Einstein

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PORTADA » XII. TODOS LOS HOMBRES SON MORTALES

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A Einstein le apasionaba la música de Mozart porque en ella encontraba lo que había buscado siempre en la ciencia: belleza, claridad, sencillez.

En la música buscaba lo mismo que en la ciencia: la belleza sencilla y natural, por encima de todo. Su ideal era Mozart. Cuando alguien intentaba convencerle de que Beethoven era más grande como compositor, lo negaba rotundamente. Decía que Beethoven creaba su música, pero que la música de Mozart era tan pura que parecía estar desde siempre en el universo, esperando que alguien la descubriera. En una ocasión, pensando en los destrozos que produciría la guerra atómica, Einstein dijo que la humanidad no oiría ya más a Mozart. En un primer momento, la observación puede parecemos sorprendente por su superficialidad. Sin embargo, ¡qué forma más sencilla de expresar en pocas palabras la destrucción de la civilización!

En su fama mundial veía una especie de crédito ―un don del destino― que debía utilizar para bien de todos. Sabía lo mucho que pesaba su nombre. Defendió apasionadamente la causa de la libertad humana y su conciencia le impidió rechazar las peticiones que recibiría de ayudar a causas nobles.

Son muchas las anécdotas que se cuentan de él y que reflejan su aspecto humano. Straus cuenta que su gato se ponía muy triste cuando llovía y que Einstein le decía en tono de disculpa: «Sé qué es lo que te molesta, amigo mío, pero no sé cómo evitarlo.» Cuando la gata de los

Straus tuvo gatitos, Einstein dijo que tenía mucho interés en verlos. Pero dejemos que sea Straus quien nos lo cuente: «Einstein vino a casa con nosotros, desviándose de lo que era su recorrido habitual. Se quedó consternado al ver que nuestros vecinos eran todos personas que trabajaban en el Instituto. Comentó: “Vamos más aprisa. Hay aquí muchísimas personas que me han invitado a sus casas y les he tenido que decir que no. Espero que no se enteren de que he venido a ver a tus gatitos. “»

Tenía el don de hacer que quienes iban a visitarlo se encontraran a gusto desde el primer momento, no tanto por lo que decía cuanto por su actitud. No tenía necesidad, ni deseo, de dominar a nadie. Trataba a todos como iguales, y su naturalidad y humildad innata eran tales que el visitante no tenía ocasión ni de sentirse falsamente halagado, pues Einstein no era dado a las lisonjas. No había en su conducta el menor rasgo de condescendencia, tan frecuente en la afectada simpatía de otros personajes. No era como los demás hombres. Tenía sus debilidades humanas, pero había en él una grandeza que brillaba todavía más como fruto de su sencillez.

De los problemas públicos hablaba con sencillez y sin miedo, como los profetas bíblicos, pues sentía gran preocupación por los demás hombres. En una ocasión escribió: «Mi sentido apasionado de la justicia y de la responsabilidad social ha estado siempre en claro contraste con mi escasa necesidad de contacto directo con otros seres humanos y comunidades de hombres. Soy en verdad un “viajero solitario” y nunca he entregado todo mi corazón a mi país, a mi casa, a mis amigos, ni siquiera a mi familia más inmediata. Ante todos estos vínculos he conservado una sensación de distancia y una necesidad de soledad ―sentimientos que van en aumento con los años.»

Esto lo escribía en 1930, y siguió siendo verdad a lo largo de toda su vida.

Sin embargo, le producía gran satisfacción no sólo progresar en su trabajo sino conseguir el reconocimiento de los científicos. A la Royal Astronomical Society de Londres, que le concedió su medalla de oro de 1925, escribió estas palabras: «El que encuentra una idea que nos permite penetrar algo más a fondo en el eterno misterio de la naturaleza ha obtenido una gran gracia. El que, además, recibe el reconocimiento, la simpatía y la ayuda de las mentes más preclaras de su tiempo, recibe una felicidad que casi supera a la capacidad humana.»

Nos dejó otras pistas para llegar a su personalidad íntima, pero sólo podemos interpretarlas a la luz de nuestras propias experiencias, no de las suyas. Por ejemplo, en una ocasión escribió: «La experiencia más bella que podemos tener es la del misterio. Es la emoción fundamental que está en la base del verdadero arte y de la verdadera ciencia.» Aun en el caso de que hayamos conocido personalmente el éxtasis de la creación artística o de la mística religiosa, sólo podemos entender de forma indirecta lo que sintió el propio Einstein. Por detrás de sus palabras hay una experiencia trascendental que es únicamente suya. En el fondo, era un artista que utilizaba como medio de expresión la ciencia. Y era un apasionado. Muchas veces, cuando le venía una idea, trabajaba en ella hasta el límite de sus fuerzas. Si la idea se mostraba recalcitrante, volvía sobre ella una y otra vez, año tras año, con increíble persistencia. Recriminaba a quienes pensaban que aquel trabajo intelectual era pura alegría incontaminada: «Los que han conocido esto, no se han lanzado como locos en su busca.»

Sentía alegría, y muy intensa, pero trabajaba porque no podía hacer otra cosa. Se veía dominado inexorablemente. En 1950 respondió a una señora que le había enviado un poema con ocasión de su setenta y un cumpleaños: «Me invade una sensación de malestar siempre que se acerca mi inevitable cumpleaños. La esfinge se pasa el año mirándome fijamente y recordándome dolorosamente la existencia de lo Incomprendido, borrando los aspectos personales de mi existencia. Entonces llega ese día nefasto en que el cariño que me demuestran mis amigos me reduce a un estado de desesperación e impotencia. La esfinge no me deja libre ni un momento, y no puedo evitar mis remordimientos de conciencia por ser incapaz de hacer justicia a todo este cariño, pues no tengo descanso ni libertad interior.»

En otra ocasión utilizó una metáfora distinta. En 1945, al agradecer a Hermann Broch que le hubiera enviado una copia de su libro La muerte de Virgilio, Einstein se expresaba en términos más relacionados con Fausto: «Estoy fascinado por su Virgilio, y al mismo tiempo me resisto a él con todas mis fuerzas. El libro me demuestra claramente lo que perdí cuando me vendí en cuerpo y alma a la Ciencia, la huida del YO y el NOSOTROS hacia el ELLO.»

Intentó describir su forma de pensar, diciendo que en su mayor parte consistía en un juego «más bien vago» y alógico con signos «visuales» y «musculares», después del cual había que «buscar laboriosamente» los términos explicativos.

Pero, ¿qué sacamos de esto? ¿No somos como esa persona que sin el menor oído musical intenta comprender una sinfonía? Por ejemplo, el 19 de marzo de 1949, se celebró en Princeton un simposio íntimo para celebrar el setenta cumpleaños de Einstein. En presencia de éste, destacados científicos de los distintos campos expusieron detalladamente sus logros. Pero el homenaje más sincero de cuantos recibió se produjo de forma espontánea. Entre los oradores estaba el premio Nobel I. I. Rabi. Mientras leía el texto preparado de su intervención, pareció comprender de repente la imposibilidad de expresar la magia especial del genio de Einstein. Con un gesto de impotencia, se detuvo en medio de una frase, señaló su reloj y en tono donde se mezclaban el respeto y la sorpresa dijo bruscamente: «¡Y todo vino de aquí!»

Oigamos ahora al propio Einstein. A Solovine, que le había escrito felicitándole por su setenta cumpleaños, le respondió el 28 de marzo de 1949 diciendo, entre otras cosas: «Te imaginas que al volver la vista sobre lo que he hecho en mi vida lo hago con calma y satisfacción. Pero, vistas de cerca, las cosas son muy distintas. No hay un solo concepto del que tenga la seguridad de que se mantendrá firme, y no estoy seguro de ir, en general, por el buen camino.»

No había en esto falsa modestia. Einstein sabía que su obra era importante. Pero también conocía la fragilidad de todas las teorías. Es más, ¿quién podría saberlo mejor que él, que había derribado los cimientos del poderoso edificio conceptual de Newton? Nos vienen a la mente las palabras del propio Newton poco antes de morir: «No sé qué imagen tendré ante los ojos del mundo; pero ante mí mismo parece que no he sido más que un muchacho que jugaba en la playa y se divertía encontrando de vez en cuando un guijarro más liso o una concha más bonita que las demás, mientras el gran océano de la verdad se abría, desconocido, ante mí.»

A finales de 1954 Einstein estuvo débil y enfermo. Sabía que no le quedaban muchos años de vida. Más de una vez habló de la muerte como de una liberación, como por ejemplo en una carta del 5 de febrero de 1955: «He llegado a ver en la muerte una antigua deuda, que por fin voy a pagar.» Sin embargo, antes de morir tendría que experimentar un nuevo sufrimiento. En marzo de 1955 murió su amigo Michele Besso ―a quien había dado las gracias al final de su artículo de 1905 sobre la relatividad―. El 21 de marzo de 1955 escribía al hijo y a la hermana de Besso: «La base de nuestra amistad radica en nuestros años de estudiantes en Zurich, donde nos veíamos con frecuencia en las veladas musicales... Más tarde, nos unió la oficina de patentes. Las conversaciones que manteníamos al volver a casa fueron inolvidables... Y ahora me ha precedido brevemente al decir adiós a este extraño mundo. Esto no significa nada. Para los físicos creyentes, la distinción entre pasado, presente y futuro no es más que una ilusión, a pesar de su persistencia.»

Besso se le adelantó por muy poco. Sólo unas semanas después se despediría para siempre el propio Einstein. Pero, mientras tanto, tenía cosas importantes que hacer. Alarmado por la carrera de armamentos, Bertrand Russell estaba preparando una declaración que, esperaba él, sería firmada por un grupo selecto de distinguidos intelectuales de todo el mundo. Era una advertencia del peligro que amenazaba a la humanidad. Se dirigió a Einstein solicitando su ayuda, que éste le prestó encantado. El 2 de marzo de 1955 Einstein escribió a Bohr para hablarle del proyecto en una carta que empezaba con estas reveladoras palabras: «¡No pongas esa cara! Esta carta no tiene nada que ver con nuestra vieja controversia; voy a hablar de un tema en el que estamos completamente de acuerdo.» Al final de la carta venían estas palabras también muy significativas: «En América, las cosas se complican por la probabilidad de que los científicos de más renombre, que ocupan puestos oficiales de gran influencia, no estén demasiado dispuestos a comprometerse en tal aventura. Mi propia participación puede tener cierta influencia favorable en el extranjero, pero no aquí, donde se me tiene por la oveja negra (y no sólo en cuestiones científicas).»

La larga declaración Russell―Einstein, publicada tras la muerte del último, preguntaba abiertamente: «¿Vamos a acabar con la raza humana; o, por el contrario, la humanidad va a renunciar a la guerra?» El manifiesto llevaba once firmas. La de Bohr no figuraba. Él y otros, quizá con más realismo que Russell y Einstein, lo consideraron como un gesto inútil. Sin embargo, en los días que le quedaban de vida, Einstein no pudo permanecer en silencio. Y, como consecuencia del manifiesto, se organizaron varias reuniones y conferencias internacionales que influyeron en cierta forma en los intentos ―totalmente insuficientes― de controlar la proliferación de las armas atómicas.

La firma del manifiesto fue el último acto público realizado por Einstein. Cuando sólo quedaba un mes para el séptimo aniversario de la fundación del Estado de Israel, le habían solicitado que preparara una declaración científica y cultural que se emitiría en Tel Aviv en el marco de los actos oficiales. Einstein prefirió dirigirse a la opinión pública mundial y exponer el problema de las relaciones entre árabes e israelíes en el contexto más amplio de la paz mundial. El 2 de abril de 1955, y de nuevo el 13 de abril, a pesar de no encontrarse bien, habló con representantes de Israel. El mismo día 13, le asaltaron fuertes dolores abdominales y otros síntomas alarmantes. El viernes 15 de abril, su estado era tan grave que fue trasladado al hospital de Princeton. Sabía que estaba a punto de morir. A un colaborador íntimo le dijo en tono de reproche amistoso: «No estés tan triste. Todos tenemos que morir.» Preguntó si la agonía iba a ser muy dolorosa, pero los doctores no pudieron hacer un pronóstico concreto. Gracias al tratamiento que se le aplicó en el hospital, remitieron los dolores. El sábado pidió sus gafas y el domingo dijo que le llevaran sus cálculos y las notas que estaba preparando para la declaración sobre Israel. Su hija Margot, que también había ingresado en el hospital, fue a visitarlo, y al principio no le reconoció, tan desfigurado estaba por el dolor y la palidez. El hijo mayor había venido desde California para acompañarle en aquella hora difícil. También estuvo con él en sus últimos días y horas su viejo amigo y fiel consejero, el comunista Otto Nathan.

La precaria salud de Einstein se refleja en su cuidado al abrigarse.

La última foto de Einstein, tomada el día de su 76 cumpleaños, el 14 de marzo de 1955.

Dos años antes, Einstein había escrito a la reina madre de Bélgica: «Es curioso, pero cuando nos vamos haciendo viejos vamos perdiendo la íntima identificación con el aquí y el ahora; nos sentimos trasladados al infinito, más o menos solitarios, sin esperanza ni miedo, como meros observadores.» Nueve meses más tarde, con palabras que recuerdan las convicciones de uno de los primeros pensadores que hablaron del átomo, el poeta romano Lucrecio, Einstein había escrito: «Es muy frecuente que los hombres piensen con terror en la muerte. Es uno de los medios de que se sirve la naturaleza para conservar la vida de la especie. Desde un punto de vista racional, este terror no tiene ninguna justificación, pues quien haya muerto o no haya nacido todavía no puede padecer ningún accidente. En pocas palabras, es un terror estúpido pero inevitable.»

Cuando le llegó la hora, hizo frente a la muerte sin temor y hasta con buen humor. Se mantuvo sereno, con el espíritu tranquilo, dispuesto para la última gran aventura. Siguió hablando con calma y con su habitual humor de asuntos personales y científicos y, con cierta tristeza, de América y de las escasas esperanzas de conservar la paz en el mundo. Así pasó sus últimas horas de vigilia. La tarde del domingo se quedó dormido, y el 18 de abril de 1955, poco más de una hora después de medianoche, su corazón dejó de latir.

Dos siglos antes, cuando murió Newton, su cuerpo quedó expuesto al público, mientras el mundo lloraba su muerte. Sus cenizas fueron depositadas solemnemente en la abadía de Westminster, en el corazón de Londres, junto a los restos de los más distinguidos hijos de Inglaterra.

Cuando murió Einstein, hubo gran consternación en todo el mundo. Pero él había indicado que no quería ni funeral, ni tumba, ni monumento. En una ceremonia privada, en presencia de sus más íntimos, fue incinerado cerca de Trenton. Nueva Jersey. Por propio deseo, se mantuvo en secreto el destino de sus cenizas, para evitar que ningún lugar del mundo, por humilde que fuera, pudiera convertirse en un relicario. Pero el rio del Tiempo siguió fluyendo y llevó sus cenizas desde donde se encontraran hasta el gran océano en cuya orilla también había jugado Newton.

 

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