Einstein

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PORTADA » IX. DE PRÍNCIPE A PRINCETON

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Einstein en Göteborg. Suecia, con ocasión de la visita que realizó a este país para recibir el premio Nobel, en julio de 1923. El cuarto por la izquierda de la fila delantera es el rey Gustavo V de Suecia. Fotografía cortesía del Dr J. A. Hedvall

Einstein continuó con su «paseo triunfal» de Japón a Palestina, donde la bienvenida que le ofrecieron los judíos tuvo características especiales, subrayadas por el recuerdo de su tragedia milenaria. En Jerusalén, en el monte Scopus, emplazamiento de la futura universidad hebrea, pronunció una conferencia en francés y anotó en su diario de viaje: «Tuve que comenzar con un saludo en hebreo, que leí con grandes dificultades.» Fue tratado con gran respeto, y en su conferencia se le invitó a hablar desde «la cátedra que le está esperando desde hace dos mil años». Se sintió profundamente conmovido por las aspiraciones de los dirigentes judíos. Sin embargo, al ver las oraciones angustiosas ante el Muro de las Lamentaciones y las ruinas de la gloria pasada de Salomón y de su templo, escribió en su diario: «Una visión deplorable de hombres con pasado y sin presente.»

De Palestina fue a España, donde, según él mismo decía humorísticamente, siguió «silbando su teoría de la relatividad». De Madrid a la frontera francesa viajó en el tren de la casa real, que el rey había puesto personalmente a su disposición. Pero cuando el matrimonio llegó a territorio francés, de vuelta a Berlín, Einstein estaba ya harto de todo el boato y de los cumplidos que rodeaban a sus viajes, y dijo a su esposa: «Tú puedes hacer lo que prefieras, pero yo pienso viajar en tercera clase.»

Cuando llegaron a casa en la primavera de 1923, Europa mostraba señales de una tensión peligrosa. Los fascistas se habían hecho con el poder en Italia. Poincaré ―no Henri, el matemático y físico, sino su primo Raymond, primer ministro francés― había enviado tropas a la zona alemana del Ruhr para obligar a Alemania a pagar las compensaciones de guerra. En consecuencia, ésta se vio sumida en una inflación desastrosa que privaría de todo valor al marco alemán, acabando con los ahorros de la población y contribuyendo a preparar el camino para la llegada del nazismo.

Sin embargo, en estos y en los años siguientes. Berlín fue el centro de una edad de oro del arte y de la ciencia alemanes, y Einstein estuvo allí la mayor parte del tiempo. Era bien conocido su amor a la música. Cuando el pianista Joseph Schwarz ofreció en Berlín un recital acompañado de su hijo Boris, que era un gran violinista a pesar de su juventud, un político que les oyó los envió a casa de Einstein, sabiendo que éste sentiría curiosidad por el joven violinista. El día señalado acudieron a su piso. Acompañado al piano por su padre, Boris comenzó el concierto de Bruch en sol menor. Cuando llegó al pasaje tan lírico y expresivo del primer movimiento ―uno de los favoritos de Boris― Einstein exclamó de repente: «¡Ah! No se puede negar que le gusta el violín.» Y cuando terminaron el concierto, sacó encantado su propio violín y juntos tocaron tríos de Bach y Vivaldi. De este modo comenzó una amistad duradera, enriquecida por muchas sesiones musicales.

Fachada de la vivienda de los Einstein en la Haberlandstrasse. 5. de Berlín. A la derecha, un rincón de la sala de música

Es interesante escuchar los comentarios de un violinista profesional sobre la técnica musical de Einstein. Boris Schwarz decía que su tono era muy puro, con poco vibrato, pues no le gustaba el tono vibrante y sensual del siglo XIX. Esto encajaba con las preferencias musicales de Einstein. Le encantaba la música del siglo XVIII: Bach, Vivaldi y Mozart ―sobre todo Mozart―. Beethoven, en su apasionado tono de do menor, le resultaba demasiado emotivo. Boris Schwarz añadió que Einstein tenía gran facilidad de lectura y que «llevaba muy bien el ritmo». Tocaba, según Schwarz, con tremenda concentración, inclinándose hacia adelante, con la cara pegada a la partitura. En la época que pasó en Berlín debió practicar incansablemente con el violín, sin importarle dedicar a ello varias horas seguidas. De hecho, Boris Schwarz se cansaba mucho antes que Einstein, y dándose cuenta de ello, la señora Einstein acudía en su ayuda llevando el té.

Fotografía de Joseph Schwarz, Boris Schwarz y Einstein, con un autógrafo de este último. El pareado podría traducirse más o menos así: «EI padre y el hijo no tocaban mal, pero que nada mal.». Fotografía cortesía de Boris Schwarz

Los Congresos Solvay, interrumpidos por la guerra, se habían reanudado en 1921, pero Einstein no pudo acudir en aquella ocasión por estar en América. En otoño de 1923, mientras se hacían planes para organizar otro Congreso Solvay en Bruselas, en Bélgica había aún grandes resentimientos contra Alemania, que había violado nueve años antes su neutralidad. Al enterarse de que no iban a invitar a otros científicos alemanes. Einstein insistió, a pesar de las repetidas peticiones de los organizadores, en que no le enviaran invitación. Dejó bien claro que no asistiría a un congreso científico del que se había excluido a otros científicos por el mero hecho de ser alemanes.

Litografía de Einstein por Emil Orlik. 1928. Fotografía cortesía de Boris Schwarz

Manuscrito del pareado escrito por Einstein cuando le preguntaron su opinión sobre la litografía de Orlik. Aludiendo a la gordura con que se le había «obsequiado» en la litografía. Einstein dice: ―Esto habla en favor de la ciencia, pues no hay violinista tan bien alimentado.»

Con el paso de los años se fue desilusionando de la Sociedad de Naciones y de sus posibilidades de conseguir la paz mediante la concordia internacional. Se daba cuenta de que había ya poderosas fuerzas empeñadas en una dura batalla y de que no era posible convencerlas con simples debates. Sin embargo, como miembro del Comité sobre Cooperación Intelectual, patrocinado por la Sociedad de Naciones, trabajó intensamente con sus colegas de otros países, esperando contra toda esperanza en la posibilidad de conseguir algo tangible, aunque fuera insuficiente. Más tarde hablaría de este comité en los siguientes términos: «A pesar de contar con miembros muy ilustres, fue la empresa más ineficaz en la que he participado jamás.»

En 1928, estando en Suiza, cayó gravemente enfermo del corazón y fue trasladado de nuevo a Berlín. Pocos meses después pudo abandonar la cama, pero tardó mucho en reponerse. Como antes, siguió apoyando con fuerza la causa del pacifismo. Por ejemplo, en 1928 publicó las siguientes palabras: «Nadie tiene derecho moral a llamarse cristiano o judío si está dispuesto a cometer un crimen siguiendo las instrucciones de una determinada autoridad, o si se deja utilizar para la iniciación o preparación de tal crimen, en cualquier forma posible.»

Y en febrero de 1929, poco antes de cumplir los cincuenta años, se explicó de forma todavía más concreta y categórica: «En caso de guerra me negaría rotundamente a prestar cualquier servicio armado, directo o indirecto, y trataría de convencer a mis amigos de que adoptaran la misma postura, independientemente de lo que pudiera pensar sobre las causas de una guerra concreta.»

Su cincuenta cumpleaños, el 14 de marzo de 1929, fue un acontecimiento mundial, en el que, sin embargo, Einstein no participó. Consciente de lo que iba a ocurrir, se escondió para huir de las atenciones de sus simpatizantes y de los periodistas. No dejaron de producirse incidentes curiosos. Por ejemplo, en tan señalado día llovieron telegramas, cables y otros mensajes sobre su piso de Berlín, del que él había huido; pero entre los numerosos visitantes se presentó un funcionario de Hacienda, y no ciertamente a llevar algún regalo: quería hablar con Einstein sobre su declaración de la renta. Cuando le dijeron que era el cumpleaños de aquel gran personaje, se sintió avergonzado y se marchó confundido, pidiendo perdón por su torpeza. El sonrojo del funcionario de Hacienda debió ser uno de los cumplidos más espontáneos recibidos por Einstein aquel día.

Einstein navegando en Caputh con su hija Use y su yerno Rudolf Kayser, hacia 1930. Fotografía de H. Landshoff.

También era del conocimiento público que a Einstein le encantaba relajarse recorriendo en vela el río Havel y los lagos próximos a Berlín, disfrutando del calor del sol y de la soledad, mientras su mente vagaba por el universo. Deseando complacerle, las autoridades de la ciudad de Berlín decidieron, mediante votación, ofrecerle como regalo de cumpleaños una extensión de terreno y una casa a orillas del Havel. Por desgracia, la casa estaba ocupada y no se podía disponer de ella. Otros dos intentos de cumplir la promesa tropezaron también con inconvenientes grotescos, y decidieron solicitar a Einstein que contribuyera a resolver el problema seleccionando un terreno, que luego la ciudad adquiriría para él. Elsa Einstein encontró un lugar precioso rodeado de árboles, próximo al Havel, en la ciudad de Caputh, un poco más allá de Potsdam. Las autoridades de Berlín dieron su aprobación, y por fin parecía que estaban a punto de conseguir un final feliz. Pero el problema del pago por la ciudad de Berlín originó un enfrentamiento político que, por desgracia, comenzó a adquirir matices antieinsteinianos. Para entonces, el regalo de cumpleaños había perdido todo atractivo, y Einstein puso final al problema declarando oficialmente su renuncia al regalo inexistente. Para cumplir los compromisos ya adquiridos, utilizó sus ahorros para pagar el terreno prometido y levantar allí una casa de verano.

Einstein tuvo que echar mano de todos sus ahorros. No obstante, había hecho una buena inversión. Era hombre poco amigo de convencionalismos en el trato y en la forma de vestir, y se encontraba más a gusto en aquel marco idílico que en los círculos académicos de Berlín. Los Einstein pasaron algunos veranos muy felices en Caputh, disfrutando del río y de su intimidad.

Einstein en Caputh, camino del embarcadero, hacia 1930. Fotografía de H. Landshoff.

El invierno de 1930-1931, y el siguiente, los pasaron en Estados Unidos. Einstein acudió como profesor invitado al California Institute of Technology, en Pasadena, cuyo director era por entonces Millikan. En primavera, Einstein se incorporaba a su puesto de Berlín, y en verano se marchaba a su retiro de Caputh. Pero, mientras tanto, habían sucedido acontecimientos dramáticos. En el otoño de 1929 se produjo el pánico en la bolsa de Nueva York. Era el comienzo de una depresión económica mundial, de efectos profundos y duraderos. Muchos perdieron sus empleos; los jóvenes no conseguirían empezar a trabajar. La pobreza y la desesperación acechaban por todas partes, sobre todo en Alemania, donde constituyeron el caldo de cultivo para toda clase de demagogos. Los industriales alemanes, atemorizados ante una posible revolución comunista, apoyaron económicamente a los nazis, con la esperanza de poder controlarlos. En América, por aquellas fechas, dos filántropos judíos, Louis Bamberger y su hermana Felix Fuld, ofrecieron una importante ayuda económica a Abraham Flexner, especialista en educación, para que realizara su sueño de crear un Instituto de Estudios Superiores. Esta institución quería ser una comunidad de hombres destacados en el mundo de la ciencia, a los que se pagaría generosamente, sin que tuvieran más obligación que la de dedicar todas sus energías a su trabajo.

Nemst, Einstein, Planck, Millikan y Laue en Berlin. 1931. Todos ellos recibieron el premio Nobel. Fotografía cortesía de Mrs. Rudolf Ladenburg

Gracias en parte a la ayuda económica de los industriales alemanes, los nazis experimentaron un rápido crecimiento. En enero de 1933 Hitler era ya canciller de Alemania, y el 23 de marzo del mismo año obtenía poderes dictatoriales. La libertad de expresión y la libertad en general fueron barridas de Alemania, reemplazadas por el terror.

La casa de los Einstein en Caputh.

Estudio de Einstein en su casa de Caputh. Fotografía de Lotte Jacobi

Mientras tanto, en la primavera de 1932, Einstein, como en ocasiones anteriores, había viajado a Oxford. Allí, como ya había hecho antes en Pasadena, Rexner le expuso los planes sobre el Instituto de Estudios Superiores. Pero en esta ocasión Flexner fue más audaz. Le propuso la posibilidad de hacerse miembro del Instituto. En 1927 Einstein había rechazado una oferta muy interesante de Veblen, una cátedra en la Universidad de Princeton, aduciendo que tenía demasiados años para resistir un nuevo traslado. Ahora, viendo el giro que tomaban los acontecimientos en Alemania, Einstein parecía más dispuesto a escuchar las sugerencias de Flexner, aunque no quería abandonar a sus colegas alemanes.

En verano, Flexner se desplazó a Caputh para seguir estudiando aquella posibilidad. Estaba muy interesado en obtener la colaboración de Einstein, hasta el punto de proponerle que fijara él mismo su salario. Pocos días después, Einstein le escribió sugiriendo lo que, teniendo en cuenta sus necesidades y su fama, consideraba una cifra razonable. Flexner se quedó atónito. En comparación con lo que era habitual en los medios americanos, la cifra propuesta por Einstein era demasiado baja. No podría contratar muchos científicos americanos por aquel salario, y para Flexner, aunque quizá no para Einstein, era impensable que otros miembros del Instituto recibieran salarios superiores al del científico alemán. Tras las debidas explicaciones, Einstein aceptó a regañadientes una cifra mucho más elevada, y dejó los detalles en manos de su esposa Elsa, más impuesta en tales materias. Según el acuerdo, Einstein pasaría parte del año en el Instituto y el resto en Alemania. Pero antes tenía que cumplir su compromiso ya contraído de pasar un tercer invierno como profesor invitado en Pasadena. En esta ocasión, cuando solicitó el visado, un reducido grupo de mujeres americanas patriotas se opuso públicamente a que se le autorizara a entrar en Estados Unidos, pues, según ellas, era un hombre de convicciones comunistas. El respondió en tono irónico:

«Nunca había encontrado en el bello sexo una negativa tan firme a mis propuestas, o al menos nunca me había rechazado al mismo tiempo un grupo tan numeroso.

»Pero, ¿no estarán en lo cierto estas vigilantes ciudadanas? ¿Por qué abrir las puertas a un hombre que devora insensibles capitalistas con el mismo apetito con que el Minotauro de Creta devoraba apetitosas doncellas griegas, y que, además, es tan perverso que condena todas las guerras, menos la guerra inevitable con la propia esposa? Escuchad, pues, a vuestras inteligentes y patrióticas mujeres y recordad que el Capitolio de la poderosa Roma se salvó en una ocasión gracias al cacareo de unas fieles ocas.»

Einstein con su hijo Albert y su nieto Bernhard, hacia 1930.

En relación con sus opiniones sobre el comunismo ruso, hay que resaltar que Einstein no era persona capaz de aceptar lo que estaba entonces en boga entre ciertos intelectuales simplemente porque estuviera de moda. En Einstein, la libertad intelectual fue una preocupación que le acompañó a lo largo de toda su vida. En junio de 1932, al negarse a suscribir una declaración contra la guerra, escribió: «No puedo firmarla porque lleva implícita una apología de la Rusia soviética. Desde hace algún tiempo he intentado por todos los medios llegar a hacerme una idea exacta de lo que está ocurriendo en dicho país, y he llegado a algunas conclusiones poco agradables. En la cumbre, parece que hay una lucha personal en la que los hombres más viles son utilizados por personas hambrientas de poder y que actúan por motivos egoístas. En el fondo, parece que se ha llegado a la total supresión del individuo y de la libertad de expresión. Me pregunto qué valor puede tener la vida en tales condiciones...»

Grupo internacional de científicos reunidos en Bélgica para planificar el Congreso Solvay de 1933. De izquierda a derecha: Bohr, Einstein, De Donder, Richardson, Langevin, Debye, Joffe, Cabrera. La fotografía fue tomada el 3 de julio de 1932 por la reina Isabel.

Debido en parte a los Congresos Solvay celebrados en Bruselas, había brotado una gran amistad entre Einstein y los reyes belgas, Alberto e Isabel. En una carta que escribió a su esposa, Elsa, hablándole de la visita que les había hecho el año 1930, se refleja claramente esta amistad: «...Me recibieron con una cordialidad exquisita. Son dos personas de una pureza y amabilidad excepcionales. Primero estuvimos hablando cerca de una hora. Luego la reina y yo interpretamos cuartetos y tríos con una música inglesa y una dama de honor melómana. Estuvimos así varias horas. Después, los acompañantes se marcharon y me quedé yo solo a cenar con el rey y la reina ―comida vegetariana y sin criados: espinacas, huevos duros, patatas, y punto. No sabían que iba a cenar con ellos―. Me marché muy satisfecho y estoy seguro de que ellos comparten este mismo sentimiento.»

Cuando Hitler subió al poder, los Einstein estaban en Pasadena. Einstein comprendió al momento que no podría volver a Alemania, y en marzo de 1933, en una declaración muy dura, anunció públicamente su decisión de no regresar. Fue a Bélgica, al pueblecito de Le Coq-sur-Mer, donde, por orden del rey, estuvo protegido algún tiempo, día y noche, por guardaespaldas. Hubo muchos rumores de que se produciría algún atentado contra su vida.

De fuera de Alemania llegaron generosas ofertas académicas, en las mismas fechas en que los nazis confiscaban su cuenta bancaria y el contenido de la caja de seguridad de su esposa, así como su querida casa de Caputh ―El inexistente regalo de la ciudad de Berlín que ahora le arrebataba el Estado―, Las obras de Einstein formaron parte de una lista de creaciones ilustres que los nazis arrojaron a la hoguera. Al tachar de judías las teorías de Einstein, los nazis, en su furor antisemita, no se daban cuenta del gran piropo que estaban dirigiendo a los judíos. Por un decreto nazi, los judíos se veían obligados a abandonar sus puestos académicos, se les prohibía el ejercicio de muchas profesiones y se les acosaba hasta conseguir su ruina. Los alemanes que se atrevían a manifestarse en contra de los nazis corrían peligro de ser encarcelados, torturados y ejecutados.

El 28 de marzo de 1933, Einstein renunció a la Academia Prusiana, que, como supo más tarde, había estado a punto de expulsarle. Por segunda vez en su vida, realizó también gestiones para renunciar a su ciudadanía alemana; luego, los nazis cayeron en la cuenta de la oportunidad que habían perdido y se atribuyeron la distinción inmortal de haber anulado oficialmente la ciudadanía alemana de Einstein. Con humor negro, él compararía más tarde esta actuación con el ahorcamiento público del cadáver de Mussolini después de su ejecución.

La Academia Prusiana, cuando estuvo pensando en expulsar a Einstein de su seno, había incluido entre sus cargos la acusación de que al visitar países extranjeros había puesto en circulación mentiras terribles sobre Alemania. Cuando Einstein negó los cargos, éstos fueron implícitamente retirados. En este fragmento de la carta de Einstein del 12 de abril de 1933 se refleja el tono de la correspondencia cruzada entre Einstein y la Academia. «Habéis dicho que una manifestación por mi parte “en favor del pueblo alemán” habría producido un gran impacto en el extranjero. Debo responder que el testimonio que insinuáis habría sido la negación de todas las ideas de justicia y libertad que he defendido a lo largo de toda mi vida. Tal testimonio no sería, como vosotros decís, “en favor del pueblo alemán”; por el contrario, sólo habría servido para defender la causa de los que intentan minar las ideas y principios que han conseguido para el pueblo alemán un lugar de honor en el mundo civilizado. Al ofrecer este testimonio en las presentes circunstancias, habría contribuido, aunque sólo fuera de forma indirecta, a la corrupción moral y a la destrucción de todos los actuales valores culturales.»

Einstein y su esposa Elsa. Pasadena, 1931.

En aquellos momentos angustiosos, muchos miembros de la Academia, dominados por el nacionalismo y otras emociones, se dejaron contagiar por la fiebre antieinsteiniana que hacía estragos en todo el país. Laue no sucumbió al contagio, ni Nemst, ni Planck. De hecho, en una sesión plenaria de la Academia Prusiana, celebrada el 2 de mayo de 1933, varias semanas después de la dimisión de Einstein, Planck hizo una declaración llena de valor: «Creo que hablo en nombre de mis colegas físicos de la Academia y también en nombre de la mayoría abrumadora de todos los físicos alemanes al afirmar: Einstein no es sólo uno de nuestros muchos físicos de talla; es, además, el físico con cuyas obras, publicadas por nuestra Academia, la física ha experimentado un progreso cuya importancia sólo puede compararse con los avances logrados por Johannes Kepler e Isaac Newton...»

Einstein y el rey Alberto de Bélgica, 1933.

En circunstancias tan peligrosas, Planck no podía hacer una afirmación de este calibre a la ligera. Por eso, su valor es mucho mayor. Podemos decir que fue el mayor de los numerosos homenajes que Planck rindió a Einstein a lo largo de su vida. Pero Planck decía la verdad incluso bajo el dominio nazi. En una ocasión esta actitud molestó a Hitler hasta el punto de decide personalmente a Planck que sólo por su edad se veía libre de ir a un campo de concentración.

En abril de 1933 Einstein se dio de baja en la Academia de Baviera, de la que era miembro correspondiente. Al hacerlo, decía: «...Por lo que yo sé, las sociedades científicas de Alemania han permanecido pasivas y silenciosas mientras gran número de científicos, estudiantes y profesionales con preparación académica se han visto privados de su empleo y de sus medios de vida. No quiero pertenecer a ninguna sociedad que se comporte de esa manera, aun cuando lo haga por coacción.»

Einstein y Churchill en Chartwell. 1933.

En aquellas fechas todavía no se habían puesto en marcha los campos de exterminio. Pero Einstein estaba ya horrorizado ante la tiranía nazi y ante el peligro que suponía para la civilización mundial una Alemania totalitaria, empeñada en el rearme y partidaria de la guerra y del exterminio. Durante toda su vida. Einstein había sido un pacifista declarado; recordamos especialmente sus rotundas declaraciones de 1928 y 1929, pero éstas no son más que un par de ejemplos entre las numerosas y rotundas manifestaciones que hizo en favor del pacifismo y de las organizaciones pacifistas de todo el mundo. Ahora, en Le Coq-sur-Mer tenía que hacer frente a un grave dilema moral, y tras muchas cavilaciones optó por lo que consideraba el menor de los dos males. El 20 de julio de 1933, en respuesta a una llamada a hablar en favor de dos objetores de conciencia belgas, dio a conocer su decisión: «Lo que voy a decir puede provocar sorpresas... Imaginaos a Bélgica ocupada por la Alemania actual. Las cosas serían mucho peor que en 1914, y entonces no fueron nada buenas. Por eso tengo que decir con toda franqueza: si yo fuera belga, y dadas las actuales circunstancias, no me negaría a prestar el servicio militar, por el contrario, entraría en dicha organización con alegría y pensando que de esa manera contribuiría a salvar a la civilización europea. Esto no quiere decir que esté renunciando al principio que siempre he defendido. Espero sinceramente que llegue el momento en que la negativa a realizar el servicio militar sea de nuevo un método eficaz de servir a la causa del progreso humano.»

Los pacifistas de todo el mundo quedaron consternados. Einstein se convirtió para ellos en una especie de apóstata: había traicionado su causa. Pero, como dijo él en 1935: «En momentos como éstos, todo debilitamiento de los países democráticos producido por la renuncia al servicio militar equivaldría a traicionar la causa de la civilización y de la humanidad.» A pesar de las amargas críticas de los pacifistas de todo el mundo, siguió expresando sus nuevos puntos de vista; otros famosos pacifistas, sobre todo Bertrand Russell, renunciaron también a su pacifismo.

En junio de 1933 Einstein fue a Inglaterra, donde, en Oxford, pronunció la «conferencia Herbert Spencer». En ella trató «del método de la física teórica» e insistió, con la sabiduría que le daban los años, en que «los conceptos y principios fundamentales en que se basa la física teórica son invenciones libres de la mente humana» y «forman la parte esencial de una teoría, que la razón no puede alcanzar». Tras ofrecer varias conferencias científicas, regresó a Le Coq. A finales del verano de 1933 volvió a Inglaterra, donde permaneció en relativa soledad en Cromer, dejando pasar los días mientras trabajaba en sus cálculos. Poco después diría que el trabajo ideal para un físico teórico sería el de torrero. Sus cartas desde Cromer demuestran que, al menos en su caso, era verdad: «Disfruto de una paz maravillosa; sólo ahora me doy cuenta de lo ajetreado que estoy habitualmente...» «Me encantan la tranquilidad y la soledad que tengo aquí. Se puede pensar con más claridad, y me encuentro incomparablemente mejor.» Estando en Inglaterra, habló en privado con personas importantes. Churchill entre ellas, sobre la amenaza del rearme alemán; y el 3 de octubre de 1933 habló en público en una gigantesca manifestación celebrada en defensa de la creación de un comité constituido por hombres como Rutherford, y destinado a ayudar a los científicos refugiados que procedían de la Alemania nazi.

Llegaba así al final de su período europeo.

Einstein en Berlín, el 1 de diciembre de 1932. La foto fue tomada por Charles Holdt, que reconoció a Einstein al pasar. Holdt dice que tuvo que emplear un tiempo de exposición muy alto, pues «el sol se había metido por detrás de la Opera y la luz era muy mala.» Un año más tarde. Einstein escribió a Holdt para darle las gracias por haberle enviado una copia, y añadía: «La foto se tomó pocos días antes de que me marchara de Berlín para siempre.»

Con su esposa, su secretaria y su colaborador Walter Mayer salió con dirección a Estados Unidos. Llegó el 17 de octubre de 1933. Su llegada constituyó un gran acontecimiento. Casi inmediatamente, el presidente Roosevelt invitó a los Einstein a pasar una noche en la Casa Blanca, y cuando se produjo el encuentro en el mes de enero siguiente, Roosevelt y Einstein encontraron puntos comunes en su amor a la vela, de la que ambos podían hablar como verdaderos expertos. Pero también hablaron del sombrío panorama que se cernía sobre Europa.

Flexner había elegido Princeton (Nueva Jersey) como emplazamiento del Instituto de Estudios Superiores. Sin embargo, mientras terminaban las obras de los nuevos edificios, el Instituto estaba instalado en la Universidad de Princeton. Aquella pequeña ciudad universitaria fue el refugio de Einstein. Siguió hablando contra los nazis, pero no se tomaron precauciones especiales para garantizar su seguridad personal. Deambulaba sin temor por las tranquilas calles de la ciudad. La población le trataba con cariño. Su total falta de formalismo debió provocar sorpresas, pero sirvió también para ganarle simpatías. En este lugar tan pacífico pasaría el resto de sus días.

 

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