Einstein

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PORTADA » II. EL NIÑO Y EL JOVEN

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Ya no existe en Ulm la casa en la que nació Einstein. La II Guerra Mundial la redujo a escombros. En dicha ciudad se había dado a una calle el nombre de Einstein. Pero los nazis no podían soportar que un judío recibiera estos honores, sobre todo tratándose de alguien tan importante y que a lo largo de toda su vida había brillado como símbolo de todo lo que ellos querían destruir. El nuevo alcalde nazi de Ulm decidió, el mismo día de su toma de posesión, cambiar el nombre de Einsteinstrasse por el de Fichtestrasse, en honor del filósofo y orador nacionalista alemán del siglo XVIII. Sólo tras la derrota de los nazis se repuso el nombre de Einsteinstrasse.

Casa de Ulm, en la Bahnhofstrasse, 20. donde nadó Einstein. Un año después de su nacimiento, la familia se trasladó a Munich.

En unas cartas escritas en 1946 Einstein decía: «Me he enterado de la curiosa historia de los nombres de la calle y me ha hecho mucha gracia. No sé si desde entonces se ha producido algún otro cambio, y menos todavía cuándo será el próximo; pero sí sé cómo controlar mi curiosidad... Creo que sería más acorde con la mentalidad política alemana bautizarla con el nombre de “Windfahnenstrasse” (calle de la Veleta). Además, así se evitarían nuevos cambios.»En realidad, Einstein pasó poco tiempo en Ulm. Un año después de su nacimiento, la familia se trasladó a una ciudad mucho mayor, donde su padre, Hermann, y el hermano de Hermann ―tío Jakob― montaron juntos un negocio, una pequeña fábrica de material electrotécnico. Por una cruel ironía, el lugar elegido fue Munich, que con el tiempo se convertiría en la cuna del nazismo. Por su parte, los Einstein no manifestaban en su forma de vida demasiadas huellas de su origen judío.

En este estado quedó la casa natal de Einstein después de los bombardeos de la II Guerra Mundial.

Enviaron a Albert y a su hermana Maja, dos años menor que él, a una escuela elemental católica, en la que los dos niños aprendieron las tradiciones y dogmas de dicha confesión. No obstante, también recibieron educación judía. El pequeño Albert demostró en seguida una intensa inclinación religiosa, en sus aspectos espirituales y rituales. Durante muchos años, por ejemplo, se negó a comer cerdo, y no le parecía bien que sus padres fueran poco escrupulosos en sus prácticas judías.

En una biografía tan breve quizá parezca innecesario hablar de la evolución religiosa de alguien que se hizo famoso en el campo de la ciencia. Pero la motivación científica de Einstein era en gran parte religiosa, aunque no en un sentido tradicional y ritualista. Ya hemos visto cómo la aguja imantada de la brújula marcó el rumbo de aquel niño hechizado por su misterio. En su edad adulta nunca perdió aquella capacidad infantil de asombro y admiración. «Lo más incomprensible de este mundo ―decía― es que es comprensible.» Al juzgar una teoría científica, propia o ajena, se preguntaba si, en el caso de que hubiera sido Dios, habría hecho así el universo. Es un criterio que puede parecer más próximo al misticismo que a lo considerado generalmente como ciencia, pero sin embargo revela la fe de Einstein en la sencillez y belleza últimas del mundo. Sólo un hombre con la profunda convicción religiosa y artística de que la belleza es una realidad que está esperando que la descubramos podría haber desarrollado teorías cuyo atributo más llamativo, por encima de sus éxitos espectaculares, es su belleza.

Los padres de Albert, Hermann y Pauline Einstein, formaban, según todas las informaciones de que disponemos, un matrimonio sin tacha. Él, un hombre de negocios optimista, liberal y de buen carácter; ella, un ama de casa tranquila y amante del arte, aficionada a tocar el piano cuando se lo permitían sus deberes domésticos. En Munich tuvieron como vecinos a la familia de Jakob Einstein. Vivían cerca de la fábrica, en dos casas unidas por un amplio jardín. En aquellos años Albert trató mucho con su tío Jakob, que era el ingeniero de la sociedad.

El pequeño Albert tenía cierta inclinación a la soledad. Cuando el jardín se llenaba de niños que iban a jugar, él solía participar poco en sus actividades. En un documento escrito mucho más tarde, su hermana Maja recordaba que Albert prefería los juegos que exigían paciencia y perseverancia, como levantar complicadas estructuras con bloques y construir castillos de naipes de hasta catorce pisos. Desde niño, Albert manifestó una resistencia instintiva ante todo tipo de coacción. Se estremecía al ver u oír los desfiles militares. Mientras otros niños soñaban con el día en que también ellos podrían llevar uniformes militares, a él le repugnaba la simple idea de desfilar mecánicamente siguiendo el ritmo absurdo marcado por el sonido de un tambor.

En 1886, cuando sólo tenía siete años, su madre, Pauline, escribía a su madre: «Ayer, Albert trajo las notas del colegio. Sigue siendo el primero de su clase y las notas son excelentes.» Y un año más tarde su abuelo materno escribía: «Albert ha vuelto ya al colegio. Me encanta este niño, pues no te puedes imaginar lo bueno e inteligente que es.»

Estos comentarios podrían hacemos pensar que Albert había superado rápidamente su retraso inicial y se había convertido en un alumno brillante y feliz, que gozaba del cariño de sus familiares y maestros. Pero, más adelante, Einstein habló con amargura de su vida escolar. Lo que más le molestaba eran los rígidos y repetitivos métodos de formación predominantes en aquella época. Este rechazo se intensificó cuando, a los diez años de edad, abandonó la escuela elemental para ingresar en el Instituto Luitpold. En 1955 escribió: «Como alumno no fui ni muy bueno ni muy malo. Mi punto más débil era mi mala memoria, sobre todo cuando había que memorizar palabras y textos.» Su profesor de griego llegó a decirle: «Nunca llegarás a nada.» No podemos decir que fuera un alumno destacado. Pero son interesantes las siguientes palabras de Einstein: «Sólo en matemáticas y física, y gracias a mi esfuerzo personal, me adelanté con mucho al programa oficial de estudios. También podría decir lo mismo de la filosofía en lo que al plan de estudios se refiere.»

Por fin, podemos hacernos una imagen más clara de la evolución del pequeño Einstein. Las palabras claves son «esfuerzo personal», íntimamente relacionado con su apasionada curiosidad y su capacidad de asombro.

Su aprendizaje del violín nos da otra pista sobre su evolución. El propio Einstein dijo más tarde: «Recibí clases de violín entre los seis y los catorce años, pero no tuve suerte con mis profesores. Para ellos la música se reducía a una práctica mecánica. Sólo comencé a aprender de verdad hacia los trece años, sobre todo después de enamorarme de las sonatas de Mozart. El deseo de reproducir, en cierta medida, su contenido artístico y su encanto singular me obligó a mejorar mi técnica. Lo conseguí gracias a dichas sonatas, sin necesidad de un adiestramiento sistemático. En general, creo que el amor es mejor maestro que el sentido del deber; en mi caso al menos, fue así.»

Einstein encontró una ayuda indudable en su tío Jakob. Al parecer, antes de que Albert estudiara geometría, tío Jakob le había hablado del teorema de Pitágoras: la suma de los cuadrados de los catetos de un triángulo rectángulo es igual al cuadrado de la hipotenusa:

o, en otras palabras, si en el triángulo GLR el ángulo R es un ángulo recto, entonces ╙╚2 = ╚╛2 + ╛╙2. Albert quedó fascinado. Tras ímprobos esfuerzos, encontró la forma de demostrar el teorema ―proeza extraordinaria, dadas las circunstancias, y que llenaría de satisfacción al niño y a su tío―. Sin embargo, por extraño que parezca, esta satisfacción debió de ser insignificante comparada con la emoción que experimentó más tarde con un pequeño manual de geometría euclidiana, que le absorbió por completo. Tenía entonces doce años, y el libro le produjo un impacto tan fuerte como el de la brújula magnética siete años antes. En sus Notas autobiográficas habla entusiasmado del «santo librito de geometría», y dice: «Había afirmaciones, por ejemplo la de la intersección de las tres alturas de un triángulo en un punto, que ―sin ser evidentes― podían demostrarse con tal certeza que parecía absurda la menor duda. Esta lucidez y certeza me produjeron una impresión indescriptible.»

A quienes sientan aversión instintiva hacia las matemáticas, esta pasión por la geometría tiene que resultarles increíble ―algo parecido al amor del herpetólogo hacia las serpientes―. Como Einstein eligió el camino fácil, pero honrado, de describir la impresión como indescriptible, recurriremos a una descripción de Bertrand Russell, que tuvo una experiencia semejante y casi a la misma edad. «A los once años de edad comencé a estudiar a Euclides... Fue uno de los grandes acontecimientos de mi vida, tan deslumbrante como el primer amor. Nunca había imaginado que hubiera algo tan maravilloso en este mundo.» Y no olvidemos las palabras de la poetisa estadounidense Edna St. Vincent Millay: «Sólo Euclides ha contemplado la Belleza al desnudo.»

Una página del «sagrado libro de geometría» en la que aparece una anotación de Albert sobre el teorema 3: «Esta demostración no tiene sentido, pues si podemos suponer que los espacios del prisma se pueden convertir en una superficie lisa, habría que decir lo mismo del cilindro.»

Fotografía escolar de Einstein y sus compañeros de clase, en 1889. Albert, que entonces contaba diez años, es el tercero por la derecha, en la primera fila.

Siendo niño, Albert leyó libros de divulgación científica con lo que más tarde describiría como «atención embelesada». Estos libros no llegaron a sus manos de forma accidental. Se los había proporcionado deliberadamente Max Talmey, perspicaz estudiante de medicina que durante algún tiempo acudió todas las semanas a casa de los Einstein. Talmey tuvo prolongadas discusiones con el pequeño Albert, orientándole y ampliando sus horizontes intelectuales en una edad crucial para su formación. Cuando el propio Albert llegó a dar clases de matemáticas superiores, Talmey orientó las conversaciones entre ambos hacia el campo de la filosofía, en el que todavía podía defenderse. Recordando aquellos días, Talmey escribió: «Le recomendé que leyera a Kant. Albert sólo tenía trece años, y sin embargo, las obras de Kant, incomprensibles para la mayoría de los mortales, le parecían muy claras.»

Maja y Albert Einstein, cuando contaban aproximadamente doce y catorce años de edad.

Un sorprendente resultado de los libros científicos sobre el impresionable Albert fue que de repente se volvió antirreligioso. No se le escapaba que la historia científica no coincidía con la bíblica. Hasta entonces, había encontrado en la religión el consuelo de la certeza. Entonces comprendió que tenía que renunciar a ella, al menos en parte, y esto le produjo un intenso conflicto emocional. Durante cierto tiempo no sólo dejó de ser creyente, sino que se convirtió en un escéptico lleno de fanatismo, profundamente receloso ante toda autoridad. Unos cuarenta años después, llegó a decir con ironía: «Para castigarme por mi desprecio de la autoridad, el destino me convirtió a mí mismo en una autoridad.» Su desconfianza inicial hacia la autoridad, que nunca le abandonó por completo, resultaría de gran importancia. Sin ella, no habría adquirido la enorme independencia de espíritu que le dio el valor necesario para poner en tela de juicio las opiniones científicas tradicionales y, de esa manera, revolucionar la física.

Al perder momentáneamente la fe religiosa, buscó ardientemente otra fuente de certeza, un cimiento firme sobre el que levantar la vida interior y el universo externo. Fue en este momento cuando llegó a sus manos el librito de geometría, y es muy significativo que medio siglo después le aplicara el adjetivo de «santo».

Tras unos años de prosperidad, la fábrica de Hermann y Jakob Einstein en Munich tuvo graves dificultades. En 1894 la abandonaron y ambas familias se trasladaron a Italia a probar fortuna con una fábrica situada en Pavía, cerca de Milán. Sin embargo, decidieron que Albert se quedara como interno en el Instituto hasta que terminara el curso.

De repente, a sus quince años, Albert se encontró solo. El Instituto no le proporcionaba demasiadas alegrías. No en vano sus anteriores compañeros de estudios le habían puesto el mote sarcástico de «Biedermeier», que significa algo parecido a «el bonachón». A pesar de su evidente sencillez, no pudo disimular la aversión que sentía hacia los profesores del Instituto y hacia sus métodos draconianos. Naturalmente, esto no sentó muy bien al profesorado. Tampoco le ayudó demasiado el hecho de formularles preguntas que no podían responder. En una carta escrita en 1940, Einstein describió la situación como sigue: «Cuando estaba en séptimo curso en el Instituto Luitpold [tenía por tanto unos quince años] me llamó el profesor encargado de mi clase [se trata del mismo profesor de griego que había profetizado que Einstein no llegaría nunca a nada] y me expresó su deseo de que abandonara el centro. Al responderle que no había hecho nada malo, se limitó a comentar: “Tu mera presencia hace que la clase no me respete.”

»Por mi parte, estaba deseando marcharme de aquel colegio e irme con mis padres a Italia, debido principalmente a sus métodos aburridos y mecánicos de enseñanza. Mi mala retentiva para las palabras me causó grandes dificultades, pero me parecía absurdo luchar por evitarlo. Preferí soportar todos los castigos antes que aprender maquinalmente y de memoria.»

Albert Einstein a los catorce años.

A pesar del mutuo deseo de separación, las normas y la prudencia aconsejaban que Albert resistiera hasta los exámenes finales y obtuviera su diploma. Pero hay cosas más imperiosas que las normas y la prudencia. Italia era una tentación. En sus cartas, la familia de Albert se la había pintado de color de rosa. Con sus quince años, marginado y solo, Albert decidió abandonar el Instituto. Esta decisión desesperada es toda una demostración del profundo malestar que experimentaba en Munich. Hay otros signos que lo confirman. Antes de la marcha de sus padres, había decidido cambiar de nacionalidad. Era algo que no podía hacer por su propia cuenta. La ley no se lo permitía: era menor de edad. Sin embargo, su decisión era firme y los motivos profundos. Como escribió en 1933, «la desmesurada mentalidad militar del Estado alemán no iba conmigo, a pesar de que todavía era un muchacho. Cuando mi padre se trasladó a Italia, dio algunos pasos, a petición mía, para que pudiera renunciar a mi nacionalidad alemana, pues quería hacerme ciudadano suizo».

La salida del Instituto implicaba algunos riesgos y Albert tomó todas las precauciones posibles para evitarlos. Consiguió obtener del médico de su familia un certificado según el cual, por razones de salud, era necesario que Albert fuese a Italia a descansar y recuperarse con su familia. Asimismo, consiguió que su profesor de matemáticas escribiera una carta afirmando que la capacidad y los conocimientos matemáticos de su alumno eran ya los de un universitario.

Provisto de estos dos documentos, Albert pensó que no tenía por qué preocuparse más. En el futuro las cosas irían mejor. De eso estaba convencido. Después de todo, podía estudiar por su cuenta y prepararse para entrar en la universidad. Aunque los certificados le creaban ciertos problemas de conciencia, le salvaron de ser considerado como un haragán. Albert abandonó su triste existencia en Munich y se reunió con su familia en Milán. El período siguiente fue uno de los más felices de su vida. No dejó que ninguna obligación escolar o estatal estropeara su libertad recién estrenada. Para bien o para mal, vagabundeó de un sitio para otro, mental y corporalmente, dejando de lado toda preocupación; se convirtió en un espíritu independiente, desposado con la libertad, y se dedicó a estudiar sólo las materias que le gustaban. Con su amigo Otto Neustätter, atravesó los Apeninos hasta llegar a Génova, donde tenía familiares. Museos, tesoros de arte, iglesias, conciertos, libros y más libros, familiares, amigos, el cálido sol de Italia, la gente libre y cariñosa: todo aquello convirtió la experiencia en una aventura embriagadora de huida y de maravilloso autodescubrimiento.

Pero el idilio no duró mucho. Las obligaciones materiales, abandonadas durante tanto tiempo, reclamaban ahora su atención. El negocio de Hermann Einstein había comenzado a tener problemas, y Hermann recomendó a su hijo que pensara en el futuro.

Einstein (sentado el primero a la izquierda) con su promoción de la Escuela Cantonal de Aarau, en 1896.

En Zurich, dentro de la zona suiza de habla alemana, estaba el famoso Instituto Federal de Tecnología, conocido familiarmente con el nombre de Politécnico o Poli. En 1895, tras su año glorioso de huida pasajera de la escuela, Albert se presentó en el citado Instituto para hacer los exámenes de ingreso en el Departamento de Ingeniería.

No aprobó.

Fue un golpe muy doloroso, aunque casi se lo esperaba. Además, sólo tenía dieciséis años y medio, y la edad de ingreso eran los dieciocho. Afortunadamente, este fracaso no fue una catástrofe. La causa de sus males habían sido las asignaturas repetitivas, como las lenguas y la botánica. En cuanto a asignaturas como las matemáticas y la física, las acciones son más elocuentes que las palabras: el profesor Heinrich Weber hizo algo sorprendente. Se tomó la molestia de comunicar a Albert que, si se quedaba en Zurich, podía asistir a sus clases de física. Era un gesto alentador, si bien no podía resolver el problema de Albert. Y hubo todavía más. Albin Herzog, director del Politécnico de Zurich, le insistió para que no se desanimara y tratase de conseguir un diploma en la Escuela Cantonal Suiza de Aargau, en la ciudad de Aarau.

En Aarau, con gran sorpresa y entusiasmo de Albert, la atmósfera era muy distinta de la del Instituto de Munich. Se respiraba en todas partes un reconfortante espíritu de libertad. Albert tuvo la suerte de poder alojarse en la casa de uno de los profesores, Jost Winteler, y los Winteler le trataron casi como si fuera de la familia. Su estrecha relación con los Winteler se fortalecería todavía más, pues uno de los hijos de la familia se casaría con Maja, hermana de Albert, y una de las hijas lo haría con Michele Besso, de quien hablaremos más adelante. Einstein recordaba a «papá Winteler» con gran cariño.

A los dieciséis años de edad. Albert había conseguido aprender cálculo por su cuenta, y su intuición científica era extraordinaria. Como prueba de esto último, podemos citar este fragmento tomado de una carta de felicitación a Einstein al cumplir los cincuenta años. La escribía Otto Neustätter, su compañero de excursión en el año memorable y despreocupado de Italia. En ella se habla de un incidente en el que intervino el tío Jakob cuando Albert sólo tenía quince años: «Tu tío... me había dicho que le costaba mucho realizar unos cálculos que necesitaba para la construcción de una máquina. Unos días más tarde... dijo: “¿Sabes que mi sobrino es maravilloso? Mi ayudante y yo llevábamos varios días devanándonos los sesos, y el chaval lo liquidó en poco más de quince minutos. Este va a dar que hablar”.»

Esta precocidad es impresionante, pero no demasiado excepcional. Los niños de mente despierta resuelven muchas veces problemas que suelen desconcertar a personas de mucha más edad. En nuestro caso hay algo más que señalar. A los dieciséis años de edad, estando en Aarau, Albert se preguntaba qué impresión produciría una onda luminosa a alguien que avanzara a su misma velocidad.

Comparado con el otro incidente, éste parece insignificante. Más que una solución, parece simplemente una pregunta sin responder. Pero esta pregunta, que Albert se formuló a los dieciséis años, le obsesionó durante mucho tiempo. Revela, de forma sorprendente, su capacidad para llegar al meollo de un problema. Efectivamente, en esta pregunta está contenido el germen de la teoría de la relatividad, y en aquella época no había en el mundo nadie que pudiera dar una respuesta satisfactoria. Einstein encontró una, pero tardó diez años en lograrlo.

Mientras tanto, tras un año inesperadamente agradable en Aarau, Einstein obtuvo su diploma. Superado el problema de edad, podía solicitar el ingreso en el Politécnico de Zurich. Fue admitido en el otoño de 1896, aunque ya no tenía intención de hacerse ingeniero. Con el ejemplo de Jost Winteler a la vista, Einstein pensaba que la enseñanza podía ser una forma mejor de ganarse la vida. Con esa intención, se matriculó en unos cursos destinados a la formación de profesores especializados en matemáticas y ciencias. Sus tíos de Génova le resolvieron los problemas económicos inmediatos al concederle una ayuda de cien francos al mes. Por fin, parecía que su carrera iba por buen camino.

Instituto Politécnico de Zurich, en el que Einstein fue admitido en el otoño de 1896.

Pero cuando se saborea una vez la libertad, es difícil olvidarla. Y aquel joven al que sus compañeros de clase llamaban «Biedermeier» no era de los que en seguida se vuelven dóciles. En el Politécnico de Zurich, a Einstein le costaba mucho ponerse a estudiar algo que no le interesaba. La mayor parte del tiempo la pasaba solo, explorando alegremente el mundo maravilloso de la ciencia, realizando experimentos y estudiando las obras de los grandes científicos y filósofos. Algunas de estas obras las leía con su compañera de origen serbio, Mileva Marie, con la que más tarde se casó.

Las clases le parecían un estorbo. Acudía a ellas sólo esporádicamente y, en general, con poco entusiasmo. Y aunque ahora sabía que lo que le interesaba de verdad era la física y no las matemáticas, tampoco encontraba aliciente en las clases de física. Por desgracia, en los cuatro años que duraba la carrera había que realizar dos exámenes principales. Nuevamente estuvo a punto de producirse un desastre, pero consiguió salvarse otra vez por los pelos. Su compañero Marcel Grossmann, matemático brillante, se había percatado desde el primer momento del talento de Einstein. Se hicieron amigos. Grossmann era un hombre meticuloso. Asistía a todas las clases y, además, tomaba unos apuntes modélicos por su detalle y claridad y permitió encantado que Einstein los estudiara. Gracias a esto Einstein pudo aprobar los exámenes. Obtuvo el título en 1900.

Einstein en el Politécnico.

Los apuntes de Grossmann ofrecían a Einstein la libertad de seguir estudiando por su cuenta. Entre las materias que llegó a dominar estaba lo que se conoce con el nombre de teoría del electromagnetismo de Maxwell, importante teoría que, para decepción de Einstein, no se había mencionado en las clases de Heinrich Weber. Conviene no olvidar el nombre de Maxwell. Tendremos que volver sobre él.

En Zurich, Einstein vivió frugalmente. Y no porque el dinero con que contaba fuera insuficiente. Desde el principio había ido reservando una quinta parte de lo que recibía. Su intención era ahorrar lo suficiente para poder pagar los gastos necesarios para adquirir la ciudadanía suiza. Con ayuda de su padre, la solicitó en octubre de 1899. El complicado mecanismo administrativo era muy lento. Finalmente, en febrero de 1901 pasó a ser ciudadano de la ciudad de Zurich y, por tanto, del cantón del mismo nombre y en consecuencia de Suiza. A lo largo de todas las vicisitudes de su vida, conservó siempre esta nacionalidad, aunque más tarde adquiriría también la ciudadanía estadounidense.

Los cuatro años en el Politécnico no habían sido del todo agradables. Como él mismo decía en sus Notas autobiográficas: «Había que meterse en la cabeza todo lo que indicaba el programa, tanto si te gustaba como si no. Esta imposición me resultaba tan desagradable que, cuando aprobé el examen final, durante todo un año experimenté cierta aversión a estudiar cualquier problema científico.»

Tras la obtención del título, Einstein vivió una mala racha. Parecía que nada le salía bien. Su idolatrada ciencia había perdido todo atractivo. Su franqueza y su desconfianza frente a la autoridad le habían granjeado la antipatía de los profesores, incluida la de Heinrich Weber, que debió de manifestar gran aversión hacia él. Era el mismo Heinrich Weber que, cinco años antes, se había tomado la molestia de animar al joven Albert cuando no consiguió aprobar los exámenes de ingreso. Su relación se había ido deteriorando. En una ocasión, Weber llegó a decir a Einstein, con indignación probablemente justificada: «¡Eres inteligente, muchacho! Pero tienes un fallo. Que no dejas que nadie te diga nada, absolutamente nada.»

Al finalizar sus estudios, Einstein se había quedado sin la ayuda que recibía todos los meses, y tuvo que buscar trabajo desesperadamente. Todavía no tenía veintiún años. Cuando intentó lograr algún puesto en la universidad, le rechazaron. En 1901 escribió lo siguiente: «Por lo que me dicen, no gozo del favor de mis antiguos profesores», y «hace tiempo que podría haber conseguido un puesto como auxiliar en la universidad de no haber sido por las intrigas de Weber».

Einstein consiguió sobrevivir gracias a que fue encontrando diversos trabajos esporádicos, tales como realizar cálculos, enseñar en una escuela o dar clases particulares. Pero, incluso en estas actividades, su independencia e ingenuidad le ocasionaron problemas.

No obstante, volvió a recuperar, poco a poco, su amor a la ciencia y, mientras trabajaba como profesor particular en Zurich, escribió un artículo sobre la capilaridad que se publicó en 1901 en la importante revista científica Annalen der Physik. Más tarde. Einstein declaró que aquel artículo «no valía nada», pero para entonces su nivel de exigencia ya era muy superior al normal.

De hecho, el joven Einstein había puesto muchas ilusiones en ese artículo. En Alemania, sobre todo en aquellos días, un catedrático era una «personalidad eminente», casi inasequible para los hombres de menor categoría. Y los catedráticos, conscientes de su prestigio y poder, solían ser autócratas. Einstein, un don nadie que intentaba llegar a algo, tuvo que echar mano del valor que da la desesperación para escribir la siguiente carta al gran físico-químico de la Universidad de Leipzig, Wilhelm Ostwald, quien más adelante conseguiría el premio Nobel:

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