Einstein

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PORTADA » VIII. DE LOS PRINCIPIA A PRÍNCIPE

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Una vez formulada, la afirmación parece obvia. Pero ahí radica precisamente su belleza, como ocurre con muchas de las profundas intuiciones a que llegó Einstein tras dura lucha. Ahora podía seguir avanzando hacia su teoría general de la relatividad. Para que todo el movimiento fuera relativo, parecía necesario admitir toda clase de sistemas de coordenadas, por muy deformados que estuvieran, y aunque pareciera casi imposible determinar su relación con la medición directa. Einstein, por varias razones, concluyó que no podía tener favoritismos; las ecuaciones de la física deberían expresarse de tal manera que todos los sistemas de coordenadas espaciotemporales estuvieran en condiciones de igualdad, requisito que más tarde denominó principio de covarianza general.

En Praga no avanzó demasiado en la aplicación de este principio. Veía ante sí gravísimos problemas matemáticos, y a su vuelta a Zurich, en 1912, dio lo que resultó ser el paso más adecuado para resolverlo: buscó la ayuda de un experto. En una carta del 29 de octubre de 1912 escribía: «...Trabajo exclusivamente en el problema de la gravitación y ahora creo que superaré todas las dificultades con la ayuda de un matemático con quien tengo amistad. Pero puedo decir una cosa: que nunca en mi vida había trabajado tanto y que he llegado a adquirir gran respeto por las matemáticas, cuyos aspectos más sutiles había considerado hasta ahora, en mi ingenuidad, como puro lujo. Comparada con este problema, la teoría original de la relatividad es un juego de niños.»

El colaborador a quien hacía referencia era ni más ni menos que su íntimo amigo Marcel Grossmann, a quien Einstein acudía una vez más en busca de ayuda en un momento difícil. La suerte ―o el destino― quiso que Grossmann se hubiera especializado en un campo de las matemáticas que respondía perfectamente a las necesidades de Einstein en aquel momento, y sin la importante ayuda de su amigo, Einstein habría tardado mucho más en llevar a buen puerto la teoría de la relatividad general. No obstante, aquella colaboración debió resultar extraña, pues Grossmann, que no podía dejar de ser un matemático convencido, tenía una forma de ver las cosas muy distinta de la de su amigo físico. Tenemos una ilustración muy clara en una anécdota narrada por Einstein en sus «Memorias», escritas poco antes de su muerte con destino a un volumen en que se conmemoraba el primer centenario de la fundación del Politécnico de Zurich. Hablando de sus días de estudiante, Einstein decía: «Grossmann me hizo una vez un comentario tan encantador y tan característico que no puedo resistirme a citarlo: “Reconozco ―dijo Grossmann― que, después de todo, la física me ha enseñado algo importante. Antes, cuando me sentaba en una silla y notaba que mi antecesor la había dejado caliente, sentía un pequeño escalofrío. Ahora ya no me ocurre tal cosa, pues la física me ha enseñado que el calor es algo completamente impersonal”.»

Recordemos que el problema matemático con que se enfrentaba Einstein era el de dar con las ecuaciones que se conformaran al principio de la covarianza general. Al parecer, un colega de Praga le había dicho que existía ya la herramienta matemática adecuada para ello. Pero sólo en Zurich, con la generosa ayuda de Grossmann, comenzó Einstein a utilizarla. No era una materia fácil de manejar. Ahora se conoce como cálculo tensorial, y fue desarrollado sobre todo por el matemático italiano Gregorio Ricci, quien dio el paso decisivo para su desarrollo en 1887, el año del experimento ya citado de Michelson-Morley y del descubrimiento del efecto fotoeléctrico.

Como las ecuaciones no tienen preferencias entre los sistemas de coordenadas, servían perfectamente a las necesidades de Einstein, Con ellas, y con ayuda de Grossmann, podía realizar su plan de campaña para descubrir la entidad matemática que le permitiera representar la gravitación. Comenzó con las líneas universales rectas en el espacio-tiempo. Al señalar el efecto matemático de la transferencia a Labac, había concluido ya que la velocidad de la luz no era constante, sino que estaba vinculada a la gravitación. Entonces escribió las ecuaciones correspondientes a las partículas libres cuando c no era constante, incorporando así una forma primitiva de la teoría gravitatoria que andaba buscando. Y luego, recurriendo a coordenadas deformadas muy generales, llegó directamente a un tensor de gran importancia geométrica. Se llama tensor métrico.

Veremos su función con un ejemplo bidimensional. En la superficie bidimensional de un océano en calma, solemos indicar la situación mediante dos coordenadas que llamamos longitud y latitud. Supongamos que un barco hace un corto viaje y que sabemos sus latitudes y longitudes iniciales y finales. Si el barco siguiera el camino más corto, podríamos calcular directamente, por un sencillo procedimiento algebraico, la distancia realmente recorrida sobre la superficie, aun cuando ni el cambio de latitud ni el de longitud sean una distancia. Lo que nos permite convertir estos pequeños cambios combinados de coordenadas directamente en la distancia recorrida es el tensor métrico perteneciente a la superficie bidimensional. En 1827, mucho antes de que se conociera la idea de los tensores, el gran matemático alemán Karl Gauss había demostrado en Gotinga que este tensor métrico contiene una información geométrica más profunda. Si realizamos con él una operación matemática algo complicada, nos dice que estamos en una superficie curva parecida a un fragmento de esfera, y no en una superficie curva parecida a una silla de montar, ni lisa como si fuera un plano. Es sumamente importante que nos diga todo esto de forma intrínseca, sin hacer referencia a ninguna realidad exterior a la superficie.

Si la intuición de Einstein no le engañaba, si su principio de equivalencia, todavía sin verificar, era digno de confianza, el tensor métrico del espacio-tiempo cuatridimensional, tensor que establecía una conexión entre las coordenadas y las mediciones, debería ser la realidad que representa la gravitación. De ahí se deducía la profunda conclusión de que la gravitación debía ser algo fundamentalmente geométrico.

El matemático Marcel Grossmann, amigo íntimo de Einstein, le proporcionó a éste algunos conocimientos muy útiles para su formulación de la teoría general de la relatividad. Fotografía cortesía de Elsbeth Grossmann

Dada la nueva función gravitatoria del tensor métrico, Einstein y Grossmann lo representaron con la letra g: y como el cálculo tensorial exigía que llevara dos subíndices, la representación completa fue gμν. Cuando Einstein decidió utilizar gμν para representar la gravitación, dio un paso de gigante. Como ya hemos dicho, la teoría newtoniana de la gravitación se podía expresar mediante una sola ecuación de campo para un potencial de gravitación único. Pero la notación tensorial está concentrada, y en las cuatro dimensiones el símbolo gμν, en apariencia tan inofensivo, representa diez cantidades matemáticas. El tremendo salto, de uno a diez potenciales gravitatorios, suponía una audacia extrema. Y, como consecuencia de esta audacia, Einstein se enfrentaba ahora con la tarea de encontrar diez ecuaciones correspondientes del campo gravitatorio, de las que nos ocuparemos repetidas veces.

En 1913, Grossmann y él publicaron un artículo conjunto en el que daban cuenta de sus investigaciones. La parte física corrió a cargo de Einstein, mientras que Grossmann se ocupaba del aspecto matemático. En 1914, publicaron otro artículo. Vistas las cosas retrospectivamente, es muy doloroso comprobar lo cerca que estuvieron los dos colaboradores de conseguir su objetivo. Tenían prácticamente todos los ingredientes matemáticos necesarios, y, como señaló Einstein más tarde, habían pensado en las ecuaciones de campo adecuadas, pero las habían rechazado por lo que consideraron entonces razones poderosas. De hecho, como todavía no se habían resuelto en su mente los complejísimos problemas de la interpretación física, Einstein creía que había demostrado que, al poner a todos los sistemas de coordenadas en plano de igualdad, se entraría en conflicto con la idea de causalidad. En un pasaje clave de su primer artículo, los dos colaboradores se batieron en retirada en un aspecto estético: no admitieron ni siquiera los cambios de coordenadas que se pudieran considerar vinculados con la aceleración. No quedaron satisfechos, y en su segundo trabajo volvieron en parte a sus posiciones anteriores, pero sus cálculos no se ajustaban todavía al principio de la covarianza general. Más tarde, Einstein diría que había abandonado el principio de la covarianza general «con gran dolor de corazón».

Cuando, en 1914, Einstein marchó de Zurich a Berlín, se interrumpió la colaboración antes de que hubieran logrado culminar la tarea. Sin embargo, su importancia fue incalculable, pues Grossmann había proporcionado a Einstein un importante equipo matemático especializado con el que podría defenderse en la lucha que tendría que seguir librando en Berlín.

Párrafo introductorio del manuscrito del artículo de 1915: «Fundamentos de la teoría general de la relatividad», que actualmente se conserva en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Einstein dice, entre otras cosas, que se encuentra en deuda con la obra de Minkowski, y agradece a Grossmann la ayuda que /e ha prestado en las cuestiones matemáticas.

No podemos exponer aquí todos los problemas que superó Einstein. Estuvo trabajando dos años en dirección equivocada antes de darse cuenta, entre otras cosas, de que no había ninguna objeción física que impidiera tratar todos los sistemas de coordenadas en condiciones de igualdad ―de que, en definitiva, el principio de covarianza general no estaba en conflicto con la casualidad―. A partir de entonces, progresó con rapidez. Todo encajaba maravillosamente en su lugar, y ya en 1915, Einstein había encontrado las ecuaciones que buscaba. Su teoría, una vez descubierta, era de una sencillez majestuosa. La gravitación no aparecía tratada como fuerza sino como una curvatura intrínseca del espacio-tiempo. Los cuerpos pequeños, como los planetas, se movían trazando órbitas alrededor del Sol no porque éste los atrajera sino porque en el espacio-tiempo que rodeaba al Sol no había líneas universales rectas. Una línea recta se puede definir como la distancia más corta entre dos puntos. En el espacio-tiempo los movimientos de los planetas se representaban mediante geodésicas ―análogas de las distancias más cortas―. Por eso, los planetas, como las partículas libres, obedecían la primera ley de Newton, la ley de la inercia (en la medida en que esto era posible dentro de un espacio-tiempo curvo). Lo entenderemos mejor con dos diagramas. El primero indica, desde el punto de vista de una superficie bidimensional, el tipo de curvatura gravitatoria tridimensional del espacio que rodea el Sol; la curvatura está muy exagerada. Dada la curvatura existente, un planeta situado en P y que trate de moverse lateralmente en línea recta, no podrá hacerlo y seguirá el recorrido indicado por PQ. De esta forma se explica que un planeta trace una órbita alrededor del Sol.

El problema de este diagrama es que no reproduce ni el tiempo ni la curvatura del tiempo. Y aunque, en cierto sentido, es matemáticamente correcto, en otro es totalmente falso. El principal factor que influye en el movimiento planetario no es la curvatura del espacio sino una curvatura del tiempo que, de hecho, puede estar relacionada con la velocidad cambiante de la luz en un campo gravitatorio. Esta vuelta sorprendente a la idea inicial de Einstein ―esto es, ver en la velocidad de la luz el potencial gravitatorio― es una nueva prueba de su gran intuición. La curvatura del tiempo no es fácil de representar en un diagrama. No obstante, observemos la siguiente figura que incluye al tiempo como una dimensión que apunta hacia la parte superior de la página. La doble línea representa el Sol a través del tiempo ―la línea universal del Sol.

La línea helicoidal representa la línea universal de un planeta, una geodésica en el espacio-tiempo curvo asociado con el Sol. Imaginemos que estamos en una plataforma que representa nuestro «ahora». En la medida en que nuestro «ahora» vaya penetrando en el futuro, la plataforma irá subiendo ―no hay que olvidar que estamos representando el tiempo como una dimensión que apunta hacia arriba―. Al subir la plataforma, la hélice la irá atravesando en puntos sucesivos que en la plataforma parecerán un solo punto en órbita alrededor del Sol.

Estos diagramas son necesariamente imperfectos. Sin embargo, cada uno a su manera contiene una indicación de lo que ocurre de hecho y, si logramos integrarlos mentalmente, obtendremos una imagen no demasiado inexacta de las ideas einsteinianas.

¿Qué ocurre con las ecuaciones de Einstein que regulan la curvatura espacio-tiempo? Son diez, y su complejidad es enorme. Si se escribieran con todo detalle, en lugar de hacerlo con los signos abreviados, llenarían un grueso volumen con sus complicados símbolos. Hay en ellas algo que resulta de gran belleza y casi milagroso.

Quizá parezca ridículo hablar de belleza y de milagros después de indicar que las ecuaciones son feas y engorrosas. Pero examinemos la siguiente pregunta: ¿Cómo consiguió Einstein dar con las ecuaciones? ¿Cabe alguna posibilidad de que adivinara los distintos términos, en realidad centenares de miles, o en alguna forma millones, y todos ellos muy áridos? Ninguna. Entonces, ¿cómo dio con ellos? Ahí es donde se produce esa especie de milagro estético. El cálculo tensorial contenía reglas muy rígidas. Por razones físicas. Einstein impuso algunas condiciones sin importancia que, en su mayor parte, respondían a un deseo de sencillez. Y cuando luego buscó diez ecuaciones tensoriales en que la gravitación estuviera representada únicamente por diez cantidades gμν, comprobó que tenía las manos atadas. Por su insistencia en la sencillez, el cálculo tensorial no le dejaba opción donde elegir. Las ecuaciones de campo estaban determinadas de forma singular. En la representación tensorial estas ecuaciones están resumidas. Su fuerza y su misma naturalidad tanto en la forma como en el contenido les dan una belleza indescriptible. Supongamos que alguien las hubiera escrito plenamente desarrolladas, término por término. Un solo error de escritura en todo ese libro de términos, la omisión de un 1/2 o la confusión de un 3 con un 2, haría que las ecuaciones no cumplieran la condición de covarianza general.

Comenzamos ―pero sólo comenzamos― a ver aquí la verdadera magnitud de la intuición de Einstein. ¿Cuáles fueron las semillas que dieron lugar a esta estructura maravillosamente única? Entre otras cosas, la teoría de Newton y la teoría de la relatividad restringida, claro está, así como la idea de Minkowski de un mundo cuatridimensional, y las duras críticas de Mach a la teoría de Newton. También el marco matemático ya preparado, y del que hablaremos más adelante. Pero, y luego, ¿qué? El principio de equivalencia, el principio de covarianza general... y esencialmente nada más. ¿Por qué clarividencia mágica eligió Einstein precisamente estos dos principios como guía mucho antes de saber hasta dónde podían llevarle? Ya es asombroso que le hubieran llevado a ecuaciones únicas de naturaleza tan compleja y al mismo tiempo tan sencilla. Pero, una vez obtenidas, ¿de qué servían estas ecuaciones? Pronto se pudo hacer una prueba. El movimiento del planeta Mercurio no encajaba con la predicción newtoniana. Su perihelio, el punto de su órbita más próximo al Sol, avanzaba poco menos de 5.600 segundos de arco por siglo, y, aunque esto podía explicarse en gran parte, de una u otra manera, desde una perspectiva newtoniana, seguían sin poderse explicar entre 40 y 50 segundos de arco por siglo. (Cálculos más recientes y precisos dan un margen probable situado entre 41,5 y 54,5.)

En 1915, Einstein demostró que su nueva teoría admitía un avance adicional del perihelio de Mercurio que equivaldría aproximadamente a 43 segundos de arco por siglo. Este resultado sorprendente, expuesto ante la Real Academia de Ciencias de Prusia y publicado en sus Actas, fue la culminación gloriosa de muchos años de trabajo inspirado y tenaz. Hablando de ellos, Einstein dijo en una ocasión: «A la luz de los conocimientos actuales, parece inevitable que se llegara a dar con la conclusión acertada. Cualquier estudiante inteligente puede entenderla sin problemas. Pero los años de ansiosa búsqueda en la oscuridad, con un deseo intenso, con las alternancias de agotamiento y confianza y la final aparición de la luz, eso es algo que sólo pueden entender los que han atravesado esa experiencia.»

Einstein pronunciando una conferencia en Pasadena, en 1932. En el tablero aparece la fórmula Rik=0, forma tensorial de sus diez ecuaciones de campo para la gravitación pura.

En el cálculo del movimiento del perihelio de Mercurio no cabían trucos. No había nada arbitrario que pudiera ajustarse caprichosamente para hacerlo coincidir con la realidad. No había margen de maniobra. Si el resultado no hubiera sido, por sí solo, una cifra próxima a 43 ―y, ¡ojo!, hacia adelante― la teoría se habría venido por tierra.

En una carta de enero de 1916 dirigida a su querido amigo Paul Ehrenfest le decía: «Imagínate mi alegría ante la viabilidad de la covarianza general y al comprobar que las ecuaciones daban el movimiento correcto del perihelio de Mercurio. Durante varios días estuve fuera de mí, como en estado de éxtasis.»

Einstein, en 1916.

Recordemos cómo el mismo Einstein había comentado el profundo respeto que llegó a sentir por las matemáticas. La única razón no estuvo en el cálculo tensorial. Los matemáticos, con su clarividencia especial, le habían preparado el camino más de lo que él pensaba. La teoría de la relatividad general se oponía a la bella estructura euclidiana del «sagrado librito de geometría» que había fascinado al joven Einstein; y, en el centro de su teoría, se reflejaba un enfrentamiento con la validez estricta del teorema de Pitágoras, el famoso teorema que Einstein había conseguido demostrar con sus propias luces cuando no era más que un adolescente. Una de las coincidencias que unieron a Einstein con Grossmann fue el hecho de que éste hubiera conseguido su doctorado con un estudio sobre la geometría no euclidiana. Esta misma expresión muestra todo el camino recorrido por los matemáticos. Es cierto que la mayor parte de quienes estudiaban geometría elemental seguían pensando que era imposible reemplazar el sistema de Euclides. Además. Kant había afirmado que dicho sistema constituía una necesidad del pensamiento humano, y por tanto, era imposible pensar en rechazarlo. Pero el proceso de incubación era tan antiguo como Euclides y, sobre todo a partir de comienzos del siglo XIX, matemáticos audaces habían propuesto soluciones alternativas. Gauss había afirmado que, desde el momento en que Euclides tenía competidores, la geometría se convertía necesariamente en una ciencia experimental.

Resultan especialmente interesantes los trabajos realizados en Gotinga, a partir de 1854, por el matemático alemán Bernhard Riemann. Partiendo de las obras de pioneros como el húngaro Wolfgang Bolyai, el ruso Nikolai Lobachevski y Gauss, edificó un sistema geométrico general que es al de Euclides lo que una cadena de montañas a una llanura. En el caso de las superficies es posible lograr una representación visual de la audaz generalización de Riemann: pero, cuando hay tres dimensiones o más, sólo nos queda la vía de la comprensión matemática. Esta geometría multidimensional, de curvatura irregular, podía servir para responder a las necesidades de Einstein.

Además, como ya hemos dicho. Gauss había encontrado un complejo procedimiento matemático para extraer de un tensor métrico bidimensional informaciones sobre la curvatura intrínseca de la curvatura a la que pertenece. Riemann y Elwin Christoffel, cada uno por su cuenta, habían ampliado este procedimiento a un número superior de dimensiones. Al hacerlo, y ya antes de la aparición del cálculo tensorial, habían descubierto una cantidad matemática muy eficaz que recibe en la actualidad el nombre de tensor de Riemann-Christoffel o el de tensor de curvatura. Procede del tensor métrico, y contiene los constituyentes esenciales de las ecuaciones del campo einsteiniano de la gravitación, determinadas de forma unívoca Por otra parte. Riemann, y luego el matemático inglés William Clifford, habían dado la impresión de no estar en sus cabales cuando se arriesgaron a sugerir que la materia quizá no fuera, en definitiva, más que una curvatura del espacio. En cuanto a Christoffel, señalemos, como dato anecdótico, que era profesor en el Politécnico de Zurich cuando descubrió el tensor de curvatura.

¿Qué habría ocurrido si Riemann hubiera conocido el espacio-tiempo? ¿Habría considerado la materia como la curvatura de un espacio de cuatro dimensiones, en vez de tres? Podemos responder que sí, casi con toda seguridad. ¿Habría elaborado entonces la teoría einsteiniana de la gravitación? Vistas las cosas retrospectivamente, podríamos sentir la tentación de decir que sí. Sin embargo, las probabilidades de que así fuera eran infinitamente pequeñas. El camino de acceso a la teoría de Einstein era más físico que matemático, pero además, como rasgo característico, tuvo más de intuitivo que de físico. No podemos olvidar esto si queremos comprender la proeza de Einstein, pues no era una meta a la que pudiera llegar por la pura lógica. Como sabemos, se basó en el principio de covarianza general. Pero había tergiversado el principio de equivalencia hasta el punto de que algunos expertos, aun reconociendo su valor, se preguntan qué era lo que Einstein pensaba de verdad. En cuanto al principio de covarianza general, Einstein se equivocó al pensar que expresaba la relatividad de todo movimiento5. Y lo que es peor, el principio de covarianza general está, en cierto sentido, vacío de contenido, pues prácticamente cualquier teoría física matemáticamente expresable puede ponerse en forma tenso― rial, lo cual es cierto no sólo para la relatividad restringida, sino también para la teoría newtoniana.

Einstein lo reconoció, pero aseguró que el principio debía tener, a pesar de todo, contenido, si se quería llegar a las ecuaciones tensoriales más sencillas y bellas y adaptarse a las circunstancias. Y, de hecho, el golpe maestro consistente en exigir que la gravitación se representara exclusivamente mediante los diez gμν dio al principio de covarianza general ―desde el punto de vista de Einstein― un contenido importante.

Viendo lo frágiles que eran los cimientos visibles en los que Einstein había apoyado su teoría, no podemos dejar de maravillarnos de la intuición que le condujo a la realización de su obra maestra. Esta intuición es lo que le transforma en un genio. ¿No eran también frágiles los fundamentos de la teoría de Newton? ¿Quiere eso decir que el resultado tiene menos importancia? ¿No se había basado Maxwell en un modelo mecánico que él mismo consideraba poco verosímil? Por una especie de adivinación, el genio sabe desde el primer momento, de forma vaga y velada, hacia dónde debe dirigirse. Y en su penosa marcha a través de lo inexplorado, su confianza se nutre de argumentos más o menos plausibles cuya función es más freudiana que lógica. Estos argumentos no tienen que ser necesariamente sólidos. Lo que hacen es fortalecer el impulso irracional, clarividente y subconsciente, que es el verdadero animador de la búsqueda. En realidad, no debemos exigir que estén plenamente justificados por una lógica estéril, pues el que realiza una revolución científica debe basarse en las mismas ideas que va a reemplazar. Por ejemplo, y por extraño que pueda parecer, no parece posible, en la teoría de la relatividad general, ofrecer definiciones inequívocas de la masa y de la energía.

La teoría de Einstein surgió en medio de una guerra confusa que ambos bandos podían ganar o perder. Pero casi desde el primer momento provocó una oleada de interés que llegó más allá del pequeño círculo científico al que estaba dirigida. En 1916, un editor alemán pidió a Einstein que escribiera una explicación de su teoría dirigida al gran público. El libro apareció en 1917. Utilizando únicamente los recursos de las matemáticas elementales, Einstein consiguió resumir la explicación en setenta páginas lúcidas y encantadoras; si, a pesar de todo, no resultaron demasiado asequibles para el profano, la culpa no fue sólo de Einstein ―a no ser que pueda reprochársele haber creado una teoría de tan formidable dificultad―. En aquellas fechas Alemania estaba en guerra y el papel escaseaba, por lo que la edición fue muy reducida. Pero el libro vino a cubrir un hueco y a satisfacer una necesidad. Ya en mayo de 1918, en una Alemania acosada, bloqueada y hambrienta, el editor pensaba publicar una tercera edición. Sin demasiadas esperanzas, solicitó papel para tres mil ejemplares, y el gobierno alemán accedió a su petición.

La belleza intrínseca de la teoría de la relatividad general y la naturalidad con que se había obtenido el perihelio de Mercurio demostraron a Einstein que su intuición había sido correcta. Al referirse al perihelio en su obra de divulgación, y hablando en concreto de la desviación gravitatoria hacia el rojo y de la curvatura de la luz, decía: «Estoy seguro de que llegarán a confirmarse estas deducciones de la teoría»; y en las conversaciones con sus amigos reconocía su confianza en esta teoría. No esperó a que se produjeran nuevas confirmaciones para seguir avanzando decididamente. En 1916 y en 1917, año de la Revolución rusa y de la toma del poder por los comunistas, realizó dos importantes progresos científicos, el segundo de ellos relacionado con la teoría de la relatividad. Pero de momento los dejaremos de lado, para no interrumpir nuestro relato.

El resultado sobre el perihelio de Mercurio no era propiamente una predicción: la discrepancia newtoniana ya era conocida. Sin embargo, había dos predicciones de la teoría de la relatividad general ―la desviación gravitatoria hacia el rojo y la desviación de la luz― cuya verificación serviría para convencer a otros científicos. Es significativo que la desviación del espectro hacia el rojo, que Einstein había deducido de su primitivo principio de equivalencia, tuviera prácticamente el mismo valor que el que dedujo de su teoría general de la relatividad. Pero todavía es más importante el hecho de que la desviación de la luz, según la nueva teoría, fuera el doble que en el primer cálculo. Efectivamente, para los rayos de luz estelar que rozaban con el Sol, Einstein preveía ahora una desviación de 1,7 segundos de arco.

La guerra había trastornado el carácter internacional de la ciencia. Ya no había libre intercambio de información científica entre los países en guerra. Pero la neutralidad de Holanda había sido respetada, y el astrónomo holandés Willem de Sitter siguió en contacto con su colega inglés Arthur Eddington, de religión cuáquera. En 1916, De Sitter envió a Eddington una copia de un complicado artículo de Einstein en que explicaba la teoría general de la relatividad. A Eddington le entusiasmó. En un detallado informe oficial decía: «Independientemente de que sea correcta o no, debemos examinar atentamente esta teoría, por ser uno de los más bellos ejemplos de la capacidad de razonamiento matemático.»

En plena guerra, Eddington y Frank Dyson, astrónomo oficial inglés, planificaron con ayuda del gobierno dos expediciones, una a Sobral (Brasil) y otra a la isla portuguesa de Príncipe, junto a la costa occidental africana. El 29 de mayo de 1919, tal como había indicado Dyson, iba a producirse en dicho lugar un eclipse total de Sol especialmente favorable. El objetivo de las expediciones era verificar la teoría de Einstein, desarrollada en la capital del bando enemigo.

A pesar del mal tiempo dominante en Príncipe ―en su informe oficial Eddington escribió: «desde el 10 de mayo sólo llovió la mañana del eclipse»―, en algunas de las fotografías realizadas por Eddington y su ayudante a través del telescopio se veían estrellas en medio de las nubes. Impaciente, Eddington realizó mediciones micrométricas en las fotografías más claras y con gran satisfacción descubrió que confirmaban la nueva teoría. Más tarde dijo que aquél había sido el momento más importante de su vida.

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