Einstein

Einstein


PORTADA » VII. DE BERNA A BERLÍN

Página 13 de 30

V

I

I

.

D

E

B

E

R

N

A

A

B

E

R

L

Í

N

Hay casos en los que una revolución consigue adeptos con rapidez. El artículo de Einstein sobre la relatividad, recibido por Annalen derPhysik a finales de junio de 1905, se publicó el 26 de septiembre. Ya a comienzos de noviembre de 1905 un científico de gran talla expresó su opinión favorable. Es más, en su autobiografía escribió que el artículo de Einstein le había producido desde el primer momento una reacción entusiasta.

¿Quién fue este científico? ¿Poincaré? No. Entonces, claro está, tuvo que ser Lorentz.

Tampoco fue él. Se trataba de Planck, un hombre que compartía la aversión general hacia la idea de los quanta de luz. Expuso su opinión favorable en el Coloquio de Física de Berlín. Pero eso no fue todo. Inmediatamente comenzó a desarrollar la teoría, publicando en 1906 y en 1907 varios trabajos sobre la relatividad, en los que hacía referencia a Einstein y manifestaba su aprobación. Además, utilizó su gran influencia para convencer a otros científicos de que estudiaran las nuevas ideas. Mantuvo estrecho contacto con Einstein a través de una intensa correspondencia científica en la que le trataba de igual a igual. He aquí, como ejemplo, algunos fragmentos de una larga carta que Planck escribió a Einstein el 6 de julio de 1907: «Mr. Bucherer, cuyos experimentos confirmaban claramente la relatividad, me ha escrito manifestando su total oposición a mi última investigación sobre la relatividad... Por eso me resulta mucho más consolador saber que... de momento usted no es de su misma opinión. Mientras los partidarios del principio de relatividad sean un grupo reducido, como en la actualidad, es muy importante que estén de acuerdo entre sí... Es probable que el año próximo vaya al Oberland de Berna. Todavía falta mucho tiempo, pero me alegra pensar que quizá tenga entonces el placer de conocerle personalmente.»

Lorentz no se encontraba demasiado a gusto con las ideas revolucionarias de Einstein sobre el tiempo y el espacio: cuando, años más tarde, las alababa, le resultaba imposible ocultar su pesar por la pérdida del éter inmóvil. En cuanto a Poincaré, es difícil saber si llegó a darse perfectamente cuenta de la naturaleza revolucionaria de los conceptos relativistas de Einstein. Cuando escribe sobre la relatividad, Poincaré no menciona prácticamente nunca a Einstein, y Einstein, por su parte, tampoco menciona casi nunca a Poincaré, aunque los dos tuvieron muchas oportunidades de hacerlo.

Max von Laue (1879-1960), físico alemán. En 1914 recibió el premio Nobel por su descubrimiento de la refracción de los rayos X.

El ayudante de Planck, Max von Laue, escribió a Einstein solicitando verle en Berna en el verano de 1906. Aunque las informaciones son escasas, parece que Von Laue había dado por descontado que Einstein estaba en la Universidad de Berna. Desde luego, Von Laue se quedó sorprendido al descubrir que el hombre que había concebido aquellas ideas sobre el tiempo y el espacio, que tanto habían impresionado a Planck, era el empleado de aspecto inofensivo y en mangas de camisa a quien casi ni se detuvo a mirar cuando fue a buscar a Einstein a la oficina de patentes. Su entrevista fue el principio de una larga amistad. Von Laue, que conseguiría más adelante el premio Nobel, fue el primero en escribir un importante libro técnico sobre la relatividad. Apareció en 1911.

Mientras tanto, sin esperar a que se produjera la aceptación generalizada de su obra, Einstein siguió realizando trabajos de investigación, en los que desarrollaba sus ideas sobre los quanta, el movimiento browniano y la relatividad. En realidad, hemos abreviado el increíble año de 1905, pues en diciembre del mismo Einstein envió a Annalen der Physik un segundo artículo sobre el movimiento browniano; apareció en 1906. En 1907, como ya sabemos, completó la formulación de la equivalencia entre masa y energía resumida en la decisiva fórmula E = mc2. Lo que no hemos dicho todavía es que en este mismo artículo daba el primer paso en el camino que debía llevarle, algunos años después, de la teoría restringida a la teoría general de la relatividad, una de las obras maestras de la ciencia. Sólo por esto, 1907 sería ya un año memorable. Pero hubo más. Por ejemplo, Einstein encontró un nuevo e importante aliado en el matemático ruso germano Hermann Minkowski, catedrático de la famosa Universidad de Gotinga, en Alemania. En diciembre de 1907, Minkowski expuso en ella una importante aportación a la teoría de la relatividad.

De los detalles de estos avances realizados por Einstein y Minkowski en 1907 hablaremos más tarde, situándolos en un contexto lógico más que cronológico. Mientras tanto, podemos recordar que Minkowski había sido profesor de matemáticas en el Politécnico de Zurich cuando Einstein estudió allí, que Einstein había asistido a sus clases de forma muy irregular y que en aquellas fechas Minkowski tenía a Einstein por un «holgazán».

No todos los comentarios sobre la relatividad fueron entusiastas. Incluso los físicos que la aceptaban tenían problemas para captar las nuevas ideas del tiempo y del espacio. Al correrse la voz de lo que había propuesto Einstein, muchas personas ―físicos, filósofos y profanos― condenaron sus ideas amargamente. Pero lo importante fue que muchos científicos de talla comenzaron a aceptarlas en número creciente.

Aunque comenzaba a disfrutar de cierta fama entre los científicos. Einstein seguía en Berna y desde hacía tiempo había empezado a acusar la fatiga de su intensa actividad de investigación unida a su jornada de ocho horas en la oficina de patentes. A finales de 1907, algunas circunstancias favorables le llevaron a pensar de nuevo en hacerse Privatdozent, con lo cual podría aspirar un día a conseguir una cátedra. Como el primer paso era presentar una tesis, envió a la Universidad de Berna su artículo de 1905 sobre la relatividad.

Fue rechazado, entre otras razones, porque decían que resultaba incomprensible.

Como es fácil comprender, a Einstein le sentó muy mal y renunció a su intento de emprender una actividad universitaria. El 3 de enero de 1908 escribió a su amigo Marcel Grossmann, que, a pesar de su juventud, era ya profesor de matemáticas en el Politécnico de Zurich. Entre otras cosas decía: «Aunque quizá te parezca ridículo, quiero pedirte consejo sobre un asunto práctico. Tengo mucho interés en lanzarme a la conquista de un puesto de profesor en la Escuela Técnica de Winterthur (matemáticas y física). Un amigo mío, que es profesor de este centro, me ha dicho, con carácter confidencial, que es probable que muy pronto haya una plaza vacante.

»No pienses que me dejo llevar por la megalomanía o alguna otra pasión sospechosa. Lo único que me mueve es el deseo ardiente de poder continuar mi actividad científica en condiciones menos desfavorables, como te será fácil comprender.

«Pero. “¿Por qué quiere precisamente ese puesto?”, te estarás preguntando. La razón es únicamente que creo que tengo más posibilidades de conseguirlo porque:

»1) Estuve allí unos meses cubriendo una suplencia.

»2) Tengo bastante amistad con uno de los profesores.

»Y ahora mi pregunta: ¿Qué es lo que se hace en estos casos? ¿Debo ir a visitar a alguien para que vea personalmente lo maravilloso que soy como profesor y como ciudadano? ¿No es probable que le cause una impresión negativa (no hablo el alemán suizo, tengo rasgos semitas, etc.)? Además, ¿tendría sentido que me dedicara a alabar mi trabajo científico?»

Einstein no apostó a una sola carta. El mismo mes de enero solicitó un puesto de profesor de matemáticas en el Instituto Cantonal de Zurich, donde había una plaza vacante. Pero por aquellas fechas estaba a punto de terminar tan siniestra comedia. El 28 de enero, el profesor Alfred Kleiner ―el que había participado en el rechazo y en la aceptación de las tesis doctorales presentadas por Einstein en la Universidad de Zurich― le envió una enigmática postal en la que expresaba su deseo de ponerse lo más pronto posible en contacto con él para tratar de un asunto de importancia para ambos.

Deseando que Einstein fuera a la Universidad de Zurich como catedrático, Kleiner le insistió en que intentara una vez más hacerse Privatdozent en la Universidad de Berna y en que le informara de la marcha de los acontecimientos, a fin de, en caso de que las cosas se torcieran, buscar otros procedimientos menos ortodoxos por los que Einstein pudiera cumplir los prerrequisitos para conseguir una cátedra.

Einstein volvió a intentarlo. Esta vez las cosas fueron mejor, y en 1908 pasó a ser Privatdozent de la Universidad de Berna. De momento no consiguió ninguna ventaja. Tenía que trabajar las mismas horas que antes en la oficina de patentes y, además, ahora tenía que dar clase en la universidad. El puesto de Privatdozent no estaba remunerado con un salario fijo, ni en Berna ni en ninguna parte. Los alumnos que asistían a clase pagaban unas cuotas destinadas a los profesores. Los catedráticos, que sí tenían salarios fijos, aumentaban sus ingresos dando clases en los cursos obligatorios, donde el número de alumnos era mayor. En cambio, un Privatdozent solía encargarse por lo general de los cursos especializados, que atraían a menos alumnos y, por tanto, suponían unos ingresos económicos miserables. Einstein ganó muy poco con sus clases en la Universidad de Berna: los únicos que asistían de forma habitual eran Besso y uno o dos alumnos más.

En aquellas fechas. Einstein no era muy buen profesor. Tenía cosas más importantes en que pensar. Pero si quería obtener una cátedra, tenía que pasar por los ritos de iniciación tribal propios del mundo académico. Lo hizo a regañadientes y con actitud rebelde. No hizo ningún esfuerzo por mejorar su apariencia exterior ni su comportamiento para ponerse más a tono con la tradición académica. Entre los alumnos de Berna había por entonces muchos judíos rusos, pobres, mal vestidos y desgreñados, a los que, precisamente por todo eso, se les miraba con malos ojos. La hermana de Einstein, Maja, cuenta una anécdota que refleja la impresión que debió de causar Einstein entre sus superiores. Ella era por entonces estudiante de la Universidad de Berna. Un día decidió asistir a una de las clases de Einstein y preguntó al conserje en qué aula se encontraba su hermano, el doctor Einstein. Viendo a la joven tan limpia y arreglada, el conserje dijo totalmente desconcertado: «¿Cómo? ¿Ese... ruso es hermano suyo?» Y cuando Kleiner, tras una visita por sorpresa al aula de su protegido, le criticó su forma de dar clase. Einstein dijo: «Personalmente, nunca he deseado tener una cátedra en Zurich.»

En la primavera de 1909 llegó la esperada autorización para crear en la Universidad de Zurich una nueva plaza de profesor adjunto (professor extraordinarius) de física teórica. Las clases comenzarían en el otoño. El concejal Ernst propuso a Friedrich Adler, amigo de Einstein, para el puesto. Adler era un rival difícil, pues su padre, fundador del partido socialdemócrata austríaco, tenía bastante poder político. Pero el joven Adler, hombre de elevados ideales, insistió en renunciar en favor de Einstein, solicitando a la junta de educación que tuviera en cuenta la extraordinaria capacidad científica de Einstein, muy superior a la suya. Su alegato fue tan elocuente que a Ernst no le quedó otra salida que renunciar a la candidatura de Adler, y como consecuencia de este acto desinteresado. Einstein fue elegido para el cargo de profesor adjunto el 7 de mayo de 1909, a la edad de treinta años.

Hay en esto cierta semejanza con un episodio de la vida de Newton. En 1669, éste tenía veintisiete años y su protector en Cambridge, Isaac Barrow, renunció a su cátedra para que pudiera pasar a manos de Newton. Sin embargo, los destinos de Adler y de Barrow fueron muy distintos. Barrow se dedicó a la teología, Adler participó cada vez con más pasión en la política, y en 1916, su idealismo, perturbado por los horrores de la I Guerra Mundial, le llevó a asesinar al primer ministro austríaco, acto por el cual recibió una condena no muy severa.

En 1909 Einstein estaba demasiado absorto en sus investigaciones como para prestar atención a la política, a no ser de forma esporádica. El 6 de julio presentó su dimisión en la oficina de patentes. Tendría efecto a partir del 15 de octubre de 1909. En una carta dirigida a Besso en 1919 hablaba con nostalgia de dicha oficina, «aquel claustro secular donde incubé mis mejores ideas y donde pasamos tan buenos ratos juntos». Einstein pasó allí siete años, número mágico.

Ya hemos mencionado la conferencia de Minkowski en Gotinga el año 1907. El 21 de septiembre de 1908 presentó en Colonia una versión técnica en el LXXX Congreso de Científicos y Físicos Alemanes, que duró una semana. Su intervención es famosa, entre otras cosas, por la provocativa afirmación con que comenzó: «A partir de ahora, el espacio en sí mismo y el tiempo en sí mismo están llamados a hundirse por completo en la oscuridad; sólo una especie de unión entre ambos podría conservar una existencia independiente.» Si estas palabras suscitan nuestra curiosidad, han conseguido el objetivo principal de Minkowski. Además, ocultaban una hermosa obra de unificación.

Newton se había imaginado un mundo ―¿cómo podríamos decirlo?― perfectamente encajado dentro del espacio absoluto y del tiempo absoluto. Einstein se distanció de esta imagen al decir que los distintos observadores que están en movimiento uniforme establecen diferentes sistemas de simultaneidad. Como esto afecta también a las medidas que toman de la longitud, podemos decir que los distintos observadores tienen diferentes sistemas particulares del tiempo y del espacio. (Estrictamente hablando, no es ésta la mejor razón, pero por el momento puede ser suficiente)

Pero, a pesar de estas discrepancias, los observadores tienen mucho en común. Por ejemplo, obtienen el mismo valor c para la velocidad de la luz. Y. por encima de todo, habitan en el mismo universo.

Quizá todo esto nos resulte decepcionante, por demasiado evidente. Pero nos lleva al fondo de la cuestión. Los tiempos y espacios particulares de los diferentes observadores no existen aisladamente. En la teoría de la relatividad ―hacía ver Minkowski―, todos pertenecen a un ámbito único, universal y público, que es un conglomerado de espacio y tiempo. Se llama espacio-tiempo. ¿Cómo obtienen los distintos observadores sus tiempos y espacios personales? Separando de distintas maneras este conglomerado espacio-tiempo en espacio y en tiempo. Es un poco como si, para poder encontrar sus espacios personales, los distintos observadores fueran cortando mentalmente un vulgar trozo de queso en distintas direcciones.

Pero se trata de un trozo de queso cuatridimensional. El espacio-tiempo tiene cuatro dimensiones. El tiempo constituye una dimensión en condiciones parecidas a las tres dimensiones del espacio.

Dicho esto, disipemos la sensación de desconcierto y misterio que quizá se haya producido. En primer lugar, no debemos tratar de representarnos visualmente el espacio-tiempo cuatridimensional. Es absolutamente imposible. Ni siquiera Einstein o Minkowski podrían hacerlo. Los profesionales recurren a la analogía matemática, y aunque de esta manera pueden mantener discusiones de gran altura, lo que no pueden es representárselo visualmente.

En un trozo de papel cuadriculado, dos números representan la posición de un punto. Por eso decimos que la superficie del papel es bidimensional. En una habitación, hacen falta tres números ―por ejemplo, las distancias al suelo y a dos paredes―, y decimos que el espacio tiene tres dimensiones. Si hablamos no de puntos sino de puntos en instantes concretos, necesitamos cuatro números, tres para la posición espacial y uno para el tiempo. En este sentido, el mundo es cuatridimensional.

Más de uno respirará con alivio y dirá: si eso es todo, entonces el universo de Newton era cuatridimensional. Y en cierto sentido lo era. Pero como el tiempo absoluto estaba al margen del espacio absoluto ―con la excepción de que el espacio absoluto existía en todos los tiempos―, podríamos decir que el universo newtoniano tenía 3+1 dimensiones, mejor que 4 dimensiones. Otra cosa es lo que ocurre con el espacio-tiempo de la relatividad, pues el espacio y el tiempo aparecen tan íntimamente entrelazados que casi resulta inevitable el término «cuatridimensional».

Detengámonos un poco más en este punto. Volviendo a nuestros vehículos espaciales y a sus capitanes A y B. supongamos que B está intentando informar de su misión. Aprieta el mando t y luego el mando h. Estos dos hechos, el de apretar uno y otro mando, se producen a una distancia de una pulgada y el tiempo que los separa es, por ejemplo, medio segundo exacto ―según B. pero no según A―. En medio segundo. B recorre 5.000 kilómetros con relación a A. Por eso, para A la distancia entre los dos hechos es inmensamente mayor de lo que dice B. Dadas las circunstancias, parece imposible que A y B lleguen a una fórmula numérica común al hablar de los dos acontecimientos. De hecho, debido al retraso de los relojes. A comprueba que para él los dos hechos están separados por poco más de medio segundo, con lo que A y B no sólo discrepan en cuanto a la distancia sino también en cuanto al tiempo que pasa entre los dos hechos.

Pero supongamos que cada uno de ellos hace lo siguiente: en primer lugar, convertir en distancia el intervalo de tiempo obtenido. ¿Cómo? Muy sencillo, calculando la distancia que recorrería la luz, suponiendo siempre que su velocidad es c. durante el tiempo en cuestión. Para mayor comodidad, llamemos a esto distancia temporal entre los hechos, y distancia espacial al aspecto anterior.

No olvidemos que A y B discrepan claramente al precisar la distancia espacial y la distancia temporal que separa a los dos hechos. Pero hagamos que A y B calculen por su cuenta la cantidad

(distancia espacial)2 ‒ (distancia temporal)2

y, según las ecuaciones de la relatividad, obtendrán el mismo resultado. Lo mismo le ocurrirá a cualquier otro observador que esté en movimiento uniforme.

En el sistema de Newton las distancias espaciales serían de por sí todas iguales, y lo mismo ocurriría con las distancias temporales. Pero, según el principio de relatividad, sólo la citada combinación de ambas tiene el mismo valor para todos los observadores. Esta afirmación es de gran trascendencia. Pero recordemos ahora el teorema de Pitágoras, que tanto interés había suscitado en Einstein cuando era niño. Imaginemos a dos personas, C y D. que van cuadriculando esta página con líneas superpuestas. Cada una de ellas actúa independientemente y en la forma indicada en el diagrama siguiente:

Calculemos las coordenadas x e y del punto P en el sistema trazado por C: son las distancias OQ, y Q1P. Si hacemos lo mismo en el sistema de D, las distancias son OQ2 y Q2P Es evidente que C y D no están de acuerdo en las coordenadas de P.

Pero, como los ángulos Q1 y Q2 son ángulos rectos, sabemos, por el teorema de Pitágoras, que la suma de sus cuadrados es idéntica, siendo igual a OP2. Por eso, a pesar de sus discrepancias. C y D obtienen el mismo valor para la cantidad

(abscisa)2 + (ordenada)2

y resulta que, con excepción del signo ―que ahora es de más y antes era de menos―, ésta es precisamente la misma fórmula que la de la relatividad referida a la distancia espacial y a la distancia temporal. De hecho, utilizando la cantidad «imaginaria» √‒1 podemos cambiar el signo de menos por el de más, si así nos parece.

Minkowski se dio cuenta de que esta sorprendente semejanza matemática, pero no sus consecuencias einsteinianas, había sido advertida y utilizada por Poincaré en su artículo de 1905. Por esta semejanza, nos sentimos tentados de considerar el tiempo como una cuarta dimensión que, cuando se expresa en forma de longitud, se combina en condiciones casi de igualdad con las tres dimensiones del espacio para formar un espacio-tiempo cuatridimensional, global y único. De hecho, retrospectivamente, la tentación es matemáticamente irresistible ―aun cuando siga siendo imposible representar visualmente el espacio-tiempo cuatridimensional.

Supongamos que el signo ortográfico que sigue a esta frase representa un punto. Podemos pensar en él como si lo fuera realmente. Pero es un punto duradero, que se mantiene en el tiempo. No desaparece en el mismo momento de aparecer. Por eso, en el espacio-tiempo se prolonga como si fuera un filamento o. según el término acuñado, una línea universal. Para facilitar la representación visual, imaginemos que la dimensión temporal del espacio-tiempo está representada en esta página por la dirección descendente. En ese caso, dos líneas del universo como las de la figura representan dos puntos que se aproximan:

Podemos verlo concibiendo nuestra atención ―nuestro «ahora»― como una línea horizontal que desciende a velocidad constante por la página. Pero las líneas del universo no se mueven. En el espacio-tiempo, pasado, presente y futuro están desplegados ante nosotros, inmóviles como las palabras de un libro.

Minkowski no se contentó con esto. Pasó a demostrar, por ejemplo, que, incrustadas en el espacio-tiempo, las ecuaciones de Maxwell adquieren una forma extraordinariamente sencilla y unificada, como si se hubieran hecho pensando en el espacio-tiempo, y al revés.

Esta era la esencia de lo que quería decir Minkowski cuando en el congreso de 1908 afirmó solemnemente que el espacio y el tiempo, por sí solos, estaban llamados a hundirse por completo en la oscuridad y que sólo la unión de ambos podría conservar una existencia independiente. Podría haber añadido que, más que nunca, aquello valía también para la electricidad y el magnetismo.

El siguiente congreso, el LXXXI, se celebró en Salzburgo, y ante declaraciones tan inquietantes hechas por un hombre de la categoría de Minkowski no es extraño que invitaran al propio Einstein. Pronunció su conferencia el 21 de septiembre de 1909, exactamente un año después que Minkowski, y habló sobre «El desarrollo de nuestra concepción de la naturaleza y la constitución de la radiación», tema en que entraban a la vez la relatividad y los quanta.

Entre los presentes figuraban algunos de los físicos más destacados del mundo. Según la severa opinión de Einstein, su conferencia, desde el punto de vista científico, no tuvo demasiada importancia, pues, como comentó a un colaborador, no contenía nada nuevo. Aquello no era del todo cierto. Einstein exageraba en su modestia. Además, para muchos de los presentes, la conferencia fue toda una revelación. Y no porque aceptaran ―quizá ni lo entendieran― todo lo que él expuso, sino porque lo que querían era ver y evaluar al hombre de quien tanto habían oído hablar, y en seguida comprendieron que estaban ante un genio. También para Einstein fue aquél un momento importante. Llevaba muchos años trabajando en una especie de exilio científico, y su curiosidad por ver a los grandes científicos hablar y discutir en persona era al menos tan grande como la que éstos pudieran sentir por él. La confianza que tenía en sí mismo no sufrió mella, pues comprobó que era capaz de estar a su altura. Además, en este congreso tuvo ocasión de conocer a Planck. Y por si fuera poco, entabló nuevas amistades, que dieron lugar posteriormente a una abundante correspondencia científica.

Por eso, cuando, al mes siguiente, se incorporó a la cátedra de la Universidad de Zurich, su carrera había realizado un enorme progreso. Y seguiría progresando impetuosamente, compensando en cierta forma la descorazonadora lentitud de sus primeros pasos. Einstein se alegró de verse rodeado de muchos viejos amigos y de estar en Zurich, ciudad que le recordaba sus días de estudiante. Pero no iba a quedarse mucho tiempo. En 1911, a pesar de las dificultades originadas por el hecho de que fuera judío y extranjero, le ofrecieron el puesto de profesor titular en la Universidad alemana de Praga, donde Mach había ocupado el puesto de rector. Como solía hacer cuando le preguntaban oficialmente cuál era su religión, declaró que no estaba afiliado a ninguna confesión. Pero en este caso tuvo ocasión de comprobar que el emperador austro-húngaro, Francisco José, por cuyas manos tenía que pasar el nombramiento de Praga, exigía a todo profesor la pertenencia a una confesión religiosa reconocida: si no creían en un Dios oficialmente reconocido, ¿cómo iban a prestar el necesario juramento de fidelidad?

Ante ello. Einstein solicitó al funcionario encargado del registro que cambiara la anotación correspondiente a su afiliación religiosa, pero la respuesta fue que tal cambio no era posible en ausencia de nuevas pruebas. Einstein se encontraba ante un problema. Su hermana nos cuenta cómo lo resolvió. Preguntó por qué habían hecho constar que no pertenecía a ninguna confesión religiosa. El funcionario respondió, lógicamente, que porque él mismo lo había declarado. Estaba seguro de que Einstein no iba a saber qué contestar. Pero éste respondió diciendo que en aquel momento se declaraba oficialmente judío. El funcionario no supo qué responder y cambió la palabra «ninguna» por la de «mosaica», que es el término oficial para la fe judía.

Teniendo en cuenta lo que ocurrió más adelante, esta identificación con el judaísmo adquiere una significación simbólica y profética. Sería un error pensar que Einstein fue un judío ritualista. Fue uno de los hombres más religiosos, pero sus creencias, demasiado profundas para poderlas formular adecuadamente con palabras, se acercaban a las del filósofo judío del siglo XVII Spinoza, a quien habían excomulgado los mismos judíos. Einstein, con su sentido de la humildad, del temor, de la admiración y de la singularidad del universo, forma parte del grupo de los grandes místicos. En una carta de 1929 se reconocía discípulo de Spinoza, que veía a Dios en la naturaleza. Poco antes le habían preguntado por cable transatlántico si creía en Dios, y telegrafió la siguiente respuesta: «Creo en el Dios de Spinoza, que se revela en la ordenada armonía de lo que existe, no en un Dios que se preocupa por los destinos y acciones de los seres humanos.» Su actitud hacia Spinoza fue de profunda reverencia. En 1932 declinó la invitación de escribir un breve estudio sobre el filósofo diciendo que nadie podía hacerlo, que para ello se necesitaba no sólo competencia sino también una «extraordinaria pureza, imaginación y modestia». En esa misma carta hay unas palabras cuya importancia para nuestro relato quedará clara más adelante: «Spinoza fue el primero en aplicar con verdadera coherencia al pensamiento, sentimientos y acción del hombre la idea de la inestabilidad determinista de todo lo que ocurre.» En una carta escrita en 1946 Einstein calificaba a Spinoza como «una de las almas más profundas y puras que ha producido nuestro pueblo judío». Y al año siguiente, al resumir sus puntos de vista sobre la creencia en un Ser Supremo, escribió: «Me parece que la idea de un Dios personal es un concepto antropológico que no puede tomarse en serio. Tampoco me siento capaz de imaginar una voluntad u objetivo al margen de la esfera humana. Mis concepciones están próximas a las de Spinoza: admiración ante la belleza de la lógica sencillez del orden y armonía en la que creo, y que sólo podemos comprender con humildad y muy imperfectamente. Creo que tenemos que conformamos con nuestra comprensión y conocimiento imperfectos y tratar los valores y obligaciones morales como un problema puramente humano, el más importante de todos los problemas humanos.»

Ir a la siguiente página

Report Page