron las semillas que dieron lugar a esta estructura maravillosamente única? Entre otras cosas, la teoría de Newton y la teoría de la relatividad restringida, claro está, así como la idea de Minkowski de un mundo cuatridimensional, y las duras críticas de Mach a la teoría de Newton. También el marco matemático ya preparado, y del que hablaremos más adelante. Pero, y luego, ¿qué? El principio de equivalencia, el principio de covarianza general... y esencialmente nada más. ¿Por qué clarividencia mágica eligió Einstein precisamente estos dos principios como guía mucho antes de saber hasta dónde podían llevarle? Ya es asombroso que le hubieran llevado a ecuaciones únicas de naturaleza tan compleja y al mismo tiempo tan sencilla. Pero, una vez obtenidas, ¿de qué servían estas ecuaciones? Pronto se pudo hacer una prueba. El movimiento del planeta Mercurio no encajaba con la predicción newtoniana. Su perihelio, el punto de su órbita más próximo al Sol, avanzaba poco menos de 5.600 segundos de arco por siglo, y, aunque esto podía explicarse en gran parte, de una u otra manera, desde una perspectiva newtoniana, seguían sin poderse explicar entre 40 y 50 segundos de arco por siglo. (Cálculos más recientes y precisos dan un margen probable situado entre 41,5 y 54,5.)

En 1915, Einstein demostró que su nueva teoría admitía un avance adicional del perihelio de Mercurio que equivaldría aproximadamente a 43 segundos de arco por siglo. Este resultado sorprendente, expuesto ante la Real Academia de Ciencias de Prusia y publicado en sus Actas, fue la culminación gloriosa de muchos años de trabajo inspirado y tenaz. Hablando de ellos, Einstein dijo en una ocasión: «A la luz de los conocimientos actuales, parece inevitable que se llegara a dar con la conclusión acertada. Cualquier estudiante inteligente puede entenderla sin problemas. Pero los años de ansiosa búsqueda en la oscuridad, con un deseo intenso, con las alternancias de agotamiento y confianza y la final aparición de la luz, eso es algo que sólo pueden entender los que han atravesado esa experiencia.»

Einstein pronunciando una conferencia en Pasadena, en 1932. En el tablero aparece la fórmula Rik=0, forma tensorial de sus diez ecuaciones de campo para la gravitación pura.

En el cálculo del movimiento del perihelio de Mercurio no cabían trucos. No había nada arbitrario que pudiera ajustarse caprichosamente para hacerlo coincidir con la realidad. No había margen de maniobra. Si el resultado no hubiera sido, por sí solo, una cifra próxima a 43 ―y, ¡ojo!, hacia adelante― la teoría se habría venido por tierra.

En una carta de enero de 1916 dirigida a su querido amigo Paul Ehrenfest le decía: «Imagínate mi alegría ante la viabilidad de la covarianza general y al comprobar que las ecuaciones daban el movimiento correcto del perihelio de Mercurio. Durante varios días estuve fuera de mí, como en estado de éxtasis.»

Einstein, en 1916.

Recordemos cómo el mismo Einstein había comentado el profundo respeto que llegó a sentir por las matemáticas. La única razón no estuvo en el cálculo tensorial. Los matemáticos, con su clarividencia especial, le habían preparado el camino más de lo que él pensaba. La teoría de la relatividad general se oponía a la bella estructura euclidiana del «sagrado librito de geometría» que había fascinado al joven Einstein; y, en el centro de su teoría, se reflejaba un enfrentamiento con la validez estricta del teorema de Pitágoras, el famoso teorema que Einstein había conseguido demostrar con sus propias luces cuando no era más que un adolescente. Una de las coincidencias que unieron a Einstein con Grossmann fue el hecho de que éste hubiera conseguido su doctorado con un estudio sobre la geometría no euclidiana. Esta misma expresión muestra todo el camino recorrido por los matemáticos. Es cierto que la mayor parte de quienes estudiaban geometría elemental seguían pensando que era imposible reemplazar el sistema de Euclides. Además. Kant había afirmado que dicho sistema constituía una necesidad del pensamiento humano, y por tanto, era imposible pensar en rechazarlo. Pero el proceso de incubación era tan antiguo como Euclides y, sobre todo a partir de comienzos del siglo XIX, matemáticos audaces habían propuesto soluciones alternativas. Gauss había afirmado que, desde el momento en que Euclides tenía competidores, la geometría se convertía necesariamente en una ciencia experimental.

Resultan especialmente interesantes los trabajos realizados en Gotinga, a partir de 1854, por el matemático alemán Bernhard Riemann. Partiendo de las obras de pioneros como el húngaro Wolfgang Bolyai, el ruso Nikolai Lobachevski y Gauss, edificó un sistema geométrico general que es al de Euclides lo que una cadena de montañas a una llanura. En el caso de las superficies es posible lograr una representación visual de la audaz generalización de Riemann: pero, cuando hay tres dimensiones o más, sólo nos queda la vía de la comprensión matemática. Esta geometría multidimensional, de curvatura irregular, podía servir para responder a las necesidades de Einstein.

Además, como ya hemos dicho. Gauss había encontrado un complejo procedimiento matemático para extraer de un tensor métrico bidimensional informaciones sobre la curvatura intrínseca de la curvatura a la que pertenece. Riemann y Elwin Christoffel, cada uno por su cuenta, habían ampliado este procedimiento a un número superior de dimensiones. Al hacerlo, y ya antes de la aparición del cálculo tensorial, habían descubierto una cantidad matemática muy eficaz que recibe en la actualidad el nombre de tensor de Riemann-Christoffel o el de tensor de curvatura. Procede del tensor métrico, y contiene los constituyentes esenciales de las ecuaciones del campo einsteiniano de la gravitación, determinadas de forma unívoca Por otra parte. Riemann, y luego el matemático inglés William Clifford, habían dado la impresión de no estar en sus cabales cuando se arriesgaron a sugerir que la materia quizá no fuera, en definitiva, más que una curvatura del espacio. En cuanto a Christoffel, señalemos, como dato anecdótico, que era profesor en el Politécnico de Zurich cuando descubrió el tensor de curvatura.

¿Qué habría ocurrido si Riemann hubiera conocido el espacio-tiempo? ¿Habría considerado la materia como la curvatura de un espacio de cuatro dimensiones, en vez de tres? Podemos responder que sí, casi con toda seguridad. ¿Habría elaborado entonces la teoría einsteiniana de la gravitación? Vistas las cosas retrospectivamente, podríamos sentir la tentación de decir que sí. Sin embargo, las probabilidades de que así fuera eran infinitamente pequeñas. El camino de acceso a la teoría de Einstein era más físico que matemático, pero además, como rasgo característico, tuvo más de intuitivo que de físico. No podemos olvidar esto si queremos comprender la proeza de Einstein, pues no era una meta a la que pudiera llegar por la pura lógica. Como sabemos, se basó en el principio de covarianza general. Pero había tergiversado el principio de equivalencia hasta el punto de que algunos expertos, aun reconociendo su valor, se preguntan qué era lo que Einstein pensaba de verdad. En cuanto al principio de covarianza general, Einstein se equivocó al pensar que expresaba la relatividad de todo movimiento5. Y lo que es peor, el principio de covarianza general está, en cierto sentido, vacío de contenido, pues prácticamente cualquier teoría física matemáticamente expresable puede ponerse en forma tenso― rial, lo cual es cierto no sólo para la relatividad restringida, sino también para la teoría newtoniana.

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