Duo

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I

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—No hay motivos para reír. Podía haber sido un plato de mucho precio —repuso María con acento de reproche—. ¿Verdad, señora?

—Aquí no tenemos platos de mucho precio, María. Traiga el café en seguida, me parece que el señor tiene mucha prisa.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Michel cuando estuvieron solos—. Esa cabra vieja está hecha un basilisco. Rompe la vajilla y, por añadidura, se mete conmigo. ¿Y de dónde has sacado tú lo de la mucha prisa? En Cransac sólo tengo que hacer cosas fastidiosas…

Refunfuñaba, y Alice aguzó el oído ante aquella recriminación de niño arbitrariamente castigado. «Él tampoco ha percibido algo. Un impulso de María contra él.

Un asomo de censura. En el fondo, creo que ella le encuentra a veces algo vulgar…».

Asistió a la marcha de su marido, le saludó con la mano y luego se lo censuró. «Me parece que exagero. Ya no sé qué es lo conveniente o inconveniente entre nosotros… ¿Qué haría si me escuchara a mí misma…?». Alzó la cabeza, interrogó el aire, vibrante por el rumor de un enjambre lejano, de latido sordo que parecía la pulsación febril de la primavera. La tierra sanguínea, saturada de lluvia reciente, se secaba superficialmente y adquiría un color rosado. Más allá de un extremo del prado y del profundo bosque, no se advertía ya la blanca neblina que señalaba el lecho del invisible río.

«¿Qué hacer? Mañana telefoneará otra vez a Ambrogio, y también los demás días. Entonces, ¿debo prevenir a Ambrogio…? Esto nunca. ¡Jamás!».

Inconscientemente adoptó una expresión gazmoña «¡Yo no mantengo correspondencia con Ambrogio, no! ¡Pase que yo desprecie a Michel, pero que ese imbécil de Ambrogio conozca la…, en fin, la paciencia de Michel, esto nunca!».

Un arranque de intolerancia la llevó hacia la extremidad del terraplén, hasta las jeringuillas, que tocó con la nariz. Pero la jeringuilla esperaba la noche para exhalar su perfume. Alice se subió las mangas, ofreció al mordiente sol de abril su brazo blanco, alcanzó las ramas del manzano silvestre de flores rojas y rosadas: «Estas tres ramas tan bonitas en el jarrón gris…». Soltó la rama y dejó, desalentada, vivir a las flores. «Y sólo estamos en el segundo día… Ayer tenía más valor. Pero ayer, Michel no había telefoneado a Ambrogio para llamarle muchacho».

Intentó animarse, defenderse lealmente: «Sin embargo, no siento el menor deseo de verles cambiar puñetazos ni padrinos por un motivo tan…». Buscó, pero sólo encontró la palabra «fútil», ni siquiera sintió ganas de sonreír, y en eso paró su intento de equidad. Renunció sucesivamente a bruñir los grifos del cuarto de aseo, a calcular el número de metros de tela de cortinas que se necesitaban para el comedor.

Menos perezosa que circunspecta, se detenía en el umbral de la casa, medía la sombra que el mediodía proyectaba en el zaguán, y regresaba a la terraza sin querer confesarse que aquella profunda sombra, paralela a la piedra del umbral y que avanzaba sobre el embaldosado, le producía hoy un poco de miedo.

«Antes no tenía miedo. Antes hubiera seguido a pie el atajo, y hubiese esperado a Michel en el cruce de la carretera. Habría subido al coche y hubiéramos ido hasta Sarzat-Le-Haut para ver el panorama. Pero hoy…».

Puso encima del velador de hierro, delante del bello banco de piedra esculpida, la carpeta de tafilete púrpura que manejaba sin sentir rencor.

«¿Y si escribiese a Bizoute?». No es que prefiera Bizoute a Colombe, o Hermine a Colombe. Bizoute comunicaba a Colombe o a Hermine las raras cartas de Alice: cuatro páginas, seis páginas de noticias insignificantes, de bromas que se remontaban a la adolescencia: Bizoute querida:

Imaginad, las tres, que estoy escribiendo al aire libre, descalza, como en el mes de agosto…

Un pequeño estudio de Vaugirard, pobre, alegre, mal amueblado, se interpuso entre Cransac y Alice.

Mientras escribía, creía estar tocando el piano de cuarto de cola que llegaba hasta la misma puerta de entrada, y el musiquero, cargado de papel de música; respiró el viejo perfume de tabaco y de jazmín no muy distinguido. Un plato esmaltado de negro, lleno de colillas, ¿se paseaba todavía del piano a la mesa, de la mesa al brazo de un butacón…? Sonrió, a través de las colinas de Cransac, a la vieja casa parisiense, se refugió en el recuerdo, en el placer indecible de la estrecha fraternidad, del parecido físico y mental, de la camaradería pura e impúdica que, en otro tiempo, unió a las cuatro hijas del padre Eudes, profesor de piano y solfeo, solidaridad de mellizas, ternura como la que sienten sin duda los animales nacidos el mismo día, del mismo vientre, el placer de combatir juntas, un frenético deseo de no perecer de hambre ni de enfermedad, el reparto de todos los bienes y de todas las privaciones —dos sombreros para cuatro, trajes sin camisa, sucintas comidas que Bizoute bautizaba con el nombre de «régimen de Hollywood»…

Alice contempló su pasada juventud con una serenidad, con una añoranza rebosante de gravedad. ¿Corría el riesgo de tener que volver a empezar entre las paredes del incómodo estudio, caluroso, amarillento por el sol y el tabaco, al son del piano sobre el que Hermine y Bizoute, compositoras para siempre desconocidas buscaban, el cigarrillo en los labios, en un hombro la mejilla, un ojo semicerrado, los motivos orquestales y las canciones de alguna película?

Cayó una flor de catalpa, trazando un remolino encima de la carta empezada, a través de la viva imagen del piano irrompible, del taburete giratorio…

… Como en el mes de agosto, Michou hace de señorito en la ciudad, y yo aprovecho su ausencia para revolcarme con vosotras tres, sobre nuestro palomar natal. ¿Cómo va el tricbalous? ¿Y el brédédé-á-roulettes, siempre tan churretoso?

Avergonzada, se detuvo. «¿Esto es todo lo que se me ocurre decirles? Estas viejas tonterías de adolescencia, estas…». Pero sabía que Bizoute reiría por costumbre, y recibiría con secreta compunción aquellas palabras de santo y seña que cerraban, a todo profano, una época inviolada de su existencia. Hermine palparía el aire con la punta de sus antenas invisibles, tosería el humo y contestaría a través del espacio, como hacen los pastores que, de colina en colina, cambiaban la melopea de su soledad: «El brédédé-á-roulettes ha reducido aún más los precios: ciento cincuenta beatas por una canción titulada Juste au dessus, una de esas canciones delicadas que elevan el alma y de las que nosotros hemos hecho una especialidad. En cuanto al tricbalous, he de reconocer que es un auténtico balabi, o para hacerme comprender mejor, un zog de primera calidad… No te preocupes por la marquesa de Joinville, el trabajo se ha reanudado en los estudios, ella continúa en el montaje, y, por lo demás, esta Paloma Negra no teme las acumulaciones. Si vas a ver la presentación de Sa Majesté Mimi —pequeña obra maestra de humor y sentimientos— fíjate bien en la escena en que Mimi pasa revista a su ejército: el tercer caballo de la derecha es nuestra hermana bien amada…».

La brisa refrescante, que se levantaba de poniente, hojeaba el bloc de notas que Alice cubría con su letra ágil y variable, fina en los márgenes, gruesa en la cabecera de las páginas vírgenes. De cuando en cuando se interrumpía, miraba surgir, correr y crecer el azul de la noche entre dos lomas. Pero no veía nada, no enfocaba —más allá de los cerezos aún blancos, de los últimos melocotoneros en flor que flotaban en el flanco de los viñedos— más que el pequeño y cálido estudio, las dos altas muchachas un poco marchitas, un poco cansadas de reír y trabajar juntas, y que en su vida concedían al amor una parte pequeña y discreta; una, fiel a su director de orquesta, casado, la otra misteriosamente ocupada por un personaje al que no nombraba nunca, y al que sus hermanas llamaban «Monsieur Weekend[8]». «¿Y si, en realidad, se tratara de madame Weekend? Tendría gracia». Alice se regocijó; luego el paisaje del Delfinado ocultó de nuevo la casa de Vaugirard y se ensombreció.

«Cuando pienso tanto en mi familia, es que Michel me fastidia terriblemente, me conozco bien… Oigo el coche. ¿Ya está de vuelta?».

Un momento después, Michel saltaba del coche, ligeros los pies y los riñones doloridos: «A fe que es un hombre guapo. Siempre he encontrado encantadores esos ojos de color de avellana. Lo que no impide que no experimente el menor placer al volverle a ver». Lo veía acercarse presa de una de esas glaciales crisis femeninas que no respetan nada. Pero Michel le habló de lejos, y, bruscamente, ella se fundió al sonido de su voz.

—Podrías decirme… ¿Podrías decirme si es esto lo que María me pidió? Un…, algo, no sé qué terminado en «ol»… ¡Ah…! ¿Estabas escribiendo?

—Sí, a Bizoute. No he acabado, pero no importa, la carta saldrá mañana.

«Sin duda, debe creer que prevengo a mi alocado amante del año pasado. Puedes contemplar la carpeta violeta, mi pobre Michou… ¡Qué cara! Sí, tiene la peste; sí, esta carpeta violeta huele mal…».

Posó, sin palabras, una mano tranquilizadora en el hombro de Michel.

—¿Te ríes? —preguntó Michel a media voz.

—No, no me río.

—Pero tienes ganas de reír.

—¿Acaso he hecho votos de no reír jamás? ¡Michel, Michel, no te hagas la fiera corrupia! Regresas a casa, me siento contenta de verte regresar, no te esperaba tan temprano… En las profundidades de mi ignominia, déjame un poco de buen humor, y hacer cabriolas y pompas de jabón en mi lodo inmundo…

—Ten cuidado —exclamó Michel en el mismo tono bajo y apremiante—. Adquiere el hábito de tener cuidado. Sí, regreso temprano. Sin embargo, he visto a toda mi gente.

—¿Tu gente?

—El alcalde, Ferreyrou. Está arreglado.

Alice preguntó sorprendida:

—¿Arreglado el qué?

—Mañana no almorzaré allá abajo. Les he dicho que llegué hecho cisco de París, que no se banquetea en Cransac bebiendo agua mineral, que lo aplazaríamos… Pero se diría que te contraría. En fin, les he dicho que estaba enfermo…

Se apoyó con las dos manos en el velador de hierro, cerró los ojos, y su rostro se apagó. Alice vio las arrugas, y una palidez de ciudad; y una boca y una frente envejecidas en veinticuatro horas.

—Bueno —se apresuró a decir Alice—. ¡Estaremos enfermos! Me parece muy bien. ¡Batines a voluntad, vino caliente a las seis, y no pasar de los límites de la tapia del parque!

—Pero ¿no te aburrirás?

—¡Así lo espero! Es excelente. ¿Te quedan paquetes? Dámelos y vete a guardar el coche. Espera, lo entraré yo misma… ¡Vamos, hop!

¡Ahora vas a ver una marcha atrás!

—¡No, no! —gritó Michel—. ¡En nombre del cielo, baja de ahí! ¡Todo lo que quieras con tal de que bajes! ¡Mis poderes absolutos! ¡Mi cruz de Isabel la Católica! ¡Estás rozando con el guardabarros! ¡Da la vuelta, da la vuelta!

Se precipitó en el estribo, mientras Alice maniobraba como una aprendiza, aunque blasfemando como un experto chofer. Regresaron del garaje contentos de sí mismos, acalorados, y Michel tan sólo se ensombreció cuando vio que Chevestre se dirigía a la terraza, lento, enjuto, vestido de negro por cortesía, las piernas embutidas dentro de unos leguis[9] de charol que de lejos producían la impresión de botas.

—¡Ahí está! —Dijo Michel en voz baja—. Ya le daría yo botas…

—Creo que le esperabas.

—Sí, le esperaba… Pero cuando le espero, siempre confío que no vendrá. Me revienta con su jeta de heredero.

Sólo confesaba el enojo, y ocultaba como mejor podía su temor genérico de propietario que tiembla anta el administrador. Chevestre, transformado de bracero en granjero, había abandonado la gorra blanda por el viejo sombrero de fieltro, y, dentro de la chaqueta, resaltaba lo esbelto de su talle. Michel, humillado por la facha de cazador de garzas de Chevestre, prodigaba en vano cuando se encontraba a solas con él, su amabilidad comercial y su campechana franqueza, aprendida en las obras realistas.

Enjuto, el bigote recortado, rubio y blanco, cruzándole el rostro cual un trozo de estopa, Chevestre se aproximaba. «Él es quien ha facilitado los fondos para la hipoteca sobre Cransac —pensaba Michel—. Seysset es un hombre de paja. Si Alice lo supiera… Lo sabrá cuando tenga que vender…». Alice, atenta, también contemplaba cómo Chevestre subía la cuesta.

—Tenemos que reconocerlo, Michel: tu administrador tiene cierta soltura. Es un camello, pero con buen porte.

«En diez años no ha podido adquirir la costumbre de decir: “Nuestro administrador”. Ella no es de aquí. Jamás será de aquí. Si Alice lo supiera… Pero a Alice le importa un bledo… Va a volver a engallar a Chevestre con sus preguntas tendenciosas, a expresar con voz muy alta su sorpresa porque los mimbres se resquebrajan, y a aconsejar jalea de membrillo contra la diarrea de los pollitos,… No sospecha la aversión que puede llegar a despertar su aire de artista…». Se puso en pie y salió, con presteza, al encuentro del administrador.

—¿Quieres que me quede contigo? —Propuso Alice—. Ya sabes que a mí Chevestre no me impone.

—A mí tampoco —replicó Michel secamente—. Me reuniré contigo en la biblioteca. Pero que no parezca que te marchas sin saludarle. Aquí está… ¡Vamos, Chevestre, vamos! —gritó—. ¿Tendremos ahora que llevarte de la oreja hasta un vaso de oporto?

—¡Oh, no, señor, de ningún modo! Pero el trabajo es como las mujeres hermosas: no le gusta esperar.

Chevestre descubrió su cabeza rapada, esperó por deferencia a que Alice diera un paso hacia él. Ella no se apresuró, le tendió primero su larga mano, luego un paquete de cigarrillos, y se interesó, sus ojos semientornados en los ojos azules de Chevestre, por el tiempo que haría al día siguiente, mientras Michel, con su sonrisa de amo en los labios, se irritaba al observar que el encuentro entre Alice y su administrador se parecía al de un hombre bien educado y una mujer bonita.

—En resumidas cuentas, ¿qué te ha dicho?

—Nada. En fin, nada nuevo. Su truco consiste en enfocar las cosas de manera tan suave, tan aérea, que cuando se intenta resumir, concretar lo que ha insinuado, abre los ojos: «Yo nunca he dicho al señor… Pero si estoy muy lejos de pensar… El señor sabe de sobra que mis escasos recursos no me permiten…».

—¿No le permiten qué…?

Michel se encogió de hombros y mintió:

—¡Cómo lo voy a saber yo! No creas que Chevestre sea un tipo de los que revelan sus proyectos, si es que los tiene. Y, además, he de confesarte que, en estos momentos, no estoy muy atento a lo que dice…

—¿Qué momentos? ¡Ah, sí! —exclamó Alice sin reflexionar.

—¡Alice…!

La joven se contuvo para no soltar una impertinencia y, una vez más, trató de distraer a Michel de su preocupación.

—¿Y por qué te habla en tercera persona?

—Su padre fue ayuda de cámara en casa de nuestros vecinos, los Capdenac.

—¡Ah! Eso me estropea su apostura de viejo francés rubio. Siento que se tambalea mi convicción de que Chevestre nació de los amores de un antiguo oficial de húsares con una gavilla de trigo…

Hablaba al azar, quería ser graciosa, y se paseaba de un lado a otro para escapar a la atención de su marido.

—El tiempo cambia, se levanta el cierzo del Este.

Como diría alguien que yo me sé: «Esta noche en Niza tendrán el mistral…». ¡Oh, espera!

Corrió a la leñera, regresó cargada de leña menuda, de pifias, de astillas de haya, y encendió un vivo fuego.

—Porque hemos tenido dos días magníficos, ya hemos creído que estamos en verano, y después… ¿Eh? ¿He tenido una buena idea?

Se volvió, orgullosa. La llama bailoteaba, dorada, en los ojos de Michel, que contemplaba fijamente el fuego.

—¿Dices algo, Michel?

Sentada sobre la piedra del hogar, forzaba su entonación quejumbrosa y juvenil, ponía a prueba el poder de la voz que Michel amaba.

—¿Qué acabo de decir que haríamos? ¡Ah, sí! Vino caliente…

Michel se levantó para ir a sujetar la puerta que siempre se entreabría, y Alice siguió, en la pared, la lenta sombra de un hombre de fuertes espaldas, de cabeza redonda y rizada, una sombra que ella creyó ver por primera vez.

—No cierres, voy a la cocina a buscar vino caliente… ¿Estás cansado, Michel?

—Sí, estoy cansado —repuso él distraídamente—. Me siento un poco como si…

Consultó el cielo, las nubes veloces, los follajes tiernos, inclinados y paralelos bajo el viento, como la hierba en el cauce de un río.

—Creo que el tiempo se estropea en serio —añadió—. Y el barómetro… ¡Oh, el barómetro…!

Se volvió al oír golpear la puerta. Alice corría a la cocina, huyendo de Michel, de las conversaciones meteorológicas, de la hora color de plomo. En la cocina caliente, engalanada con cobres rosados, suspiró a sus anchas:

—¡Dios, qué bien huele! ¿Qué es lo que huele tan bien, María?

—La pintada, señora. La he puesto pronto, para que se sienta en la cazuela. ¿La señora quiere el vino caliente? ¡Levántate, tío sin modales!

¡Corre a buscar el vino tinto!

Dos zuecos que se arrastraban, un chaquetón de gruesa y terrosa pana, estirado sobre una vigorosa y abatida espalda, abandonaron la cocina, obligados y proscritos por un brazo de hechicera. Alice se sentó un momento sobre la silla que había abandonado el marido de María.

«¡Qué bien se está aquí! Una cazuela que cuece a fuego lento, la cocina al rojo vivo, un calor tan agradable que se sube a la cabeza… Este flaco saltamontes que maneja a ese macho inerte… ¡Qué humano es todo, qué normal y agradable! ¿La criada no me quiere? Pues esto es también normal. Me gustaría quedarme aquí…».

El silencio de María la obligó a levantarse.

—María, no se olvide de echar canela en el vino caliente, ni de los ocho terrones de azúcar.

No hizo más que cruzar el salón biblioteca, donde Michel escribía, y se entretuvo en el cuarto de baño. Con el concurso del vino caliente, de la cena que siguió, de la pintada casi derretida, se pusieron de buen humor. Pasadas las nueve y media, Alice llamó dos veces a María, le pidió una bolsa de agua caliente para la cama y una colcha guateada. Luego, Alice y Michel se quedaron solos, y oyeron tocar las diez campanadas ahogadas del pequeño reloj colocado muy alto, cerca del techo, encima de un pedestal de tuya.

Michel fumaba y terminaba su correo, y Alice, sentada en la mejor de las incómodas butacas, abrió los periódicos de la víspera para no parecer que leía, en el fuego, su presente y su futuro. «Las diez. Si estuviéramos en París…».

—Alice, ¿no quieres este sitio para dibujar o escribir?

—No, gracias.

«Esta solicitud resulta espantosa. Antes, cuando yo ocupaba el escritorio, no se andaba con reparos para decirme: “Quita tu trasero de aquí, querida, y rápido”. Ya está, ahora llueve. Si estuviéramos en París…».

Sonó una puerta, y la voz imperiosa de María vociferó a lo lejos. Unos pies calzados con zuecos corrieron pesadamente bajo el chaparrón.

Así que hubo pasado, Alice tendió ávidamente el oído: «Se acabó. Se van a acostar». En la chimenea se derrumbaron las brasas, y ella se estremeció sobresaltada.

—Qué nerviosa estás —dijo Michel dulcemente. Alice no contestó, pero frotó sus omoplatos contra el respaldo de la butaca, para borrar el estremecimiento preciso, la ilusión de la gota de agua tibia, que la mirada de su marido provocaba a lo largo de su espalda.

«Me vigila. Sé perfectamente que no soportaría once…, no, doce veladas como ésta. Ni doce…, ni siquiera once noches como ésta que se prepara… ¿Cómo es la noche que se prepara? ¡Ah!, no toleraré un minuto más esta gota de agua tibia».

Se volvió bruscamente y recobró toda su sangre fría; «Todo marcha bien, sólo siento miedo de espaldas».

Cigarette, Michel, please[10]?

Su marido trajo la caja, el encendedor cuya llama, al brotar en medio de sus rostros, iluminó los párpados combados de Alice, su boca grande apretada sobre el cigarrillo, todo un rostro hinchado como la máscara de una fuente que el agua refleja. Entre sus pestañas, Alice apreciaba los discretos estragos producidos en las facciones de Michel, una especie de encogimiento que parecía disminuir el espacio de la mejilla y limitar los bellos y ojerosos ojos. «No está bien», juzgó brevemente.

—¿En qué piensas, Michel? Me da pena cuando te veo…, Esto…, y esto…

Señaló, con dedo insistente, la mejilla desnuda entre el cordón de barba y la nariz, y el párpado inferior. Michel se encogió de hombros.

—Pienso que me has engañado —dijo sencillamente—, ¿en qué quieres que piense?

Al pronto, Alice no pareció comprenderle. Le contemplaba con mirada distraída y tan cerca que él podía distinguir, en las grandes y admirables pupilas, las manchas azul pizarra y los rayos, grises sobre un fondo verde que convergían todos hacia un oscuro centro.

—Pero —dijo Alice finalmente—, ¿cuándo te parece que dejarás de pensar?

—No lo sé.

—Pero, Michel, esto no es vivir…

Volvió la cabeza lánguidamente hacia los cristales azotados por la lluvia.

—Eres muy amable al darte cuenta de ello.

Alice se volvió hacia su marido fogosamente.

—¡Esto no es vida para nosotros, Michel! ¡No lo es para mí ni para ti! ¡Siento horror a la desgracia, Michel! Pasar las mil y una, consumirse esperando una entrada de dinero, cambiar de oficio, inventar alguno, ambos sabemos bien lo que es eso. Además, desde mi infancia estoy acostumbrada a ello… Pero regodearse en un infortunio sentimental, plantarse en medio de él con aires de importancia: «¡No me jorobéis y que nadie me moleste, pues soy desgraciado!». Vamos, vamos. A fin de cuentas…

Todo por una vieja historia de nada…, de nada…

Alzaba la voz hábil en gemir, y al hablar esbozaba el ademán de todos los cautivos, un movimiento con la cabeza vehemente y regular.

—Querida mía —dijo Michel—, ten un poco de paciencia. Para mí, esa vieja historia tiene un poco más de veinticuatro horas.

Alice calló bruscamente y su rostro adquirió una expresión fija de sonámbula, el labio inferior caído y dejando asomar la viva blancura de los dientes. Michel se aprovechó de aquel estupor.

—¿Por qué guardaste la carta?

—No, no la guardé, la había… olvidado en la carpeta —repuso Alice con voz blanda.

—¿Olvidada aquí? ¿Aquí? —gritó Michel congestionado.

—¡Eh! Aquí no. La carpeta violeta es la carpeta mi estuche de viaje.

Michel respiró.

—¡Ah! Bien…

—¿Está esto mejor? —deslizó Alice en tono pérfido.

Ofendido, Michel no respondió y permaneció pensativo, la vista en el fuego.

—Si al menos… —aventuró tras un largo silencio— si al menos se hubiera tratado, entre tú y… ese muchacho, se hubiera tratado… de algo completamente distinto lo que me has dicho, si…

—Sí —cortó Alice—. Como decía en el otro mundo el individuo atropellado por un autobús: «Si al menos hubiera sido un Rolls».

—¡Querida, no me he muerto!

—¡A Dios gracias! —contestó Alice rudamente—. No te lo perdonaría.

Tomó asiento, cruzó las piernas y se agachó para calzarse uno de los mocasines. Encorvada, su largo brazo colgando a lo largo del muslo, el pecho aplastado contra la rodilla, parecía aún más alta. Michel le aseguraba que en la cama, era interminable. «Eres larga como un río», le decía, riendo para ocultar su loca y fiel admiración.

Mientras Alice tiraba, con el pie descalzo y la mano, del mocasín forrado, él contemplaba a hurtadillas su libertad de movimientos, la flexibilidad de su rodilla, la soberbia espalda hendida por un surco, los senos pequeños —«un poco estilo medusa», decía ella en tono de chanza— pero firmes… «¿Es que nunca va a envejecer?», pensó colérico. No la deseaba, y se felicitó por eso «Hasta me asquea un poco; es muy natural. Entregarse a ese… ese tipo, una amistad tierna, consejos, un interés amoroso, su debilidad de convaleciente. ¡Hasta ha osado hablar de confianza…! Pero esto no es suficiente, lo ha redondeado con todo ese cuerpo, el resto de fiebre, su boca grande, un poco áspera, y su perfume… Ella es…, ellas son siempre peores de lo que uno imagina».

—Dime —exclamó contra su voluntad—. ¿Le tuteabas?

Alice dejó de frotarse su talón descalzo, tardó un momento en comprender y parpadeó mientras reflexionaba.

—¿Si le tuteaba…? ¡Oh, no! Creo que a veces…

—¡A veces! —Repitió Michel—. Estimo en lo que vale la soledad. Da… Da una idea. De veras.

La insolencia reapareció en el rostro de ojos semientornados.

—Lo tienes bien merecido. Quizás eso te enseñe a no hacerme más preguntas.

Michel permaneció inmóvil, como un hombre que se ha golpeado en la oscuridad y no se atreve a dar un paso más.

—¿Sabes a dónde nos conduce todo esto? —preguntó Michel en voz baja.

Alice se sentó ante las últimas ascuas, anudó los brazos en torno a sus rodillas.

—No tengo la menor idea —contestó con indiferencia.

—Nos conduce al hito donde se estrellan muchos matrimonios, a un estado, hablo por mí, de frialdad, de indiferencia casi, y repara que considero el porvenir con sangre fría y que, a Dios gracias, no tengo nada de energúmeno…

—¡Venga! ¡Suéltalo todo! ¡Suéltalo! —exclamó Alice, despectiva.

Ante el estrépito de loza que siguió, la joven se puso en pie de un salto. Michel acababa de arrojar contra la pared la jarra vacía que antes había contenido el vino caliente. No hizo más demostración de violencia, y se inclinó, maquinalmente, para recoger el trozo más grande, en el que un asa en forma de S seguía en su sitio.

Alice, aliviada porque su marido hubiera justificada y disipado el temor que ella sentía correr, tibia gota imaginaria, a lo largo de su espalda, estuvo a punto de aprobar el ademán de Michel.

—Es idiota —dijo sin aspereza.

—Lo lamento —repuso Michel—, ¿qué quieres…?

Examinaba el trozo de porcelana suspendida por el asa de su delicado meñique.

—Es curioso, la jarra se ha hecho trizas, y el asa no ha saltado. Sí, es idiota… Pero ¿por qué alivia eso, un reflejo tan estúpido? Fíjate, el asa se había roto antes y estaba pegada y el golpe no la ha hecho saltar ahora. Es curioso…

—Es curioso —repitió Alice, por simple complacencia.

Empujó con el pie los trozos de porcelana.

—Por suerte, la jarra estaba vacía —dijo Alice con indiferencia.

Pero ya se retiraba, con el pensamiento, hacia profundos refugios, y reflexionaba fríamente sobre el incidente.

«Ya se sabe, ya se sabe que esto alivia… También un martillazo en la cabeza. Incluso dos manos un poco apretadas en torno a una garganta. Sé de alguien que esta noche vendrá con paso quedo a dormir en el diván de la biblioteca…».

Sin embargo, no se acostó en el diván, pues Michel cayó pronto en un inquieto sueño, habló durante él, y pronunció el nombre de Alice en voz alta y confusa. Ella extendió el brazo, tocó una mano cálida que colgaba de la otra cama y encendió la luz. Michel se despertó y guardo silencio, clavados los ojos en su mujer. Traía, del fondo de su sueño, una sorpresa dichosa y una gratitud un tanto delirante. Alice le tendió el vaso lleno de agua, se levantó para abrir los viejos postigos interiores y entornó la ventana. Una cascada de aire húmedo, cargada con los verdes perfumes que la noche y la lluvia lanzaban a ras de la tierra, se deslizó hasta las camas gemelas, y Michel se incorporó. Pero Alice hizo «chist, chist», dobló encima de la cama el brazo colgante y tapó la espalda de su marido. Él obedecía, se hacía ligero, fácil, sin edad, en tanto que ella luchaba contra la necesidad de curar, de inclinarse sobre el hombre acostado, sobre su olor familiar y cálido, de sostenerle entre su hombro y su oreja, en el refugio donde la mujer acuna la carga mejor y más pesada de su amor.

Repitió «¡chist, chist!» y le parecieron ligeras, escuchando los ataques del viento y las alternativas de la lluvia, las últimas horas de la noche de primavera.

—¡Qué pena, un jarro tan bonito!

—No era muy bonito, María.

—De todas formas… ¿Se ha fijado, señora? La tapicería «bosteza» por allí. Es de ahora.

—Quizá sea de ahora, pero la tapicería no lo es. Seguro que «bostezaba» de cansancio…

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