Einstein

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PORTADA » VI. TIEMPOS MEJORES

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Ante un resultado tan inesperado, conviene mirar las cosas desde otro ángulo, aunque no sea más que para convencemos de que es consecuencia necesaria de los dos principios de Einstein. Supongamos que A comprobara que la velocidad en ambas direcciones era c, mientras que B comprobaba que era c + 10.000 en una dirección y c ‒ 10.000 en la otra. Entonces, A podría concluir con todo derecho que se desplazaba a una velocidad absoluta de 10.000 kilómetros por segundo, lo cual estaría en contradicción con el principio de la relatividad.

Ante una consecuencia tan catastrófica de dos principios aparentemente inofensivos cualquiera habría optado por abandonar uno u otro. Pero Einstein había elegido estos dos principios precisamente porque iban hasta el fondo del problema, y los mantuvo con decisión. Su misma plausibilidad ―considerados por separado― era la base firme en que se asentaba su teoría. En terrenos tan peligrosos, no podía permitirse el lujo de edificar sobre arenas movedizas.

Ya hemos visto por qué utilizó Einstein la palabra «irreconciliables». Sin embargo, también afirmaba que sus dos principios eran irreconciliables sólo «en apariencia», y eso significaba que. a pesar de todo, iba a reconciliarlos. Pero, ¿cómo?

Entramos aquí en la fase crucial de la argumentación. Como es de suponer, el remedio tenía que ser más bien drástico. Lo que vislumbró Einstein al incorporarse de la cama aquella mañana histórica fue que tendría que renunciar a una de nuestras ideas más queridas sobre el tiempo.

Para entender su revolucionaria concepción del tiempo, volvamos a los vehículos A y B y confiemos a sus capitanes una nueva tarea. Tal como se indica en la figura, se colocan en los dos vehículos cuatro relojes de gran precisión: a1, a2, b1 y b2. Para mayor comodidad, supongamos que los vehículos tienen varios millones de kilómetros de longitud. Así podremos hablar de minutos en vez de milmillonésimas de segundo.

A envía un destello luminoso de a1 a a2, de donde vuelve inmediatamente a a1. La luz sale de a1 cuando las agujas de a1 marcan el mediodía, y llega a a2 cuando sus agujas marcan las doce y tres minutos. Esto no nos da la seguridad de que la luz haya tardado tres minutos en desplazarse de a1 a a2: por ejemplo, los operarios que instalaron los relojes han podido mover las agujas sin darse cuenta. ¿Cómo podemos sincronizar a2 con a1? Reflexionemos sobre el doble recorrido. Supongamos que la luz sale de a1 cuando las manecillas de a1 marcan el mediodía, llega a a2 cuando sus manecillas marcan las doce y tres minutos, y vuelve a a1 cuando las agujas de a1 marcan las doce y cuatro minutos. Sospechamos inmediatamente que algo marcha mal. Los relojes darían a entender que la luz había tardado tres minutos en ir de a1 a a2 y sólo un minuto en volver de a2 a a1. Solución lógica: retrasamos un minuto el minutero de a2. Ahora, al realizar el experimento, los relojes indicarán que la luz ha tardado dos minutos en ir de a1 a a2 y otros dos minutos en volver de a2 a a1. Como lo que queremos es que la velocidad de la luz sea c en ambas direcciones, estaríamos de acuerdo con Einstein en que las agujas de los relojes a1 y a2 se encuentran ahora de tal manera que los relojes están sincronizados. Y si, un poco más tarde, ocurre algo en a1 cuando las agujas marcan las 4,30, y en a2 ocurre otra cosa cuando las agujas de a2 marcan también las 4,30, estaríamos de acuerdo con Einstein en que los dos hechos independientes habían ocurrido simultáneamente.

Quizá todo esto nos parezca insustancial, tan evidente, que nos cuesta reprimir el bostezo de que hablábamos antes. Pero, como ya hemos señalado, la belleza de la argumentación de Einstein radica en que se basa en conceptos que nos engañan con su apariencia inofensiva. Mientras contenemos por cortesía un bostezo de aburrimiento, sin darnos cuenta nos vemos obligados a aceptar una consecuencia insospechada y pasmosa.

Mientras A sincroniza sus relojes a1 y a2 en la forma antes indicada por Einstein, B le observa perplejo. Con relación a B, A se desplaza hacia la izquierda a una velocidad de 10.000 kilómetros por segundo. Así, aunque A diga que su luz recorre la misma distancia en ambos recorridos, como se observa en el diagrama siguiente:

B ve las distancias muy desiguales:

¿Qué debe pensar B? ¿Qué es lo que tiene que concluir? Que, dado que las distancias de ida y vuelta son desiguales, el simple hecho de que el avance y retroceso de la luz tarden lo mismo según a1 y a2 demuestra a B que los relojes a1 y a2 no están sincronizados.

Naturalmente, cuando B informa a A de lo ocurrido, A se queda preocupado. Entonces pide a B que sincronice los relojes b1 y b2 según el procedimiento adoptado por Einstein. Así lo hace B, con lo que A puede tomarse la revancha. Con relación a A, B se mueve hacia la derecha a 10.000 kilómetros por hora, y aunque B afirme que su luz recorre la misma distancia en uno y otro sentido

A ve una clara desigualdad entre las distancias:

Entonces A dice que los relojes a1 y a2 están sincronizados y B dice que no. B dice que los relojes b1 y b2 están sincronizados, y A dice que no. Si A dice que dos hechos que ocurren en a1 y en a2 son simultáneos. B lo negará. Y viceversa.

¿Nos inclinamos a favor de A o de B? El primer postulado de Einstein, el principio de relatividad, sitúa a A y B en condiciones de igualdad. Así pues, debemos concluir con Einstein que los dos tienen razón.

El genio de Einstein nos sorprende ahora con un golpe maestro. Considera esta divergencia de puntos de vista no como una pelea intrascendente, sino como un rasgo característico del tiempo. Ante nuestros ojos se desploma la concepción newtoniana, basada en el sentido común, de un tiempo universal que permitiría una simultaneidad universal. El tiempo, según Einstein, es de tal naturaleza que la simultaneidad de los hechos independientes es relativa. Los hechos simultáneos para A no son, por lo general, simultáneos para B; y los hechos simultáneos para B no son, en general, simultáneos para A. Por mucho que nos sorprenda, debemos aceptarlo. Y aceptar nuevos golpes, pues el tiempo es una realidad fundamental, y un cambio drástico en su concepción echa por tierra, como si de un castillo de naipes se tratara, toda la estructura de la física teórica. No se salva prácticamente nada.

Tomemos como ejemplo la longitud, otro aspecto fundamental de la física teórica. Imaginemos una barra en movimiento, que pasa por delante de A y B. Para medir su longitud mientras pasa, A anota las posiciones de sus extremos en un instante determinado: es decir, simultáneamente. B hace lo mismo. Pero como A y B no están de acuerdo en la simultaneidad. A dirá que B observó las posiciones de los dos extremos en momentos diferentes y por tanto no midió la verdadera longitud. B dirá lo mismo sobre A. Y en general. A y B obtendrán valores diferentes para la longitud medida de esa manera. De donde se deduce que, como la simultaneidad es relativa, la distancia también lo es. Y no hay forma de detener el contagio. La velocidad, la aceleración, la fuerza, la energía... y otras muchas nociones dependen del tiempo y de la distancia: cambia la estructura misma de la física.

¿Qué ocurre con la relación entre las mediciones del tiempo y del espacio efectuadas por A y las efectuadas por B, o por dos observadores cualesquiera situados en vehículos que se encuentren en movimiento relativo uniforme? Como era de esperar en él. Einstein buscó la relación matemática más sencilla que se podía deducir de sus dos principios. De esta manera, extrajo de ellos nada menos que la transformación de Lorentz ―transformación de la que, casi con toda seguridad, no había tenido conocimiento anteriormente.

Utilizando esta transformación, hizo nuevas deducciones. Sus dos principios podían parecer inofensivos en un primer momento, pero sus consecuencias lógicas van con frecuencia contra el sentido común. Por ejemplo, como demostró Einstein, A comprueba que los relojes de B se atrasan en relación con los suyos. Después de recuperamos de nuestra sorpresa ―¿no eran los dos relojes igualmente fiables?―, esperamos que B compruebe que los relojes de A se adelantan en comparación con los suyos. Pero no es así. Tanto A como B descubren que los relojes del otro se retrasan.

Recordemos de nuevo la afirmación de FitzGerald y Lorentz de que los objetos se contraen en la dirección de su movimiento a través del éter. Einstein obtuvo una fórmula idéntica para la dimensión de tal contracción. Pero en la teoría de Einstein es un efecto recíproco y relativo: A comprueba que las medidas longitudinales de B se contraen en comparación con las suyas, mientras que B descubre que las de A son más cortas que las suyas. Nada podría revelar más llamativamente la revolucionaria audacia de las ideas de Einstein, en comparación con las de sus antecesores Lorentz y Poincaré. Los tres admitían la transformación de Lorentz, en la que había implícitas consecuencias asombrosas. Pero, al interpretarla, ni Lorentz ni Poincaré se atrevieron a confiar plenamente en el principio de relatividad. Si A está en reposo, las unidades de longitud de B se contraerían. Pero en la explicación de estos dos científicos no se decía nada de que B observara la misma contracción en A. Tácitamente, se suponía que B comprobaría que las de A eran más largas. En cuanto a la marcha de los relojes, no dijeron nada parecido a las explicaciones de Einstein.

Poincaré, uno de los mayores matemáticos de su época, fue un hombre de aguda intuición filosófica. En su importante artículo de 1905 demostraba un dominio extraordinario del aparato matemático de la teoría de la relatividad. Llevaba muchos años insistiendo en la naturaleza puramente convencional de los conceptos físicos. Había percibido muy pronto la probable validez de un principio de relatividad. Sin embargo, cuando llegaba el momento de dar el paso decisivo, le faltaba el valor y se aferraba a los hábitos tradicionales de pensamiento y a las ideas consagradas sobre el espacio y el tiempo. Aunque el hecho nos causa extrañeza, se debe a que quizá no valoremos lo suficiente la audacia de Einstein al presentar el principio de relatividad como un axioma y, conservando la fe en él, al cambiar nuestras concepciones del tiempo y el espacio.

Einstein y Besso, en una reunión celebrada en Zurich.

Al realizar este cambio revolucionario, Einstein se dejó influenciar en gran parte por las ideas de Mach, cuyo libro de crítica a la mecánica newtoniana había leído en sus días de estudiante, gracias a Besso. Mach aparecerá más adelante en nuestro relato, aunque el inicial entusiasmo de Einstein hacia sus ideas filosóficas no duró mucho tiempo. Mach había manifestado un profundo escepticismo ante conceptos como los de espacio absoluto y tiempo absoluto, y ante los átomos. En términos generales, veía en la ciencia una especie de catálogo ordenado de datos y quería que todos los conceptos se pudieran definir claramente mediante procedimientos específicos. El tratamiento de la simultaneidad desde el punto de vista de unos procedimientos específicos de sincronización demuestra claramente la influencia de Mach en Einstein. Pero otros ―Poincaré entre ellos― conocían también las ideas de Mach, y sin embargo fue Einstein quien dio el paso decisivo.

Las contracciones mutuas de las longitudes, como el retraso mutuo de los relojes, no se contradicen a sí mismos. Son muy semejantes a los efectos de la perspectiva. Por ejemplo, si dos personas de la misma altura se alejan, se detienen y se vuelven para mirarse, cada una pensará que la otra ha disminuido de tamaño; la razón por la que esta contracción mutua no nos parece una contradicción es sencillamente porque nos hemos acostumbrado a ella.

Hemos dicho sólo lo más elemental para ofrecer una pista de la naturaleza revolucionaria del artículo de 1905 sobre la relatividad. Una vez puestos los cimientos, el artículo se centra sobre todo en las matemáticas. Einstein demuestra cómo, con las nuevas ideas del tiempo y del espacio, las ecuaciones de Maxwell son conformes al principio de la relatividad, aun cuando estas ideas exijan una revisión de la mecánica newtoniana. Por ejemplo, cuanto mayor sea la velocidad con que se mueve un objeto en relación con un experimentador, mayor será su masa con relación a él. Como es habitual, Einstein llega a hacer una predicción que se puede comprobar experimentalmente. Presenta fórmulas sobre el movimiento de los electrones en un campo electromagnético, teniendo en cuenta los aumentos relativistas de sus masas al aumentar sus velocidades con relación al observador. Siguiendo un camino distinto, Lorentz había hecho una predicción esencialmente idéntica en 1904, y la había comparado favorablemente con los resultados ya obtenidos por un experimentador. No debemos sorprendernos por la equivalencia de las fórmulas, ya que, como hemos dicho, Lorentz y Einstein tenían antecedentes maxwellianos comunes. Pero entre estos dos hombres hay una diferencia que conviene señalar. En 1906, el mismo experimentador, al publicar sus nuevas mediciones, las declaraba categóricamente incompatibles con la predicción de Lorentz y Einstein, y compatibles con algunas teorías rivales. Lorentz se desanimó, mientras que Einstein siguió impertérrito. Este contemplaba las teorías opuestas con cierta desaprobación estética, y sugirió la posibilidad de que el experimentador se hubiera equivocado. Posteriores mediciones realizadas por otros científicos demostraron que Einstein tenía razón.

No podemos cerrar estas páginas en torno al artículo de 1905 sobre la relatividad sin citar sus palabras finales; «En conclusión, quiero decir que, mientras he trabajado en el problema aquí tratado, he contado con la fiel colaboración de mi amigo y colega M. Besso, y que estoy en deuda con él por las sugerencias tan valiosas que me ha hecho.»

Ya hemos mencionado los cuatro artículos que Einstein ofreció a Habicht a cambio de la tesis de éste. Las copias del famoso volumen 17 de Annalen der Physik, que contienen los tres artículos principales de los cuatro citados, son ahora verdaderas joyas, guardadas muchas veces con doble llave por los bibliotecarios que tienen la suerte de custodiarlos. Tal profusión de genio en un periodo tan corto ―tres temas diferentes, transformados por el toque de la magia― hace de 1905 un año memorable.

Pero no podemos cerrar aquí este capítulo. Para Einstein no había terminado el año 1905. A finales de septiembre, tres meses después del artículo sobre la relatividad, envió a Armalen der Physik otro artículo que se publicó en noviembre. Sólo ocupa tres páginas. Utilizando ecuaciones electromagnéticas tomadas de su trabajo anterior. Einstein demuestra mediante cálculos que si un cuerpo libera una cantidad E de energía en forma de luz3, su masa disminuye la cantidad E/c2.

Con su sentido innato de la unidad cósmica. Einstein realiza ahora una observación penetrante y de importancia fundamental: el hecho de que la energía esté en forma de luz «no supone, evidentemente, ninguna diferencia.» Luego, enuncia una ley general en el sentido de que si un cuerpo libera o recibe una cantidad E de energía de cualquier clase, pierde o gana una cantidad de masa E/c2.

Según esta fórmula, dada la inmensidad de c. si una bombilla eléctrica emitiera 100 vatios de luz durante cien años, despediría en ese tiempo una energía cuya masa total sería menos de la centésima parte de un miligramo. Pero el radio, por su radiactividad, desprende cantidades de energía relativamente elevadas, y Einstein insinuó la posibilidad de comprobar su teoría a través del mismo.

En este artículo de 1905. Einstein decía que toda la energía, de cualquier clase que sea, tiene masa. Hasta un hombre como él tardó otros dos años en llegar a la formidable conclusión de que lo recíproco tenía que ser también cierto: que toda masa, de cualquier clase, debe tener energía. Lo que le impulsó a ello fueron razones estéticas. ¿Por qué establecer una distinción tan clara entre la masa que tiene ya un objeto y la masa que pierde al despedir energía? Eso equivale a imaginar dos tipos de masa, sin ninguna razón seria, cuando con una podría bastar. La distinción iba contra todo sentido artístico y no tenía defensa lógica posible. Por consiguiente, toda masa debe tener energía.

Tras establecer esta equivalencia entre masa y energía, Einstein, en un artículo largo y de carácter principalmente expositivo, publicado en 1907 en el Jahrbuch der Radioaktivitát, pudo escribir su famosa ecuación E = mc2. Imaginemos la audacia de este paso: cada grano de tierra, cada pluma, cada mota de polvo se convertía en un prodigioso depósito de energía. En aquella época no había forma de verificarlo. Sin embargo, al presentar su ecuación en 1907, Einstein la consideraba como la consecuencia más importante de su teoría de la relatividad. Su prodigiosa capacidad de adelantarse a los acontecimientos se demuestra en el hecho de que su ecuación no llegó a verificarse cuantitativamente hasta unos veinticinco años más tarde, y entonces sólo pudo hacerse mediante complicados experimentos de laboratorio. Lo que no pudo prever fueron los trágicos acontecimientos que tendrían como raíz aquella fórmula de inspiración artística: E = mc2.

En los tres últimos capítulos hemos hablado del florecimiento del genio de Einstein en el fabuloso año 1905. El 1 de abril de 1906, en la oficina de patentes de Berna, fue ascendido a la categoría de ingeniero técnico de segunda clase.

 

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