Edith

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Un baile siempre resultaba entretenido o al menos eso es lo que decían todos. No obstante, Edith echaba de menos la campiña. Era verdad que una fiesta era el lugar más indicado para encontrar marido, pero no estaba tan entusiasmada como quería dar a entender. Tan pronto llegó a la ciudad de Leicester, tres semanas atrás, sus parientes la acogieron con un fervor inusitado y se dedicaron a la tarea de buscarle pareja como si la vida les fuera en ello. Para su propia sorpresa, en ese lapso corto de tiempo, habían desfilado ante ella varios hombres que no la encontraban tan fea. He ahí, suponía, las ventajas de vivir en una ciudad. Quizás a estas alturas ya estaría casada si, en lugar de quedarse con sus tíos, hubiera venido a parar allí.

Su misión había sido entablar conversación con todo aquel que le presentaban y entrever sus posibilidades. Lástima que su corazón estúpido e inconforme se mantuviera apegado a su primer y único amor.

Se había marchado de su casa muy apenada por todo el asunto del cortejo fingido. Tal había sido su abatimiento que sus parientes habían deducido por sí solos que acababa de sufrir un desengaño amoroso. En cierto sentido había sido así, pero Edith prefirió no dar explicaciones. Ahora corría el rumor de que era víctima de una bella pero trágica historia de amor no correspondida; toda adornada por sus parientes, claro está. Si hubiera estado de otro talante habría sido capaz de disfrutar de toda la atención que suscitaba, pues se decía que su vida estaba envuelta en un halo de misterio que la hacía más atrayente que nunca a los deseos masculinos.

«Qué absurdas somos las personas a veces».

Eso acababa de pensar mientras observaba a la multitud danzar. No era Londres, pero la categoría del baile era indiscutible. Lo había organizado todo una amiga íntima de los parientes que la habían invitado a pasar una temporada con ellos, un matrimonio de la más alta alcurnia.

Como era de esperar, todos iban ataviados con sus mejores galas y ella no era la excepción.

A esas alturas de la noche había bailado con tantos hombres que los pies empezaban a dolerle. Echaba de menos su hogar… y a Jeremy.

«¿Cuán tonta puede ser una persona?».

Como si lo hubiera conjurado, lo vio aparecer por entre las puertas francesas de acceso al salón de baile. Quieta como una estatua lo vio pasear la mirada por el gentío… hasta toparse con ella.

Jeremy no esbozó sonrisa alguna ni la saludó. Se limitó a mirarla con una intensidad sofocante que la dejó aturdida.

¿Qué hacía él allí?

Lo vio descender la escalinata y desapareció de su vista entre la multitud.

Acalorada, miró a derecha e izquierda en busca de sus parientes. Pretendía esconderse entre ellos.

Para su eterna consternación, cuando los encontró vio que hablaban con el mismísimo Jeremy. ¿Desde cuándo se conocían? Cuando la prima hermana de su difunto padre la vio, la conminó a acercarse. No hacerlo hubiera supuesto una grosería.

A regañadientes se aproximó al grupo. Todos los miraban a ellos dos con aire especulativo.

—Señorita Bell… —Inclinó la cabeza.

Incapaz de hablar, hizo lo propio y esperó.

—Querida Edith —habló la matriarca—, el duque de Dunham ha solicitado un baile. Le he dicho que no habrá ningún problema, ¿verdad?

¿Un baile? ¿A qué estaba jugando ese hombre? ¿Y por qué sus parientes parecían encantados con toda aquella pantomima?

—Me duelen los pies —objetó como excusa. Eso era algo que una dama jamás debía admitir en público, pero se negaba a permitir que la manipularan de nuevo.

—Te lo suplico. —Jeremy alargó su mano enguantada pidiendo indulgencia.

¿El duque de Dunham suplicando por bailar una pieza con ella?

Se conmovió. No pudo evitarlo. Aunque deseaba detestarlo con toda su alma y olvidar así que una vez se habían conocido, no podía ignorar que sentía curiosidad.

—Está bien —concedió.

Para su sorpresa, él no pareció vanagloriarse de su pequeño triunfo.

El baile escogido resultó ser un vals. Tan pronto él rodeó su cintura y empezó a deslizarse con ella por la pista de baile, Edith sintió que su cuerpo ya no le pertenecía. Parecían estar hechos para estar así, juntos, y le dolía ser la única en sentirlo.

Dieron vueltas y más vueltas sin hablar, solo mirándose a los ojos. No dejaba de notar también la tensión que emanaba de él, pero estaba insegura respecto a qué era debido.

Poco después de los acordes finales y sin mediar palabra, Jeremy la alejó de la pista de baile y la condujo sin vacilar hacia la penumbra de las salas circundantes vacías.

De momento no lo detuvo.

Cuando halló una habitación pequeña en la que estar solos, cerró la puerta con llave y siguió sujetándola por la cintura, pero tan cerca que podía oler su aroma masculino.

—Edith —susurró—, quisiera pedirte un beso, solo uno.

Como primera petición debía decir que había conseguido acelerarle el corazón. Parecía un hombre a punto de morir si no la besaba.

—¿Por qué? —le preguntó el motivo de tanta urgencia. Después se centraría en averiguar lo demás.

—Porque si sigo sin sentir tu aliento y suspiros en mi boca un minuto más pensaré que mi pasado fue una broma y mi futuro, una ilusión.

«No está mal. Incluso parece sincero tratando de convencerme de que no es nada sin un beso mío».

No sabía qué juego se traía entre manos, pero aguantaría un poco más.

—Y si consiento en besarlo… —Fingió estar pensándolo—. Lo haré feliz.

—Feliz no, pero sí conseguiría aliviar mi miseria.

Se acercó un poco más, pero Edith no se sintió alarmada por ello. Lejos de sentirse así, la excitación empezaba a invadirla. Se sentía viva.

Ya pagaría el precio después.

—En ese caso…

Él no la dejó terminar de hablar. Se abalanzó sobre sus labios con tal ferocidad que se vio engullida por su propio deseo.

Edith quería disfrutar, por ello cerró los ojos y fue… mágico. Tan mágico como si sus labios se reconocieran, como si sus alientos y sus lenguas se reencontraran después de una penosa separación. Tan mágico como estar en casa.

Jeremy suspiró de felicidad contra la boca de Edith. Por fin, después de todos esos días angustiosos, la tenía donde siempre había debido estar: entre sus brazos.

Parecía mentira que hubiera tardado tanto en reconocerlo, pero no estaba todo perdido. Mientras él había pasado esas tres semanas sumido en la más terrible de las agonías, ella bailaba y sonreía a cualquier petimetre que se le pusiera por delante. Ahora que lo pensaba ya no estaba seguro de apreciar la facilidad con la que ella había cedido al beso. ¿Había sido así con todos?

Cuando su amigo le contó lo que había pasado con Edith, Jeremy dejó de fingir. Se había acabado la mentira en cuanto a sus sentimientos: estaba enamorado de una mujer con carácter que todo el mundo parecía adorar. Incluso él, sin saberlo, había sucumbido. Y, aunque estaba todavía enfadado por cómo lo habían manipulado, les agradecía que lo hubieran obligado a admitir que Edith era lo que buscaba en una mujer. Se negaba también a creer que lo suyo había sido cosas de unas semanas. Optaba por pensar que sus desavenencias de años atrás hablaban de una atracción que se negaba a reconocer. Ella era algo que siempre tenía allí; alguien que formaba parte de su cotidianidad pero que se mantenía en un segundo plano. Así que, cuando la amenaza de perderla se plasmó como real y certera, no tuvo más remedio que actuar.

Había pasado los peores días tratando de que los tíos de Edith confesaran su paradero. Ni las amenazas ni los sobornos dieron sus frutos, pero al final comprendió que la verdad era el método infalible para lograrlo. Y así fue. El proceso había sido duro y doloroso, pero había aceptado a ser honesto con sus sentimientos.

—Edith, mi Edith…

Eso la debió sacar de su entrega, porque de pronto empezó a revolverse. La soltó para que no se hiciera daño.

—¡No, no! Esto no debería haber pasado. No debería haberlo permitido. Otra vez no.

—Edith…

—¡Deje de repetir mi nombre! ¡Y deje de besarme!

—¿Tan ofensivo te ha parecido mi beso para rechazarlo así? —preguntó. No sabía cómo sobrellevar la ira que ella desprendía—. Ni siquiera te planteas que lo he hecho por el mero placer de sentirte.

—Debe de creer que soy tonta si voy a tragarme semejante patraña —bufó colérica.

Jeremy la miró, desalentado. Ni tan siquiera se había planteado lo difícil que sería convencerla de sus sentimientos.

—Entonces, ¿por qué piensas que te he besado? ¿O permites este tipo de licencias a todos los desconocidos?

—Soy una mujer libre —declaró con orgullo—, y hago lo que deseo con quien me apetece.

A él, esa premisa le parecía bien… siempre y cuando el «con quien me apetece» solo le incluyera a él.

—Edith, por favor… —No sabía qué estaba suplicando con exactitud, pero seguro que no era esa cólera.

¿Tanto se merecía su desprecio? Se lo preguntó.

Ella le miró como si la respuesta fuera obvia.

—Quiero que me deje en paz. Déjeme ser feliz.

—¿Y no lo serías conmigo? —Se atrevió a dejar entrever una parte de su alma. Pero como siempre, la realidad no superaba sus expectativas.

—No. —Ella le miró confundida porque no sabía qué pretendía.

Para Jeremy, en cambio, ese simple «no» conseguía anular de un golpe todas sus esperanzas.

«No debería haber hecho caso a Jonathan. Ese bobalicón me instó a hacer el ridículo por una mujer cuando no soy correspondido».

—Pues entonces, libérame —pidió con desaliento—. Si no vas a amarme, déjame ir.

—¿A qué retorcido juego está jugando? ¿De qué habla?

¿No era evidente? ¿Acaso no estaba demostrando que la amaba y quería estar a su lado? Quizás su venganza por lo ocurrido era verlo hecho jirones y suplicando unas migajas que no estaba dispuesta a dar. No obstante, ella se merecía eso y más. ¿Qué importaba si en el proceso acababa roto por dentro? Sí, lo habían dejado muchas mujeres, pero ninguna le interesó lo suficiente como para decirle las palabras cruciales ni para que entreviera la posibilidad de desnudar su corazón.

«Cuando encuentres a la mujer que tu corazón anhele, déjate llevar».

Esas fueron las palabras que su abuela le dijo la última vez que pretendió cortejar a una mujer y no salió bien. También le dijo:

«Quien no arriesga, no gana».

¿Qué mejor momento para hacerlo? Si no era por Edith, no sería por nadie más.

—Está bien, tú ganas. Te contaré cómo he urdido esta artimaña para que tus familiares me acercaran a ti. Durante la estratagema que mi abuela pergeñó fui comprendiendo lo que no quise aceptar antaño: que eres la dueña de mi corazón, el amor de mi vida, la única con quien quiero compartir todo lo que soy y lo que tengo.

—Madre Santa… —Edith se había quedado con la boca abierta.

—Sé que si me das la oportunidad —continuó algo envalentonado— puedo ser el hombre que buscas, el que consiga hacerte sonreír, el que te dé solaz en los momentos difíciles, el que con su sola presencia ilumine tu día, el que te haga estremecer con una simple caricia y el que provoque mariposas en tu estómago. En fin, el que te ame por cómo eres y por quién eres.

Después de la perorata se impuso el silencio. La miró esperando su veredicto y rezando porque no fuera una más y estuviera ya enamorada de otro que no fuera él.

—Me quieres. —Era una afirmación queda, muy seria.

—Te amo —declaró. No podía ser más sincero.

—No me tolerabas.

—Al parecer soy un experto en engañarme —replicó—. Era tuyo incluso cuando pensaba que no te soportaba.

—¿Y no piensas que haré como las demás? —Edith necesitaba estar segura. Parecía como si estuviera viviendo un sueño largamente deseado y no quería despertar.

—Es absurdo, lo sé. Bueno —rectificó ante su mirada incrédula—, lo sé ahora. Solo deseo una oportunidad. Conseguiré tu amor cueste lo que cueste.

—¿Mi amor? Pero si ya lo tienes —confesó por fin—. Lo has tenido siempre.

—¿Qué? ¿Cómo? —Estaba confundido—. ¿Perdón?

—Desde antes de los ocho años, cuando me insultaste.

La enormidad de lo que Edith admitía lo dejaba sin palabras. Esa mujer orgullosa y hermosa en todos los sentidos le había amado en silencio a pesar de sus desaires y sus groserías. Y él, ciego como estaba, no había sabido verlo. Solo ahora era capaz de apreciar el don que se le estaba ofreciendo. Una vida entera no bastaría para compensarla.

Se acercó de nuevo a ella abrazándola con todas sus fuerzas. Le besó las mejillas, la coronilla, la boca.

—No te arrepentirás. Nadie te amará como quiero hacerlo. Como te mereces.

—¿Aunque sea fea?

—Las feas me enamoran —afirmó con una seguridad plena—. Ahora sé que no hay nada como esta fea para tenerme rendido a su pies.

Nadie les vio sonreír. Ni cómo Jeremy se arrodillaba para pedirle matrimonio. Ni besarse. Ni planear una vida juntos mientras bailaban en una sala vacía.

En el pasado, a Jeremy le habían arrebatado la oportunidad de casarse en un baile, y todo en beneficio del amor. Ahora lo comprendía. Así que al fin y al cabo la vida sí que era justa. Era tal y como tenía que ser.

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