Einstein

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PORTADA » II. EL NIÑO Y EL JOVEN

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«Fue su libro de química general el que me movió a escribir el artículo adjunto [sobre la capilaridad], por lo que me tomo la libertad de enviarle una copia. Aprovecho la ocasión para preguntarle si no podría emplear a un físico matemático, familiarizado con las mediciones absolutas. Me tomo la libertad de hacer esta petición porque carezco de ingresos y sólo con un puesto así tendría posibilidades de proseguir mis estudios.»

La carta salió el 19 de marzo de 1901. Pasaron los días y el cartero no traía respuesta alguna. Las esperanzas de Einstein comenzaron a flaquear. El 3 de abril envió una postal explicando la importancia que aquella decisión tenía para él y ―posiblemente como pretexto para justificar el envío de la postal― diciendo que quizá hubiera puesto en la carta la dirección de Milán, como así había ocurrido.

Tampoco hubo respuesta. El 17 de abril Einstein decidió probar fortuna en otra parte y escribió una breve nota al profesor Heike Kamerlingh-Onnes, de Leiden. Holanda, incluyendo también una copia de su trabajo sobre la capilaridad. Por entonces éste era su principal capital tangible. Tampoco hubo respuesta. Mientras tanto, sin que Einstein supiera nada, había ocurrido en su vida algo muy hermoso. Es un episodio que revela el amor de su padre hacia él, así como las aspiraciones y angustias de Albert Einstein durante aquella época. El 13 de abril de 1901, Hermann Einstein, el comerciante fracasado, a pesar de su mala salud y de ser un desconocido en los medios académicos, decidió escribir personalmente al profesor Ostwald. He aquí su carta:

«Le ruego sepa perdonar a un padre que se atreve a dirigirse a usted, querido profesor, pensando en el bien de su hijo.

»Antes de nada, quiero indicarle que mi hijo Albert Einstein tiene veintidós años de edad, ha estudiado cuatro cursos en el Politécnico de Zurich y obtuvo brillantemente, el verano pasado, su diploma de matemáticas y física. Desde entonces ha buscado, sin ningún resultado, un puesto de profesor auxiliar que le permita proseguir sus estudios de física teórica y experimental. Todos los que le conocen alaban su talento, y, en cualquier caso, puedo asegurarle que es muy trabajador y siente gran amor por su ciencia.

»Mi hijo está muy preocupado por su actual situación de desempleo. Cada día se va convenciendo más de que ha fracasado en su carrera y de que no le va a ser posible recuperarse; le deprime mucho la idea de que es una carga para nosotros, pues somos una familia sin demasiados medios.

»Querido profesor, dado que mi hijo le respeta más que a ninguno de los grandes físicos de nuestro tiempo, me permito dirigirme a usted para rogarle que lea este artículo publicado en Annalen der Physik, con la esperanza de que le escriba unas líneas de aliento, para que así recupere la alegría de vivir y el deseo de trabajar.

»Además, si pudiera ofrecerle un puesto como auxiliar, ahora o en el otoño, mi agradecimiento no tendría límites.

»Le ruego una vez más me perdone el atrevimiento de enviarle esta carta. Sólo quiero añadir que mi hijo no tiene la menor sospecha de que me haya atrevido a dar este paso.»

No sabemos si, como consecuencia de esta carta. Ostwald escribió a Albert Einstein. Lo que sí sabemos es que Einstein no consiguió su puesto de profesor auxiliar, lo cual tendría cierta ironía, tal como fueron después las cosas.

En los momentos negros de 1901, Einstein podía encontrar cierto consuelo y evasión en la música. Y, lo que es más importante, volvieron a acudir en tropel a su mente interesantes especulaciones e ideas científicas. Pero, aunque su mente se elevaba hacia las alturas, se sentía hundido e impotente en el cenagal de un mundo donde no había lugar para él. Sin embargo, la salvación estaba ya en camino. Llegó en el momento oportuno, y una vez más de su amigo Marcel Grossmann, cuyos impecables apuntes le habían salvado en el Politécnico. Grossmann no podía ofrecer a Einstein un puesto de profesor auxiliar, pues ése era precisamente el puesto que él tenía. Pero a comienzos de 1901 había hablado muy en serio con su padre sobre los problemas de Einstein, y el padre había recomendado encarecidamente a Einstein ante su amigo Friedrich Haller, director de la oficina suiza de patentes, en Berna.

Haller citó a Einstein para una entrevista, que le permitió ver en seguida la falta de preparación técnica de Einstein. Pero, en las dos horas de aquel interrogatorio agotador, Haller comenzó a darse cuenta de que en aquel joven había algo que estaba por encima de los detalles técnicos. Hay fuertes razones para pensar que fue su sorprendente dominio de la teoría electromagnética de Maxwell lo que, en último término, impulsó a Haller a ofrecer a Einstein un puesto provisional en la oficina de patentes. Como no había ninguna vacante inmediata, y dado que la ley exigía que los puestos se cubrieran mediante convocatoria pública, habría que esperar.

Mientras duró la espera, Einstein sobrevivió como pudo dando clases particulares. De mayo a julio de 1901 consiguió un puesto temporal como profesor interino de matemáticas en la Escuela Técnica de Winterthur.

Estando allí, terminó un trabajo sobre termodinámica. Lo presentó en noviembre en la Universidad de Zurich con la intención de conseguir el doctorado. Más adelante, el artículo de Einstein se publicó en Annalen der Physik. Anteriormente, Kleiner se había negado a aceptarlo como tesis doctoral.

Anuncio aparecido en el Schweizerisches Bundesblatt del 2 de diciembre de 1901, con la convocatoria para cubrir una plaza de ingeniero de segunda clase en la oficina de patentes de Berna. Los requisitos principales son: «formación universitaria en mecánica y tecnología, o en física».

Todavía era incierto el resultado de su intento de obtener el doctorado, cuando, el 2 de diciembre de 1901, se produjo una vacante en la oficina de patentes. La convocatoria para la misma apareció en el boletín oficial. Einstein solicitó inmediatamente el puesto: ingeniero de segunda.

En febrero de 1902 fijó su residencia en Berna y trató de ganarse la vida con clases particulares. El 14 de marzo cumplió veintitrés años, y una semana más tarde, según el calendario oficial, el invierno dejaba paso a la primavera. El siguió con sus clases particulares.

Einstein en la oficina de patentes de Berna.

Llegó abril, y mayo, y junio. Y por fin, el 23 de junio de 1902, coincidiendo casi con la llegada del verano, Einstein comenzó a trabajar en la oficina de patentes suiza en calidad de experto técnico de tercera clase, con un modesto sueldo de 3.500 francos al año. El puesto no era todavía definitivo. Para conseguirlo debería pasar un período de prueba.

Pero por lo menos tenía un trabajo estable. Pronto se adaptó al cargo. Estaba encantado de verse libre de un mundo académico hostil que tantos quebraderos de cabeza le había producido. Gracias a su amigo Marcel Grossmann, había conseguido un refugio en el que en sus ratos libres podía trabajar tranquilamente, pero con verdadera pasión, en sus ideas. En este invernadero tan insólito fue madurando su genio.

El último año de su vida, hablando de la recomendación a Haller en la oficina de patentes, Einstein la calificaba como «lo más grande que Marcel Grossmann hizo por demostrarme su amistad». Esto no quiere decir que Grossmann vaya a desaparecer de nuestro relato. Por el contrario, los destinos de los dos hombres seguirían unidos y tendremos ocasión de comprobar que Grossmann hizo todavía mucho por Einstein. Cuando, en 1936, tras larga y dolorosa enfermedad. Grossmann murió de esclerosis múltiple. Einstein escribió a la viuda una sentida carta de condolencia. Intentando reflejar todo lo que Grossmann había sido para él, escribió: «...Me vienen a la memoria nuestros días de estudiantes en el Politécnico. Él era un estudiante modelo; yo, desordenado y soñador. Él se llevaba magníficamente con los profesores y lo entendía todo a la primera: yo era un joven reservado e insatisfecho, no demasiado bien visto. Pero nos hicimos muy buenos amigos, y nuestras conversaciones casi semanales, mientras tomábamos café con hielo en el Metropol, figuran entre mis recuerdos más agradables. Luego, al terminar los estudios... de repente me vi abandonado por todos, sin saber qué camino elegir. Pero él siguió a mi lado y gracias a él y a su padre, conocí varios años después a Haller, el de la oficina de patentes. En cierta forma, me salvó la vida; no porque, de lo contrario, hubiera muerto, sino porque habría visto atrofiado mi desarrollo intelectual.»

 

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