Duo

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I

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Aquel tono de disculpa desagradó a Alice, que le cortó la palabra:

—Yo no. Esperaba. Teníamos que salir.

—Sí… ¿Salir…?

—Ya lo sabes, a Saint-Meix.

Michel se irguió, amenazó con la vista a invisibles vigilantes, más allá de las jeringuillas y las lilas purpúreas:

—¿Saint-Meix…? Perfectamente. Ahora vuelvo.

Dos horas más tarde remontaron, fatigados, la pendiente que coronaba Cransac. El paseo les había quitado todo deseo de cambiar la más mínima palabra, y comprendían que lo mejor de sus fuerzas quedaba allá abajo, en la aldea, y un poco más lejos, en el caserío llamado Saint-Meix. Alice recordaba que a la altura del puentecillo que unía la alameda de Cransac con el camino vecinal, Michel la había cogido del brazo para ofrecer a la curiosidad de la aldea una pareja unida. Pero ¿no disponían acaso los habitantes de Cransac cuando se trataba del «castillo», de un olfato feroz y de una vista de aves rapaces?

«Han observado que no me he cambiado los zapatos llenos de barro seco —pensaba Michel—, y la boticaria le había ofrecido a Alice agua de aciano para bañarse los párpados. Son terribles…». Alice recordaba, con un estremecimiento de rebeldía, que, en casa de Espagnat, Michel la había cogido por la cintura y apretado el brazo…

Luego siguieron el camino radiante de Saint-Meix, abrazado a los recovecos del río alto, ribeteado de verónicas azules y primaveras, iluminado por espinos blancos que cambiaban, de uno a otro oquedal, martines pescadores y pardillos rosados. Más allá del río, una tierra rojiza y feraz mostraba los primeros viñedos de la región, pero el vino sólo adquiría sabor más arriba, en los collados pedregosos. Las viñas de Cransac, podadas a ras, los cuidados surcos que daban asilo, entre las cepas, a las cebollas y las tupidas habas, inspiraban cada año a Michel ideas vulgares de abundancia y amplios ademanes que abarcaban el horizonte.

«Este año no dice nada», se dijo Alice con una malignidad que se reprobó al instante.

—¡Fíjate, ya hay hojas en las viñas! —exclamó para excitar el entusiasmo anual de su marido.

Pero Michel se limitó a soltar el brazo de Alice y a componer su rostro, en el que la dignidad del marido ofendido se teñía de mansedumbre previsora. «Farsante, farsante como todos los hombres», murmuraba Alice mientras ascendía, con el cuerpo inclinado hacia delante, la colina en cuya cumbre Cransac, casa solariega maciza y achaparrada, con sus techos de tejas, y anchas y bajas torres, parecía, según la irreverente Alice, un hombre gordo que se ha encasquetado demasiado el sombrero.

Ambos, jadeantes, se detuvieron al mismo tiempo. Alice, por lo general, mostraba más resistencia, también más abandono que su marido, y subía plácidamente en cuanto la pendiente se hacía empinada, en tanto que él, por vanidad, trepaba como si fuera al asalto, ligero y casi corriendo, pero pálido y con el corazón agitado, por el simple placer de lanzar a Alice un victorioso y tradicional «¿eh?», cuando ella le daba alcance. Hoy, la misma preocupación les agotaba por un igual, y bajo los cimientos de Cransac, rocas violetas y resquebrajadas de las que brotaba en raras lágrimas el agua subterránea, recobraron aliento e hicieron un esfuerzo uno hacia el otro.

—¿No estás demasiado cansada? —preguntó Michel.

Alice contestó con un ademán cogiendo en las fallas de la roca cayados de helechos nuevos, apenas desarrollados, pervincas de sombra, malvas como una leche descremada y las florecillas rosadas, malolientes y gráciles de la herbe-a-Robert[4].

—A esta hora es muy bonito —dijo Alice señalando Cransac, que se alzaba sobre ellos:

—Sí —repuso Michel sin entusiasmo.

Echaron a andar al mismo paso. «¿Qué me espera allá arriba?», pensaba Alice, andando detrás de Michel, que iba destocado. Sufrían por no haberse tomado ningún descanso ni tenido ningún cuidado de sí mismos desde la mañana, y por sentirse sudorosos dentro de sus ropas de lana.

En lo alto de la pendiente, en la sombra alargada de las lilas, Alice reanudó, ya delante de la casa, su paso rápido, que fue detenido en el umbral por un: «¿A dónde vas tan deprisa?» que quebró su impulso. Se volvió apenas, la barbilla sobre el hombro.

—A beber. ¡Oh, beber! Me moría de sed en esa aldea que parece una jofaina.

—Podías haber bebido abajo.

—Limonada con moscas, o sidra áspera, no, muchas gracias. ¿Ordeno que te lleven agua, o sidra, a la terraza? Es todo lo que tengo, aparte de vino caliente, cassis[5] y una botella de oporto. Mañana…

Calló bruscamente, contempló delante de sí una meta visible, pero Michel hizo caso omiso de la interrupción.

—Entonces, si quieres sidra… ¿Vendrás a la terraza?

—Sí…, no… No en seguida. Este vestido se me pega a la espalda, la lana me raspa la nuca, no puedo soportarlo…

Terminó su frase con un ademán de intolerancia y desapareció bajo la puerta abovedada. Mientras pudo seguirla con la mirada, Michel la disputó ávidamente a las sombras del corredor abovedado que conducía a la cocina, luego se sentó, la espalda contra la pared, en el banco de piedra, y allí asistió a la llegada de la noche sin brisa, verde y dulce como un crepúsculo provenzal: «Cómo se nota que estamos cerca del Midi…».

Un ruiseñor, el más cercano de todos los que, día y noche, se consumían en melodías en torno a sus nidos atestados, cubrió las demás voces, y Michel se dedicó a seguir el dibujo del arabesco cantado, a acechar la reaparición de las largas notas idénticas, que se sucedían una tras otra. Notó los «tz, tz, tz», que comparó con el deslizar de las anillas por una varilla de cobre, los coti-cotí, repetidos hasta veinte veces sin hacer alto ni respirar. No le procuraba ningún placer, pero al medir su aliento con la duración de un canto inagotable, le producía una especie de sofoco que le impedía pensar, y no experimentaba nada más que su necesidad de beber.

—La sidra —anunció María—. ¿La señora también tomará?

La criada arrastró, hasta el bello banco de piedra de patas talladas, un velador de hierro.

—No lo sé —repuso Michel—. La señora se está cambiando. ¡Ten cuidado, bribona, que dejas escapar toda la sidra!

—Pues es verdad —dijo María asintiendo—, ¡es muy típico de mí!

Servía con mano segura, toda hueso y tendones, la sidra oscura, cuya espuma se teñía de amarillo, y sus ojos pequeños y brillantes buscaban los de su amo con una especie de coquetería sin edad, pero tan penetrantes que Michel se estremeció: «¿Cómo conseguiremos ocultar algo a María?». Se sentía tan débil, tan mal defendido, que acogió con un alegre alivio el retorno de Alice, que volvía llena de viveza, inquieta, empolvada con mano distraída, demasiado blanca la nariz, la boca excesivamente roja. Pero sus ojos, siempre más confiados ante la proximidad de la noche, que los azuleaba, se abrían alertas y pálidos, bajo el negro flequillo.

—He puesto en tu cama el batín grueso, Michel —dijo de lejos—. Aquí, por las noches… Ya ves, yo me he puesto el muletón grueso… ¿Quiere algo, María?

María, sensible a la interrogación indirecta, recorrió de arriba abajo el largo chaquetón de muletón blanco, el pantalón de seda rojo, apretado en los tobillos, y ante su mirada Alice pasó, con la mayor tranquilidad, el brazo por encima de los hombros de Michel.

—No quiero nada —repuso María—; estoy contenta así.

—Contenta de haber destapado mal la sidra —refunfuño Michel—. Se contenta con muy poco. ¿Qué paceremos esta noche, Mariuchka?

—Pues garbure[6].

—¿Y después?

—Un plato de crema. Quería hacer daube[7] pero la señora dijo…

—La señora ha tenido razón —exclamó Michel interrumpiéndola—. Lárgate. ¡Y sírvenos a la hora, o de lo contrario te desheredo!

Cuando se quedaron solos, Alice trató de retirar suavemente su brazo. Mas una cabeza vehemente cayó sobre su codo doblado, le retuvo entre un hombro y una mejilla agitada por jadeos y suspiros; un cálido rostro husmeó en su muñeca el perfume familiar. Pero Alice se libró sin miramientos.

—¡Cállate! —le ordenó—. ¿No te da vergüenza? Vamos, ten un poco de paciencia. Diremos a María que deseamos acostarnos temprano…

No se atrevió a dejar entrever que lo desmesurado del abandono viril, los estremecidos sollozos y los balbuceos le hacían sentirse fría y escandalizada. Michel dominó su movimiento de desesperación y se puso en pie.

—Vuelvo en seguida. ¿Está bastante caliente el agua?

Sus vivos ojos, dorados por la noche y las lágrimas reprimidas, envidiaban el rostro lavado y empolvado de Alice, su atavío rojo y blanco.

—Caliente…, para «ellos» —respondió Alice, encogiéndose de hombros—. ¿Qué saben «ellos» de lo que es frío o caliente?

Al quedarse sola, Alice escuchó a su vez el canto del j cercano ruiseñor, sobre un constante acorde de ruiseñores lejanos. Aquél se prodigaba con una voz amplia de perfecto virtuoso, una magnificencia y un rebuscamiento que alejaban la emoción. Pero durante sus silencios, resucitaba el coro suavizado de los cantores lejanos, independientes y armónicos, que junto a sus hembras que empollaban despreciaban el descanso.

Alice saboreaba mal el crepúsculo verde, enrojecido en el poniente, sobre el río invisible. Pero su soledad, su propio silencio y el frío primaveral, anunciador de la noche, le devolvían las energías, y una especie de importancia que se parecía vagamente a la espera del placer.

Como Michel se retrasaba, caminó arriba y abajo del terraplén no limitado por ninguna balaustrada, luchando contra el frío, contra el deseo de ser cobarde y contra todos los cómplices, sin nombre ni forma, del temor nervioso.

Sólo podía pensar en su culpa como en una estupidez, inexcusable y sin importancia. Más que sentirse mortificada por la sorpresa, por su poca habilidad de mentir, pretendía conjurar sus efectos: «Hay que arreglarlo, hay que componer eso… ¡Jamás se ha visto nada igual en nuestro matrimonio! Ya él no se le ocurre otra que tomárselo por lo trágico. Él, a quien la tragedia tan mal…». Alice se alejaba, con rapidez estratégica, de la desastrosa hora matinal, que ella llamaba «hora del reflejo púrpura», y corría a cumplir su función predestinada a sus atribuciones de reparadora sin grandes escrúpulos: ocultar, borrar, olvidar…

Un tren silbó, jadeó más tarde lentamente por el valle, y se detuvo en la pequeña estación lejana. Cuando reanudó su marcha, dejó durante largo rato, en el aire inmóvil, unos globos de vapor blanco.

«Las siete y cuarto —constató Alice—. Si yo hubiese tomado ese tren, alcanzaría el expreso en Laures-Léziéres, y a las dos estaría en mi casa, en París… ¡Qué idiotez, que cosas se me ocurren! Una mala velada pasa como las demás. ¡No vamos a estar hablando siempre de la historia de Ambrogio! Es preciso que mañana se haya concluido, o bien…».

Michel la llamaba, y ella frunció las cejas al encontrarle ataviado con una bata de vicuña, muy ceñida, y una expresión singularmente avispada. «Malo», se dijo. Dobló ligeramente el cuello, adoptó un talante amable y dio prisa alegremente a María para que sirviera la garbure.

En la mesa, Alice siguió el juego de Michel tan bien como él. Bajo la lámpara del mortecino resplandor, sus cabellos, que había alisado y humedecido, retenían un reflejo de maravillosa nitidez, que variaba siguiendo los movimientos de su redonda cabeza. Cuando alzaba la vista hacia la vieja lámpara con su desteñido volante, las pupilas translúcidas de Alice se tornaban de un azul lechoso, rebosantes de esa fijeza audaz que tienen las miradas de los ciegos. Michel dejaba entonces de comer, colocaba la cuchara en el borde del plato de crema, y esperaba a que Alice se hubiera suavizado; en su interior empleaba la palabra «humanizado».

«Alice espera. Es valiente; pero no perderá nada con esperar». Y es que la noche, el retorno de la hora que la víspera les viera dichosos por los sentidos, orgullosos de recibir y dar, le concedía, al fin, la ferocidad que durante todo el día le había desertado, y una tal curiosidad que perdía la delicadeza del paladar, el placer de beber. Michel contemplaba cómo Alice se servía crema por segunda vez, y le oía decir:

—María se ha superado. Mis felicitaciones, María.

Delante de ella, los imperiosos ojuelos de María contemplaban la nuca de Michel.

—Pues parece ser que mi crema no es tan buena como todo eso, dado que el señor no me dice nada.

—¿Yo? —exclamó Michel sobresaltándose—. ¡No puedo hacerlo todo a la vez, comer y trenzarte coronas! ¿Quieres que te lo diga, vieja cabra?

Tu garbure ha perjudicado a la crema. Alice, ¿verdad que esta garbure es terciopelo con pimienta?

Como daba la espalda a María, se permitió, mientras reía fuerte, fijar en su mujer una mirada insultante. Alice no parpadeó, dobló la servilleta, se levantó, proponiendo, con el más suave tono de impertinencia:

—¿Café?

La sorpresa de Michel la recompensó.

—¿Café? ¡Cómo! ¿De noche?

—¿No tenías que ponerte a trabajar después de la cena? ¿No? ¿Tila, pues?

—Tila, si prefieres.

—Claro que quiero. María, por favor, tila para mí también.

Una fresca brisa había invadido, mientras cenaban, el salón biblioteca. Las primeras mariposas nocturnas surgían de la noche serena, caían prisioneras en las zonas mortales, alrededor de las dos lámparas. Alice enderezó la pantalla de tela plisada que cubría un jarrón de cerámica elevado al grado de lámpara artística. Michel escrutaba la penumbra, medía con la vista las dos toscas estanterías, cuyas cornisas tocaban el techo.

—¿Cómo puede ser que Escagnat no haya puesto un enchufe en ese lado? Resulta siniestro. ¿No le dijiste que pusiera uno?

—Se lo puedo encargar mañana.

—¡Oh, mañana…! —repuso Michel, suavemente.

Alice se volvió con tanta rapidez, que estuvo a punto de tirar la lámpara.

—¿Por qué «¡Oh, mañana!»? Es cierto, mañana se detiene la vida, ¿verdad? La tierra… ¿dará vueltas al revés? ¿La casa se derrumba, nos divorciamos, ya no nos conocemos, tú me llamas de usted y yo a ti, señor? ¿Eso quiere decir tu «¡Oh, mañana!», eh? ¡Vamos, dilo, dilo!

Michel parpadeaba, se dominaba para no retroceder ante la volubilidad, ante la terrible manera de atacar, de invertir los papeles, de adelantarse a todo cuanto él tenía proyectado, a todo cuanto no había tenido tiempo de proyectar. Alice se detuvo espontáneamente, el oído atento.

—Esta noche se ha dado prisa en traer la tila —murmuró—. Por lo general, necesita una hora larga…

Fue al encuentro de María, abrió y sujetó la rebelde hoja de la puerta. María se apresuró a salir, se volvió en el umbral y mostró una fingida timidez:

—Señora… Es por la compra, mañana por la mañana… ¿La señora sigue pensando lo mismo?

Alice largó hacia ella el humo de su cigarrillo.

—Naturalmente. ¿Lo ha olvidado usted? Pichones en compota y tortilla de jamón para empezar. ¿Hay algo del menú que no esté bien?

—No, no, señora… Lo decía… Buenas noches, señor, señora…

Salió exagerando su prisa, su turbación, y Alice señaló, con el puño tendido, la puerta cerrada:

—¿Has visto? ¡La has oído! ¡Y ese modo de mirar en torno suyo, de buscar el cuerpo del delito! ¡Huele todo lo que se le quiere ocultar! Ya ves para lo que sirves.

—¿Cómo? Es que yo… ¡Vamos! ¿Has oído lo que acabas de decir? Me reiría, palabra, me reiría, si fuera capaz de perder como tú el sentimiento de toda…

Se dominó y tomó asiento.

—Eres muy astuta, Alice. Lo sé bien. No te ocupes de María. Si te dejara, nos anegarías en cotilleos de criadas. Pero no es eso lo que yo quiero. Esta noche, tú me debes otra cosa.

Alice clavó en los ojos de su marido una mirada colérica y pálida, que él no consiguió debilitar.

—No te debo nada. Por lo menos, nada parecido. Además es preciso que estés desprovisto de imaginación, como les ocurre a casi todos los hombres, para que aún se te ocurra pedirme algo.

Michel volvió a sentir temor de la crudeza femenina, se detuvo y cogió el asa de la tetera.

—Ha vuelto a romper la tapa —dijo Alice—. Dame eso. Ya sabes que sale muy mal por la boca.

Michel le permitió llenar su taza, echar dos terrones de azúcar. Ninguno de sus ademanes había perdido aún el hábito de la ayuda recíproca, de las tiernas atenciones. Pero Michel sufría ya, herido, porque Alice, culpable e insultante, se comportara, en plena indignidad, como lo hubiera hecho Alice inocente. Ya era excesivo que aquella noche estuviera bonita, apenas marcada por el día que acababa, y presta a hacer frente a todos los conflictos. Sin embargo, se derrumbó, envejeciendo en un instante, y se encorvó por completo cuando un tren se lanzó fuera de las colinas, cortó el río, silbó y se apagó… De pie, el cigarrillo entre los dedos, Alice escuchó con desmayada atención.

—Querrías estar muy lejos de aquí, ¿eh? —preguntó Michel.

Alice alzó hacia él su cabeza de golondrina, confesando su poco entusiasmo por hablar y mentir. Se había comido un poco el carmín de su ancho labio inferior, y sus ojos suplicaban vagamente en el vacío, apartados de Michel.

—Sí… —dijo—. Sí y no. Me parece que, a pesar de todo, prefiero estar aquí… ¿A dónde iría?

—¡Ahora! —exclamó él en tono contenido—. ¡A buena hora! Tenías que haber pensado en ello antes de darte el gustazo de acostarte con ese…, con ese bellaco. Pero a ti, santo Dios, cuando te da…

Alice se encogió de hombros.

—¡Imbécil! ¡Oh, sí, imbécil! Cualquiera creería que no me conoces. ¡Acostarme! Has soltado tu gran palabra, tu gran temor. ¡Es muy mío, ¿eh?, eso de ofrecerme a un hombre entre dos puertas!

—Tal vez, entre dos puertas no, pero sí entre dos trenes. Mientras yo me deslomaba allá abajo…

—Michel —exclamó Alice en tono condescendiente—, confiesa que has conocido empresas más «deslomadoras», y más afortunadas también, que dirigir durante dos meses, por cuenta de los hermanos Schmil, un mísero localito de tres al cuarto. Te lo anuncié: «Michel, es perder el tiempo… Es un invierno desastroso… Los hermanos Schmil no son tíos de suerte como Moyses…». Las mujeres huelen dónde está la suerte mejor que los hombres.

Michel, desconcertado, escuchaba.

Se abrió el batín con ademán de impaciencia; Alice reconoció el pijama que llevara la noche anterior, uno de los pijamas de color de habano claro que solía comprar para que hicieran juego con el matiz de sus ojos. Vio también los pequeños dientes que su marido cuidaba con honorable coquetería, y las manos de las que tan orgulloso se sentía. Dilató su nariz ante un perfume del que ella acostumbraba decir que también era «moreno claro» y cedió a un impulso reivindicatorio: «Este hombre es mío, es mi bien. ¿Es que voy a perderlo todo estúpidamente, por su culpa y la mía…?».

—¡Vamos! —dijo bruscamente.

Se acercó a la ventana para tirar, con uno de esos movimientos que los hombres llaman masculinos, su cigarrillo consumido, encendió otro y se sentó cómodamente en la butaca que flanqueaba la mesa escritorio. Vigilaba sus propios gestos y su libertad, al extremo de elegir el sillón de mimbre, el apoyo de la mesa, la luz de la lámpara reflejada en su rostro, y abandonar a Michel, con fingida generosidad, el diván y la penumbra.

La luna creciente cubría de un azul claro polvoriento la larga ventana sin cortinas, y la luz de la lámpara llenaba, sonrosada, hasta las estrellas más cercanas de las jeringuillas.

—¿Otra taza de tila, Michel?

—No. Escucha, ¿quieres no jorobarme más con tu solicitud? ¡Basta ya!

Ante el acento neto y demasiado suave que llegaba de la penumbra, Alice opinó que no podían diferirse más las cosas.

—¿No recuerdas que tuve la gripe, mientras tú estabas en Saint-Raphael?

—Sí, perfectamente. Si no hubieras tenido la gripe, me habrías acompañado.

—Eso es. No quise fastidiarte con mi gripe, ni siquiera por carta.

—En efecto. Además, como ahora me he enterado, tenías cosas que hacer.

Alice barrió con mano impetuosa la ceniza del cigarrillo que acababa de caer encima de la mesa.

—¡Eso sí que no, Michel! Deja para otro momento tus «crueles alusiones» y demás rasgos de ingenio. En este momento, o hablo, o no hablo.

No jorobes tú también con tu ironía, ¿quieres?

Protegido por la penumbra, Michel recibía la mirada miope y azul, parapetada tras de las pestañas, cargada de un valor insolente y apasionado. «Jamás se ha parecido tanto a una anamita de tez sonrosada».

—Bien —dijo lacónicamente—. Te escucho.

Alice pareció confusa en el primer momento al ver que él asentía y se embrolló en las primeras palabras.

—Sí… También recordarás que no estaba muy animada… Cuando llevamos en nuestra gira Les Dames de ces Messieurs me pusiste (me puse) a hacer un poco de todo mientras tú montabas la desastrosa temporada de Saint-Raphael… Así, no es de extrañar que la gripe…

Michel la escuchaba mal, en medio de la penumbra. Un capricho de su fatiga, la novedad de un dolor errante que aún no sabía dónde posarse, conducían a Michel, en tanto que ella hablaba, hacia la juventud de Alice y la suya, hasta una época en que Alice pertenecía al azar y a una familia abrumada de muchachas que no querían ser una carga y luchaban rabiosamente por la vida. Una de las tres hermanas de Alice tocaba el violín por las noches en un cine; otra, maniquí en casa de Lelong, se alimentaba de café. Alice dibujaba, cortaba vestidos, vendía algunas ideas sobre decoración y mobiliario. «Les Quat’z’arts», así las llamaban, formaban un mediocre cuarteto de piano y cuerda, y tocaban en una gran cervecería que quebró. La taquilla de un teatro enmarcaba, hasta medio cuerpo, la belleza de la mayor, Hermine, cuando Michel se convirtió en el director de verano del teatro de L’Etoile. Pero sólo se enamoró de la menos bonita de las cuatro despiertas e ingeniosas muchachas, que sabían ser pobres con elegancia, desprovistas de humildad.

«Si me hubiera enamorado de Colombe o de Bizoute, ¿me habría sucedido lo mismo?». Al sonido de la voz apagada de Alice, Michel soñaba, extrañamente fuera de sí, seguro de que sería trasladado al presente en cuanto ella abordara lo peor. «¡Ah! —Suspiró en su interior—. Pasemos al diluvio…».

—… Te acordarás también que le dijiste a Ambrogio que no hiciera nada sin consultarme, y que no pasara ni siquiera una línea de publicidad sin haber hablado antes conmigo, y sin que yo te hubiera telefoneado a medianoche…

«¡Ambrogio! —pensó Michel sobresaltado—. ¡Al fin Ambrogio! ¿Cómo he pensado tan poco en él desde esta tu mañana? Ambrogio…».

No deseaba interrumpir a Alice, pero a pesar suyo la interrumpió:

—Hablar contigo, hablar contigo… Y el teléfono, ¿qué? Alice se esforzaba en hablar de forma tranquila, precisa ora bajando la vista hacia la colilla que aplastaba, ora buscando más allá de la lámpara el rostro de Michel.

—Precisamente —dijo al azar—. El teléfono. Fue un día en que Ambrogio casi no reconoció mi voz por teléfono, aquella misma mañana me habían cauterizado la garganta, y se sintió inquieto, y por la tarde…

Improvisaba sin esfuerzo, arrastrada por el ritmo tranquilizador de la mentira banal. «No es la pura verdad —reconoció en su interior—, pero es lo más aproximado a ella».

—… Y al verme en el estado en que me encontraba dijo «¿Cómo no ha escrito a Arbezat diciéndole que tenía usted 38,8? ¡No se ocupe más de nada! No vale la pena de que se moleste por los cuatro ochavos que hay aquí. Yo me encargaré de todo, y le daré cuenta diariamente de los ingresos de L'Etoile y de los ensayos de Scarabée d'Or…». ¿Qué?

—No he dicho nada —dijo Michel.

—¡Ah! Creía… ¿Te das cuenta de la situación?

—Perfectamente —repuso Michel—. Tu convalecencia. Tu habitación donde siempre hace demasiado calor. Las sábanas color de rosa. Tu debilidad, tu airecillo adormilado de indochina que ha fumado demasiado. Ese nizardo que te traía flores y te hablaba de números con música de Mon baiser qui mord.

Tosió convulsivamente y tuvo que levantarse para beber tila tibia, volviendo luego al diván. Alice percibió un semblante confuso, vacilante, y en el blanco de los ojos, unas fibrillas rojas.

—Prosigue, te escucho.

Alice también se entretuvo en beber, reflexionando rápida y claramente. En la campiña silenciosa, el ruiseñor de potente voz reanudaba su noche de trinos, de anchas notas de flauta, de variaciones de infinito aliento, de sonidos aislados que imitaban la perla caída del sapo enamorado. «También él escucha —pensó Alice—. Recuerda la noche pasada. Cuidado».

Volvió a hacer acopio de valor, como un nadador fatigado y previsor.

—¡Pues bien! —Exclamó Alice—. No es eso. En absoluto. Yo misma hubiera imaginado perfectamente… lo que tú te imaginas… Pero sin embargo, ese muchacho…

Cortó su frase, para asegurarse de que Michel toleraba que llamara de este modo a Ambrogio:

—… Ese muchacho, al conocerle mejor, se me apareció muy distinto de cómo lo imaginaba. Sí, como lo oyes. Más… más fino, interesado por cosas de una manera que a uno no se le hubiera ocurrido, más… en contacto con un montón de cosas que en otra época me apasionaron.

Músico… Así es que sostuvimos largas conversaciones… ¿Cómo?

—No he dicho nada —contestó Michel—. Simplemente me río.

Alice contempló con mirada triste el rostro que ya casi no veía.

—Por favor, Michel… Yo hago todo lo que puedo, intento incluso ser sincera, ser sencilla; no me hagas imposible lo que tú me has pedido, lo que intento hacer… Tú ya has estado enfermo y sabes lo que es la convalecencia, esa especie de… irresolución, esos vértigos por cualquier cosa, esa necesidad de confianza y de ayuda…

Ella vio en la sombra que su marido levantaba su fina mano, y entonces interrumpió repentinamente su relación.

—Prefiero —dijo Michel elevando la voz—, sí, decididamente prefiero que no me hables de tu convalecencia. Pásala por alto. Cuenta el resto.

Sólo el resto.

—¡Pero si no hay resto! —exclamó—. Me obligarás a decir, como último detalle, que un abandono es el final de una conversación muy larga, el resultado de esa especie de exaltación que procura la fiebre, de la noche avanzada… la prueba, superflua, ¡oh!, eso sí, y hasta aciaga, de una confianza, de una amistad que acaba de entregarse, que sentiría escrúpulos si no se prodigase más…

Hacía enormes esfuerzos, que enrojecían sus pómulos y sus ojos. Se levantó para dar unos pasos, dejó caer violentamente sus manos a lo largo de sus muslos, quejándose en voz alta:

—Es vergonzoso lo que me pides… Es vergonzoso… y no sirve de nada, no soluciona nada… Al contrario… Si crees que, en lo más profundo de mí, podré perdonarte eso… Supongo que debes sentirte satisfecho…

Abrió de par en par la puerta ventana y aspiró una bocanada de noche primaveral, tan completa, tan fastuosamente repleta de perfumes inmóviles, de humedad impalpable, de cantos y de luna, que unas lágrimas de irritación asomaron a sus ojos: «Es demasiado estúpido… ¡Una noche como ésta! Estropear una noche como ésta, nosotros que todavía somos capaces de permanecer sentados en un banco, bien y abrigados, y viendo cómo parpadean las estrellas y se oculta la luna…».

De súbito, vio en su justo valor el otoño del amor, las horas apacibles durante las cuales un lazo amoroso descansa, profundamente sumergido, y se volvió para correr en auxilio de todo cuanto corría peligro de perecer. Al mismo tiempo, se apercibió del silencio de Michel, que continuaba semitumbado, apoyado en un codo.

—¡Michel!

—Sí.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

Alice perdió el valor, se sentó.

—¿Puedo saber en lo que estás pensando? Me has obligado a hablar. ¿Podemos esperar paz, una existencia posible?

—¡Oh! —exclamó Michel en tono despectivo—. No me has dicho gran cosa… fuera de lo peor.

—¿De lo peor?

Michel se levantó de un salto, mostrando, al entrar en la zona iluminada, sus rasgos cambiados y empequeñecidos.

—Lo peor. Ni siquiera comprendes que lo peor es, justamente, esa… esa amistad que otorgaste a ese tipo, esas horas en que hablabais, antes de acostaros juntos. Hasta has pronunciado la palabra «confianza». Has dicho que a ese tipo le gustaban las mismas cosas que a ti…

—¡Perdón! No confundas… No me habré expresado bien…

—¡Silencio! —dijo Michel a voz en grito, golpeando con los dos puños el escritorio, muy cerca de Alice.

El grito y el ademán parecieron aliviarle. Alice disimuló apenas su aprobación. «Ya es hora de que él lance un grito verdadero… En este tono podremos entendernos…». Retrocedió lentamente, como si tuviera miedo, y alzó los brazos cruzados ante su rostro.

Pero Michel se apartaba ya, tornaba a la moderación.

—¡Oh!, querida… Nunca comprenderás lo que es un hombre que ama, ni la idea que un hombre se forma de la traición… Nunca comprenderás que un hombre perdona, casi llega a olvidar una historia de alcoba, una sorpresa de los sentidos…

—Por la cuenta que le trae —exclamó Alice secamente.

Michel la miró de frente, seguro de sus derechos de hombre de deseos breves.

—Perfectamente, por la cuenta que le trae.

Dio unos pasos, las manos en los bolsillos de su abierta bata, balanceando los hombros de acuerdo con el código de los hombres de criterio amplio.

—Una sorpresa… Una borrachera… Una cochina insolación… ¡Caramba, ya sabemos nosotros lo que es eso! El que tenga valor, que tire la primera piedra, el que…

Alice le miraba, le escuchaba, muda, de nuevo feroz. «Lo más divertido de todo es que cree saber lo que es un deseo de mujer…». Alice se permitió una risita silenciosa mientras su marido se hundía en la oscuridad, entre los dos estantes de libros.

Michel volvió luego junto a ella, la cogió por los brazos, encima de los codos:

—Si me hubieras confesado: «Una tarde, al anochecer, perdí un poco la cabeza, no sé qué había en la atmósfera…». Hubiera sido el primero en comprender, en perdonar, mi pobre niña…

Alice se libertó violentamente.

—¡Si me vuelves a llamar otra vez pobre niña, te tiro la tetera a la cabeza! —gritó—. ¡No, no me preguntes por qué, o cometeré una barbaridad!

Se sintió en extremo cansada, incapaz de empezar de nuevo y sostener una lucha…

—Me voy a acostar —dijo con voz apagada—. Acostarme, acostarme… No puedes ofrecerme nada que compita con esto. Me voy a la cama.

Buenas noches.

Se fue, arrastrando por el suelo con una mano, como si fuera una red vacía, su chal rojo.

Cuando Michel se decidió a entrar en el dormitorio Alice parecía dormir, vuelta hacia la pared. Michel distinguió tan sólo, entre la mata de negros cabellos y la sábana subida hasta la boca, la suave línea curva de las pestañas bajadas y la singular nariz que respiraba sin hacer el menor ruido. Cuando Alice cerraba sus ojos, de un verde gris occidental, su rostro pertenecía por completo a Extremo Oriente.

Ante el temblor nervioso que se apoderó de él al entrar su cuerpo en contacto con las frías sábanas, Michel midió lo largo de la hora que acababa de pasar solo sobre el diván cruzado por un rayo de luna. Había pensado quedarse a dormir en la biblioteca, pese a los ratones, pese al insecto con uñas que golpeaba los cristales. Acostado, decidió sufrir inmóvil. Pero su dolor carecía aún de ritmo, de virtuosismo y de organización, su tormento se le escapaba a cada instante, siendo sustituido por preocupaciones cotidianas y desmenuzadas: «Quería pedir a Willemetz que me prestara a Candelaire para una gira por los casinos… No he escrito a Ambrogio diciéndole que retrase el visto bueno de los programas de L’Etoile…». De repente, recordó que el alcalde de Cransac le esperaba a almorzar dentro de dos días, y el corazón le dio un brinco doloroso.

Una vez apagada la lámpara, una adaraja de claro de luna irrumpió a través de la parte superior de las persianas. Michel volvió la cabeza hacia la cama de Alice «¿Duerme de veras? Cuesta creerlo…». No se fiaba de la inmovilidad del cuerpo que descansaba sobre su costado, las rodillas encogidas, bañado por su débil perfume, y tan próximo que podía tocarlo con la mano. Sabía, por haberlo saboreado tantas veces, que Alice era capaz de permanecer inmóvil noches enteras. En la época en que su amor buscaba todas las abnegaciones voluptuosas, Michel mantenía, junto a sí, durante la noche, a su joven esposa, ligera y con los ojos cerrados, y nunca estaba seguro de que durmiese. «Después de un día como el de hoy, ¿es capaz de dormir de veras?».

Creía sufrir y sólo estaba agitado, molesto por el cansancio. Mientras palpaba entre sus costillas el lugar probable donde podía madurar y fijarse un mal errante, se abstenía de moverse, de provocar ese enorme ruido que, en la paz nocturna, hace un cuerpo desnudo bajo el mar de las sábanas. Arrastró su perplejidad hacia su sueño, en sueños siguió creyendo que velaba, y nunca supo si Alice había fingido o no el sueño.

Abrió los ojos junto a una cama vacía, al sonido agudo y fresco de una voz que llegaba de la ventana y no se dirigía a él.

—¡Pues, sí, Chevestre, holgazaneamos! Las ocho y media ya, Chevestre, y mi marido duerme aún. ¿Qué trae usted de bueno, Chevestre?

¿Buenas noticias, como siempre?

Michel se despertaba sin memoria, ligero, salvo una preocupación de imprecisos contornos que, desde muy lejos, volaba a su encuentro. En el primer momento, creyó que la preocupación tenía la forma y el nombro de su administrador.

«Hace mal en bromear con Chevestre —pensó—. El sentido humorístico de Chevestre se limita a jugarme malas pasadas, como, por ejemplo, esa historia de la hipóte…».

—¡Alice! —llamó con voz sorda.

Alice se volvió, abandonó el alféizar de la ventana, azul de los hombros a los pies con la larga prenda de shantung desteñido que ella llamaba su blusa de asistenta. Michel reconoció entonces su error. Su tormento, su enfermedad, el calambre intercostal que limitaba su respiración era aquella mujer alta y azul, de un azul tan suave, palidecido por los lavados, azul como la zona húmeda entre dos nubes donde asoma, después de la lluvia, el primer lucero…

—¿Estás despierto?

Traía a la habitación un poco de la risa que acababa de derramar al exterior, el malicioso desdén que reservaba para Chevestre. Michel tardó en advertir la hinchazón de su párpado inferior, y tan sólo reparó en la juventud ofensiva del cuerpo y de los ademanes, en la cabeza sedosa, en el rostro empolvado.

—Es Chevestre —dijo Alice en un tono de inteligencia, como si hubiera dicho: «No te asomes desnudo».

Michel se limitó a contestar con un ademán de ira, ordenándole que cerrase la ventana. Ella no le hizo caso y prosiguió con la misma intención:

—Ya está servido el desayuno, Michel… No, Chevestre, no espere a mi marido, nos estamos muriendo de hambre. Ya le verá usted esta tarde, o antes del almuerzo. No nos moveremos… Bien, pues hasta ahora, Chevestre…

Michel, en pie, tanteando, se apretaba el cinturón del pijama, buscaba el vaso de agua matinal, se echaba los cabellos hacia atrás, evitando ofrecer su rostro a la luz del día.

—Venía a buscarte, Michel. Hace tan buen tiempo que he ordenado que nos sirvieran el desayuno en la terraza. Por poco le da un ataque a María. Tenemos miel del enjambre cogido debajo de las tejas. Aunque está un poco negra, es muy buena. Anda, date prisa.

Alice se alejó, con paso vivo, los pies desnudos dentro de unos mocasines, dejándole sin energía e indefenso, obsesionado por la necesidad de obedecer a su mujer, como siempre que se trataba de comer, de beber, cuidarse. Se peinó, se pellizcó la boca para estirarse las mejillas y rejuvenecerlas, escrutó las rojas fibrillas que corrían sobre sus escleróticas: «Entre nosotros sólo hay seis años de diferencia, ¿cómo puede parecerse tanto a una mujer joven?».

Franqueó el umbral con cara de circunstancias, una expresión tan afectada en su rostro, que Alice, sentada la mesa, le miró de lejos con gesto de extrañeza. Pero ahogó su asombro y orientó hacia su marido las asas de la cafetera y de la lechera.

—¿Has dormido bien? —se interesó.

—He dormido.

Una catalpa posaba en el mantel la sombra de sus ramas floridas y sin hojas. Una abeja adormilada voló torpemente hasta el cacharro de la miel, y Michel agitó servilleta para ahuyentarla. Pero Alice extendió su larga mano y protegió a la abeja:

—¡Déjala! Tiene hambre. Y trabaja.

Sus ojos se llenaron, súbitamente, de lágrimas, que Michel vio temblar en las grandes pupilas color de sauce plateado «¡Vaya vida —pensó vengativo— si hay que tropezar en todas las palabras, en todos los gestos contra algo oculto, vibrante, sangrante…! ¿Ahora le da por enternecerse? ¿Por la abeja mal despierta? ¿Por la palabra hambre, por la palabra trabajo?».

Alice se sacudía su instante de debilidad, y cubría de miel y mantequilla el grueso pan de pueblo, exclamando: «¡Qué tiempo!». Pero Michel, friolero, se cruzó el batín sobre el pecho, comparó el aire fresco con un baño de menta. El primer bocado, el primer sorbo caliente le proporcionaron un poco de satisfacción animal, que disimuló frunciendo las cejas y negándose a ver, en torno suyo, el rocío azul, el cielo puro, de un azul pálido, las pervincas, el rosal de mayo que la sombra teñía de malva. Alice intentó animarle en voz baja:

—Fíjate… Todo el blanco casi parece azul ahora… ¿Has observado cómo las golondrinas visitan sus viejos nidos? ¿Notas la fuerza del sol?

Puedes servirte otra vez leche, ¿sabes? Me he asegurado tres litros diarios, es decir una orgía…

Michel asentía con la frente, protestaba en su interior, se tomaba por testigo. «Miren a la tragona. Todo le es bueno para alimentarse. El aire, el rosal, el café con leche. Todo le es bueno para olvidar. Si yo me dejara llevar…». Dejó caer blandamente la mano que acababa de llevar a sus labios el primero, el mejor cigarrillo, y cerró los ojos: «Si me dejara llevar —suspiró—, qué feliz podría ser aún…».

Un timbre cascabeleante sonó en la casa, y María, severamente vestida de negro bajo el delantal y la cofia blanca, apareció en el umbral y gritó:

—¡Señor, al teléfono! ¡De Paris!

Michel dejó la servilleta en la mesa y se alejó sin mirar a su mujer que, en cuanto quedó sola, cesó de amontonar la mantequilla en la mantequera, de tapar el azucarero, de proteger la miel contra las hormigas con una placa de cristal, y, atenta, se petrificó. Pero Michel había cerrado detrás de sí la vieja y pesada puerta constelada de clavos de cabeza remachada. Inmóvil, caído el labio, estirando el cuello, no alteró su rostro ambiguo de anamita culpable más que cuando oyó a Michel gritar muy alto y cordialmente:

—Eso es… ¿verdad? ¿Ninguna concesión por encima de la cifra convenida? Hasta la vista, muchacho. Gracias ¡Hasta la vista!

Volvió con aire preocupado, tomó asiento en su sitio sin decir palabra, fija la vista en la lejanía. Alice buscó en él una certeza que él no le proporcionaba.

—¿Era…?

—De París —repuso Michel, exhalando una bocanada de humo.

—¡Ya lo sé!

—Entonces, ¿por qué lo preguntas?

—Era… ¿No era Ambrogio? He oído: «Gracias…, hasta la vista, muchacho…».

Imposibilitado de recurrir a la mentira, Michel repuso en tono desafiante:

—Sí, era Ambrogio. ¿Quién querías que fuese?

—¡Ah…! Era… Entonces tú no has… ¿Qué le has dicho?

Denotaba una sorpresa tartamudeante que Michel interpretó como confusión.

—Dije lo que tenía que decirle —replicó Michel en tono autoritario—. Me ha hablado, como debe, de negocios. Y yo le he dado instrucciones.

Alice le miraba atónita, detenía su examen en la boca, en los ojos, en los cabellos canosos y rizados, en el pañuelo de seda del cuello, de un castaño dorado, como si Michel acabara de salir de una cueva cubierta de telarañas. Pero él se sacudió, con una corta frase, el peso de la mirada gris y verde.

—¿Y bien…? ¿Imaginabas otra cosa?

—¿Cómo? No… Desde luego, no… ¿Me permites que me lleve la bandeja…? María ha bajado seguramente al pueblo…

Hablaba confusamente, y se llevó la bandeja como si corriera bajo un chaparrón. «Le ha dado las gracias», le ha llamado «muchacho», le ha gritado «hasta la vista…». En la cocina, Alice rompió una taza y se hizo una ligera herida, en la yema del pulgar. Se lamió la mano temblorosa, saboreando la sal, el color de su sangre, como un cordial que no pudiera provenir de ninguna otra criatura. Con el hombro apoyado en la puerta de la cocina, se apretó la mano contra los labios, repitiendo la cantilena: «Le ha llamado muchacho, le ha dado las gracias…».

Dieron fin a su segunda mañana con bastante facilidad, se tuvieron una serie de miramientos, y se sentaron a almorzar como si realizaran un ejercicio en el que eran maestros. Alice convenció a su marido de que se imponía una visita al alcalde, precediendo al pequeño banquete del día siguiente, y discurrió sobre los lazos que unían los intereses de Cransac —municipio con los intereses de Cransac— casa solariega, y sobre la política de buena vecindad. Michel asentía, fingiendo olvidar que, de ordinario, Alice, en cuanto él se preocupaba de su Cransac natal, solía exagerar su indiferencia bohemia, su miopía atrincherada tras un velo de humo. Pero María abría unos ojos negros y dorados como las pequeñas aguas secretas de la montaña, las fuentes avaras en lo profundo de sus copelas de esquisto. Se sentía maravillado por vez primera de Alice, y a guisa de aprobación avanzaba la frente como los bueyes jóvenes bajo el yugo.

El comedor, detrás de las persianas semicerradas, conservaba su olor de fruto un poco ácido y de confesionario encerado. En el rayo de luz que cabalgaba encima de la mesa, las manos luminosas de Alice y de Michel manejaban los cubiertos y rompían el pan. Alice contemplaba el frívolo dedo meñique de su marido, y Michel seguía los movimientos de las largas y ágiles manos de Alice, la larga mano que había escrito a Ambrogio, que abrió a Ambrogio una puerta cuyos goznes no chirriaron… La mano que se había posado, ora crispada, ora adormecida y abierta, en una cabellera de hombre, entre cuchicheos y confidencias abominables. Desde su ribera de sombras, Michel espiaba las manos iluminadas, guiñaba unos ojuelos de pescador paciente, pero no olvidaba ninguna réplica de su papel.

Oyó, de pronto, que Alice decía:

—Y, además, creo que mientras estés en casa del alcalde, puedes hacer lavar el coche en el garaje Brouche.

—¿Tú crees? ¡Esto es lo que a uno le ocurre por tener coche propio! ¡Despilfarro y locura! Escucha, María, ¿no podría lavar tu hombre el cacharro por una vez?

María juntó sus manos de dura madera, imploró al techo.

—¿Mi hombre? ¡Cualquiera diría que no sabe usted cómo es! Con él o sin él, siempre acabo estando sola.

La cuidada mano de Michel se levantó y cayó sobre la mesa.

—¿La oyes, Alice, la oyes? ¡Es para morirse!

—No es para morirse. Ella se da perfecta cuenta de lo que es un hombre —repuso Alice.

Un plato se escapó de las manos de María, y Alice creyó ver el oscuro color de la sangre ascender hasta la frente de la criada, que se disculpó con su hablar meridional:

—Vaya, pues me ha aturullado usted, señora…

—Rompe cuarenta como éstos y te harás una carrera en el music-hall —dijo Michel bromeando.

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