Edith

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Jeremy alcanzó la puerta principal y se detuvo en el umbral.

El cuadro que contempló, pintoresco de por sí, no dejaba de sorprenderlo a pesar de estar acostumbrado. Junto al carruaje se hallaba Jonathan con ese aire risueño que le caracterizaba. Iba totalmente despeinado, como si hubiera galopado junto al vehículo en lugar de ir en su interior. En cambio, su ropa estaba impoluta, sin una arruga apreciable. Como era su costumbre, hablaba con su personal doméstico como si fueran amigos de la misma condición y clase, mientras que, a su lado, un hombrecito con gafas farfullaba órdenes cual general. El punto más vistoso y extravagante era un pajarraco —con plumas azules y amarillas en todo su cuerpo— sostenido en el hombro derecho de su amigo. El animal era tan bello como escandaloso.

Jeremy conoció a Jonathan a los diecisiete años en un prestigioso colegio. Junto a él, Stephen St. John y Christian le Mer, pasó los mejores momentos de su juventud. Por desgracia, el título le exigía muchos sacrificios, por lo que su amistad con ellos había ido diluyéndose con el paso del tiempo exceptuando al allí presente que, por pura cabezonería, se había esmerado en mantener el contacto.

Era una suerte para él que Jonathan fuera más rico que cualquier mortal que se preciara. Aun sin ser par del reino provenía de una larga generación de emprendedores con una magnífica estrella sobre su cabeza. Tenía tanto dinero que se había convertido en un ocioso al que todo le divertía y fascinaba, pero que se aburría con más rapidez aún. Esta no era la primera vez que se alojaba en su casa, pero espaciaba las visitas por temor a que su estancia allí le hastiara. Era todo un personaje.

—¡Ahí estás! —Jonathan lanzó una sonrisa más grande, si cabe, cuando le divisó. Dejó al criado con el que hablaba con la palabra en la boca y subió la escalinata en dos zancadas.

Se abrazaron, pero Jeremy tuvo que echarse hacia atrás para que el animal, que todavía seguía aferrado al hombro de su amigo, no le arrancara parte del pelo con su pico.

—Me alegro de tenerte aquí —le dijo con sinceridad.

—¡Aquí! —repitió gritando el pájaro.

—¡¡Chis!! —le regañó su dueño—. Compórtate como es debido. —Como si fuera capaz de entenderle, el animal se mantuvo en silencio.

—No sé cómo lo aguantas.

Era el eterno debate entre ellos desde que lo adquirió. Era un guacamayo impertinente y para nada sociable que, al parecer, siempre estaba comiendo. Llegaba a pesar casi un kilo y medio.

—Pues mejor que si fuera una mujer —respondió el otro sonriendo—. Además, me quiere de forma incondicional.

—Será porque lo alimentas.

—Quizás, pero algunas mujeres ni eso.

—No generalices así. Si te oye la Duquesa…

—Es verdad, se me había olvidado. ¿Cómo está esa adorable cascarrabias? —preguntó con evidente afecto.

—Como siempre. Atormentándome por esto o aquello. Veo que no has podido evitar traerlo. —Le lanzó una mirada al eterno acompañante de Jonathan, que en esos momentos revisaba con minuciosidad la descarga del equipaje.

—No sé muy bien qué haría sin él —afirmó tras un encogimiento de hombros—. Espero que no te moleste.

Jeremy se encogió de hombros.

—En absoluto. ¿Cuánto vas a quedarte? —quiso saber mientras se encaminaban hasta el interior de la mansión. La servidumbre y el señor Pickens ya se encargarían del resto.

—Quién sabe. Quizá hasta que te hartes de mí y me eches a patadas.

—Así que ese es el plan, ¿eh? —Enarcó una ceja, en absoluto molesto por su desfachatez. Le gustaba tenerlo allí.

—Por supuesto —le aseguró—. Pienso saborear todas esas delicias culinarias de las que tanto presumes y dormir hasta confundir el día y la noche.

Su tono solemne le arrancó una carcajada. Aquella era toda una declaración.

—Así que no has dejado a nadie esperándote en Londres —tanteó, pero su rostro se ensombreció y Jeremy se sintió mal por él—. ¿Tan mal están las cosas con Isobel?

—Peor que mal. Afirma que no quiere volver a verme en la vida —declaró con aflicción.

Jeremy no supo qué decir o hacer para reconfortarlo. Aunque sabía lo que significaba sentirse rechazado infinidad de veces, lo de Jonathan e Isobel era distinto. Su amigo llevaba años enamorado de ella, pero era un fruto prohibido. Primero porque se casó con su padre, y ahora que era viuda, Jonathan era incapaz de asimilar ese hecho. A pesar de quererla, sentía una inmensa rabia al pensar que había compartido una vida con otro, y que ese otro fuese, precisamente, su padre.

Trató de quitarle hierro al asunto, asumiendo que si de verdad quería hablar del tema, bien podría hacerlo cuando quisiera. Él no iba a presionarlo.

—Bueno, ahora que estás aquí, seguro que podrás relajarte y olvidar —lo consoló.

Era una historia triste con tintes dramáticos, para qué negarlo. Podía reconocerlo hasta él y eso que ya no se consideraba un romántico empedernido como en otros tiempos.

—Lo que necesito ahora es asearme y cambiarme de ropa, no sea que tu abuela me lance a la calle al poco de llegar. No estoy ni mucho menos presentable.

Eso no era cierto en ningún sentido. Su abuela sentía un entrañable afecto por Jonathan y jamás haría algo semejante con él. En cuanto a su aspecto… Su amigo era un presumido incorregible.

Lo miró con atención y pensó que si él quisiera y no bebiera los vientos por una mujer en concreto, ya estaría casado. Era alto y delgado, pero sin llegar a resultar desgarbado, más bien esbelto. Su pelo era oscuro y ondulado y, aunque estaba muy despeinado, no le desfavorecía en absoluto. Complementaban el cuadro unos ojos verdes, herencia de su familia. Sin embargo, lo que más llamaba la atención en él era su eterna sonrisa, la cual lograba que cualquier fémina se dejara encandilar. Así que se podría decir que un hombre con su fortuna y su aspecto lo tendría fácil. El único obstáculo era Isobel.

—Charles te acompañará. —Señaló a un sirviente que esperaba a los pies de las escaleras—. Cenamos a las ocho —se apresuró a recordarle. Jeremy sabía lo mucho que tardaba en prepararse.

Poco antes de la hora establecida, Jonathan hacía acto de presencia en la biblioteca.

Acompañado de un lacayo entró en la estancia con un aspecto presentable, pero no lo suficiente para justificar el excesivo tiempo que había permanecido encerrado en su habitación.

—Georgette ha tenido una rabieta —dijo a modo de explicación—. Me ha costado convencerla de que ya había estado aquí antes y que le había gustado.

Que fuera con su guacamayo a todas partes le resultaba excéntrico a todo el mundo, pero que le pusiera nombre rayaba en lo ridículo. Además, su amigo afirmaba estar seguro de que era hembra, por eso lo del nombre. ¿Lo más bochornoso? Que la trataba como a una fémina más.

—Cuidado —le advirtió—. A veces pareces olvidar que no es más que un pájaro.

—Lo sé. —Suspiró con pesadez mientras aceptaba una copa de licor que el anfitrión le ofrecía—. Además, no soporta a casi nadie.

—Será por algo. Aunque creo recordar que la última vez que estuviste en Stanbury Manor, Georgette mostró predilección por la acompañante de mi abuela.

La memoria de Jonathan pareció encenderse y recordó a la joven rubia y poco agraciada que acompañaba a la duquesa viuda a todas partes.

—Es cierto. Apenas intercambiamos un par de saludos corteses, pero Georgette siempre se mostró ante ella de lo más comedida. La última vez que estuve aquí recuerdo que pensé lo dulce y tímida que parecía. Todavía no entiendo cómo hace tan buenas migas con la duquesa.

—Puede que no sea la más bonita de las mujeres, pero estoy seguro de que no es tímida. Es bastante enérgica cuando conviene y mi abuela la adora.

—Pues juraría…

La llamada del lacayo informando de que la cena iba a ser servida le interrumpió.

—No te fíes de las apariencias —le recomendó Jeremy mientras se levantaba—. Al menos Leonor es consciente del decoro y consigue mostrarse en público digna y admirable.

Ese comentario llamó la atención de Jonathan.

—Has despertado mi curiosidad. Ahora no tienes más remedio que explicarte.

De camino al comedor, Jeremy pasó a relatarle los acontecimientos de ese mismo día con Edith. Los calificativos que le adjudicó consiguieron que el otro hombre le mirara de forma especulativa, mas este no se dio ni cuenta.

Ninguno de los dos sabía que, en lo venidero, el nombre de Edith pasaría a formar parte de sus vidas de forma constante.

* * *

Edith se alegró de haber seguido el consejo de su tía. Una cabalgata por los campos vecinos era lo que sin duda necesitaba.

Después de varios días de obligarse a prescindir de sus habituales visitas a Stanbury Manor, estaba lo que podría denominarse «de los nervios». El aire libre le estaba sentando bien y sus ideas ya estaban aclaradas. Sí, Jeremy era el duque y el dueño del lugar, pero hasta que su abuela no dijese lo contrario, seguiría yendo como tenía por costumbre.

Hizo disminuir el trote de Melissa, su yegua, cuando divisó dos jinetes que venían hacia ella. Supo al instante quién era uno ellos, pero lo que más la sorprendió fue que se detuvieran. Notó la palma húmeda incluso a través del guante. Hasta ese momento había sido un paseo precioso y reconfortante y, aunque una parte de ella deseaba con fervor verle, la otra maldecía sin parar.

—Señorita Bell. —Jeremy fue el primero en hablar. Se arrepentía de haberse detenido. Hacer caso a Jonathan se había convertido en la peor idea de todas—. ¿Cómo está usted?

—Hasta ahora, bien —farfulló la aludida. Solo entonces se dio cuenta de lo que acababa de decir. Todavía recordaba lo descortés que había sido él la última vez que se vieron al negarse a acompañarla, aun así, no quería que la tuvieran por una maleducada y grosera, así que soltó un «gracias» final.

—Lamentamos haberla molestado. Si desea permanecer a solas… —Jeremy apretó los dientes en un supremo esfuerzo por resultar amable a pesar de la respuesta ofensiva de ella.

—No, no, perdónenme por mi réplica. No quería decirlo así, solo que… —se sentía frustrada por no ser capaz de encontrar una respuesta razonable.

—Por supuesto que no quería decirlo. —Jonathan consideró que ya era hora de intervenir—. Con seguridad, la hemos sorprendido al aparecer así de improvisto.

Estaba siendo más que amable y Edith agradeció la ayuda de ese desconocido. En lugar de ofenderse, la había excusado. Solo por eso se sentía predispuesta a que le cayera bien. Le lanzó una sonrisa un tanto insegura.

Era apuesto, aunque no tanto como su Jeremy.

«¿Mi Jeremy?» ¿Qué demonios estaba pensando?

Bueno, como el duque, se corrigió. La belleza del desconocido residía en cosas como sus brillantes ojos, su alegre y franca sonrisa y su tono risueño. Además, seguro que tenía buen corazón.

«¿Cómo puedes saberlo, tontaina?», se recriminó. «No hace ni cinco minutos que lo conoces».

De inmediato se percató del indiscreto codazo que este le lanzó al duque y de la expresión malhumorada del último.

—Ejem —carraspeó—. Esto… sí. Permítame presentarle al señor Wells.

—Vaya —protestó el moreno—, dicho así parezco más serio y terrible de lo que en realidad soy. —Acercó el caballo al suyo y le cogió la mano para besársela—. Llámeme simplemente Jonathan. Pasaré un tiempo alojado en Stanbury Manor y presiento que nuestros caminos se cruzarán a menudo.

Ahora, la sonrisa de Edith era más ancha y reconfortante.

«Casi parece que no sea tan fea», pensó Jonathan. «Casi».

—En ese caso, considero que lo correcto es que usted me llame Edith. Y será un placer encontrarlo de nuevo.

—El honor será mío, señorita. Créame.

Entretanto, Jeremy pensaba que ambos se estaban pasando de castaño oscuro. No entendía cómo su amigo había simpatizado con ella de forma tan rápida. Aunque hablaba con esa franqueza a todo el mundo, lo conocía bien y sabía que solo pedía que lo llamaran por su nombre de pila si su interlocutor le caía bien de inmediato.

No lo entendía. De verdad que no lo entendía. Le había estado hablando de ella y relatado todas las cosas horribles que ella le había espetado. Incluso cuando la reconoció a los lejos y se lo dijo, él insistió en detenerse para conocerla. ¡Detenerse! ¿Acaso no podía esperar una ocasión más propicia? Y para más inri, ella solo se había mostrado grosera al principio, con él claro. Con Jonathan hablaba de forma civilizada e incluso reía. ¡Reía!

A Jonathan, en cambio, le estaba resultando más que obvio que Edith no era la salvaje deslenguada y carente de toda educación y modales que Jeremy le había hecho creer. Que existía una palpable animadversión entre ambos estaba claro. Solo había que recordar el inapropiado saludo que esta le había dedicado nada más plantarse ante ella.

Lo extraño del asunto era que su amigo no se había planteado ni por un segundo que él tuviera parte de culpa en la forma en la que esa mujer se comportaba. Y si lo hubiera hecho, habría sido descartado en el acto.

Ese mismo día, por ejemplo, y después de dos días de puro aburrimiento autoimpuesto y oyendo hablar a diestro y siniestro de la famosa Edith, supuso que una cabalgata no le haría mal a su amigo ni a él mismo. No era la idea que tenía Jonathan de un merecido descanso, pero aun así había tenido que utilizar gran parte de su ingenio para convencer a Jeremy de la idoneidad de hacer ejercicio. Y, aunque finalmente lo llevó a recorrer los campos, no había tenido más remedio que escuchar sus quejas durante todo el trayecto, que duraba dos horas ya. Encontrarla había sido tanto una suerte como una bocanada de aire fresco. Y sí, era fea, pero con sinceridad: había visto cosas peores.

—Bueno, creo que es hora de despedirme —expresó ella cuando consideró que la parada había durado más de lo necesario. Era una solterona, pero no iba a permitir las habladurías malintencionadas por haber pasado demasiado tiempo en compañía de hombres solteros—. Hace demasiado tiempo que salí de casa y mis tíos se preocupan en exceso.

No era demasiado cierto, pero ambos lo creyeron así.

—Es una lástima —respondió Jonathan—. Espero poder verla pronto.

Hubo un intercambio de corteses inclinaciones de cabeza y se separaron.

Jeremy, que casi no había abierto la boca en todo ese tiempo, se limitó a lanzar un gruñido en lugar de una despedida adecuada.

Nadie le prestó la más mínima atención.

* * *

Al día siguiente por la tarde, Edith se permitió volver a visitar a la duquesa viuda y esta la recibió como siempre, entre abrazos.

—Hace algunos días que no te veíamos. Te hemos echamos de menos —arguyó—. ¿Cierto, Leonor?

—Por supuesto. —La mujer levantó la vista de la taza de té que servía y sonrió.

La duquesa viuda, como siempre, vestía de riguroso negro, en memoria de su difunto marido, una nieta y su yerno. Su cabello cano, partido por la mitad y recogido en un moño bajo, se hallaba sujetado con una peineta. Las manos iban cubiertas por guantes negros de encaje sin dedos, un complemento del que nunca prescindía.

Leonor, en cambio, lucía un sencillo pero favorecedor vestido violeta con finas tiras verticales y detalles dorados en puños y cuello. Como siempre, su pulcro cabello rubio exhibía un peinado distinto del día anterior. La acompañante de la duquesa era muy hábil con las manos.

A pesar de las evidentes diferencias, la edad y la condición social, las tres se comportaban como si fueran amigas de toda la vida. Entre ellas, Edith se sentía como en casa.

La duquesa fue directa al grano, algo habitual en ella.

—Has conocido a Jonathan, según tengo entendido.

Edith no se sorprendió lo más mínimo.

—Sí, ayer mismo.

—Habló maravillas de ti —informó mientras pinchaba con el tenedor pequeños bocados de fruta que Leonor le había servido en un platito.

«Desearía que también Jeremy lo hubiera hecho», pensó Edith con pesar.

—Oh, es un hombre muy simpático —manifestó, en cambio.

—¿Te gusta?

La pregunta no debió de sorprenderla, pero de todos modos lo hizo.

—No creo que pueda emitir un juicio de esa magnitud teniendo en cuenta lo poco que hace que lo conozco.

—No te estoy pidiendo que te cases con él, niña —apuntó desestimando la respuesta—, solo si el hombre es de tu agrado.

No tuvo tiempo de responder. Un repentino ataque de tos por parte de la mujer mayor interrumpió cualquier intención de continuar con la conversación. La duquesa acababa de ingerir una uva que no tuvo tiempo de masticar y quedó atascada en su garganta.

Al instante, Leonor le pasó la taza de té para que ayudara a deslizar el alimento, pero no pareció funcionar.

La tos se volvió más violenta y el rostro, otrora de un saludable rosado, empezó a adquirir un tono blanquecino.

Al instante se hizo evidente que el atasco impedía que la duquesa consiguiera hablar y respirar con normalidad, por lo que tanto Leonor como ella se levantaron dispuestas a ayudar. La mujer se llevaba las manos la garganta mientras sus mejillas, frente y cuello pasaban de una palidez excesiva a un tono azulado.

Se asustaron muchísimo.

A gritos, Edith llamó a los criados que entraron raudos. Mientras la duquesa se ahogaba ante todos los impotentes presentes que no sabían cómo hacerle salir la fruta atascada, Edith, calibrando opciones y en una acción desesperada, se colocó a su espalda y aplicó algunos golpes secos con el talón de la mano en medio de la espalda, entre los omóplatos.

En un abrir y cerrar de ojos la duquesa, por fin, expulsó el alimento para alivio de todos los presentes. Que la duquesa respirara de nuevo supuso un inmenso alivio. No obstante, a causa de la impresión, a Edith le temblaban las piernas.

Medio desmayada y sin fuerza alguna, la subieron a su habitación y el médico fue mandado llamar.

Cuando llegó hizo salir a Leonor, que se sentó junto a Edith fuera de las estancias personales de la duquesa. Edith no había pasado tanto miedo en su vida, pero la acompañante también había padecido lo suyo, y el color la había abandonado. Ambas estaban cogidas de la mano y todavía temblando cuando apareció el duque seguido de su amigo.

Al pasar por su lado como una exhalación, Edith sintió una tremenda pena por él. Su torturada expresión lo decía todo.

Jonathan permaneció con ellas durante unos minutos. Les preguntó qué había sucedido y trató de sosegar a ambas con diligencia. A pesar de los esfuerzos del caballero, Edith seguía angustiada y solo pudo respirar con tranquilidad cuando el médico salió y les confirmó que la duquesa estaba a salvo, pero que necesitaba descanso.

Fue entonces cuando decidió regresar a casa. Su presencia ya no hacía falta.

—Volveré mañana para ver cómo sigue —le comunicó a Leonor. No estaba segura de haber sido escuchada.

Sus tíos, como era de esperar, se quedaron estupefactos al oír la noticia.

—Pero, ¿está bien? —La tía Cecile necesitaba una confirmación, puesto que la duquesa viuda era muy querida.

—Eso dijo el médico.

Aquella conversación prosiguió durante las siguientes horas y en la cena todo el pueblo lo sabía ya.

Como los hechos eran demasiado recientes como para visitar Stanbury Manor, se decidió que al día siguiente irían a la mansión para mostrar su preocupación.

Precisamente su tío Robert acababa de comunicárselo cuando una de las doncellas entró al comedor para avisarles de una visita.

—El duque de Dunham desea hablar con la señorita Bell.

Desconcertados, ordenaron que fuera conducido a la pequeña habitación que su tío utilizaba tanto de biblioteca como de despacho. Con el corazón en vilo, Edith se reunió con él.

—¿Le ha ocurrido algo malo a la duquesa? —preguntó con inquietud nada más traspasar el umbral de la puerta. No encontraba otro motivo para que su amado en persona apareciera en su casa.

—No —respondió con dificultad—. Le duele la garganta por el esfuerzo, pero por suerte se recuperará.

Iba despeinado y ni tan siquiera llevaba sombrero, pero a ella le parecía que, pese a todo, era el más apuesto de los hombres.

—¿Entonces? —indagó.

Sin esperarlo siquiera, Jeremy se adelantó y la envolvió en un abrazo.

Boquiabierta, Edith jamás habría pensado que un abrazo pudiera llenar cada rincón de su cuerpo. Sentía que, en lugar de estrechar su cuerpo, estaba estrechando su alma.

A través de las ropas notaba el cuerpo de él, su calor y firmeza. En el silencio de la estancia le parecía oír su propio corazón latir a un ritmo desenfrenado mientras lágrimas de emoción pugnaban por salir de sus ojos.

Antes de hacer el completo ridículo, se armó de valor y lo empujó con suavidad para indicarle que debían separarse. Si el abrazo llegaba a durar un minuto más, no se sentía capaz de responder por sus acciones. Tal vez levantaría los brazos y lo besaría con osadía. Sí…

«¡Detente!», tuvo que ordenar su voz interior. Era inaudito que ella pensara en lanzarse a sus brazos para besarle. En cuestión de segundos, y gracias al cielo, sus peligrosos pensamientos disminuyeron de intensidad.

—Señorita Bell… —Jeremy se separó e intentó recuperar la compostura.

—Edith —rectificó ella de forma inmediata. No había manera de imponer formalismos después de ese momento tan íntimo.

—Señorita Bell —insistió él—. Mi más sincera disculpas si la he incomodado con mi repentina muestra de afecto.

Sin tener en cuenta lo afligida que se sentía por la insistencia de Jeremy en seguir manteniendo las distancias, lo miró con cierta incredulidad.

«¿Afecto? ¿Eso era afecto?», pensó perpleja. ¿Cómo se mostraría entonces con alguien a quien le profiriera devoción eterna?

—Yo…, esto… —se limitó a balbucear. ¿Cuál era la respuesta correcta a eso?—. Si supiera el motivo… —No se atrevió a continuar.

—Sí, lo siento. —Parecía contrito—. Quizás debería haber empezado por ahí. He venido para expresar mi enorme gratitud por su heroico comportamiento.

¿Comportamiento? ¿Heroico? ¿De qué estaba hablando, por el amor de Dios?

—No entiendo.

—No es necesario ser modesta —aseguró—. Todo mi personal doméstico lo ha corroborado. Hasta el médico me ha asegurado que sin su intervención mi abuela no lo hubiera resistido.

¿Toda esa escena venía a cuento de que él creía que había salvado a su abuela? No sabía si sentirse halagada o decepcionada por ello.

—No tiene nada que agradecer. Ha sido la suerte, nada más. —Lo creía de verdad.

—Quizás —concedió—, pero tal vez, si usted no hubiera estado allí…

Ambos sabían a qué se refería.

—Yo solo quería salvara —confesó en voz muy queda.

—Lo sé. —Su voz ronca delataba el sufrimiento por el que había pasado—. Por eso quería expresarle mi máximo agradecimiento asegurándole que si en algún momento necesita de mi… —Carraspeó al darse cuenta de cómo podría malinterpretarse eso—. Es decir, si necesita de mi ayuda de la forma que sea, no dude en decírmelo.

—No es necesario —protestó Edith. Solo faltaría que pensara que la ayuda que le había prestado a la duquesa viuda había sido con la intención de sacarle algo.

—Sí, lo es. —Su firmeza no dejó lugar a dudas—. Estoy en deuda con usted.

A Edith la invadió la tristeza al pensar que su relación con Jeremy se viera reducida a eso: un favor.

«¿Acaso pensabas que sería de otro modo?».

Era una tontaina por mantener una simple esperanza. ¿Quizá no prefería la especie de tregua que él le ofrecía a esa lucha dialéctica que mantenían cada vez que se encontraban?

Pero su corazón anticuado y romántico seguía anhelando que Jeremy la mirara de otra manera; que viera en ella alguien de quien poder enamorarse. Conformarse con menos era como morir un poco.

Ante su silencio y sin nada más que decir, Jeremy debió de considerar que la carga ya se había disuelto y que allí estaba de más, por lo que se despidió de forma rápida y desapareció en la noche con la misma premura con la que había llegado.

—Ni tan siquiera se ha despedido —oyó quejarse a su tía mientras esta permanecía en el quicio de la puerta mirando la estela de polvo que caballo y jinete habían levantado en su prisa por irse.

—Maleducado —murmuró por lo bajo, enojada.

Nada había cambiado. Las cosas seguían tal y como siempre habían estado.

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