Duo

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III

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III

Esperó, pero cometió la torpeza de dejar traslucir que esperaba. La espera, el zumbido ligero de la sangre en los oídos, el campanilleo cotidiano del teléfono, el cascabel colgando de la bicicleta del cartero, los trenes invisibles que cruzaban el río y que abandonaban, encima del valle, su nube horizontal y blanca; todos los sonidos, todos los aspectos recordaban a Alice el cálculo del tiempo, y tendía el cuello con expresión un tanto alucinada.

—¿Qué escuchas? —preguntaba Michel. Ella mentía serenamente.

—Un ratoncito en el techo… Me parecía que la contraventana de la cocina golpeaba…

Una noche la sorprendió Michel fingiendo leer, los ojos perdidos en la zona de sombra que reinaba entre las dos estanterías.

—¿Qué hay allá abajo que parece tan interesante?

—Nada. La oscuridad —contestó Alice.

Michel sonrió.

—¡Ah! ¿Tú también estás contemplando la oscuridad?

—Sí, yo también… Nos divertimos mucho —murmuró Alice en tono melancólico.

Volvió hacia él su garganta aún flexible y llena:

—Michel, ¿no quieres que regresemos mañana a París?

Él encogió todo su rostro, se puso a la defensiva:

—¿A París? ¿Estás loca? ¿Cuándo aún nos quedan nueve días de vacaciones antes de relevar a Ambrogio? ¿Cuándo estoy tratando de recobrar mi equilibrio…?

—Nada de gritos —exclamó Alice—, las ventanas están abiertas.

—¡Vete, vete tú a París! Yo no obligo a nadie a aburrirse aquí, no espero ayuda de nadie, comprensión, el…

—Bueno, bueno, digamos que no he dicho nada. Yo aquí no me siento mal.

Michel se puso los lentes y escrutó el rostro de su mujer.

—No es cierto —dijo con rudeza—. Tú te sientes mal aquí. Pero no veo por qué ibas a sentirte bien. ¿Por qué ibas a sentirte bien, tú que no lo has merecido?

—Porque lo deseo.

—¡Bonita razón!

—¡La mejor! ¡Se te ocurre ahora hablarme de méritos! ¿Qué tienen que ver tus méritos con la necesidad de respirar hondo, de tener un buen aspecto, de no flagelarse cada mañana?

—Harás bien en no hablar más que de lo que conoces —repuso Michel—. ¡Flagelarse! Las mortificaciones y tú…

—Di: las mortificaciones y nosotros… Excepto que más de una vez te has mordido la mejilla por dentro para impedirte partir la cara a gentes de negocios, excepto que yo sé prescindir de lo superfluo, es decir, de vestirme y descansar, para conservar un poco de lo necesario, somos tal para cual en materia de ascetismo.

—¿Lo necesario? ¿Qué necesario?

Alice se encogió de hombros a su manera, como si quisiera quitarse el vestido y marcharse desnuda.

—El amor, por ejemplo, nuestro amor. Un coche, cuando me gusta. El derecho a insultar a algunas personas. Un traje sastre viejo, pero debajo una bonita camisa. Bebo agua todo el año, pero necesito una nevera para que esté helada. En fin, muchas cosas insignificantes… Eso es lo necesario.

Se alejó para no verle emocionado, haciéndose una gran promesa: «¡Mañana, no más tarde de mañana!».

La noche siguiente durmió poco. Al empezar las noches se sentía alarmada, sin energías y estremecida, y sólo se tranquilizaba entre la medianoche y el amanecer. Tocando la pared con frente y rodillas, se mantenía lo más alejada posible de la cama contigua, donde Michel, inmóvil, respiraba sin hacer ruido, bajo los efectos de una dosis doble de aspirina.

«Soy yo la que la he aconsejado que doble la dosis —pensaba Alice—. Un gramo es mucho. Con un gramo no le oigo respirar. Qué poco civilizadas son las camas gemelas y paralelas, y qué incorrección. La cama única tiene disculpa. Pero estas camas gemelas, estos puestos de observación… Durante las vacaciones de verano cambiaré esta habitación insuficiente… Pero ¿cómo serán las vacaciones de verano?».

Los elementos dispersos de un sueño mezclaron la imagen de las torres bajas de Cransac, la silueta de Chevestre alto y negro —«como un cura, como un cura», canturreaba Alice—, un enjambre de papeles multicolores, diluyéndolo todo en la densa sombra que se estancaba entre las dos bibliotecas silenciosas e impasibles, y Alice, en sueños, creyó que se levantaba, recogía los papeles y huía. Pero la voz del primer mirlo rechazó súbitamente la deslumbradora monotonía de los ruiseñores, forzó el umbral del sueño y habló de aurora a Alice, la cual desdobló las rodillas, aflojó los brazos anudados y, tranquilizada, se sumergió en el sueño.

Al día siguiente, su preocupación despertó antes que ella, y los últimos instantes de su sueño repitieron: «Mañana, mañana es el día…».

«No, hoy es el día», rectificó abriendo los ojos.

Michel, el rostro pálido y tranquilo, dormía como arrebatado a sí mismo. Alice no le despertó, y mirole con conmiseración: «Cuando duerme, parece joven… Hoy es el día. Siendo así, necesitamos una buena comida». Se calzó los mocasines, se cubrió con el muletón blanco y se fue a buscar a María, que vaciaba las cenizas de la cocina y vigilaba, humeantes encima de las brasas del hornillo de carbón de leña embaldosado con antiguos azulejos azules, la leche y el café.

—María, quiero que el señor recupere el apetito.

—Yo también lo quiero.

Se percató, de un vistazo, de la palidez y la fatiga de Alice y frunció preocupada su ancha frente descubierta.

—Si es cuestión de la cocina… —concluyó—. ¡Apártese por favor, señora, la leche empieza a hervir!

Metió una cuchara en la leche que ya subía y retiró la cacerola del fuego. Estaba tocada de blanco, y vestida de negro para toda la vida. «¿Se desnudará alguna vez?», se preguntó Alice.

—¿Qué tiene en el brazo, María? ¿Una quemadura? ¿Se ha cortado?

—Nada de nada —repuso la criada.

—Nada de nada bajo una venda muy mal sujeta.

—¿Es buena la mantequilla para las quemaduras?

—No está mal. Pero hay cosas mejores… y también en vendajes.

—Por ser el trabajo de una sola mano no está tan mal. Fíjese, señora: puesto con una mano y atado con los dientes.

—¿Y su marido no ha podido ayudarla?

Los ojos de María brillaron y rieron entre sus arrugas.

—Me ayudó mucho. Pero no a vendarme.

En pie, y de idéntica estatura, ambas hablaban con voz moderada. Alice rompía y comía las puntas del pan tostado. El aroma amargo del café humedecía su boca seca, mientras se concedía una pausa reparadora. «¡Qué limpio, qué ordenado, qué femenino es aquí todo…!». Tuvo ante ella, de súbito, la viva imagen del estudio de Vaugirard, su desorden superficial y su limpieza complicada.

—Quítese eso, María. Voy a ponerle un linimento estupendo.

—¿En mi cocina? —dijo María, molesta.

—En su cocina, claro.

La criada, por pudor, colocó una tapadera encima de la leche. Luego, con la mano libre, desenrolló su vendaje con solemne lentitud, y tendió a Alice su antebrazo como si hiciera entrega de las llaves de una ciudad rendida.

—¡Oh! —Exclamó Alice—. ¿Fue agua hirviendo, o el borde de la plancha de la cocina?

—Nada de eso, señora. El atizador.

—¿El atizador? ¿Cómo el atizador?

Se miraron y María explicó risueñamente:

—Se trata de una adivinanza. ¿La señora no adivina quién me ha hecho esa ampolla tan grande?

Señaló con la barbilla, por la ventana abierta, el huerto y los bancales de legumbres.

—Ha sido aquel gordinflón… El imbécil. Ese de las nalgas gordas. El mandria.

—¿Su marido? ¿Qué le pasa?

—Se venga.

—¿De qué?

—De que es mi marido y yo soy su mujer. Con eso basta. ¿La señora no lo cree?

Reía despectivamente mientras se apretaba la ampolla llena de agua y el círculo de carne que la rodeaba.

—¡No se toque la quemadura! —Exclamó Alice—. Vaciaré primero la ampolla…

«¿La señora no lo cree? —Se repetía en su interior—. Sí, sí, la señora lo cree». Atareada, evitó contestar, y María, comprensiva, se conformó con su silencio.

—Entonces, ¿los señores desean una buena cena para esta noche? Es tarde para decírmelo. Eso me obliga a echar mano de los animales del gallinero… ¿Y si hiciera los pichones como perdices? ¿O si Escudiére matara media docena de pájaros? ¿Y si pusiera el pato? Pero la carne de pato siempre produce pesadillas…

Mientras hablaba, Alice vendaba un antebrazo sin carne, liso, de huesos ligeros. Bajo la piel arrugada, bajo las cicatrices antiguas y las callosidades de ámbar, leía la historia de una mano que había sido bella. Manejaba unos dedos de largas falanges, una palma áspera y cálida como si fuera una espaldera…

—¿No le hago daño?

María contestó con un gesto, y por todo agradecimiento dijo:

—¡Eso se llama un trabajo bien hecho, señora!

Pero, antes de bajarse la manga, apretó contra su mejilla inclinada el vendaje blanco, como hubiera hecho con un recién nacido fajado.

—Tengo tres cartas —anunció Alice.

—Que no valen nada —repuso Michel.

Estaban intentando jugar al piquet[12]. Alice jugaba con el cigarrillo en los labios, la cabeza inclinada sobre un hombro y pestañeando sin cesar.

—Deja el cigarrillo —le aconsejó Michel.

—¿Por qué?

—No es bonito. Y esa manera de fumar no es elegante.

—No sé jugar ni fumar de otra manera. También tengo una escalera.

Tosió.

—¡Lo estás viendo! El humo de la colilla te pica en los ojos y te hace toser. Es curioso constatar que, cuando las mujeres adoptan una costumbre masculina, la adoptan con todo cuanto conlleva de negligencia y a menudo de fealdad. Y éste es justamente tu caso.

—Bien, mamaíta —exclamó Alice—. Tengo una escalera, y prefiero que sepas de una vez que es mayor, y de tréboles. Espero tu respuesta.

Michel tardó en contestar, y al alzar los ojos, Alice leyó en su rostro la cólera del deseo, la necesidad de dominar y poseer. «¡Vamos! ¿No complicará esto las cosas?».

Cuando él hubo contado los puntos que ella anotaba en un bloque de notas, Alice se llevó deliberadamente un nuevo cigarrillo a la comisura de los labios, acentuando el porte de abandono de su cabeza. Le hacía sentirse feliz que el conflicto y todos sus riesgos les condujeran hacia un terreno peligroso y conocido.

La víspera había sido en vano que presentara a Michel una cena largamente preparada, repleta y suculenta.

Él la despreció, contentándose con beber y gritar: «¡Brava, bravi, bravo!» a María, distraída y un poco fría. «María —pensaba Alice— es como los animales de buen olfato, que se apartan del hombre o del animal heridos o enfermos. Esperaré veinticuatro horas más…».

Desde la víspera, por cobardía tanto como por diplomacia, alargaba el tiempo y lo aplazaba todo para el día siguiente. Desde la víspera, una furiosa lluvia inundaba la comarca, colocando sobre Cransac una cortina a través de la que Alice y Michel, recluidos, distinguían la mancha empañada de las cañafístulas de rosados racimos, de los espinos rojos, y contemplaban en la terraza el azotar del agua que brotaba como ventosas de agua. Desde la víspera, no tenían más distracción que los libros, el fuego, la misma flexibilidad de la lluvia, «una lluvia que parece de película», decía Michel.

María corría, el delantal en la cabeza, hacia la leñera.

El marido de María, para bajar al pueblo, se levantaba con el mayor cuidado el estrecho cuello de su chaquetón, y abría un paraguas agujereado. Pero Alice y Michel se cansaron pronto de las noticias de la lluvia y de las bruscas fechorías del río, lúgubremente narradas por María.

—¡Señor, el agua está entrando en el huerto! ¡Y la carretera está cubierta de agua! ¿El señor ha visto nunca nada parecido?

—Sí —respondía Michel—, más o menos diez veces en diez años. ¡Pero es que tú tienes una memoria de niño recién nacido!

La víspera, febril y ociosa ante la ventana, Alice suplicaba a Michel con la mirada, mostrándole los barrotes plateados de la prisión de agua.

—Ten un poco de paciencia —contestó Michel—, no se viaja en automóvil bajo un diluvio semejante. En cuanto escampe, pensaremos en el regreso. La verdad es que la primavera parece haberse malogrado…

Desde la víspera, no se habían hecho el menor reproche, no se habían causado ningún daño. «La tregua del agua», pensaba Alice…

Barajó las cartas, las repartió, y abrió su juego en abanico, inclinada la cabeza y en los labios el pitillo.

—¿A qué Lautrec te pareces? —preguntó Michel. Con mirada apagada, Alice advirtió que su marido la estaba mirando con animosidad.

—Seguro que a un Lautrec de mala reputación. Cuidado, Michel. ¿Sabes que sólo me faltan veintidós puntos? Juegas como un novato.

Por la interpretación que daba a un calor sordo, a un malestar próximo al placer, captaba la agitación de su marido. Imaginó su abrazo, cierto libertinaje favorito, la gratitud protocolaria que le seguiría. «¿Y después…? Después, ya no me atreveré, ya no querré hacer lo que he decidido. Después, él me concederá quizá demasiada importancia. Vamos, vamos…». Apagó su rostro, dejó el cigarrillo, sumó unas cifras con el aire de aplicación que Michel llamaba un aire europeo.

—Me debes unas sumas enormes, Michel. Treinta y dos francos. Has perdido con una obstinación…

Se abstuvo de la chanza tradicional sobre la suerte y el amor.

—¿Me concedes el desquite?

—No, Michel, tengo el tupé de abandonar la partida. Y hasta me obsequiaré con una copita de anís.

Detestaba los alcoholes secos, sólo le gustaban los licores con consistencia de jarabe, perfumados con vainilla, hinojo y naranja. El frasco repiqueteó en su mano al chocar contra el vaso. «Es ridículo, me tiembla la mano…».

—¿Qué pasa? —preguntó Michel.

Alice conocía aquella voz cuyo tono se había elevado y que se tornaba excepcionalmente clara a impulsos de la ira o de la sospecha. Al regresar junto a Michel, se bebió de un sorbo la mitad de la copa y se recobró.

«Tiene oído de liebre… Si me conociera menos, podría contestarle: “Un poco de paludismo…” y me haría la interesante. Pero sabe que jamás he tenido paludismo. Ni tampoco una indigestión. Ni nada… salvo un poco de hambre de los quince a los veinticinco años… ¡Ah!, la época en que casi no nos conocíamos, cuando todo el mundo le hablaba de mí diciendo: “Sí, es la menos mona de las cuatro”. ¡Cuánta novedad! Me examinaba de pies a cabeza y decía sorprendido: “¡Toma…!” y yo le escuchaba: “¡Oh…!”. Era hermoso. Hacía las veces de director de La Cancaniére, que no producía tres francos, pero su infame establecimiento de limonada y canciones era una mina de oro…».

Suspiró en silencio y profundamente. La lluvia uniforme y sorda bailoteaba sobre las tejas de las sonoras buhardillas. El canalón agujereado se vaciaba en el balcón con grandes sollozos, y unas gotas espaciadas, que caían en el fuego por la chimenea sin sombrerete, silbaban sobre los tizones remedando el llanto de la madera húmeda. Michel, friolero, desplegó cuidadosamente encima de sus rodillas la manta bordada por las polillas y las chispas.

—¿Tú también tiemblas? Pero en ti es un poco de fiebre. Yo tengo otro motivo, Michel…

«¡Ajajá! —se dijo—. Así quemaré mis naves y me veré obligada a hablar». Sin embargo estuvo a punto de callarse. Al instante, Michel comenzó a mirarla de hito en hito con expresión inteligente, con ojos que no interrogaban.

—Michel, debo decirte…

Él se llevó a hurtadillas una mano a la región del hígado, la retiró para llevársela luego al cuello y aflojarse la bufanda de seda.

—No, Michel, no quiero hacerte daño. Al contrario, no temas…

Alice le tendió su larga mano temblorosa, pero él, dando un ligero brinco, se apartó lo suficiente para que ella no le tocara.

—¿Miedo? —exclamó—. ¿Pero es posible? ¡Miedo! ¡Yo no tengo miedo! ¿Quién te imaginas que eres?

Alice se arrepintió de haber pronunciado la peor palabra, aquella que la susceptibilidad masculina no acepta nunca, y aún agravó su torpeza:

—Me expreso mal… Quería que comprendieses que… que no es muy grave, lo que quiero decirte…

Tartamudeaba y la barbilla le temblaba.

—Pues pareces bien desconcertada… ¿Quieres decirme algo que no es muy grave? Si he de creer a tu semblante, tampoco debe ser muy agradable… Pero tómate el tiempo necesario, querida, tómate el tiempo necesario.

Tendió el oído a la diminuta cascada del canalón, posó sobre su mujer unos ojos dorados y zumzones.

—Esta noche no pienso salir.

Alice se encogió de hombros.

—El humor, y en particular este humor, no nos ayudará al uno ni al otro. Entre nosotros, no hay nada fácil, Michel.

Se sentó, aturdida por la pequeña cantidad de anís que había bebido, y palpó con la punta de los dedos, en el bolsillo de su blusa de marinero blanca, un papelito doblado.

—Michel, quisiera decirte la verdad y dejarlo resuelto todo para siempre.

Sin rendirse, Michel se echó a reír.

—¡Otra vez! ¿Quieres contarme otra vez la verdad? En primer término, ¿qué verdad? Conozco una, y confieso que me basta ampliamente. Hasta diré que me sobra bastante de ella. ¿Quedan otras más? ¡Diablos…! Il pleut des vérités premieres. Tendez vos rouges tabliers[13]… ¿Eh…? ¿Qué te parece?

—¿A mí? Nada. Espero a que hayas acabado. ¿Tan difícil es ser sencillo?

Michel bajó la vista, cambió de tono y de expresión.

—Sí, hija mía, es muy difícil, te lo aseguro. Cuando hay que soportar lo que yo soporto, se tienen justo las fuerzas precisas para no ser sencillo, es decir, para poner más o menos buena cara, para no lanzarse a cualquier cosa, a la bebida, al río, a las cosas que duermen…

Se sentó pesadamente, no lejos de Alice.

—Resulta curioso, de todos modos, que uno dependa tanto de la calidad de un sufrimiento, de la calidad de una traición… Nunca lo hubiera creído. Te lo he dicho una vez, dos veces, veinte veces: si por lo menos…

Alice se puso en pie precipitadamente y corrió hacia él…

—¡Justamente! ¡Oh, Michel! Escucha, la culpa es mía, debí de haberte hablado antes… Michel, es una suerte…

Demostraba demasiada alegría y se dio cuenta de ello: «Eh, tú, que no se trata de una fiesta de cumpleaños…». Hubiera querido que se mostrara ya curioso, lleno de ansiedad. Pero Michel se apartaba de ella, inclinando el hombro, achicados los ojos. Y ella recurrió al suave encanto de su voz quejumbrosa:

—¡Ayúdame un poco, Michel! ¡Fíjate en lo que me cuesta!

—Lo que veo, sobre todo —repuso Michel—, es que pareces una corriente de aire. ¡Cuántos preámbulos y rodeos! ¡Cuánto ruido! ¡Qué ruido arma la verdad!

Alice enrojeció, humillada en sus intenciones de pacificadora.

—Bien. Entonces iré de prisa y ahorraré palabras. En efecto, me has repetido muchas veces que hubieras preferido…

Se dominó.

—… Que hubieras concedido menos importancia a…

Michel rechazó, con la mano, las palabras que su mujer iba a pronunciar:

—Y que tú indulgencia, tu comprensión por lo menos…

—Claro que sí, claro que sí…

—… podían haberse logrado por…

Michel cerró el puño, lo apoyó contra sus dientes:

—¡Oh, Santo Dios! Pasa por alto…

Alice estalló, violentamente arrastrada lejos de toda moderación:

—¡Pues bien, me acosté con Ambrogio porque tuve ganas de ello, únicamente porque tuve ganas! ¡Y dejé de acostarme con él porque ya no tuve más ganas! ¡Jamás, fuera de esto, ese idiota de nizardo me ha inspirado el menor interés! ¡Esto es lo que tenía que decirte!

Abrió violentamente la ventana, recibió sobre su rostro sofocado un golpe de fría lluvia, una bocanada de viento que traía el olor del mantillo inundado y cerró las contraventanas. Michel no se había movido, y al verle inmóvil, Alice se sintió llena de vergüenza.

—Me has obligado a soltar eso de un golpe… —dijo—. Yo sólo quería…

—Tranquilizarme —repuso Michel.

—Sí —contestó Alice ingenuamente—. Quería que estuvieras más contento… ¿Te sientes más contento ahora?

—Dios mío, no es precisamente ésa la palabra exacta…

Michel sonreía, errante la mirada, sin otra emoción aparente que su palidez:

—Comprende, acabas de declarar: «Te he mentido, las cosas han variado, ese tipo ya no es un “muchacho comprensivo” ni un “amigo culto y simpático”, sólo fue cuestión de un… ¿cómo diría…?, de un rico pasatiempo, ¿eh?».

Alice no encontró palabras que contestar y se sintió enrojecer hasta los cabellos.

—Es muy bonito, querida, muy bonito —prosiguió Michel—, pero ¿quién me garantiza que no has cambiado de explicación sólo por complacerme, como tú dices?

Alice palpaba secretamente en su bolsillo unos papeles doblados, a través de los cuales su memoria releía cortas frases… «¿Un remedio…? Pero un remedio tan ruin…».

Michel la contemplaba con una expresión insoportable de astucia policíaca.

—No niego que siento deseos de creerte. Pero no exageres mi buena voluntad. A mi buena voluntad le gustan las cosas sólidas. A ti te toca demostrar que asimismo no has desdeñado apoyarte, si me atrevo a hablar así, en unas realidades, ¡ja, ja!, en unas realidades vigorosas.

Alice no pudo soportar más la risa ni el discurso.

Su mano, en el fondo del bolsillo, arrugaba los papeles, que blandió con el puño cerrado. Michel, como si esperara el ademán, le cogió la muñeca, y, uno a otro, le fue abriendo los dedos.

—¡Ah…! Devuélveme eso… es mío —gimió Alice consternada.

Pero no intentó recuperar lo suyo, que oía crujir suavemente entre las manos de Michel como si fuera paja encendida. Michel ya no se ocupaba de ella. Vuelto a la realidad, a una viva percepción de su sino, le bastaba la captura de los papeles y su suave crepitar de billetes nuevos. «Es el mismo foreign paper —pensaba—. Ahora ya tengo el nido». Respiraba con avidez, ya no encontraba ni barra dolorosa que le oprimiera el costado en mitad de su respirar, ni «si al menos…» interpuesto entre él y el placer de vencer. Se felicitó: «¡Pobre Alice, la he pescado bien!».

—Bono, bono —dijo maquinalmente.

Se había atrincherado detrás del escritorio, dejando a Alice lejos, despojada. Empezó a desplegar las cartas cuidadosamente, procurando no romperlas y, a veces, soplaba los finos papeles, como el cazador las ligeras plumas de su botín. Finalmente, las tuvo bajo el dorso de la mano, y con la otra mano, ahuecada como una concha, parecía proteger del viento una llama.

Al pronto, su rostro y sus ojos se mostraron casi alegres debido a la avidez. Su barbilla proyectaba hacia adelante el barboquejo de barba joven, definida, perfilada. Desde las primeras palabras, tuvo que valerse de los lentes. Alice apoyó entonces la frente en las palmas de sus manos, y se dedicó a escuchar la lluvia. Pero la lluvia caía tan monótonamente que dejó de oírla. Su corazón y el péndulo del singular reloj de pared llevaban un compás desigual, con el que se divirtió unos instantes: «Mi corazón late en tresillos sobre las corcheas del reloj… Aquí hay una idea para Bizoute… La llamaría Canción lúgubre, como todo el mundo, o bien La hora mortal…».

Alzó la frente, y vio que Michel ya no leía.

—¿Has acabado?

Michel envió hacia su mujer una mirada turbada tras los espesos cristales.

—Sí. He acabado.

—Supongo que te has enterado…

—Yo… Sí. Dime… ¿Tú… tú le contestabas?

Alice le miró con sincera sorpresa.

—¿Yo? No.

—¿Por qué?

—No tenía nada que decirle. ¿Qué podía escribirle? ¿Por qué le iba a escribir?

—No sé… Emulación… Gratitud. Entusiasmo… Un pequeño torneo epistolar… Si las otras cartas no son inferiores a estas muestras…

Alice se puso en pie de un salto, pasó detrás de Michel y se inclinó sobre el escritorio.

—¡No, Michel, no! Tienes en tus manos toda esa fea historia. Una, dos, tres cartas… Una, dos, tres semanas… Un sueño sucio, pero breve.

¡Un horror como ése no tiene, a Dios gracias, ocaso! Además, en una de las cartas hay una fecha, me parece que es en ésta…

Su dedo, al enseñar la carta, se posó por azar encima de una palabra cruda, y no tuvo tiempo de retirar la mano, que Michel cogió, torció y rechazó antes de que ella hubiera gritado.

Alice se frotó en silencio la mano magullada, y no necesitó explicación. Mientras Michel rasgaba en menudos fragmentos la hoja transparente, la joven pensaba, a impulsos de pensamientos de filántropo decepcionado: «Vamos, no valía la pena… Una se esfuerza en arreglar las cosas lo mejor posible, y he aquí la recompensa… ¡No me pescarán más…!». A medida que el dolor de sus dedos retorcidos se iba calmando, se mostraba más severa consigo misma: «He hecho lo que, sin duda, jamás debe hacerse: descubrirle mis hábitos voluptuosos, mis otros hábitos voluptuosos… Pero ya está hecho. ¿Sanará más pronto que de una enfermedad cualquiera, producida por el orgullo sentimental…? Me lo ha prometido. Me ha dicho y repetido infinidad de veces, que si al menos…».

Sacudió su mano dormida, fue a sentarse frente a su marido. Éste se había puesto los lentes, y terminaba de romper las otras dos hojas, llenas de una fina letra color violeta.

—¿Y bien, Michel?

—Y bien querida… ¿Te he hecho mucho daño en la mano?

Alice sonrió y recordó la risa de María:

—Ni tanto así —repuso—. Pero… ¿y tú?

—Bien, querida —repitió—, bien, pienso que esta pequeña ducha sólo tendrá…, sólo producirá efectos beneficiosos…

—Tira —dijo Alice señalando al fuego.

—Encantado.

Michel hizo arder las mariposas de papel, y se volvió a sumergir en el silencio.

—¡Oh! —exclamó Alice sobresaltada—. ¿No oyes cómo ha dejado de llover?

—Es verdad —asintió Michel cortésmente.

—Michel, ¿no te preguntas por qué tenía esas cartas aquí?

Michel alzó sobre su mujer una mirada de la que se hallaban ausentes —así pensó ella— la censura y una elemental y vengativa curiosidad.

—Sí —contestó—. Precisamente me lo estaba preguntando ahora. Pero pensaba que no valía la pena, que ya no merecía la pena hacerse esta pregunta.

—Tienes razón. ¡Ah, Michel! —se aventuró a decir Alice con humildad afectuosa—. ¿Quieres que salgamos de esto sin grandes daños?

Se dejó caer en el suelo junto a él, con una rendida facilidad que Michel denominaba «el truco de la culebra». Pero se acordó de que una concisa frase de Ambrogio calificaba de otra forma la flexibilidad de Alice, y en su memoria fiel empezó, sin olvido ni falta, a releer las tres cartas.

Permanecieron pensativos, los ojos en el pequeño fuego, donde las brasas se convertían poco a poco en ceniza blanca. El canal hipaba aún, pero el tambor que retumbaba sobre las tejas había callado. Murmuró el viento, llegado de lejos y traído por las frías aguas del río, y con él se elevó la imperturbable y melodiosa voz de los ruiseñores mojados.

—Dice Chevestre… —empezó Alice levantando un dedo—. ¿Te sorprende que cite a Chevestre? Dice que cuando cesa de llover por la noche, es que el alba no está lejos. Michel, ¿y si fuéramos por fin a descansar?

Bajo la satinada visera de sus cabellos, sus ojos, tan pálidos a la luz artificial, enturbiados por rojas fibrillas, y sus párpados hinchados, daban a su rostro una expresión de mujer ebria que tiene el vino triste…

Pero, tal como estaba, Michel la encontró exacta a cierta Alice dichosa en sus brazos, abismada y muda, la Alice de veintiséis años que no salía de su asombro al conocer el placer. Tuvo valor para hablarle dulcemente:

—Vete a acostar en seguida. ¿No te molesta que me quede un poco aquí?

La joven se sintió llena de inquietud, se levantó.

—Pero Michel… preferiría… Si te molesto en el dormitorio… Sabes que yo duermo en cualquier sitio… El diván, y mi edredón…

Michel le interrumpió pacientemente.

—No sería lo mismo, querida. Tengo atrasado el correo, y el acto de escribir, que tanto detesto, me pondrá los nervios en su sitio, y me producirá el sueño. ¡Te lo aseguro! Anda, por favor, vete en seguida…

Alice se levantó a disgusto, separó y empujó hasta el fondo de la chimenea los últimos tizones, tocó la botella tibia.

—¿Quieres agua fresca, Michel?

—Esta sirve, gracias.

Ella bebió, hizo una mueca, se entretuvo en recoger los periódicos esparcidos, deslizó un libro debajo de su brazo, apoyó la mano en el pestillo de la puerta y se volvió.

—Michel, no me dices nada…

Se sentía tímida, dominada por un embarazo desconocido.

—Te digo buenas noches, querida, puesto que te vas a acostar.

Sentado en el escritorio, un lápiz azul entre los dedos, Michel hojeaba el archivador con aire de importancia.

—Pero mañana, Michel…

Éste le lanzó, a través de los lentes, una mirada tan viva e indescifrable que ella se interrumpió.

—Mañana todo irá bien, querida.

—¿Bien, Michel? ¿Lo crees así?

La mirada se nubló tras los cristales convexos.

—En todo caso, mejor. Mucho mejor.

—Me alegraré tanto… Buenas noches, Michel.

—Buenas noches, nenita.

Alice cerró la puerta, y él aguzó el oído para oír el golpe de otra puerta, y el chirrido de los goznes lejanos. Fue sólo entonces cuando rechazó el lápiz, el archivador y los papeles desparramados, y empezó a pasearse con pasos suaves. Caminaba muy erguido, las mandíbulas estrechamente apretadas, y saboreaba la licencia de poder irrumpir, finalmente, sin testigos, en un elemento nuevo, un poco resistente, de una tonalidad subida, más bien parda y rojiza, donde se sentía seguro de no encontrar a nadie. Esta aberración duró poco y cuando desapareció la echó de menos. Pero se apercibió que la resucitaba al recitarse ciertos pasajes de las tres cartas de Ambrogio, y comprendió que una tal ilusión no era más que el furor.

«El furor —afirmó—. A fe, que esto es mejor que la tristeza. ¡Qué mal se conoce uno!». Se detuvo para beber, y volvió a andar, alta la cabeza y crispados los puños. Al caminar hacía movimientos con los brazos, armonizados al ritmo de su peso, que no eran completamente voluntarios: «No hay nada mejor para distenderse», pensó. Pero se sorprendió apuntando al pasar a la lámpara encendida, y también a la botella de agua mineral, deseando su caída y el estrépito que a lo lejos la proclamaría… Al mismo tiempo, vio que su último cigarrillo, caído del cenicero, quemaba la madera del escritorio. «Estas maderas carcomidas son muy traidoras… Además, Cransac está todo carcomido desde los desvanes a los sótanos…». Las palabras fuego, fin, flamear reían a su imaginación con sus fe que soplaban incendio y humo…

Cuando todas las imágenes rojas y pardas, las chispas anticipadas y multicolores del cristal roto palidecieron al unísono, se sentó, defraudado por su extravío. «¡Pobre pequeña! —pensó—. Si llego a tenerla a mano hubiera sido capaz de maltratarla. Pero, ahora, ¿qué será de mí?».

Se apoyó en los codos, se contempló distraídamente en su espejito de bolsillo que Alice olvidaba encima de todos los muebles, apartó de su frente sus cabellos que la humedad rizaba.

«No estoy mal. Excepto que tengo un extraño color de cara, me encuentro más joven, más favorecido que ayer… Sí, pero ayer no había leído las cartas de Ambrogio. Ayer, es cierto, no era muy dichoso. Pero no había leído las cartas de Ambrogio. Es toda la semana pasada lo que tendría que suprimirse».

Hojeó, gravemente, el bloque de notas. «Estamos… a martes. Así, pues, el día siguiente al de nuestra llegada fue lunes… Ese lunes por la mañana, sí, hice el recorrido desdigamos el recorrido de la hipoteca con Chevestre. Sentía tal prisa en dejarle que le planté, diciéndole que tenía que telefonear a París… Él quería proponerme una vez más… ¿Proponerme qué? ¡Ah, sí! Construir una especie de dique, un abalizamiento, en la parte baja del huerto, para impedir las pequeñas bromas anuales del río».

Agujereaba, con la punta del lápiz, el fino papel del bloque de notas, y calculaba: «Así que, si llego a ir con Chevestre, si al menos en apariencia me hubiera interesado por el deslizamiento de tierras a un nivel inferior, si llego a casa media hora más tarde, ¿no hubiera ocurrido nada? Es prodigioso. Prodigioso. ¡Lo que tendría entonces! Yo con sombrero de paja, Alicia destocada. Yo al volante. Alice a mi lado. Alice dibujando el vestido de Daffodyl… los labios azules a fuerza de morder el lápiz… la mueca que tiene cuando dibuja, su horrorosa naricita fruncida. ¿Tendría todo eso si hubiera seguido a Chevestre? Es prodigioso. Es demasiado… Es demasiado…».

Unas lágrimas se deslizaban a lo largo de su nariz, y se aprovechó del llanto para volver de nuevo a la exaltación.

—¡Sí, es demasiado! —exclamó en voz alta, ofendiendo la fragilidad del silencio de la madrugada. Una de las estanterías gemelas se estiró en el fondo de la habitación, y uno de los vasos se estremeció musicalmente contra la botella de agua.

Un arco de carmín, en el borde del vaso, recordaba que Alice había bebido en él. «Si se hubiera muerto, conservaría el vaso» —pensó Michel—. «Sí, pero está viva esa boca grande que sabe tan bien pintarse en arco. ¿Que sabe tan bien… sabe tan bien…?», se repitió en su interior. Tres o cuatro palabras acudieron dócilmente a completar una frase que había leído una hora antes, y miró consternado a su alrededor. «¿Por dónde huir de palabras como éstas y de lo que me muestran? Sin embargo, he de poder huir. No soy el primero. ¡Ni el último, canastos!». Volvió a recuperar su sangre fría, se humilló: «Es cierto. Pero soy el único. Como todos los otros. Y, además, los otros no se han casado con Alice. No han puesto, como yo, todos los huevos en la misma cesta durante diez años. ¡Diez años! ¿No es tal vez una puerilidad que, al cabo de diez años, me sienta fuera de mí porque…? Exactamente, ¿por qué? Ayer, era a causa de una especie de idilio, confidencial, friolero, junto al fuego, un poco tontaina y charlatán…».

Hizo una mueca, dedicó a las sombras su sonrisa de burla, hizo: «Pch, pch, pch, pch», remedando un charloteo.

«Hoy, es otra cosa…». ¡Hoy…!

—¡Imbécil! —dijo en voz alta y fuerte.

«¡Imbécil! Le he hecho a ella, y también a mí, la vida difícil, pues ella pretendía haber otorgado a ese tipo una… ¿cómo lo llamaba?, una amistad un poco voluptuosa. Una confianza… ¿Era la palabra confianza, o la palabra amistad, la que yo encontraba intolerable? Es para reír de veras. Si pudiera tener un día menos, le diría: “¡Si está muy bien! Si lo que le diste es lo más insignificante. Da tu amistad tanto y cuanto, y también tu confianza, ¡para el caso que hacéis vosotras las mujeres…! Y aunque sea un poco voluptuosa”, lánzate alegremente, querida».

Ahogó sus sollozos sobre su manga, la cabeza encima de su brazo doblado. «Hoy he encajado lo mío. Si al menos no le hubiera cogido las cartas… Pero le quité las cartas, y las he leído. Las he leído a fondo». Para demostrarle que, en efecto, las había leído bien, una pequeña frase irguió su cabeza violeta en forma de «M» mayúscula. Hizo monerías un instante, luego tomó impulso, arrastrando tras sí una banderola de palabras sucias. Al final de la carta, la mano del amante había lanzado, como una flor en la cola de un vestido, un dibujito muy concreto.

Michel levantó la cabeza y se secó el rostro. Sabía que la segunda carta, y la tercera, ésta agradecida, aquélla prometedora, no cedían en nada a la primera, y que la segunda contenía, infamia enorme, una alegre cuarteta que obligaba a Alice a rimar lujuriosamente con cálice… Hizo con la mano un ademán moderado y sin esperanza. «No tiene arreglo. ¿Qué peor que no tener dudas? Y, además, si a ella se le ocurre quitarse el vestido delante de mí, volverme la espalda para saltar el borde de la bañera, ponerse a cuatro patas para buscar la sortija o el lápiz de labios…».

Se levantó como si hubiera sido empujado fuera del asiento: «Es increíble, la de porquerías que tres palabras pueden encerrar… Todo ha sido escrito, todo ha sido evocado, pensaron en todo…».

—¡En todo, hasta en lo que más me gustaba a mí! —gritó.

Su propia voz le alarmó, y miró en torno suyo.

Entre los postigos interiores semicerrados, nacía el día, casi tan azul como un claro de luna.

«El día… ¡Ya! Qué deprisa pasa el tiempo. El día ya. Estaba tan tranquilo. Tranquilo no es la palabra exacta, pero, en fin, estaba solo. Cuando ella se levante… ¿Qué será de mí, cuando ella abra la puerta del dormitorio? Preguntas, sorpresas, y una gentil inquietud. Y me dirá que no soy razonable, y se me acercará, posará sus manos sobre mis hombros, ¡esa intocable!, alzando sus hermosos brazos… ¿Y qué puedo hacer ahora de sus brazos en alto, de sus pequeñas axilas negras…? ¿Y de su lunar, junto al ombligo, un lunar grande como una pieza de diez céntimos…?».

Volvía, sin darse cuenta, para celebrar a Alice, a emplear un vocabulario de antaño, ordinario, apasionado, que ella le permitía todavía en instantes en que al sonido de una palabra se estremecía toda, cerraba los ojos y aspiraba el aire entre los dientes como si tuviera muchísimo frío… ¡Un lunar único! Grande como una pupila. Y cuando ella quería, móvil… Le decía: «He visto muchas mujeres en mi vida, pero tú eres la única que me ha guiñado el ojo con el vientre». ¿Muchas mujeres? Hablemos de eso. Para lo que han contado al lado de ella…

Perdió conciencia en medio de una palabra, pero aún no le había llegado el momento del descanso y el peso de su cabeza le despertó en el acto. Se sacudió, se levantó, vio que la brecha azul de la ventana se blanqueaba, y abrió los postigos interiores. En vez de la claridad que temía y de unos rayos horizontales al borde de un cielo limpio, se encontró ante el alba gris, ante el sueño de las plantas encorvadas bajo sus cabelleras de agua. Un gallo encerrado cantó con sordina; el olor del establo vagó en el aire, despertando un hambre dolorosa en el estómago vacío de Michel.

«Si como, todo se irá al cuerno. Me conozco». Apagó la lámpara del escritorio, pero no abrió el cajón que contenía un revólver. «¿Yo, hacer semejante cosa en mi casa? ¿Mostrar eso a Alice…? Y María, ¿qué diría María…?».

Se abrochó la chaqueta, tanteó la cartera en el bolsillo. «Pensándolo bien, me la quedo, puesto que el dinero está en el cajón. Veamos, veamos; estábamos diciendo… ¿El pañuelo? Sí, tengo mi pañuelo. ¿La agenda? Tengo la agenda. Me parece que no olvido nada».

Para evitar el chirrido de las puertas, franqueó, haciendo un esfuerzo, el balcón. «Como un enamorado, señora. Un enamorado algo anquilosado…». Al pasar, el jazminero amarillo y el rosal de mayo le derramaron en la nuca una lluvia de gotitas, tan fría que no pudo reprimir un «¡Huy! ¡Huy! ¡Huy!» imprudente. Desde el borde de la terraza contempló a Cransac cerrado y malhumorado, sus dos torres achaparradas bajo sus calados sombreros de tejas. «¡Ah!, mi Cransac… Mi Cransac tan querido…». Avivaba su emoción, pero no experimentó el menor enternecimiento, y se encogió de hombros. «No —se confesó—. ¿A qué tengo cariño, fuera de Alice? A nada. Cransac es un pequeño sentimiento en conserva. Y también una buena dosis de vanidad, vamos, confesémoslo… Lo que no impide que deje a los dos al descubierto, a Alice y a Cransac…».

Se animó con la malignidad del que ve correr a los transeúntes bajo el chaparrón, cuando él ya se ha cobijado a tiempo. «¡Oh!, se las compondrá bien. Cuando quiere… ¡La veo ya teniéndoselas tiesas con Chevestre! Y con la gente del seguro de vida, que siempre rechazan la tesis de un accidente. ¡Ah, será un soberbio espectáculo! ¡Toma, y mi contrato con Ambrogio! El nizardo sabrá con quién ha de habérselas. Estará magnífica, con un aplomo colosal… La cabeza hacia atrás, el pitillo en la boca, la mano en la cadera…».

Un vértigo producido por la inanición no pudo velarle aquella cadera, ni el pliegue que la marcaba cada vez que Alice, asaltada a traición, giraba sobre su cintura sin soltarse de su agresor…

Se precipitó por la pendiente, atravesó el bosquecito donde aún reinaba la noche, y encontró bajo sus pasos, pesado, retardado por su légamo ferruginoso, el río que golpeaba, con pequeñas y mudas olas, la rota cerca del parque.

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