Edith

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Mientras tanto, Edith comía la deliciosa empanada de ostra con bocados pequeños. Sus movimientos eran tranquilos y su rostro sereno. Un cuadro ejemplar si no fuera porque su conversación brillaba por su ausencia. Algunas veces se dignaba a responder con un «sí», un «ajá» o un «no, no me parece». Sin embargo, el resto de comensales no parecían decepcionados por su mutismo y lo suplían con creces; o al menos, la mayoría de ellos.

Mientras escuchaba las conversaciones de los demás tuvo tiempo para poner en orden sus pensamientos y observarlos con detenimiento. No se sentía capaz de reflexionar más sobre lo sucedido en el vestíbulo de esa casa unas horas antes.

La duquesa presidía una de las cabeceras de la mesa. Para destacar en su habitual vestimento negra, lucía una llamativa flor blanca en su hombro izquierdo. A su lado, el reverendo Moore vestía como esa misma tarde, así como su esposa, situada a la derecha del duque y justo delante de ella. Ambos parecían muy cómodos en esa situación tan poco habitual que cada uno se había esmerado en dejar claro. Edith los conocía a los dos por la ayuda que le prestaban a tía Cecile de tanto en tanto. Evelyn Moore era una mujer menuda y algo regordeta con un temple siempre alegre y unas ganas tremendas de hablar de cualquier cosa. Esa vez no había sido una excepción y, en esos momentos, se estaba explayando sobre el cultivo adecuado de las hortalizas, un tema que decía dominar a la perfección. Su esposo, en cambio, y gracias al cielo, no era el típico párroco con ganas de dar sermones a diestro y siniestro. Tampoco le gustaba parafrasear de forma constante oraciones de la Biblia —tal como hacía su antecesor en la parroquia del pueblo—. Por suerte para todos tenía opiniones propias y aplicaba el sentido común en todas sus conversaciones y sermones diarios. Sus visitas dominicales a la iglesia eran ahora más por placer que por obligación. Suponía que por esas pequeñas cosas, la duquesa le había cogido cariño y lo invitaba a menudo a pasarse por Stanbury Manor. Que supiera, el anterior solo había pisado la casa dos veces; una al llegar y la otra al marcharse.

Miró a Leonor, sentada a la izquierda de Evelyn Moore, siempre atenta y dispuesta a atender lo que la duquesa requiriera, lo cual quería decir que se había relajado lo suficiente como para disfrutar de la cena. Esa noche estaba muy favorecida con un vestido azul de Prusia con escote cuadrado y detalles florales en dorado, a juego con la banda ancha de la cintura. Quizás estaba pasado de moda, pero a ella le sentaba a la perfección. El recogido —obra suya, por supuesto— se hallaba afianzado con un prendedor que presentaba un intrincado de flores doradas con un centro de perlas que, a buen seguro, era un préstamo de la duquesa.

Todos le habían ofrecido una serie de cumplidos sinceros que ella aceptó con candidez, pero solo los de Jonathan la habían hecho sonrojar.

En cuanto a este último, sentado entre ella y el reverendo, oscilaba de una conversación a otra sin el más mínimo apuro. Su don de palabra y la sonrisa perenne en su rostro eran un arma eficaz para combatir el tedio de los que se encontraban allí. Incluso se permitió explicar alguna divertida anécdota de Georgette que logró arrancar más de una carcajada perpleja y alguna que otra más comedida. Su vestimenta resultaba poco menos que perfecta y su corbata lucía un color verde tan claro como sus ojos.

Incluso Jeremy, que a pesar de las circunstancias ofreció una charla interesante —si una le prestara la suficiente atención—, deslumbró con su porte elegante y su traje oscuro; cosa que ella solo había percibido como de pasada.

A estas alturas de la cena se arrepentía de haber cedido. Todo había resultado demasiado fácil para él. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Sus tíos no podían enterarse. No estaba en su carácter mostrarse tan rencorosa, pero Jeremy tenía el poder de hacerle mucho daño sin proponérselo. Por supuesto, todo era culpa de los sentimientos que le profesaba. Si pudiera ya se los habría arrancado del corazón para luego desmenuzarlos y hacer una salsa acompañando el pescado con ellos. Así de lúgubres y extraños eran sus pensamientos. Pero al parecer estaba destinada a padecer una y otra vez esa dolencia que no tenía fin.

«¿Quién dijo que el amor es la máxima expresión de la felicidad?».

Edith amaba y mucho. No obstante, eso no le acarreaba más que dolor. En ese momento recordaba cuánto le había herido que Jeremy le pidiera perdón por lo del beso. Lo correcto habría sido que se disculpara por las formas, no por el beso en sí. Una tenía su orgullo, pero parecía que siempre terminaba pisoteado.

Las cosas estaban mal. Peor que mal. ¿Cuánto tiempo llevaba enamorada de él? ¿Toda la vida? ¿La mitad? Ya ni lo recordaba, pero sí podía asegurar que estaba más que harta.

Miró a Jonathan, que le pidió que le alcanzara el pato embutido, y reparó en que, aunque no pudiera tener el final feliz que deseaba, bien podía empezar a disfrutar un poco de la vida. Estar enamorada de Jeremy había sido y era como una condena perpetua, así que ya era hora de alzar la cabeza y dejar de soñar con historias de amor verdadero.

Le sonrió a su compañero de mesa y este le devolvió una sonrisa cálida, sincera. Se preguntó si no debería empezar a fijarse en otros. Lo observó con suma atención.

«Sí, ¿por qué no?».

* * *

Tres días después, sentada en el confortable sillón de la habitación en donde su tía Cecile y ella bordaban, trataba, en vano, de explicar por qué tan de repente su compañía era tan requerida.

Había empezado la mañana siguiente a la cena en Stanbury Manor. Mientras almorzaba había recibido una nota por parte de Jonathan Wells en la que le pedía permiso para ir a buscarla antes del mediodía para dar un —palabras textuales—, «tonificante y vívido paseo».

Lo cierto era que la misiva le sorprendió, pero teniendo en cuenta sus últimos pensamientos hacia él había decidido que, si suscitaba el suficiente interés, bien tonta sería si no lo aprovechaba. Por eso, tras el correspondiente permiso de su tío Robert, fue a dar un paseo con la compañía de una sirvienta que hacía de carabina. Pasó un agradable rato escoltada por un hombre divertido, perspicaz y algo malicioso. Fue correcto en todo momento y se despidió con la promesa de volver a buscarla.

Su tía estaba emocionada y le preguntó al respecto, pero no pudo decirle cuáles eran sus verdaderas intenciones porque ni ella misma las sabía.

Las sorpresas no acabaron ahí. Esa tarde, en lugar de otro mensaje apareció otro caballero. Ni más ni menos que el duque de Dunham en persona. Si ella quedó boquiabierta cuando pidió permiso para otro paseo, sus tíos no se quedaron atrás. Por supuesto, obtuvo su beneplácito. No obstante, el resultado no fue el mismo, aunque no lo esperaba de otro modo. Por lo menos no habían peleado, lo cual suponía una mejora, pero sí había habido multitud de incómodos silencios y preguntas intranscendentes.

Se preguntó a qué estaban jugando.

No es que no pudiera interesar a los hombres. Era fea, sí, pero poseía abundantes cualidades que suplían su falta de belleza. Lo extraño de todo el asunto era que dos hombres apuestos y exitosos mostraran esas repentinas ganas de disfrutar de su compañía. Por más que pensaba, no se le ocurría nada. Comparándolos a ambos, el duque salía perdiendo.

«¿A quién pretendes engañar?».

Tenía razón. Incluso siendo Jonathan el hombre perfecto escogería a Jeremy con los ojos cerrados. Así de grande y ciega era su propia estupidez. Pero claro, a su tía no podía contarle nada de eso.

Ahora, lo más importante era dilucidar si Jonathan la pretendía o solo eran imaginaciones suyas. No podía hablar de ello con sus tíos y mucho menos con la duquesa, por lo que Leonor tendría que ser su confidente y consejera.

Se cambió el vestido y se dispuso a marchar a Stanbury Manor. Tenía una cita pendiente con Jonathan, pero antes aprovecharía para despejar dudas de la mano de su mejor amiga que, cuando oyó toda su explicación, se quedó un minuto en completo silencio.

—Es… posible —sugirió Leonor. Se sentía mal por tener que ocultarle la verdad.

Ambas estaban sentadas en el saloncito de las visitas mientras la duquesa viuda descansaba.

—Sí, pero ¿lo crees posible?

—Pienso que esa no es la cuestión más importante.

¿Y cuál era, si podía saberse? Se lo preguntó, pero la respuesta no la satisfizo.

No quería detenerse a pensar si sentía por Jonathan algo lo suficientemente intenso como para tener que aguantarle toda la vida si él le hacía la pregunta crucial.

—Tal vez si dejamos pasar el tiempo…

—Aunque muchos digan lo contrario, a veces, dejar pasar el tiempo, solo sirve para dificultar las cosas más aún. —Sus palabras estaban llenas de sabiduría.

Aun así, Edith necesitaba que le dijeran qué hacer. No sabía si podría seguir cometiendo más errores. ¿Era real y sano seguir aferrada a un amor imposible? Pero lo más importante: ¿podría conformarse con otra cosa?

A esas alturas, su visión de la vida ya no era tan romántica como cuando tenía dieciocho años. También comprendía que, al ser mujer, estaba en desventaja. Podía hacer como muchas y casarse con alguien aceptable para vivir una existencia sin grandes sobresaltos ahora que se presentaba una oportunidad. También podía escoger seguir creyendo en el amor —uno destinado al fracaso— y seguir como hasta ahora con una vida solitaria y carente de afecto masculino como solterona.

—¿Crees que le gusto? —Edith se refería a Jonathan.

—No puedo responderte a eso. —Leonor se veía incómoda.

—Claro, cómo podrías saberlo. —Lanzó un suspiro lastimero—. Es que le amo tanto…

—¿A Jonathan? —La pregunta salió como estrangulada.

Edith, en cambio, pensó que había hablado de más. Nunca le había confesado a nadie su amor por Jeremy. Se le había escapado, pero se imponía una aclaración.

—No. —Bajó tanto la voz que Leonor tuvo que acercarse para oírla—. A Jeremy. Es decir —rectificó—, al duque.

Nunca jamás había visto a su amiga con la boca abierta. Si la situación sobre sí misma no fuera tan patética, podría haberse reído de ella.

—¿Tan rápido? —Leonor no pensaba que las triquiñuelas de la duquesa fueran a dar tan buen resultado. Al parecer, la conocía mejor que ella.

—¿Cómo que tan rápido? —Edith se extrañó por el comentario—. Le quiero desde hace muchos años.

La boca de Leonor formó una o perfecta. Ni en sus más alocados sueños hubiera pensado que Edith estuviera enamorada del duque. Sus continuas disputas y respuestas avinagradas indicaban todo lo contrario, pero ahora que lo pensaba, resultaba tan obvio que le extrañaba que nadie, ni siquiera ella, lo hubiera adivinado. Puede que sí la duquesa… pero no. Edith lo había mantenido demasiado bien en secreto. Lo de Margaret había sido pura suerte. Y si eso había sucedido con Edith, tal vez por parte del duque de Dunham… ¡Vaya por Dios! Esto la sobrepasaba. Ojalá no hubieran iniciado algo que les podía explotar en plena cara.

Iba a responder algo, no sabía qué, pero la intervención del duque fue providencial.

—Oh, lo siento. No sabía que estaban aquí. Señorita Bell, señorita Price. —Las saludó con una inclinación de cabeza.

—Estaba esperando al señor Wells —Edith barbotó la noticia sin saber el motivo. La respuesta de Jeremy fue una media sonrisa de lado carente de toda alegría.

—Bien por usted. —Había sido más comedido que de costumbre, pero el tono de mofa se quedó flotando en el aire.

El color del rostro de Edith aumentó varios grados y Leonor no sabía hacia dónde mirar.

—Si tiene alguna objeción…

—No, no, no. —Jeremy alzó la mano para detener el torrente de protestas. No se sentía con ánimos por emprender otra batalla. De hecho, estaba más que harto de pelearse con ella y cada día que pasaba le sucedía con más frecuencia. Siempre había sido así y lo había aguantado con exasperado estoicismo, pero ya no. Tampoco deseaba saber las magníficas razones por las cuales Jonathan era mil veces mejor acompañante que él. Al parecer, esa era la historia de su vida. Nada tenía que ver con la edad o la condición social. Por una razón u otra, las mujeres nunca lo elegían. No como compañero final. Y eso dolía. Vaya si dolía—. Siéntase libre de hacer lo que más desee.

Jamás se le ocurriría adivinar lo que de verdad deseaba Edith.

Ella, por su parte, cortada su diatriba, se quedó sin saber qué decir. O casi.

—Pues ahora deseo tener mi paseo con el señor Wells —afirmó, orgullosa de que la voz sonara tan firme.

—Podemos tenerlo si quiere. —Las palabras de Jonathan los sobresaltaron—. Pero temo no ser una buena compañía. —Apareció un poco despeinado y con Georgette en el hombro. Su rostro estaba pálido y sus pasos eran lentos y vacilantes.

—¡ENFERMO! —El grito del guacamayo parecía explicarlo todo.

Los tres se preocuparon de inmediato. Él se limitó a afirmar que no sabía qué tenía; solo que se encontraba mal. Como era de esperar, Edith afirmó poder esperar para dar el paseo en otra ocasión, pero Jonathan, siempre tan galante y pendiente de todo encontró la solución: que fuera Jeremy el que la acompañara.

—Es una tremenda pena que se pierda una tarde tan espléndida por mi inesperada e impropia enfermedad —añadió después de estrujarse el estómago.

«Inexistente, querrás decir». Jeremy lo habría estrangulado allí mismo por planear una treta tan evidente. Lo absurdo de todo era que Edith no se había percatado de ello. Incluso él no advirtió sus verdaderas intenciones hasta que empezó a manifestar su negativa a que ella se perdiera la belleza de la tarde. Pero si todas las tardes eran idénticas, por Dios.

Simplemente patético.

Al final, para complacerlo, Edith accedió a que Jeremy le sustituyera como acompañante, pero valía la pena decir que fue reacia en todo momento.

«Un premio para mi ego, sin duda», pensó con sarcasmo.

Diez minutos después salían por los jardines en dirección noreste mientras Leonor los contemplaba desde los balcones que daban a él, acompañada de un recién recuperado Jonathan.

—¡ILUSOS! —bramó de nuevo el guacamayo. Siempre parecía saber qué decir.

Leonor, por su parte, al oírlo, esbozó una suave sonrisa.

Jonathan habría añadido «cautivadora». A pesar de su fealdad había algo en ella que le seducía.

—Me temo que mi amigo no está haciendo un buen trabajo como pretendiente —se excusó por él.

—¿Y usted sí?

La atrevida pregunta le produjo un agradable cosquilleo. No iba a pensar en qué lugares exactamente.

—Me temo que tampoco —confesó—. Pero no me malinterprete; si quisiera hacerlo, no habría nadie que me ganara. Y la mujer en cuestión no tendría ninguna duda de mis intenciones… Ni tampoco escapatoria.

Ella rio. Alto, fuerte y con un delicioso deje musical.

Desde que Jonathan estaba en Stanbury Manor habían tenido discretas e inspiradores charlas, se habían lanzado divertidas pullas y mantenido su relación en un nivel puramente platónico. A estas alturas seguía sin saber nada sobre ella y su misterio lo atraía como un imán. Miró de nuevo a la pareja que se alejaba y pensó en qué le deparaba el futuro. Lo esperaba con ansia.

* * *

Jeremy reconocía que no tenían demasiado de lo que conversar, pero tanto silencio estaba empezando a molestarlo. ¿Qué le costaba a ella hablar de las típicas banalidades de las cuales las mujeres hacían gala de forma constante? Había estado junto ellas las suficientes veces para saber que, lejos de ser una pésima cualidad, las hacía salir airosas de momentos incómodos plagados de lagunas silenciosas. En cambio, su compañera de paseo parecía ser la única que prefería no decir nada a tener que mantener una charla sin sentido.

Mientras se devanaba los sesos tratando de pensar cuál sería un tema de conversación apropiado, se levantó una ráfaga de aire que levantó el sombrero que la joven llevaba. Por supuesto, no se había atado a la barbilla el lazo melocotón que impediría que se marchara volando.

—Oh —solo supo decir Edith.

Y Jeremy hizo lo que se esperaba de todo buen caballero con unos modales impecables: salir tras él.

Después de diez interminables minutos dando tumbos sin sentido y corriendo como un poseso, lo atrapó por fin. Estaba despeinado, sofocado y, aunque no era nada sofisticado admitirlo, lleno de sudor. No le gustó nada encontrársela sentada y relajada en un margen del camino, disfrutando de la sombra de un árbol mientras parecía pasárselo en grande a su costa.

—¿Le parece divertido? —Le entregó el maldito sombrero.

—Un poco, sí. —Por lo menos era honesta—. Pocas veces se puede disfrutar de semejante espectáculo.

Le pareció increíble que se lo pusiera y se lo dejara sin atar, ¡otra vez!

—Me parece estupendo. —Se sentó a su lado. Estaba cansado. Cabalgar le suponía menos esfuerzo—. No olvidaré hacerlo cuando sea usted la que tenga que perseguirlo.

—¿Qué quiere dec…? —No había terminado de preguntar y el aire se lo levantó de nuevo.

—Eso mismo. —Lo señaló con evidente satisfacción. Ni se inmutó cuando ella lo miró de forma especulativa. No pensaba volver a hacerlo.

Ni qué decir que también disfrutó de la persecución, aunque fue más corta que la de él. De lo que sí se percató cuando Edith se acercaba era de la bonita figura que tenía. Su vestido oscuro se ceñía a la cintura y las hebras del pelo revoloteaban en torno a su rostro. Incluso su media sonrisa le confería cierto encanto y atractivo… Cosa carente de toda lógica y que solo admitiría ante un jurado que deliberara por su vida.

Carraspeó tratando de aliviar su incomodidad por el giro de sus pensamientos. Mientras, Edith se sentó lejos de él, a los pies del árbol.

—No ha sido para tanto —confesó. No se puso el sombrero. Lo dejó a su lado y lo afianzó con una piedra—. Espero que verme corretear por ahí le haya complacido.

Jeremy estaba sorprendido. A decir verdad, no esperaba que se lo tomara con humor.

«Quizás sea yo el que carezca de ello».

—Lo ha hecho, créame. Lo que me recuerda no participar en una carrera contra usted. Ha resultado de lo más… —dudó— ligera.

—¿Teme que le ganara? —se burló ella.

—No lo temo. Sé —matizó— que lo haría.

La satisfacción de Edith por el comentario fue clara y el ambiente se distendió de forma evidente. Relajado como no había estado en mucho tiempo se preguntó por qué, dado que se conocían desde siempre y había sido una asidua visitante a Stanbury Manor, no habían podido establecer una relación cordial. Al fin y al cabo no era una mala mujer.

También, por primera vez que recordara, se cuestionó si su propia actitud no había influido en acrecentar ese antagonismo.

¿Qué le hubiera costado ser más amable? Tal vez así, ella le hubiera retribuido con un carácter más benévolo.

No bien acabó de pensarlo, se lo dijo así, sin más. Edith se puso seria de repente y pareció que el sol se había escondido tras una nube. En respuesta, esta musitó:

—Puede que el resultado de su gentileza hubiera sido un trato fluido entre ambos, pero lo dudo.

Tanta seguridad lo desconcertó.

—¿Por qué cree eso? —De repente tenía mucho interés en conocer la respuesta, pero ella se encogió de hombros—. Se lo preguntaré de nuevo, pero esta vez me gustaría obtener una respuesta. ¿Qué hice para que sienta tanta antipatía hacia mí? —Empezaba a resultarle obvio que había hecho algo que había propiciado esa actitud.

—Yo podría preguntarle lo mismo. —Era evidente que no quería revelarlo.

—Podría hacerlo, pero ni yo lo sé. —No era del todo sincero. La respuesta estaba muy cerca de la superficie, pero él la pisoteaba sin piedad—. Vamos —la instó—. Por favor.

Supo que la súplica haría efecto tan pronto la dijo. Se daba cuenta que era una mujer sensible a la que él no había tratado con demasiada amabilidad.

«¿Cuán ciego puede ser un hombre?».

Sin mirarlo, le relató un capítulo de su vida que seguía doliéndole a día de hoy. Ella contaba con ocho años y Jeremy con dieciséis. Ambos se encontraban disfrutando de una concurrida merienda en los jardines de Stanbury Manor.

Fue entonces cuando el joven duque se burló de su feo rostro y la forma de su boca.

Él estaba conversando con un amigo del colegio y echando miraditas a diversas damas. Edith, por el contrario, se entretenía con diversos juegos infantiles, puesto que la diferencia de edades en aquel tiempo era muy evidente. Andaba corriendo por los jardines con los demás niños cuando tropezó con él. Fue todo muy rápido y aquel traspié no debería haber tenido ninguna importancia, pero estaba marchándose cuando le escuchó decir a su acompañante: «Su boca me recuerda a la de una carpa y sus ojos, a una lechuza».

Después comenzó a reír.

A los niños, el gesto no les pasó desapercibido y la burla se extendió con rapidez. A partir de ese momento, la fiesta se convirtió en una pesadilla. En lugar de llamarla por su nombre lo hacían como pez-búho.

—Pero era una chiquillada de un joven inmaduro —protestó él. Ni siquiera lo recordaba. Incluso le parecía demasiado absurdo para que ella le guardara rencor por eso.

—Tal vez —concedió Edith—, pero la mayoría de los niños, testigos de lo que usted llama una broma, eran del pueblo y no lo olvidaron.

No le dijo que la admiración infantil que se sentía por él se modificó en ese instante. Ni que solo entonces apareció el rechazo. Ni que, a pesar de ir en contra de su voluntad, comenzó a espetarle comentarios hirientes y ofensivos. Ni tampoco que su antagonismo crecía en la misma medida que no desaparecía su devoción.

Jeremy quedó consternado por el motivo que sentó las bases de su actual relación. Esa mujer era importante para su abuela y él jamás pretendió ofenderla así. Eran cosas de jóvenes inmaduros. Si lo hubiera sabido, esa desatinada enemistad no habría llegado a esos extremos. Ahora entendía muchas cosas: sus sarcasmos, críticas, desprecios…

Como por arte de magia, todo lo malo que había dicho de ella o sentido, se evaporó.

Se levantó para sentarse al lado de Edith.

Ella se irguió.

—Siento lo que dije hace tantos años. —Jeremy trató de que sus palabras sonaran sinceras, porque en realidad lo eran—. De adulto jamás me hubiera atrevido a ofenderla así —Olvidó todas las veces que sí lo había pensado llevado por la cólera y la frustración—. Me gustaría que hiciéramos las paces.

Edith meditó sobre ello durante unos segundos.

—No sé —murmuró con indecisión. Después de tanto tiempo protegiendo su corazón con ataques directos, le era muy difícil aceptar que todo había terminado. ¿Cómo lograría arrancárselo del corazón, si no?

«Piensa en Jonathan».

Sí, era lo que debía hacer, aunque resultó imposible teniendo al objeto de sus deseos frente a ella, mirándola con una intensa súplica en los ojos.

«Por favor, no cometas una locura que después lamentarás para el resto de tu vida», se dijo. Porque Dios era testigo de que estaba pensando en besarlo. Lo deseaba con una intensidad abrumadora.

—Si me permite… —Jeremy actuó con la pretensión de congraciarse con ella. O eso se decía.

Le cogió por el mentón con mucha suavidad. Ella trató de apartarse. Ninguno de los dos pensó que cualquiera que paseara por allí los podría encontrar en una situación embarazosa que podría resultar muy perjudicial para ambos.

—Creo que…

—Shhhhhh —la silenció—. No quiero hacerle daño. Solo quiero observar de cerca la estupidez y equivocación que cometí a los dieciséis años.

Jeremy convino que la joven no era bonita. Aun así, pretendía enumerar en voz alta sus rasgos faciales más cautivadores con la intención de hacerle ver que la belleza estaba en los ojos de quien la mirara.

—Sus ojos, lejos de parecer los de una lechuza, sí son algo grandes y un poco hundidos, pero la dotan de una gran comprensión y profundidad. —Se sorprendió al constatar de que no mentía. No era para hacerla sentir mejor, sino lo que él percibía—. Su nariz —continuó—, en lugar de ser nada más que afilada y puntiaguda, resalta en su rostro para conferirle vigor y entereza. El cabello, que podría parecer simplemente cobrizo, parece brillar como un fuego en la distancia, haciéndola resaltar entre las demás mujeres. Y su boca…. Ah, su boca. —Se acercó tanto que las puntas de las narices casi se tocaban—. Es redonda, grande y con unos suaves y jugosos labios escarlata que piden, piden…

Incluso horas después pensaría qué diabólica fuerza se había apoderado de él. En ese momento, se dejó llevar por el impulso y la besó.

Se tragó el amago de exclamación que Edith lanzó. Incluso antes de sentir sus labios vio la comprensión en sus ojos. Era inocente, pero no ingenua. Que aceptara el beso de buen grado lo llenó de una satisfacción más poderosa que cualquier elixir.

Sus suaves labios desprendían calor. Jeremy los besó a conciencia. Relamió, chupó y dio algún que otro mordisquito que provocó que ella se apretara más a él. Sonrió. Creía tener el control. Solo cuando la punta de la lengua de ella acarició sin querer sus labios empezó a acelerar el ritmo. Se lanzó al interior de su boca encontrándola a medio camino. Notó un pequeño sobresalto, pero a pesar de advertir que era inexperta en esas lides, su entusiasmo lo suplía con creces. Sin darse cuenta de lo que hacía, sus dedos empezaron a deshacer el lazo del dolman que la cubría. Abandonó su boca para lanzar una estela de besos por la mandíbula hasta llegar a su oreja.

El lóbulo le pareció tan tentador que se demoró allí unos instantes. En algún momento de lucidez, se percató del sonido de una respiración acelerada, pero no podría apostar a cuál de los dos pertenecía. Acto seguido descendió por el cuello y se maravilló de lo largo que lo tenía. Deseaba liberar su clavícula para seguir con el festín, pero el cuello del vestido se lo impedía. Cuando empezó a tironear para tratar de acceder a él, Edith empezó a retirarse.

—Espera… —susurró Jeremy mientras la acercaba de nuevo hacia su cuerpo. Mientras tanto, su mano derecha había bajado hacia el pecho. Por una vez, el odioso corsé le estaba frustrando. Quería notar su verdadero tacto, quería…

—Jeremy, no. —Edith trató de liberarse de los brazos masculinos, pero él no le prestó demasiada atención. Le había encantado oírla pronunciar su nombre. Lo consideraba muy íntimo y excitante.

—Un poco más. Deja que yo…

—¡No! —Terminó apartándose de un tirón; con toda la brusquedad de la que fue capaz.

Jeremy abrió los ojos y la vio casi de espaldas en el suelo, muerta de vergüenza. Se despejó de inmediato y el deseo se esfumó. O casi. Se levantó con torpeza y la ayudó a hacer lo mismo. Esta le soltó la mano tan pronto estuvo de pie y se agachó para coger el dolman y ponérselo. Ni siquiera lo miró.

—Edith, escucha… —No sabía por dónde empezar. ¿Cómo había ocurrido? ¿Qué se había apoderado de él para actuar de una forma tan carente de sentido? Quería arreglar las cosas con ella y había terminado seduciéndola en medio de un campo.

¡Increíble!

«Bueno, Jeremy, ahora la has dejado a punto para que Jonathan tenga el camino libre».

Con esa certeza, todas sus entrañas se contrajeron. De todas formas, que ella le diera la espalda le molestaba sobremanera. No le había desagradado, eso estaba seguro. O por lo menos al principio. Si no quería recibir sus atenciones, bien podía habérselo impedido.

—Tenemos que irnos —fue todo lo que dijo ella.

Quizás se había equivocado, pero no iba a tolerar que lo tratara como si no fuera más que un criado que ya ha cumplido con su deber.

—Ve tú si quieres —espetó, olvidándose de nuevo de los sentimientos de la mujer. Eso hizo que se diera la vuelta. Sus lágrimas aplacaron su genio—. Edith, lo siento —se disculpó. Ella asintió sin decir palabra, pero a Jeremy le pareció que no había acertado con las palabras—. Lo que quiero decir —carraspeó tratando de ser lo más sincero posible— no es que sienta lo que ha pasado, sino que no era la mejor forma de hacerlo ni el lugar más idóneo.

Al parecer había dicho lo justo, pues Edith se recompuso.

—A mí también me ha gustado. —Su inocente confesión lo desarmó por completo—. Pero continuar no hubiera sido lo más juicioso.

Ella tenía toda la razón del mundo, pero una parte de su cerebro y una muy concreta de su anatomía, no opinaban igual.

—Estás en lo cierto. Esto ha sido… —buscó las palabras justas— un desliz. No es que vayamos a casarnos.

Se hubiera dado de bofetadas. La expresión de Edith se crispó ante sus ojos. Vaya, parecía que con ella nunca acertaba. ¿Qué pensaba al decir eso? Uno no besaba a las mujeres y después les decía «pero no creas que eso nos obliga a casarnos». Le hacía parecer un aprovechado. Y quizás eso mismo era.

El único problema era que besándola se había sentido como en casa; como si estuviera haciendo lo correcto.

«Sí, lo correcto para lanzarla a los brazos de Jonathan».

—Por supuesto —dijo ella al fin, haciendo gala de una notable dignidad—. Ya lo había comprendido. —Sonrió, pero a él le pareció un gesto vacío y forzado—. ¿Nos vamos? Ya hace demasiado tiempo que nos hemos ido. Estarán preocupados.

—¿No me guardarás rencor por esto? —se lo preguntó para estar seguro.

—Por supuesto que no. Como tú bien has dicho, no ha sido nada más que un desliz.

En lugar de sentirse aliviado, tal y como suponía, se sintió desalentado. Y mientras regresaban a casa, una insidiosa pregunta volvía una y otra vez. ¿Qué pasaría si Jonathan descubría que había besado a su futura esposa y que podría haber ido más lejos? Pero la peor de todas era, ¿y si descubría lo mucho que le había gustado?

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