Duo

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I

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I

Abrió la puerta bruscamente, y permaneció un momento de pie en el umbral. Luego suspiró: «¡Oh, qué fastidio!», se echó a tientas en el diván y se abandonó al baño de la fresca sombra. Pero prefirió las recriminaciones al descanso, y se incorporó con rápido movimiento.

—¡No me ha ahorrado nada! Chevestre me ha llevado por todas partes, contempla mis zapatos… y el establo que se está derrumbando sobre los bueyes, y los mimbrerales inundados, y el ribereño de enfrente, que pesca con dinamita… He tenido que, óyeme bien, he tenido que…

Se interrumpió.

—Estás muy bonita aquí. Esto merece que se tome en consideración, evidentemente…

Su mujer había colocado el escritorio, viejo y sin belleza, en el profundo vano de la ventana, bajo la luz de mediodía brillante de polvo. Ante ella, un ramito de orquídeas púrpura en un florero de grueso cristal, lleno de agua, testimoniaba que Alice había ascendido desde los prados más húmedos, alfombrados de raíces de alisos y mimbres. Bajo su mano, una carpeta de cuero repetía el color de las flores, y su reflejo, al alcanzar el rostro de Alice, turbaba el gris verdoso de sus pupilas, que Michel comparaba a la hoja de los sauces.

Ella escuchaba a su marido con complacencia, pero sólo le contestaba con una sonrisa soñolienta. Él experimentaba un inagotable placer al constatar que los ojos de Alice y su boca, dilatados por la sonrisa, se tornaban casi iguales y de forma muy semejante.

—Aquí tienes los cabellos llenos de hilos rojos —dijo Michel—. En París son negros.

—Y blancos —repuso Alice—. Diez, veinte cabellos blancos, aquí encima…

Ofrecía su frente a la luz, y mentía con coquetería, orgullosa de sus treinta y seis años, juveniles, despreocupados, y de su carne ligera.

Observó que Michel se levantaba con intención de acercársele.

—¡No, Michel! ¡Tus zapatos! ¡Ten compasión del entarimado, encerado esta mañana! ¡Ese barro rojo!

El sonido de su voz contenía siempre a Michel. Incluso dormida y un poco quejumbrosa, sabía protestar suavemente, en el mismo tono, ante lo peor y lo mejor. Michel separó las piernas formando una V y tan sólo apoyó los tacones, con el mayor cuidado, sobre el entarimado de largas tablas gastadas.

—Este barro rojo, querida, es de las orillas del río. El héroe que te está hablando salió de aquí a buen paso a eso las nueve, no se ha sentado desde entonces, excepto para tomar un sorbo de vino blanco, ¡y qué vino! Un vino blanco verdoso y asesino, un producto para quitar el cardenillo al cobre, para afilar cuchillos…

Se levantó con cierto esfuerzo y apoyó una mano en la cadera:

—Querida, es el precio de nuestras vacaciones… ¿Seremos todavía en 1933 los señores de aquí? Este Chevestre… tiene cara de comprador… Mientras que yo… ¿Durante cuánto tiempo tendré aún cara de propietario?

Caminaba de un lado a otro, dejando marcada con arcilla seca la huella de sus pasos, pero Alice ya no pensaba en el entarimado.

—¡Tú estás bien cómo eres! —dijo Alice cuando su marido pasó ante el escritorio.

Alice no le tenía acostumbrado a tales vivacidades, y él se detuvo para sonreírle.

—¿Tan mal están las cosas, Michel?

Ante todo, Michel percibió en la voz suplicante de Alice la necesidad que sentía de ser tranquilizada, y la tranquilizó:

—Tan mal, no, hija mía. No están peor que en otras partes. Pero ¿qué quieres? Los tejados ya cumplieron con su deber, la granja funciona con medios de hace cincuenta años… Chevestre roba normalmente, creo… Habrá que elegir, consagrar nuestro dinero, todo lo que proporciona la sala del Petit-Casino, a rejuvenecer, a consolidar Cransac. Cuando pienso que no hace más que tres años una película duraba cinco meses, y que montábamos un espectáculo arrevistado todos los inviernos en provincias con los restos del vestuario de Jeanne Rasimi. Cuando pienso…

Alice le detuvo de nuevo tendiendo su mano con los dedos juntos:

—No, no pienses más. Precisamente es en eso en lo que no hay que pensar. Los mimbrerales…

—Resquebrajados. No se sacará de ellos ni tres mil francos.

—Pero ¿por qué se han resquebrajado?

Michel la miró desde lo alto, como le gustaba hacer cuando ella estaba sentada y él de pie, con competente conmiseración.

—¿Por qué? ¡Hija mía! ¿No sabes nada?

—No. ¿Y tú?

Michel rió entre dientes.

—Yo tampoco. No sé nada de todas sus artimañas. Chevestre dice que es debido al calor. Pero Maure, el aparcero, afirma que si Chevestre hubiera podado a fondo hace dos años… Aparte de que el terreno es demasiado compacto para el mimbre… Imagínate, yo metido en todo eso… Levantó la mano, el dedo meñique en el aire como en un juego infantil. Luego dejó de reír, de hablar, se colocó frente a la puerta ventana. Un alud primaveral de hojas nuevas, de serpollos sin cortar, de largos retoños de rosales enrojecidos por la apoplejía de la savia, aproximaba a la casa los macizos descuidados. Bajo los álamos, el oro, el cobre de las hojas nuevas usurpaban aún el lugar del verde. Un manzano silvestre, de pétalos blancos forrados de vivo carmín, había triunfado del árbol de Judea un tanto enclenque, y las jeringuillas, para escapar de la sombra mortal de las aucubas[1] barnizadas, tendían a través de las largas hojas exigentes, manchadas como serpientes, sus frágiles ramos, sus estrellas de un blanco de mantequilla.

Michel midió con la mirada la alameda empequeñecida, el avance de los macizos que ya no se cortaban, la mezcla de los aromas.

—Se pelean —dijo a media voz—. Si se les mira demasiado, esto deja de ser alegre…

—¿El qué?

Alice, medio vuelta en su asiento, comparaba a Michel con el Michel del año anterior. «Ni mejor ni peor…». En pie, ambos eran de una misma estatura pero ella parecía ser muy alta y él, un poco bajo. Él, más que ella hacía uso de una seducción totalmente física, de una juventud en los gestos que provenía de dos o tres oficios que había ejercido y donde es preciso gustar a mujeres y a hombres. Al hablar enseñaba sus cuidados dientes, sus ojos de color de tabaco. Para ocultar la parte inferior, algo distendida, de su mentón, lucía desde hacía poco un pequeño barboquejo de barba a la española, fina y rizada, muy corta y como pintada sobre su piel, y que le llegaba a las orejas, mediante el cual se parecía —baja frente de redondos rizos, nariz poco prominente y la boca bien dibujada— a muchas hermosas cabezas antiguas.

Alice garabateaba sobre la mesa y miraba a hurtadillas a su marido. Temía, sobre todo, que él le confiara de una sola vez demasiados motivos de preocupación. El buen tiempo, una hormigueante y dulce fatiga corporal la hacían sentirse sin energías, ávida tan sólo de ignorar que, a cada tormenta, el tejado perdía algunas tejas, doradas por el liquen, que en el establo se tapaban con paja los agujeros de las paredes en lugar de ir a buscar al albañil. En París, al menos, no pensaba…

—¿Y luego? —preguntó sin querer.

Michel se estremeció, masculló como un hombre al que se despierta o desea tomarse tiempo:

—¿Cómo? ¿Y luego? Pues nada. Ya sabes que Chevestre sólo me habla de cosas fastidiosas. Tres horas de estupideces a la llegada; tres horas de estupideces la víspera de la partida; una o dos complicaciones durante nuestra estancia, éste es el precio al que yo pago nuestras vacaciones de Pascua. ¿Es caro, o no?

Pasó detrás de su mujer, se apoyó en el marco carcomido de la ventana, y aspiró el aroma de su país natal. La tierra violácea y blanda, la hierba ya alta, la catalpa en flor por encima del espino rojo, la lluvia de eglantinas[2] sobre el dintel de la puerta ventana, las jeringuillas que el calor apresuraba, los citisos como largos pendientes amarillos… No hubiera querido perder nada de esos bienes llenos de lozanía, abandonados y viejos. Pero lo único que le importaba más allá de toda razón era Alice. A lo lejos, el río invisible y desbordado, todavía frío, humeaba bajo el sol como un rastrojo que se quema.

«Chevestre pagaría un buen precio. El cerdo se muere de ganas. Ha llevado bien su campaña. Ya me previno mi vecino Capdenac: “Cuando tu administrador calce botas, échalo a la calle, o bien será él quien te eche a ti…”».

Una delgada mano se posó sobre su manga.

—En absoluto —dijo Alice.

Sin levantarse, ella había vuelto a medias su sillón hacia la ventana, hacia la irrupción de luz, de los zumbidos, de los cacareos de gallinas y cantos de ruiseñores. El techo bajo, de oscuras vigas, los sombríos colores de los muebles y del papel floreado sobre un fondo marrón, absorbían la luz y sólo devolvían unas breves reverberaciones sobre la panza de un jarrón, de una jarra de cobre, sobre el bisel de un espejo italiano. Alice vivía en aquel salón biblioteca, pero atrincherada entre la puerta ventana y la chimenea, huyendo de las regiones tenebrosas del fondo de la estancia, y las dos enormes estanterías de libros, sin cristales, que tocaban el techo…

—Eres encantadora —dijo Michel brevemente, acariciando la lisa cabeza de su mujer.

Se sentía vulnerable, próximo al enternecimiento, y trataba de ocultarlo.

«¡Estoy apagado! ¡La fatiga y este país! ¡Oh! ¡Este país! ¡Apuesto a que aquí hace más calor que en Niza!».

Como había dirigido temporadas de casinos, tenía la costumbre de compararlo todo con Niza, con Montecarlo o con Cannes. Pero ya no se atrevía a decirlo en voz alta, por lo menos delante de Alice, que fruncía las cejas y arrugaba su nariz de gato, riñéndole en tono lastimero:

«¡Michel, no hagas de corredor de comercio!».

La cabeza redonda se prestaba a su mano hábil.

Michel sabía acariciarla en el buen sentido, siguiendo el peinado inmutable de Alice, que cortaba sus cabellos en espeso flequillo, paralelo a sus cejas horizontales, y no los rizaba. Llevaba vestidos atrevidos, pero una extraña timidez le impedía modificar el arreglo de sus cabellos.

—Basta, Michel, me fatigas.

Michel se inclinó hacia el seductor rostro echado hacia atrás, muy poco maquillado, rebelde a la vejez, hacia los ojos que se cerraban rápidamente tanto bajo la impresión de aburrimiento como del exceso de felicidad.

«Una vez vendido Cransac, me lucirá un poco el pelo. Incluso sin reparaciones, Cransac resulta un peso terrible. Una vez vendido Cransac, me sentiré ligero, me ocuparé del bienestar de Alice… Me deslomaré por ella… por nosotros dos».

En sus monólogos interiores empleaba deliberadamente palabras de una jerga romántica, de igual forma que balanceaba inútilmente los hombros, en prueba de lucha por la vida.

—Esta mañana te muestras muy delicada. Anoche, lo fuiste menos…

Alice no protestó, pero de su mirada ya no entregó más que una fina línea de un blanco azulado entre las pestañas ennegrecidas, y la sonrisa de su boca. Michel la acarició con unas palabras brutales, que ella recibió con un estremecimiento de sus pestañas, como si le hubiera salpicado con un ramillete húmedo de agua. Uno y otro se prestaban a aquellos renacimientos de la pasión, regalos del azar, del viaje, de una estación bruscamente despertada. Llegados la víspera, bajo una tempestad primaveral, encontraron en Cransac la lluvia, el sol poniente, un arco iris encima del río, las pesadas lilas, la luna que se alzaba en un cielo verde, unos pequeños y brillantes sapos bajo los escalones de la escalinata, y durante la noche oyeron caer, de lo alto del oquedal, los chaparrones retardados y los cantos de los ruiseñores en anchas gotas…

En el momento en que su marido estrechaba contra él la cabeza y el cálido hombro de Alice, y le acariciaba la barbilla con una mano que se olvidaba de ser suave, ella lo apartó, a la vez que le advertía en voz baja:

—¡María está al llegar! ¡Son las doce y media!

—¿Y qué? ¡Que venga! Nos ha sorprendido más de una vez.

—Sí. Pero nunca me ha gustado eso. A ella tampoco. Estírate el jersey. Arréglate los cabellos…

—Bien —concluyó Michel—, adoptemos un aire natural. ¡Atiza, aquí tenemos a la poli!

Alice jamás reía cuando su marido bromeaba de cierta forma grosera, empleando palabras previstas. Pero no demostraba la menor impaciencia, habiendo esperado todo cuanto él poseía de vulgaridad, deliberadamente acentuada, de su delicadeza secreta.

«No me gusta que seas fino» —le decía—; «sólo eres fino cuando te sientes desgraciado».

A lo lejos, el entarimado, alabeado en grandes ondas, crujía bajo los pasos de María, que entró empujando la puerta y no mostró más que la mitad de su cuerpo.

—¿Quiere la señora que se dé la primera llamada?

—¿Y yo? ¿Es que no cuento para nada, vieja hormiga? —exclamó en tono de chanza su amo.

La criada se parecía más bien a un caballo, pero al estilo de los saltamontes que tienen cabeza de caballo. Rió, dio las gracias a Michel con un parpadeo de sus resplandecientes ojillos, y cerró la indócil puerta. Alice, puesta de pie, ordenaba sus lápices.

—Cómo procuras halagar a María…

—¿Celosa? —exclamó Michel con su tono más chabacano.

Su esposa no se dignó contestarle. Con la palma de la mano aseguraba el orden de su peinado liso y excéntrico. Sabía que María, la guardiana, no aceptaba otra autoridad, otra seducción que la de Michel. Seca y delgada, a sus cincuenta años María representaba a las mil maravillas el papel de la «nodriza del señor» y sabía juntar las manos suspirando: «¡El que no lo ha visto de mozo, no ha visto nada!». A decir verdad, hacía tan sólo diez años que le servía, y si a veces miraba a Alice como a una igual, era debido a que ambas habían entrado en Cransac el mismo año. Pero Alice hacía justicia a María, que guardaba Cransac manteniendo una honrada e incansable vigilancia, ayudada únicamente por su marido, un hombre que servía para todo, grueso y sin vigor, a quien las doce hectáreas de parque desalentaban.

—¿Nos lavamos las manos? —preguntó Michel.

—Sí, pero en la cocina. Todo está limpio en el cuarto de baño, y te prohíbo entrar en él. Hasta he sacado brillo a los metales.

Michel rió, tratando a su mujer de temible maniática.

—¿Y tú crees que a María le gustará que nos lavemos en «su» fregadera?

Alice volvió perezosamente hacia él su cabeza negra, sus hermosos ojos grises, verdecidos por la deslumbrante ventana.

—No. Pero María sabe que a veces debe tragarse lo que le molesta. ¿A dónde vas con esas flores?

Michel llevaba hábilmente el pequeño cazo de grueso cristal, desbordante de orquídeas silvestres.

—A la mesa. Era tan bonito el reflejo violeta en tus ojos y en tus mejillas… Así… Pero también necesitaremos el otro cacharro, el del mismo color, ya sabes cuál quiero decir…

—¿Qué cacharro? Cuidado, Michel, estás derramando el agua de las flores… ¿Vienes?

—¡Jamás en mi vida he tirado un jarrón con flores! Una especie de carpeta, ahí, en tu escritorio… Ya no está. ¿La has guardado? ¿Qué estabas haciendo? ¿Escribías?

—No, dibujaba, simplemente, unos vestidos…

—¿Para…?

Alice le miró como si le viera de lejos, con una tenue sonrisa de disculpa en sus labios.

—¡Oh! Ya sabes… es mi manía… Me digo que si la próxima temporada se montase Daffodyl, mis trajes no saldrían más caros, sino más baratos, que si se aprovecha el viejo vestuario de Mogador, y sin querer alabarme…

Tendió su larga mano con los dedos juntos y concluyó su frase apoyándola con un movimiento de cabeza.

—¡Enséñamelo! —Ordenó Michel impetuosamente, colocando el pequeño florero en el escritorio—. ¿Dónde están los dibujos? ¿En la carpeta violeta?

Alice chasqueó los dedos con un gesto de impaciencia.

—¡Vamos! ¿Qué cuento es ése? ¡No existe ninguna carpeta violeta! ¡Almorcemos de una vez, Michel!

Éste miró a su mujer con aire ofendido:

—¡Habrase visto! ¡No existe carpeta violeta! ¡Hablarme como a un crío!

Alzó el brazo y señaló en la mejilla de Alice el lugar del reflejo desvanecido.

—Ahí… y ahí —dijo a media voz—. Un color para pintar… Estabas iluminada como por unas candilejas al rojo en la que se ha dejado un tercio de bombillas azules… Rojo… violáceo… magnífico…

Alice se encogió de hombros e hizo una mueca de incomprensión.

—Yo me voy a almorzar, Michel. El quiche se enfriará.

—¡Espera!

Más que la orden, la retuvo el timbre de la voz. Michel había gritado de un modo singular, en dos notas de temor. Conocía las causas de semejante cambio de timbre. Al volverse, encontró a Michel un poco lívido, y observó que respiraba de prisa. Se concedió tiempo y el lujo de pensar: «Se parece a Mathó el pequeño…». Luego irrumpió pausadamente en lo desconocido.

—¿Qué te pasa ahora, Michel?

Éste sacudió su frente rizada, como para rechazar todo cuanto ella le iba a decir.

—No compliques las cosas. Hay algo… Pronto, Alice. Me has dicho que aquí no existe carpeta… ningún cacharro violáceo… Repítelo, no me he vuelto loco… ¿No hay nada?

Alice contempló desolada el rostro extraviado de su marido, las oscuras ojeras en un instante marcadas en torno a sus ojos. Buscó rápidamente a su alrededor, en las paredes, entre las vigas del techo, algún reflejo errante, alguna centella empurpurada de espejo, un prisma entre dos cristales tallados. No encontró nada y posó su expectante mirada en Michel.

—No —repuso tristemente.

Alice le observaba con tanta inquietud, que él se engañó. Exhaló todo su aliento y se dejó caer en la butaca de su esposa.

—¡Santo Dios, qué cansado estoy! ¿Qué me ha pasado? ¿Qué sucede…?

Alzó la cabeza hacia su mujer como un niño, y ella estuvo a punto de abandonarse, de cogerle entre sus brazos, de llorar un poco, de temblar en el refugio. Sólo se concedió lo que la prudencia exigía de ella. Dibujó una dulce sonrisa de sorpresa, hizo un esfuerzo para abrir sus largos ojos y fijarlos a la mirada mendigante de Michel.

—¡Qué miedo me has dado, Michel! —dijo plañideramente.

Michel la contemplaba con el ansioso y severo amor que muchos hombres ligeros dedican, en secreto, a una compañera, y ya suspiraba tranquilo al verla tan igual a sí misma, la boca apenas enrojecida, el labio inferior ancho y a menudo henchido, el labio superior breve y estirado por la nariz, aquella pequeña nariz un poco chata, un poco aplastada, fea, de indígena de Camboya inimitable y, sobre todo, aquellos ojos alargados como las hojas, entreverados de verde y gris, claros por la noche bajo la luz de las lámparas, más oscuros por la mañana…

Alice no se movía ni apartaba la mirada. Pero Michel vio que, bajo el tupido fleco de cabellos, una de las cejas de Alice se estremecía imperceptiblemente, obedeciendo al capricho de una ligera convulsión nerviosa. A su olfato llegó al mismo tiempo el olor que revelaba la emoción, el sudor cruelmente arrancado a los poros por el miedo, la angustia, el olor que caricaturiza el perfume del sándalo, del boj recalentado, el perfume reservado a las horas del amor y a los largos días de la canícula. Michel desanudó los dos brazos misericordiosos, se volvió a medias y abrió el cajón del escritorio.

Bajo el rayo de sol que le acarició, la carpeta de tafilete resplandeció, y el primer movimiento de Michel fue el de una pueril victoria:

—¿Eh? ¿Lo ves?

Como sonreía sin cesar de repetir «¿Eh…? ¿Eh?», Alice decidió sonreír también. Casi no pensaba en nada y permanecía inmóvil. «Si no me muevo, él tampoco se moverá…». Pero en cuanto ella sonrió, él cambió de expresión, y Alice comprendió que la sonrisa de su marido era un accidente sin el menor significado. Y, melancólicamente, utilizó lo que tenía a su alcance y dijo:

—Ha sonado la primera campanada.

Michel se volvió maquinalmente hacia la puerta ventana, encogiendo el cuello, como si quisiera contemplar la campanilla negra que el rosal de mayo y el jazminero amarillo amordazan a medias, y ella esperó a que se fuera serenando, se levantara, preocupado por María, tan astuta, y por el almuerzo retrasado; que dejara para más tarde lo que tenía que decir, lo que tenía que hacer… «Más tarde —se dijo Alice— lo habré arreglado todo. O estaremos muertos».

Se arriesgó a dar media vuelta hacia la puerta, pero Michel le sujetaba la muñeca.

—¡Espera! —dijo—. Esto no se ha terminado todavía.

Alice fue desleal en aquel momento, y gimió bastante fuerte, se esforzó en llorar:

—¡Me haces daño! ¡Suéltame!

Sacudió su puño dentro de la mano, la cual se abrió al instante, y perdió la esperanza de ser maltratada, pues Michel conservaba su sangre fría de una manera absurda, como los náufragos que se repiten, ya cubiertos de agua salada: «¡Qué lástima! ¡Estos gemelos sólo me los he puesto dos veces!». Mostraba un rostro atento, despierto, pues, en realidad, sólo se hallaba despierto y atento, todavía alentado por la esperanza tanto como ella lo estaba; luchaba por ella y no contra ella… Por un momento él se hizo, como ella decía, «simpático», la cabeza ladeada, una leve sonrisa un tanto turbada en sus ojos de color de tabaco. Alice se sintió envejecer en pocos instantes: «No podré salvarle de lo que teme», pensó, y, descorazonada, comenzó a detestarlo. Se suavizó, se apoyó en una sola pierna, dándose cuenta de que su movimiento instituía una especie de rendición.

De todos modos, él no abría aún la carpeta morada, y Alice tiempo de leer en Michel un deseo cobarde, muy parecido a su propio deseo, de cerrar el cajón, correr y atrapar un instante que huía y los dejaba congelados, olvidados, inmóviles, el instante en que Michel había hablado del reflejo purpúreo en la mejilla de Alice.

«Voy a gritarle: ¡es un juego!, cogeré la carpeta, huiré, él correrá detrás de mí y…».

Michel, la cabeza muy cerca del tibio seno de Alice, señalando la carpeta que seguía cerrada, preguntó temerosamente:

—¿Qué hay aquí dentro?

Alice se encogió débilmente de hombros y se inclinó hacia él como para decirle adiós.

—Nada. Ya no hay nada.

Michel se arrojó con rabia sobre las últimas palabras:

—¿De modo que tuviste tiempo de hacer limpieza?

Ella se enderezó, aspiró el aire con energía, hinchando las ventanas de su nariz de indígena de Camboya, se lamió su ancho labio hendido, y su rostro se rejuveneció. Por fin era necesario discutir, defenderse, confesar diplomáticamente, herir a Michel para mantenerlo ocupado, para que no se hiciera daño a sí mismo…

«Reparar lo que he hecho… ¿Por qué se me ha ocurrido decirle que no había tal carpeta púrpura? Mi pobre Michel, mi pobre Michel…».

Contuvo unas lágrimas, que dieron un brillo inusitado a sus ojos, y la sangre ascendió a sus mejillas. Luego apretó púdicamente los codos contra su cuerpo, debido a la mancha húmeda que se extendía bajo sus brazos y ennegrecía su vestido azul.

—Escúchame, Michel… Lo comprenderás…

Michel rió forzadamente, levantada una mano:

—¡Oh! ¡Oh, no…! Me sorprendería…

Alice había contemplado a menudo en él aquella falsa desenvoltura, aquella risa forzada cuando lo creía todo perdido en los negocios.

—Michel, harás bien en no abrir esa carpeta. Ahí dentro ya no hay nada, ni para ti ni para mí. Si la abres, la… el papel que encontrarás, has de decirte que no es nada, que ya no es nada. Un… unas cenizas, lo que queda de algo destruido, acabado… En fin, nada, ¿me oyes?, nada…

Michel escuchaba sorprendido, enarcando las cejas y estirando entre dos dedos su pequeño barboquejo de barba nueva, con expresión incrédula. Sin embargo, oyó todo lo esencial:

—¿Acabado, dices? ¡Ah! Bien… Bien…

Cogió la carpeta de brillante tafilete, que recibió el sol como un espejo. Una mancha purpúrea saltó al techo, tropezó con las oscuras vigas.

Cuando Michel abrió la carpeta, un papelito ligero descendió planeando oblicuamente hasta el suelo, entre las patas de la mesa escritorio. Alice apoyó la mano en la manga de Michel.

—¿De veras no quieres dejarlo ahí? Lo tiraré, lo quemaré… y… Michel, piensa en nosotros…

Michel se agachó con un ligero esfuerzo, y al incorporarse le dirigió una mirada furiosa. Estaba irritado con ella por haberle obligado, al demostrar demasiada confusión, a recoger aquella hoja ligera, metálica y susurrante entre sus dedos como un billete de banco nuevo, que palpaba maquinalmente:

«Es foreign paper, el papel de la gente que escribe diez, quince páginas…».

Sin embargo, la hoja sólo contenía unas cuantas líneas con una letra muy fina.

—¡Si es la letra de Ambrogio!

Alice adivinó toda la esperanza que contenía aquel grito tan ingenuo, y sintió aproximarse el momento más difícil y duro. Se dirigió al diván y se sentó, no como de costumbre, con sus largas piernas dobladas, sino erguida, presta a ponerse en pie y a echar a correr.

La sensatez, la previsión de su cuerpo la aterraron; midió con la mirada la distancia del diván a la puerta que se abría con dificultad, la distancia del diván a la ventana, y perdió la paciencia:

«¿Qué? ¿Aún no la ha leído? ¿Qué espera? No nos vamos a pasar todo el día así…».

—Ambrogio… —repetía Michel—. ¿De qué fecha es esta carta?

—De noviembre del 32 —dijo ella brevemente.

—¿De noviembre del 32? Pero ¿no estaba yo en Saint-Raphael en noviembre del año pasado?

Alice se encogió de hombros, furiosa porque su marido abriera tanto los ojos y buscase sus redondos lentes:

—¡En el clasificador! —dijo con la misma voz seca de antes.

—¿Qué?

—¡Te estoy diciendo que los lentes están en el clasificador!

Alice se exasperaba progresivamente, renacía al placer de criticar y combatir:

«¡Señor, qué expresión más estúpida! ¡Si sabe de sobra que no puede leer la letra de Ambrogio sin lentes! ¿Es que será preciso que le lea la carta en voz alta?».

Tan torpe como si estuviera desnudo, Michel tardó en colocar detrás de sus orejas las patillas curvadas de sus lentes de astigmático. Alice le sentía humillado, presto a dejarse arrebatar por el furor para recobrar el aplomo, y ella se abstuvo de toda manifestación. Por otra parte, en cuanto Michel lanzó un vistazo a la carta, que Alice leía en su memoria al mismo tiempo, su expresión cambió:

Agradecerle semejante velada, semejante noche, no me atrevo ni siquiera a hacerlo, Alice. Apenas si oso recordar el don que me hizo usted, y mendigar una vez más. Es demasiado bello, demasiado dulce… La estrecho toda entera mis brazos.

Alice esperaba que Michel alzase los ojos, hacia ella, y pensaba a rachas, indiferente:

«Pero cuánto tiempo toma Y ese otro imbécil que escribe mi nombre en su primera carta. Una carta de una vulgaridad… Es cierto que las siguientes fueron mejores. Tenía que haber dicho a Michel cualquier cosa. Era la infancia del arte. El infarto del ansia. Pero ya es mala suerte; en el preciso momento en que me disponía a romperla… Esto me enseñará. Juro que si todo se soluciona sin catástrofe alguna me iré a acostar, y dormiré de un tirón hasta mañana por la mañana…».

Cuando acabó de leer, Michel dobló los lentes y miró a su esposa. Al punto Alice experimentó un gran alivio al ver que volvía a ser guapo, y que de él había desaparecido todo embarazo.

—¿Y qué más…? —dijo Michel en tono cortante.

—¿Qué más…? —repitió ella, ofendida.

—Bien… espero que te expliques.

Alice tardó en aceptar el tono de interrogación.

Por diplomacia se dejó llevar por la irritación. Su pequeña nariz asiática se alargó, frunció las cejas y su tupido flequillo de cabellos bajó hasta rozar las pestañas.

—¿Es que eso necesita una explicación? —dijo con voz tranquila.

Michel imitó inconscientemente el movimiento de los rasgos de su mujer. Bajando las cejas, devolvió a Alice su leve sonrisa de cólera y descubrió sus cortos dientes.

—Tan sólo un suplemento de información. Veo que tienes el buen gusto de no negar… ¡Oh!, por favor, no pongas tu expresión de boy anamita que ha hecho traición, eso ya no me impresiona. Decíamos, pues, que Ambrogio, mientras yo me deslomaba en el Casino de Saint-Raphael y le tenía confiado el cine de la Avenue… Ese asunto no es demasiado viejo. Me parece que está fresco aún, ¿eh?

—No —replicó Alice con acento desdeñoso—. Te he dicho que ya no hay nada. Puedo añadir que ha durado tan poco…

Michel adquirió una expresión sagaz:

—¡Eso es lo que tú dices, lo que tú dices!

Ella no contestó. Reflexionaba sobre el pésimo giro que había tomado la conversación. Esperaba un rápido torrente de lágrimas, de reproches, dos manos crueles en torno a sus muñecas, la rotura de un florero. Prestaba atención a los pasos de María, pensaba en la campanilla negra…

«Cuando suene la segunda campanada, ¿qué sucederá? ¡Ah!, si no hubiera impedido a Michel que me besara cuando regresó, sé muy bien dónde estaríamos ahora… ¡Qué idiota soy…!».

Volvió la cabeza hacia la puerta del fondo, flanqueada por las dos estanterías gigantes, hacia el dormitorio con dos camas gemelas bajo un dosel de flecos retorcidos, y se apostrofó aún más vigorosamente: «¡Esta pereza en quitarme, en levantarme la ropa! ¡Esa precaución para que María no sepa que hemos arrugado el chintz[3] de la cama, y vuelto a ensuciar el cuarto de baño! Ahora…».

Esperaba que Michel, de pie ante la puerta ventana que el sol iba abandonando poco a poco, se volviera. Él se volvió al fin, mostró a Alice un rostro que ella reconoció, su agradable rostro de todos los días, fatigado, todavía seductor, y que tan mal sabía expresar la tristeza:

—¿Qué nos has hecho?

Pillada por sorpresa, Alice tuvo que luchar contra la ascensión de las lágrimas, contra la tos de los sollozos, contra la saliva salada con sabor a sangre, contra el deseo femenino de humillarse, de suplicar. Sólo pudo balbucear:

—Michel… te aseguro… Michel…

En aquel preciso instante la campana negra, suspendida sobre la ventana, sacudió sus ligaduras de glicinas y del rosal de mayo e impuso su vocecita cascada y frenética. Alice se levantó precipitadamente, se estiró el vestido y se alisó los cabellos. Michel blasfemó a media voz, consultó su reloj de pulsera…

—Es la segunda campanada —dijo Alice.

—Y con retraso y todo… —aseveró Michel.

Hizo un gesto de desaliento, y Alice adivinó que pensaba en María, en el marido de María, en Chevestre, en la aldea vecina, en todos sus espías familiares y astutos…

—¿Qué hacemos? —preguntó Alice en tono bajo. Pero le consultaba, sobre todo, con la mirada, le cubría con una bella mirada de cómplice humilde. Michel se encogió de hombros, hundió las manos en sus bolsillos:

—Naturalmente, vamos a la mesa…

Se apartó para dejarla pasar, la detuvo, la observó de cerca.

—Ponte polvos… Tienes algo negro, ahí, debajo del ojo. No, con el dedo no; lo extiendes más… ¡Ten cuidado, por Dios!

Michel le tendió su pañuelo.

Alice había supuesto que el almuerzo constituiría un suplicio complicado, un simulacro de comida, paralizado por la tortura y una falsa indiferencia. Pero con gran estupor vio que Michel sólo se ocupaba de regañar a María. Al entrar en el comedor, siempre un poco enmohecido y que olía a sótano, exclamó:

—¡Oh! ¡Oh! ¿Pero, qué es lo que estoy viendo? ¿Ya hay rábanos? ¿Son rábanos de invernadero?

Alice, ya sentada, le miró como si hubiera dicho una inconveniencia, pero María se dignó sonreír y Michel continuó buscando, por los mismos medios, el mismo éxito. Interrogó a la fuerte criada sobre el huerto, se interesó, con apasionado interés, por un enjambre de abejas que construía sus panales bajo las viejas tejas del tejado, y cuando María contó la muerte de un perro pastor que él había visto un par de veces, suspiró teatralmente: «¡Mi pobre muchacho…!». Entretanto, servía a su mujer la sidra espumante, le pasaba el pan, exclamaba: «¡Oh, perdón!», en un tono de comedia mundana.

«La verdad es que exagera —pensaba Alice escandalizada—. ¡Todo esto por María! Va a ponerla en guardia. Además, ya lo está. Ella lo huele todo». Como si leyera, los ojos de María iban de Michel charlatán a Alice muda, la cual comía ávidamente y economizaba sus fuerzas. Un pañuelito arrugado, húmedo, colocado junto al plato de Alice, atraía la mirada de María como si fuera una moneda de oro.

—¿La señora quiere el café aquí? La señora está cansada. ¿La señora estaría quizá mejor en la biblioteca?

María utilizaba la tercera persona para hablar a Alice, pero trataba de «usted» a Michel, con una exagerada familiaridad y rusticidad.

—Eso es —aprobó Michel—. Excelente idea. El café en la biblioteca.

—¿Quiere usted aguardiente, señor?

—¿Cómo…? ¿Que si quiero aguardiente? ¡Vaya pregunta, Alice! ¡Me pregunta si quiero aguardiente! Pasa, ya sujeto yo la puerta, María, sancta María, gratia plena, ¿es que no te vas a decidir nunca a mandar que arreglen la puerta?

Alice entró en la biblioteca sin despegar los labios. Temblaba de indignación, se hablaba con crudeza: «Es indigno, indigno… Esta comedia con una… criada… ¡Tiene miedo de que se entere de que lleva cuernos! Yo que temía… qué sé yo… Pues bien, puedo tranquilizarme. ¡Oh!, me horroriza… todo me horroriza…». Levantó la cafetera torpemente, y estuvo a punto de echarse a llorar porque el chorro de café mojó el azúcar…

—¡Hija mía, estás temblando! Vamos, si no te voy a matar…

Michel seguía con los ojos la larga mano tan poco segura, y Alice se sometió a la caricia de la voz bondadosa, alzó hacia su marido su rostro agraciado. «El también, ¡qué cansado está…! Esta fatiga es moral. Me duermo de pie, he aquí lo que me sucede…».

Michel movió la cabeza inteligentemente.

—Esta gratitud no te cuadra… ¿Qué imaginabas, pues, que iba a hacer? ¿Romperlo todo, echarte de casa? ¿Amotinar al país?

Alice entornó a medias los ojos, adquirió de nuevo su expresión miope y lejana:

—¡Oh!, eso no…

Michel captó la ambigüedad de la respuesta, adelantó la barbilla y hundió en los bolsillos sus puños crispados:

—Quizás hubiera hecho bien… Pero no hay que suponer que no volveremos a hablar del asunto…

Sopló «Fuuu…» con aire de importancia y, congestionado, se dirigió a largas zancadas hacia la ventana que el sol iba abandonando. Los pájaros seguían a los rayos de luz y las abejas habían desertado del profundo vano. Encima de la mesa escritorio yacía, apagada, la carpeta de tafilete violeta.

«Casi es de noche…». Alice se estremeció de fatiga y se echó a medias en el diván cubriéndose las piernas con la manta a cuadros que pasaba todo el año en Cransac, agujereada por las polillas, quemada por los cigarrillos de la siesta.

«Si le pido un cigarrillo, ¿lo tomará por una bravata, o por una prueba de culpable inconsciencia?». No apartaba la vista de la espalda y los hombros de Michel, que obstruía la puerta ventana. «Hace el toro. Agita las fosas nasales y se hincha todo. Quizás esté furioso. Quizás en el fondo está helado. Con estos semimeridionales nunca se sabe a qué atenerse. ¿Es posible que todo haya sido echado a rodar, y por mi culpa?».

«Hace apenas una hora que ha cambiado todo, y ya no puedo más. Si estuviera segura de que no siente dolor, lo mandaría todo a paseo, colocaría una botella de agua caliente en la cama y me iría a acostar… Pero si siente pena, es inaceptable, es injusto, es imbécil… Michel, mí buen Michel…».

Michel se volvió en el instante justo en que ella le llamaba mentalmente, y por este pequeño milagro la joven estuvo a punto de tenderle los brazos.

—No —dijo Michel, continuando con su amenaza interrumpida—, no hay que suponer que se ha acabado. En realidad, no ha hecho más que empezar.

Alice cerró sus pálidos ojos, apoyó la cabeza en un almohadón de seda desteñida y levantó la mano:

—Escucha, Michel… Ésa…, esa tontería que cometí…

—¡Esa ignominia! —replicó Michel violentamente, sin levantar la voz.

—Bien, esa ignominia, si quieres llamarlo así, esa ignominia que atravesó brevemente mi existencia mientras tú no estabas a mi lado, comenzó y acabó en menos de cuatro semanas… ¿Qué? ¡No, no y no! ¡No me interrumpáis constantemente! —gritó Alice de súbito, abriendo sus ojos, casi azules en la sombra—. ¡Me dejarás decir lo que tengo que decir…!

Dando un salto silencioso, Michel se dirigió a la puerta entreabierta y la cerró con cuidado, sin ruido.

—¿Estás loca? Están almorzando ahí, en la cocina… La verdad, se diría…, se diría… ¡Palabra! ¿Y el cartero, que debe estar subiendo la cuesta?

Tartamudeaba, gritaba en tono bajo, ahogaba su cólera contenida. Tendía un brazo vehemente hacia la puerta ventana, y Alice observó que abría la boca formando un cuadro, como las máscaras de la tragedia antigua.

Pero ella se encogió vigorosamente de hombros y prosiguió:

—¿Y no te olvidas del zagal del vaquero? ¿Y de Chevestre, que seguramente estará acechando por algún sitio? ¿Y la señorita de correos, que quizá se ha puesto su sombrero de los domingos para venir a pedirte que recomiendes su ascenso? ¡Eh!, ¿temes a todos ésos, piensas en ellos?

Se dejó caer en el diván y se tapó los ojos con el brazo doblado. Michel la oyó respirar como si sollozara y se inclinó sobre ella:

—¡Santo Dios!, domínate un poco… Vamos, Alice. ¿Qué es lo que te he dicho? Es que no te das cuenta…

Alice descubrió su rostro enrojecido y seco, e, incorporándose, se lanzó furiosa hacia él:

—¡No sé lo que me has dicho! ¡Me importa un bledo lo que me hayas dicho! Pero lo que sé perfectamente es que sí, porque me he acostado, una vez en mi vida, con otro hombre distinto que tú, has de envenenar en lo sucesivo la existencia de los dos, prefiero irme ahora mismo. ¡Oh!

¡Oh! ¡Oh…! ¡Oh, basta, basta…!

Golpeó con el puño el almohadón de polvorienta seda, y su aguda voz enronqueció:

—¡Soy desgraciada, Michel; compréndelo; tú no me has acostumbrado a ser desgraciada!

Michel, inmóvil e inclinado, esperaba que ella se callara, pero no parecía oírla.

—¿Una vez, has dicho? ¿Qué te has acostado una vez…? ¿Una sola vez?

Impulsada por la ansiedad que envejecía a Michel, también impulsada por la pueril esperanza que nacía, como una sonrisa disimulada, en los ojos que amaba, Alice estuvo a punto de mentir, pero recordó a tiempo que había hablado de tres semanas… «Él también se acordaba… Le conozco…». Se sentó, obligando a Michel a enderezarse, y se secó la frente, con lo que alborotó su negro flequillo.

—No, Michel. No es cuestión de un azar, de una sorpresa. No poseo unos sentidos tan caprichosos… ni tan exigentes.

Michel hizo una mueca y con la mano le suplicó que guardara silencio. Se apartó tristemente de Alice febril, afeada y con los cabellos desordenados, porque sin duda se parecía a aquella Alice que otro hombre había vencido. Ella le vio encorvado, despojado de sus falsas cóleras y de sus seductores atractivos, y rápidamente imaginó un medio de curarle.

—Escucha —propuso bajando la voz—, escucha… ¿Qué es lo que quieres? Quieres, naturalmente, la verdad. Quieres, estúpidamente, la verdad. Si no te lo cuento todo, como suele decirse, nos atormentarás, mucho peor nos fastidiarás sin descanso con ese asunto…

—¡Mide tus palabras, Alice!

Ella se puso en pie, estiró su espalda y miró a su marido:

—¿Y por quién? Esto forma parte del principio de la verdad. Así, pues, ¿nos amargarás la vida hasta que obtengas lo que deseas? ¡Oh, no será largo! Lo tendrás. No mucho más tarde que esta noche, cuando nos dejen solos, cuando ya no oiga a nadie en la casa…

Terminó lanzando una mirada hacia la puerta, y se dirigió al dormitorio.

—¿A dónde vas? —preguntó Michel, siguiendo la costumbre de siempre.

Alice se volvió, mostró sus facciones descompuestas, sus largos y descoloridos ojos, su pequeña nariz aplastada, que brillaba, y su boca pálida.

—Supongo que no creerás que voy a mostrarles esta cara.

—No. Quería decir ¿qué harás después?

Alice señaló con la barbilla la ventana, el cielo puro, el valle visible entre las estrechas hojas y los afilados retoños…

—Quería ir por allá… Traer margaritas amarillas… Ver si hay muguete en el Bois Froid… Pero ahora…

Sus párpados se hincharon y Michel apartó la vista; su mujer poseía una forma tan juvenil de derramar las lágrimas que le trastornaba por completo…

—No querrás…, no te gustaría que te acompañase, ¿verdad?

Alice le puso las manos en los hombros con un ademán tan vivo que hizo saltar dos gruesas lágrimas sobre su corpiño azul.

—¡Michel! ¡Claro que sí! ¡Ven, Michou! Anda, ven. Haremos lo que podamos. Cruzaremos el río e iremos hasta Saint-Meix a buscar huevos.

¿Me esperas?

Michel contestó con un ademán, avergonzado de su mansedumbre, y se derrumbó en una butaca para esperarla. Cuando ella regresó, empolvada, un poco de sombra en sus enrojecidos párpados, su mata de cabellos estirada encima de la frente como una venda de seda, Michel dormía, vencido por un sueño brutal y clemente, y ni siquiera la oyó entrar.

Dormía con el cuello torcido, la barbilla aplastando la corbata, con expresión contrahecha y resignada. Sus manos vacías, las palmas al aire, se estremecían débilmente. A pesar de la nariz corta, de la barbilla romana, que daban firmeza a su rostro, parecía un niño envejecido bajo sus cabellos con pinceladas de blanco, aunque vigorosos, que se rizaban cuando no les daba fijador.

Alice, inclinada sobre él, contenía el aliento y temía los crujidos del viejo entarimado que se curvaba bajo el peso de las pisadas. No se atrevía ni a despertarle ni favorecer el sueño. «Ayer hubiera echado encima de sus rodillas la vieja manta… O hubiese gritado: “¡Michel, hace un tiempo magnífico, ven fuera…! ¡Michel, estás engordando!”. Pero hoy…». Intentó encontrar un poco de ligereza y se confesó: «No sé bien lo que suele hacerse en mi caso…».

Se volvió con una vaga repugnancia hacia el rostro cerrado que su postura deformaba, suspiró y murmuró para sí, como si esta confesión fuera una conclusión y una explicación supremas: «En el fondo, nunca me ha gustado esa barbita a la española».

Se aproximó a la puerta ventana con paso ligero.

Se aburría y no guardaba rencor a Michel por aquella tregua involuntaria que suspendía su angustia y le concedía tiempo de reflexionar.

«¿Reflexionar sobre qué? No se reflexiona antes de cometer una tontería; lo peor es que se reflexiona después de cometerlas».

Creyó sentir correr por su espalda, en el surco de su espalda, una gota de agua tibia, y se volvió estremeciéndose violentamente: despierto, inmóvil, Michel la contemplaba. Se parecía tan poco al pobre hombre dormido de antes, que Alice tuvo miedo y se encaró con él.

—¿Qué hay? —dijo con voz sorda—. ¿Por qué me miras así?

Al sonido de la voz de su esposa, Michel volvió a adquirir vida e inquietud y se levantó contra su deseo.

—Dormía —dijo, pasándose las manos por la cara—. Imagínate, me había olvidado…

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