Einstein

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PORTADA » X. LA BATALLA Y LA BOMBA

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Los científicos concibieron estas distintas ideas movidos por la desesperación, intrigados por los resultados de una mecánica cuántica de gran belleza matemática y muy buenos resultados, que parecía acribillada de contradicciones físicas. ¿Qué debemos pensar de todo esto? ¿Qué sentido podemos ver en ello, si es que hay alguno? En 1927 Bohr ofreció una respuesta que, junto con sus propias ideas y las de Heisenberg, se convirtió en la base de lo que ahora se conoce como la interpretación de Copenhague. Bohr recurrió al concepto de lo que llamó con el nombre de complementariedad. Aquí debemos conformarnos con ofrecer una indicación muy somera del contenido de este concepto tan complicado, y sobre cuyos detalles parece que no hay demasiado acuerdo. Antes de nada digamos ―y por ahora no hace falta insistir más en ello― que el mundo cuántico del átomo no parece fácil de representar gráficamente en términos de la vida cotidiana. Bohr afirmó decididamente que no es posible hacer tal cosa. Cuando hacemos experimentos cuánticos, comenzamos poniendo a punto los aparatos y ajustándolos, por ejemplo girando ciertos mandos y leyendo los datos de alguna pantalla: y solemos terminar con nuevas lecturas. Así comenzamos y terminamos en el mundo cotidiano, no cuántico. Tenemos que hacerlo así. No podemos evitarlo. Sin embargo, a partir de tales experimentos, tan arraigados en nuestro mundo de todos los días, intentamos acercarnos al extraño mundo cuántico del átomo. Según Bohr, este mundo está tan lejos de nuestra experiencia habitual que, si queremos representárnoslo gráficamente, no bastará con una sola de nuestras imágenes cotidianas. Nos vemos obligados a utilizar parejas de imágenes complementarias y discordantes. No importa que las imágenes de las ondas y de las partículas sean contradictorias. Necesitamos las dos. Se complementan mutuamente, eso es todo. No suponen una verdadera contradicción física. Lo mismo que no hay conflicto real entre el aspecto tan distinto del cielo al mediodía y durante la noche, tampoco hay conflicto alguno cuando ciertos experimentos nos hacen ver electrones que se comportan como ondas y otros experimentos de distinto tipo nos hacen ver electrones que se comportan como partículas. El conflicto sólo se produce en nuestra mente, pues buscamos una sola imagen sencilla y cotidiana que no existe. En nuestras imágenes no sólo necesitaremos ondas y partículas sino también realidades, como la posición y la cantidad de movimiento, a pesar de su aparente conflicto desde el punto de vista de Heisenberg. Cuando buscamos una imagen clara en términos de espacio y tiempo, debemos renunciar al determinismo, y viceversa. Debemos aprender a vivir con esta complementariedad omnipresente, decía Bohr. No podemos huir de ella ―y la única forma de huir es tomar conciencia de ello.

¿Qué opinaba Einstein de todo esto? No le seducía demasiado. Iba contra todos sus instintos científicos. Desde el momento en que, siendo joven, había ampliado el artículo de Planck de 1900, había intentado por todos los medios ver un sentido físico en el quantum de luz que él mismo había introducido. Sólo podemos hacer cálculos sobre el número de intentos que realizó a lo largo de su vida. El problema estaba siempre dándole vueltas en la cabeza. No le dejaba un minuto de reposo. ¿Cómo era posible que los fotones individuales se comportaran como partículas cuando chocaban con los átomos y sin embargo se desplazaran con propiedades como las de las ondas, como si cada uno de ellos pudiera estar en muchos lugares al mismo tiempo? De Broglie había complicado en el enigma de la onda―partícula no sólo a la luz sino también a la materia, con lo que su presencia alcanzaba a toda la física. Esto sí que lo aceptaba Einstein. La omnipresencia es de por sí una forma de unidad. Bohr había llegado a la conclusión de que debemos acostumbrarnos a considerar la onda y la partícula como imágenes complementarias. Pero el instinto de Einstein se rebelaba ante esta perspectiva. El 12 de diciembre de 1951, ya cerca del final de su vida, escribió estas palabras a su viejo amigo Michele Besso, con quien, en los días lejanos de la oficina de patentes, había discutido sus primeras ideas: «Estos cincuenta años de reflexión no me han permitido acercarme más a la respuesta de la pregunta ¿Qué son los quanta de luz? Hoy día todo hijo de vecino se imagina que la sabe, pero se equivoca.»

Einstein había participado intensamente en el combate por llegar a la interpretación de la nueva mecánica cuántica. Había discutido desde el primer momento con Bohr sobre la interpretación probabilista de la teoría de Schrödinger. Pero su principal antagonista era Bohr.

A finales de 1927, en el quinto Congreso Solvay, el enfrentamiento fue muy patente. Bohr y Heisenberg decían que la indeterminación era inevitable: que, dada la ausencia de una causalidad estricta, lo más que se podía lograr eran las probabilidades. Bohr estaba de acuerdo. Pero Einstein no. No quería aceptar lo que iba contra su propio instinto. Estaba convencido de que aquella teoría era incompleta. Y presentó una serie de ingeniosos argumentos para confirmar sus puntos de vista. Nunca se había visto la mecánica cuántica sometida a un ataque tan formidable y penetrante. Pero Bohr y sus aliados, a pesar de estar acosados, se mantuvieron en sus posiciones. Precisaron sus conceptos en medio de la batalla, rechazaron una a una las objeciones de Einstein, y éste, a pesar de todo su talento e ingenio, tuvo que declararse en retirada. Era imposible evitar la perturbación incognoscible de la observación. Cada una de las nuevas tácticas que Einstein proponía para medir una perturbación implicaba una nueva observación con una perturbación propia. Para medir esta nueva perturbación hacía falta una nueva observación perturbadora, y así sucesivamente en una cadena que no permitía esperanza alguna de victoria. El indeterminismo había resistido el ataque de Einstein. Inmediatamente después del congreso, Bohr y Einstein siguieron discutiendo en casa de Ehrenfest, y éste, que sentía enorme cariño tanto por Einstein como por Bohr, sufría al ver cómo uno de sus ídolos se negaba a aceptar la nueva interpretación de Copenhague. Pocos meses más tarde, en mayo de 1928, Einstein escribió a Schrödinger y, entre otras cosas, le decía: «La tranquilizadora filosofía ―¿o religión?― de Heisenberg-Bohr está tan ingeniosamente concebida que, de momento, constituye para el verdadero creyente una suave almohada en la que puede dormir plácidamente un sueño del que no va a ser fácil despertarle.»

Congreso Solvay de 1927. Primera fila, de izquierda a derecha: Langmuir, Planck, Mme, Curie, Lorentz, Einstein, Langevin, Guye, Wilson, Richardson. Segunda fila: Debye, Knudsen, Bragg, Kramers, Dirac, Compton, De Broglie, Born, Bohr, Tercera fila: Piccard, Henriot, Ehrenfest, Herzen, De Donder, Schrödinger, Verschaffelt, Pauli, Heisenberg, Fowler, Brillouin.

En 1930, en el sexto Congreso Solvay ―último en contar con la participación de Einstein―, presentó una nueva propuesta para evitar el principio de indeterminación de Heisenberg. Esta vez Bohr se tambaleó. El argumento parecía irrefutable. No veía en él ningún punto débil. Pero si no lo había, habría que concluir que toda la teoría cuántica, que por entonces parecía más acertada que nunca, debía tener algún defecto fundamental. Bohr no lo podía admitir. Y sin embargo, el argumento de Einstein estaba ante él, implacable, exigiéndole su rendición. Bohr intentó destruirlo de una forma y de otra, pero sus ataques no dieron fruto. No conseguiría dormir. Era demasiado lo que estaba en juego. Se pasó la noche luchando con el problema. A la mañana siguiente había dado con la solución: el argumento de Einstein no valía por el propio principio de equivalencia de Einstein, y por tanto por la propia teoría general de la relatividad. El descubrimiento de esta salida fue una gran proeza. Einstein se vio obligado a aceptar la derrota. Y a aceptar que el principio de indeterminación de Heisenberg era válido. Pero eso no significó, en absoluto, que no iba a volver a luchar.

Bohr y Einstein reflexionando. La fotografía fue tomada por Ehrenfest y constituye todo un estudio de contrastes.

En 1933, estando en Bélgica, poco antes de marcharse para siempre de Europa, mencionó una nueva idea. Dos años más tarde la publicó con sus colaboradores Boris Podolsky y Nathan Rosen, del Instituto de Estudios Superiores. He aquí la clave del argumento, desprovisto de todo su contenido matemático. Puede engañamos por su aparente sencillez. Imaginemos que hacemos chocar entre sí dos electrones. A y B. y esperamos a que estén lo bastante alejados como para que no puedan afectarse mutuamente de forma significativa. La propuesta tiene su malicia. Al tomar medidas de A, podemos extraer conclusiones sobre B. y nadie podrá decir que nuestra observación de A perturbó a B ni lo afectó de ninguna manera. Según la teoría cuántica, si observamos la posición exacta de A podemos deducir inmediatamente la posición exacta de B: y si, por el contrario, observamos con precisión el impulso de A podemos deducir el impulso preciso de B. ¿Está clara la estrategia? Vamos a observar a A. pero vamos a hablar de B, que no se ve afectado por nuestra observación de A.

Para verlo mejor, supongamos que el choque se produce un domingo y que las distancias son tales que podemos esperar toda una semana para hacer nuestra observación de A. Según Heisenberg, no podemos determinar con precisión y al mismo tiempo la posición y el impulso de un electrón. Pero podemos elegir la cantidad que vamos a medir. Así que, el lunes, decidimos medir la posición exacta de A, cuando llegue el momento. El martes, cambiamos de opinión y decidimos medir el impulso de A. El miércoles, decidimos medir la posición de A. El jueves, volvemos a inclinamos por el impulso de A. El viernes, nos decidimos por la posición de A. El sábado, por el impulso de A. Y el domingo, al ver que no podemos decidirnos, echamos una moneda al aire y realizamos en A la medición que decida la moneda.

Supongamos que la moneda nos indica que observemos la posición del electrón A. Al observarla deberíamos saber inmediatamente la posición del otro electrón B. sin perturbarlo de ninguna manera. La teoría cuántica nos lo garantiza. Supongamos en cambio que la moneda nos indica que observemos no la posición sino el impulso de A. Al observarlo, sabremos también cuál es el impulso de B. sin perturbar para nada a B.

Nadie se imaginará que el electrón B vaya a cambiar cada vez que nosotros cambiemos de opinión, de tal forma que el lunes tuviera posición precisa e impulso impreciso, el martes impulso preciso pero posición imprecisa, el miércoles posición precisa pero impulso impreciso, el jueves impulso preciso pero posición imprecisa, y así sucesivamente, hasta el último momento, en que de alguna manera responda a la decisión impuesta por la moneda ―estando B todo el tiempo aislado físicamente de A y de nosotros y de nuestra moneda―. Es indudable, argumentaban Einstein y sus colaboradores, que la posición y el impulso precisos de B deben tener realidad física al mismo tiempo. Pero Heisenberg había demostrado que la teoría cuántica no nos permite conocerlos al mismo tiempo. Por tanto, la teoría cuántica no constituye una descripción completa de la realidad física. Es una teoría incompleta.

¿Qué respuesta se le ocurre al lector? ¿Se rinde? Bohr no lo hizo. Pronto diremos cómo se defendió. Pero mientras tanto podemos permitirnos un pequeño descanso, bien merecido, y aprovechar la ocasión para hablar de otros temas.

Algunos de los comentarios que hemos hecho sobre la teoría de Maxwell pueden haber dado la impresión de que se trataba de una reliquia del pasado. Pero en 1927 Dirac demostró que era posible rejuvenecerla. Le hizo una transfusión cuántica. Luego, utilizando el método Bose―Einstein de cálculo estadístico, dedujo de la teoría de Maxwell rejuvenecida no sólo la fórmula de Planck para la radiación del cuerpo negro sino también todos los resultados obtenidos de otra manera por Einstein en su artículo de 1916 sobre el «láser». Y. a pesar de algunos problemas inevitables, la teoría rejuvenecida de Maxwell llegó a convertirse en la teoría física más exactamente verificada de todas las actuales.

Después de pedir disculpas a Maxwell, debemos volver a Newton. Bohr, Heisenberg y Schrödinger se habían apoyado en bases newtonianas, y Dirac había demostrado, con gran acierto, que la nueva mecánica cuántica era esencialmente una mecánica newtoniana con una transfusión cuántica. Dicho todo esto, no podemos olvidar a Einstein. En 1928 Dirac aplicó brillantemente la teoría restringida de la relatividad a la teoría cuántica del electrón, logro tan notable por su belleza matemática como por su espectacular éxito. A la vista de estos y otros méritos, no es sorprendente que recibiera el premio Nobel.

En la larga batalla de Einstein sobre la interpretación de la mecánica cuántica, se repetía con frecuencia un mismo tema: su reticencia instintiva ante la idea de un universo probabilista en el que la conducta de los átomos individuales dependiera del azar. Como solía hacer cuando se enfrentaba a los grandes problemas de la ciencia, intentaba ver las cosas desde el punto de vista de Dios. ¿Era probable que Dios hubiera creado un universo probabilista? Einstein estaba convencido de que la respuesta debía ser negativa. Si Dios era capaz de crear un universo en que los científicos podían observar leyes científicas. Dios era también capaz de crear un universo totalmente dirigido por tales leyes. No habría un universo en el que tuviera que realizar en todo momento elecciones aleatorias en relación con el comportamiento de cada partícula individual. Era algo que Einstein no podía demostrar. Era cuestión de fe, de sentimiento y de intuición. Quizá parezca una actitud ingenua. Pero estaba muy arraigada, y la intuición física de Einstein, aunque no infalible, le había sido de gran utilidad. Toda ciencia se basa en la fe. Los sorprendentes acontecimientos que hemos visto ―la teoría inicial de Bohr, entre otros― deberían habernos convencido ya de que la ciencia no se basa sólo en la fría lógica.

Einstein resumió su intuición sobre la teoría cuántica en la famosa frase «Gott würfelt nicht», que utilizó de varias formas y en muchas ocasiones. Se puede traducir como «Dios no juega a los dados». Pero Bohr propuso una traducción distinta de la frase. Desconfiaba de las discusiones en que se imputan a Dios atributos en el lenguaje cotidiano y tradujo la palabra «Gott» no por «Dios» sino por «las autoridades providenciales». Quizá sea esto un reflejo de la diferencia que había entre las concepciones de Bohr y las de Einstein en problemas científicos. Sin embargo, en una carta escrita en 1945 a alguien que quería conocer las creencias religiosas de Einstein, éste le dijo: «Siempre conduce a error utilizar conceptos antropomórficos para referirse a realidades ajenas a la esfera humana; sólo son analogías infantiles.» Esta afirmación parece estar en consonancia con la desconfianza de Bohr ante las afirmaciones sobre un Dios que no jugaba a los dados. Sin embargo, en una carta escrita a un librepensador en 1953. Einstein explicaba que al hablar del Dios que no jugaba a los dados no se refería «ni a Yahvé ni a Júpiter, sino al Dios inmanente de Spinoza». Y. en la carta de 1945 antes citada, Einstein continuaba diciendo algo que le gustaba repetir con frecuencia: «Debemos admirar humildemente la bella armonía de la estructura de este mundo, en la medida en que podamos comprenderlo. Esto es todo.» Parece que, según Einstein, la armonía del universo caería por tierra si, utilizando su metáfora. Dios jugara a los dados. Cuando un hombre como Einstein utiliza un argumento en física, le concede gran importancia, aun cuando lo exprese en forma de metáfora. A pesar de sus muchas afirmaciones, no sabemos qué quería decir Einstein con la palabra Dios. En la obra científica de Einstein. Dios era el concepto dominante ―concepto mal definido, pues ¿quién puede definir a Dios?―; era el símbolo no sólo de la pasión de Einstein por la belleza y por lo maravilloso sino también de esa sensación intuitiva de comunión con el universo que fue el sello de su genio ―otra palabra que no se deja definir.

Volvamos ahora a la respuesta de Bohr ante el argumento de Einstein. Podolsky y Rosen cuando decían que, observando el electrón A, se podía obtener, en teoría, información sobre el electrón B sin influir para nada en B. Recordemos los cambios de opinión sobre si convenía observar la posición o el impulso del electrón A, y la conclusión de que la posición y el impulso precisos de B deben tener realidad física al mismo tiempo, de lo que se deducía que la teoría cuántica era incompleta. Este razonamiento produjo gran preocupación a Bohr. Era mucho más ingenioso de lo que había pensado en un primer momento, y sólo tras un análisis agotador dio con la respuesta. Tuvo que retroceder un poco y dejar de recurrir a la perturbación del acto de observación. Como desarrollaremos más adelante, tenía que considerar un experimento como un todo único ―un «solo fenómeno», como diría más tarde― que comenzaba y terminaba necesariamente en el mundo cotidiano. Su respuesta fue la siguiente. Supongamos que firmamos un contrato por adelantado obligándonos a medir, por ejemplo, la posición. Entonces no surgiría ningún problema nuevo, pues no habría cambios de opinión. Desde el primer momento el experimento estaría destinado a medir la posición y no el impulso. Si, por el contrario, firmáramos un contrato previo por el que nos comprometiéramos a medir el impulso, estaríamos haciendo un experimento totalmente distinto, en el que, en este caso, no entraría en juego la posición. Así pues, se habla de dos «fenómenos físicos» diferentes, en el sentido que daba Bohr a estas palabras. Ahora bien, seguía argumentando Bohr, en lo que respecta al fenómeno físico real o al experimento completo, no importa para nada que firmemos un contrato por adelantado o que cambiemos cada día de opinión y acabemos lanzando una moneda al aire. Lo que cuenta es el experimento total que hemos realizado, no el experimento distinto que no hemos hecho, ni los detalles de cuándo y cómo decidimos cuál de ellos hacer. Los dos experimentos son fenómenos físicos que se excluyen mutuamente. Si hacemos uno, no podemos hacer el otro al mismo tiempo. Por consiguiente, decía Bohr, no podemos enfrentar el experimento que hemos hecho de verdad ―fuera el que fuera― con el que no hicimos. Por eso no hay un conflicto real ni razones válidas para deducir que la mecánica cuántica es incompleta.

Einstein tuvo que reconocer que la postura de Bohr era lógicamente invulnerable. Pero lo era porque Bohr se había retirado a una posición inexpugnable. Había negado a Einstein el derecho de hacer sus confrontaciones conceptuales, y Einstein calificó la postura general de Bohr de solipsista7. Quienes rechazan el solipsismo no lo pueden hacer por razones lógicas. Sin embargo, lo rechazan. En el mismo sentido. Einstein rechazaba la interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica ―basándose no en la lógica sino en el instinto y en la creencia.

Pero, con pocas excepciones, la mayoría de los científicos no la rechazaron. Cuando vieron que tenía coherencia y que resistía todas las críticas, la aceptaron con entusiasmo. Inmersos en el entusiasmo embriagador de buscar nuevas y apasionantes aplicaciones de la nueva teoría, no estaban muy dispuestos a dejarse inquietar de nuevo con dudas sobre sus cimientos. El artículo de Einstein. Podolsky y Rosen provocó cierta inquietud, pero sólo de momento: fue grande el alivio cuando Bohr dio con la respuesta. No fue el único en responder. Otros científicos de menor talla escribieron también para refutarlo, pero, como comentó Einstein con ironía, sus refutaciones eran todas diferentes.

Antes de todo esto, la interpretación de Praga había adquirido casi la consideración de dogma. Quien se atreviera a ponerla en duda corría riesgo de verse ridiculizado y de perder su prestigio. Pocos podían resistir una presión tan fuerte. A Planck le disgustaba la corriente de Copenhague. De Broglie se rindió en seguida a ella, aunque lo hizo a regañadientes, y más adelante intentó dar marcha atrás. Schrödinger, tras ciertas vacilaciones, se opuso con todas sus fuerzas. Y Einstein, como sabemos, se negaba a aceptarla. Pero los objetores eran pocos. La gran mayoría de los físicos cuánticos aceptaban la interpretación de Copenhague y tachaban de intransigentes a los pocos que no seguían su línea. Esta fase duró sólo veinte años. Pasados éstos, comenzaron a oírse nuevas voces de duda, y aunque la mayoría de los físicos cuánticos actuales siguen aceptando la corriente de Copenhague en una u otra forma, ésta ya no suscita la fidelidad ciega de sus días de esplendor. La verdad es que tampoco se ha llegado a un acuerdo en sentido contrario. Pero algunas defecciones importantes reflejan un malestar, y no precisamente pasajero, en el campo de la estricta ortodoxia.

Muchas veces se niega la existencia de problemas. Pero, por ejemplo Dirac, en una obra escrita en 1963, reconocía que había dificultades. No pensaba en una vuelta al determinismo clásico. Sin embargo, previendo progresos todavía desconocidos, decía: «Quizá sea imposible obtener una imagen convincente en esta fase transitoria actual.» La mecánica cuántica, tal como es interpretada por la escuela de Copenhague, tiene consecuencias que, como las de la relatividad, atentan contra el sentido común. He aquí un ejemplo gráfico propuesto por Schrödinger en 1935, que nos servirá de recapitulación. A modo de prefacio, recordemos que, según la interpretación de Copenhague, es imposible prever el momento en que se producirá la desintegración radiactiva de un núcleo atómico. Esto nos suena a algo conocido. ¿No utilizó Einstein esta misma idea en 1916 en su deducción, «sorprendentemente sencilla», de la fórmula de Planck? ¿No había dicho Einstein que los átomos emitían fotones espontáneamente y de forma imprevisible? Es más, Bohr se dejó influir en gran parte por esta obra de Einstein y había encontrado en ella la confirmación de la idea de que los procesos cuánticos son espontáneos, incausados e imprevisibles. ¿No serán la desintegración radiactiva y otras emisiones espontáneas ejemplos que demuestran que, por utilizar la expresión de Einstein, Dios juega a los dados? Según la escuela de Copenhague, sí. Según Einstein, no. Este había considerado la imprevisibilidad teórica como consecuencia del carácter incompleto de la teoría, que según él era transitoria: el fallo estaba en nosotros, no en nuestros átomos. Pero la escuela de Copenhague insistía en que las ecuaciones cuánticas contenían toda la verdad, y prohibía, por principio, la predicción de los momentos precisos en que se producirían estos procesos espontáneos: por adelantado sólo podían conocerse las probabilidades.

Teniendo esto en cuenta, veamos el ejemplo de Schrödinger. Coloquemos a un gato en una habitación cerrada en la que haya un frasco de cianuro. Pongamos un átomo potencialmente radiactivo en un detector de tal manera que, si el átomo experimenta una desintegración radiactiva, el detector active un mecanismo que rompa el frasco y haga morir al gato. Supongamos que el átomo es de un tipo que tiene el 50% de posibilidades de sufrir desintegración radiactiva en una hora. Al cabo de la hora, ¿cómo estará el gato: vivo o muerto?

El físico danés Niels Bohr (1885-1962). Su enfrentamiento con Einstein en tomo a la teoría de la mecánica cuántica no se ha resuelto aún en favor de ninguno de los dos científicos. Fotografía de la Real Embajada Danesa.

O una cosa u otra ―o al menos eso es lo que nos parecería lógico―, Pero según una interpretación frecuente de las matemáticas de la mecánica cuántica, tal como la entiende la escuela de Copenhague, al cabo de una hora el gato estaría en una especie de limbo, con las mismas probabilidades de estar muerto que vivo. Entonces podríamos echar una ojeada para ver si el gato está vivo o muerto. El simple hecho de mirar no parece razón suficiente para hacer que muera el gato ni, en caso de que hubiera muerto, para devolverle a la vida. El sentido común nos dice que el mirar no influye en este sentido: el gato está o vivo o muerto, independientemente de que miremos o no. Sin embargo, según la interpretación antes mencionada, el hecho de mirar produce una alteración radical en la descripción matemática del estado en que se encuentra el gato, haciéndolo salir de esa zona neutra para pasar a una situación en que esté categóricamente vivo o muerto, según sea el caso.

Supongamos que aceptamos la verdad matemática como descripción completa de los aspectos relevantes de la situación física. En ese caso, no sería fácil aceptar que el simple hecho de mirar al gato pueda originar un cambio tan drástico en la descripción matemática y, por tanto, en la situación física. Bohr evitó las dificultades insistiendo en que debemos considerar el fenómeno total como una sola entidad, que comenzaría y terminaría en el mundo ordinario, no cuántico, y en que el gato observado al final estaría categóricamente o vivo o muerto. No podemos quedarnos a medio camino en el terreno donde el quantum impone su ley y esperar dar un sentido cotidiano a un fenómeno físico inacabado.

Esta ingeniosa doctrina es inexpugnable ―partiendo de sus propios principios―. Nos niega el derecho a formar imágenes cotidianas de las fases cuánticas intermedias entre el comienzo no cuántico y el final no cuántico de un fenómeno total. Si nos rebelamos y, con Einstein, consideramos la mecánica cuántica como descripción incompleta de la realidad física, podemos considerar que estas dificultades son temporales, aun cuando no tengamos a mano una teoría mejor. Einstein admitió de buen grado los grandes méritos de la mecánica cuántica. En sus Notas autobiográficas, la consideraba como «la teoría de más éxito de nuestra era». Para él no era lo mismo éxito que aceptabilidad. Seguía desconfiando de su naturaleza probabilista. Desconfiaba de su indeterminismo intrínseco. Y. respondiendo a sus críticos en el mismo libro que contenía sus Notas autobiográficas, resumía los argumentos de su postura en una posición que resultaba convincente, o no, según las predilecciones de cada uno. Es demasiado pronto para adivinar cuál va a ser el resultado del enfrentamiento entre Bohr y Einstein, demasiado pronto para adivinar si los recelos instintivos de Einstein estaban justificados. El veredicto está en manos del imprevisible futuro.

No obstante, el veredicto intermedio parecía ser claramente contrario a Einstein. Este había ampliado el concepto de quantum expuesto por Planck en un momento en que todos, hasta el mismo Planck, recelaban de él; sus ideas revolucionarias sobre el quantum habían sido el factor decisivo que consiguió su aceptación inicial; había aceptado con alegría los conceptos revolucionarios de De Broglie que sirvieron de inspiración a Schrödinger; había estado en primera línea de la vanguardia científica; había sido el clarividente creador de nuevas corrientes de pensamiento cuando el futuro aparecía inmerso en las tinieblas; y ahora, los defensores de la física cuántica empezaban a considerarle como un conservador desfasado, un fósil que luchaba en vano contra una revolución inevitable en los principios básicos de la ciencia.

No es difícil comprender esta actitud de los físicos. La nueva mecánica cuántica había asimilado las audaces innovaciones cuánticas de Einstein y éste había pasado a adoptar una actitud crítica. Los fanáticos de la nueva corriente esgrimían contra él sus propias críticas, olvidando la importancia que habían tenido éstas en el perfeccionamiento de la interpretación de Copenhague. La teoría general de la relatividad de Einstein le había situado en un plano comparable al de Newton. Pero, a diferencia de la teoría restringida de la relatividad, la general no servía de mucho a los físicos atómicos. Sus pocas aplicaciones tenían que ver en mayor medida con los cielos que con el laboratorio, y cuanto más se adentraba Einstein en esta teoría y mayor era su generalización, más se alejaba de los intereses inmediatos de los físicos atómicos. Su marcha de Europa en 1933 y el relativo aislamiento en que decidió recluirse en Princeton aumentaron su alejamiento de la corriente principal de la física. Sin embargo, aunque disminuyera su influencia entre los físicos, siguió siendo para el público el oráculo y símbolo supremo de la ciencia.

Mientras tanto, en Europa se estaban produciendo otros acontecimientos trascendentales, en el terreno científico y en el político. En 1919, estando todavía en Manchester, Rutherford había descubierto que si se producía una fuerte colisión entre núcleos de helio y nitrógeno, éstos podían transformarse en núcleos de hidrógeno y oxígeno: era la transmutación de núcleos no radiactivos, muy comunes y considerados hasta entonces como inmutables. El descubrimiento era muy importante, no cabe duda. Sin embargo, parecía más bien inofensivo. Se producía a escala microscópica, pues los experimentos afectaban a átomos individuales, y atrajo menos la atención del gran público que otro importante acontecimiento científico de 1919, la verificación de la teoría general de la relatividad de Einstein mediante las observaciones efectuadas por Eddington con ocasión del eclipse.

Al pasar los años, el descubrimiento de Rutherford adquirió nuevas dimensiones. Se comprobó que eran transmutables otros núcleos atómicos que hasta entonces se consideraban estables. En 1932, en el laboratorio Cavendish de Cambridge, cuyo director era Rutherford, ciertas transmutaciones nucleares individuales permitieron la primera verificación clara de la fórmula E = mc2, un cuarto de siglo después de que Einstein la propusiera en 1907. En 1933, se realizó una verificación todavía más concluyente, pues en este caso la masa se convirtió toda ella ―y no sólo parte de la misma― en energía8.

No cabía duda de que la intuición de Einstein era válida, y de que la masa resultaba ser un enorme depósito de energía. No extraemos demasiada energía cuando quemamos un puñado de carbón. Si el puñado es de arena no podemos ni quemarlo. Sin embargo, en unos cien gramos de carbón, o de arena, o de cualquier otra cosa, hay energía equivalente a la que se puede obtener quemando toneladas de carbón. Varias toneladas. O mejor, varios cientos de miles de toneladas. ¿Podría utilizarse esta reserva de energía para fines prácticos? Es interesante que tanto Rutherford como Einstein respondieran negativamente. La extracción de energía de la masa nuclear suponía un inmenso despilfarro: para conseguirlo había que desperdiciar mucha más energía de la extraída.

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