Duo

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I

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—A mí tampoco —replicó Michel secamente—. Me reuniré contigo en la biblioteca. Pero que no parezca que te marchas sin saludarle. Aquí está… ¡Vamos, Chevestre, vamos! —gritó—. ¿Tendremos ahora que llevarte de la oreja hasta un vaso de oporto?

—¡Oh, no, señor, de ningún modo! Pero el trabajo es como las mujeres hermosas: no le gusta esperar.

Chevestre descubrió su cabeza rapada, esperó por deferencia a que Alice diera un paso hacia él. Ella no se apresuró, le tendió primero su larga mano, luego un paquete de cigarrillos, y se interesó, sus ojos semientornados en los ojos azules de Chevestre, por el tiempo que haría al día siguiente, mientras Michel, con su sonrisa de amo en los labios, se irritaba al observar que el encuentro entre Alice y su administrador se parecía al de un hombre bien educado y una mujer bonita.

—En resumidas cuentas, ¿qué te ha dicho?

—Nada. En fin, nada nuevo. Su truco consiste en enfocar las cosas de manera tan suave, tan aérea, que cuando se intenta resumir, concretar lo que ha insinuado, abre los ojos: «Yo nunca he dicho al señor… Pero si estoy muy lejos de pensar… El señor sabe de sobra que mis escasos recursos no me permiten…».

—¿No le permiten qué…?

Michel se encogió de hombros y mintió:

—¡Cómo lo voy a saber yo! No creas que Chevestre sea un tipo de los que revelan sus proyectos, si es que los tiene. Y, además, he de confesarte que, en estos momentos, no estoy muy atento a lo que dice…

—¿Qué momentos? ¡Ah, sí! —exclamó Alice sin reflexionar.

—¡Alice…!

La joven se contuvo para no soltar una impertinencia y, una vez más, trató de distraer a Michel de su preocupación.

—¿Y por qué te habla en tercera persona?

—Su padre fue ayuda de cámara en casa de nuestros vecinos, los Capdenac.

—¡Ah! Eso me estropea su apostura de viejo francés rubio. Siento que se tambalea mi convicción de que Chevestre nació de los amores de un antiguo oficial de húsares con una gavilla de trigo…

Hablaba al azar, quería ser graciosa, y se paseaba de un lado a otro para escapar a la atención de su marido.

—El tiempo cambia, se levanta el cierzo del Este.

Como diría alguien que yo me sé: «Esta noche en Niza tendrán el mistral…». ¡Oh, espera!

Corrió a la leñera, regresó cargada de leña menuda, de pifias, de astillas de haya, y encendió un vivo fuego.

—Porque hemos tenido dos días magníficos, ya hemos creído que estamos en verano, y después… ¿Eh? ¿He tenido una buena idea?

Se volvió, orgullosa. La llama bailoteaba, dorada, en los ojos de Michel, que contemplaba fijamente el fuego.

—¿Dices algo, Michel?

Sentada sobre la piedra del hogar, forzaba su entonación quejumbrosa y juvenil, ponía a prueba el poder de la voz que Michel amaba.

—¿Qué acabo de decir que haríamos? ¡Ah, sí! Vino caliente…

Michel se levantó para ir a sujetar la puerta que siempre se entreabría, y Alice siguió, en la pared, la lenta sombra de un hombre de fuertes espaldas, de cabeza redonda y rizada, una sombra que ella creyó ver por primera vez.

—No cierres, voy a la cocina a buscar vino caliente… ¿Estás cansado, Michel?

—Sí, estoy cansado —repuso él distraídamente—. Me siento un poco como si…

Consultó el cielo, las nubes veloces, los follajes tiernos, inclinados y paralelos bajo el viento, como la hierba en el cauce de un río.

—Creo que el tiempo se estropea en serio —añadió—. Y el barómetro… ¡Oh, el barómetro…!

Se volvió al oír golpear la puerta. Alice corría a la cocina, huyendo de Michel, de las conversaciones meteorológicas, de la hora color de plomo. En la cocina caliente, engalanada con cobres rosados, suspiró a sus anchas:

—¡Dios, qué bien huele! ¿Qué es lo que huele tan bien, María?

—La pintada, señora. La he puesto pronto, para que se sienta en la cazuela. ¿La señora quiere el vino caliente? ¡Levántate, tío sin modales!

¡Corre a buscar el vino tinto!

Dos zuecos que se arrastraban, un chaquetón de gruesa y terrosa pana, estirado sobre una vigorosa y abatida espalda, abandonaron la cocina, obligados y proscritos por un brazo de hechicera. Alice se sentó un momento sobre la silla que había abandonado el marido de María.

«¡Qué bien se está aquí! Una cazuela que cuece a fuego lento, la cocina al rojo vivo, un calor tan agradable que se sube a la cabeza… Este flaco saltamontes que maneja a ese macho inerte… ¡Qué humano es todo, qué normal y agradable! ¿La criada no me quiere? Pues esto es también normal. Me gustaría quedarme aquí…».

El silencio de María la obligó a levantarse.

—María, no se olvide de echar canela en el vino caliente, ni de los ocho terrones de azúcar.

No hizo más que cruzar el salón biblioteca, donde Michel escribía, y se entretuvo en el cuarto de baño. Con el concurso del vino caliente, de la cena que siguió, de la pintada casi derretida, se pusieron de buen humor. Pasadas las nueve y media, Alice llamó dos veces a María, le pidió una bolsa de agua caliente para la cama y una colcha guateada. Luego, Alice y Michel se quedaron solos, y oyeron tocar las diez campanadas ahogadas del pequeño reloj colocado muy alto, cerca del techo, encima de un pedestal de tuya.

Michel fumaba y terminaba su correo, y Alice, sentada en la mejor de las incómodas butacas, abrió los periódicos de la víspera para no parecer que leía, en el fuego, su presente y su futuro. «Las diez. Si estuviéramos en París…».

—Alice, ¿no quieres este sitio para dibujar o escribir?

—No, gracias.

«Esta solicitud resulta espantosa. Antes, cuando yo ocupaba el escritorio, no se andaba con reparos para decirme: “Quita tu trasero de aquí, querida, y rápido”. Ya está, ahora llueve. Si estuviéramos en París…».

Sonó una puerta, y la voz imperiosa de María vociferó a lo lejos. Unos pies calzados con zuecos corrieron pesadamente bajo el chaparrón.

Así que hubo pasado, Alice tendió ávidamente el oído: «Se acabó. Se van a acostar». En la chimenea se derrumbaron las brasas, y ella se estremeció sobresaltada.

—Qué nerviosa estás —dijo Michel dulcemente. Alice no contestó, pero frotó sus omoplatos contra el respaldo de la butaca, para borrar el estremecimiento preciso, la ilusión de la gota de agua tibia, que la mirada de su marido provocaba a lo largo de su espalda.

«Me vigila. Sé perfectamente que no soportaría once…, no, doce veladas como ésta. Ni doce…, ni siquiera once noches como ésta que se prepara… ¿Cómo es la noche que se prepara? ¡Ah!, no toleraré un minuto más esta gota de agua tibia».

Se volvió bruscamente y recobró toda su sangre fría; «Todo marcha bien, sólo siento miedo de espaldas».

Cigarette, Michel, please[10]?

Su marido trajo la caja, el encendedor cuya llama, al brotar en medio de sus rostros, iluminó los párpados combados de Alice, su boca grande apretada sobre el cigarrillo, todo un rostro hinchado como la máscara de una fuente que el agua refleja. Entre sus pestañas, Alice apreciaba los discretos estragos producidos en las facciones de Michel, una especie de encogimiento que parecía disminuir el espacio de la mejilla y limitar los bellos y ojerosos ojos. «No está bien», juzgó brevemente.

—¿En qué piensas, Michel? Me da pena cuando te veo…, Esto…, y esto…

Señaló, con dedo insistente, la mejilla desnuda entre el cordón de barba y la nariz, y el párpado inferior. Michel se encogió de hombros.

—Pienso que me has engañado —dijo sencillamente—, ¿en qué quieres que piense?

Al pronto, Alice no pareció comprenderle. Le contemplaba con mirada distraída y tan cerca que él podía distinguir, en las grandes y admirables pupilas, las manchas azul pizarra y los rayos, grises sobre un fondo verde que convergían todos hacia un oscuro centro.

—Pero —dijo Alice finalmente—, ¿cuándo te parece que dejarás de pensar?

—No lo sé.

—Pero, Michel, esto no es vivir…

Volvió la cabeza lánguidamente hacia los cristales azotados por la lluvia.

—Eres muy amable al darte cuenta de ello.

Alice se volvió hacia su marido fogosamente.

—¡Esto no es vida para nosotros, Michel! ¡No lo es para mí ni para ti! ¡Siento horror a la desgracia, Michel! Pasar las mil y una, consumirse esperando una entrada de dinero, cambiar de oficio, inventar alguno, ambos sabemos bien lo que es eso. Además, desde mi infancia estoy acostumbrada a ello… Pero regodearse en un infortunio sentimental, plantarse en medio de él con aires de importancia: «¡No me jorobéis y que nadie me moleste, pues soy desgraciado!». Vamos, vamos. A fin de cuentas…

Todo por una vieja historia de nada…, de nada…

Alzaba la voz hábil en gemir, y al hablar esbozaba el ademán de todos los cautivos, un movimiento con la cabeza vehemente y regular.

—Querida mía —dijo Michel—, ten un poco de paciencia. Para mí, esa vieja historia tiene un poco más de veinticuatro horas.

Alice calló bruscamente y su rostro adquirió una expresión fija de sonámbula, el labio inferior caído y dejando asomar la viva blancura de los dientes. Michel se aprovechó de aquel estupor.

—¿Por qué guardaste la carta?

—No, no la guardé, la había… olvidado en la carpeta —repuso Alice con voz blanda.

—¿Olvidada aquí? ¿Aquí? —gritó Michel congestionado.

—¡Eh! Aquí no. La carpeta violeta es la carpeta mi estuche de viaje.

Michel respiró.

—¡Ah! Bien…

—¿Está esto mejor? —deslizó Alice en tono pérfido.

Ofendido, Michel no respondió y permaneció pensativo, la vista en el fuego.

—Si al menos… —aventuró tras un largo silencio— si al menos se hubiera tratado, entre tú y… ese muchacho, se hubiera tratado… de algo completamente distinto lo que me has dicho, si…

—Sí —cortó Alice—. Como decía en el otro mundo el individuo atropellado por un autobús: «Si al menos hubiera sido un Rolls».

—¡Querida, no me he muerto!

—¡A Dios gracias! —contestó Alice rudamente—. No te lo perdonaría.

Tomó asiento, cruzó las piernas y se agachó para calzarse uno de los mocasines. Encorvada, su largo brazo colgando a lo largo del muslo, el pecho aplastado contra la rodilla, parecía aún más alta. Michel le aseguraba que en la cama, era interminable. «Eres larga como un río», le decía, riendo para ocultar su loca y fiel admiración.

Mientras Alice tiraba, con el pie descalzo y la mano, del mocasín forrado, él contemplaba a hurtadillas su libertad de movimientos, la flexibilidad de su rodilla, la soberbia espalda hendida por un surco, los senos pequeños —«un poco estilo medusa», decía ella en tono de chanza— pero firmes… «¿Es que nunca va a envejecer?», pensó colérico. No la deseaba, y se felicitó por eso «Hasta me asquea un poco; es muy natural. Entregarse a ese… ese tipo, una amistad tierna, consejos, un interés amoroso, su debilidad de convaleciente. ¡Hasta ha osado hablar de confianza…! Pero esto no es suficiente, lo ha redondeado con todo ese cuerpo, el resto de fiebre, su boca grande, un poco áspera, y su perfume… Ella es…, ellas son siempre peores de lo que uno imagina».

—Dime —exclamó contra su voluntad—. ¿Le tuteabas?

Alice dejó de frotarse su talón descalzo, tardó un momento en comprender y parpadeó mientras reflexionaba.

—¿Si le tuteaba…? ¡Oh, no! Creo que a veces…

—¡A veces! —Repitió Michel—. Estimo en lo que vale la soledad. Da… Da una idea. De veras.

La insolencia reapareció en el rostro de ojos semientornados.

—Lo tienes bien merecido. Quizás eso te enseñe a no hacerme más preguntas.

Michel permaneció inmóvil, como un hombre que se ha golpeado en la oscuridad y no se atreve a dar un paso más.

—¿Sabes a dónde nos conduce todo esto? —preguntó Michel en voz baja.

Alice se sentó ante las últimas ascuas, anudó los brazos en torno a sus rodillas.

—No tengo la menor idea —contestó con indiferencia.

—Nos conduce al hito donde se estrellan muchos matrimonios, a un estado, hablo por mí, de frialdad, de indiferencia casi, y repara que considero el porvenir con sangre fría y que, a Dios gracias, no tengo nada de energúmeno…

—¡Venga! ¡Suéltalo todo! ¡Suéltalo! —exclamó Alice, despectiva.

Ante el estrépito de loza que siguió, la joven se puso en pie de un salto. Michel acababa de arrojar contra la pared la jarra vacía que antes había contenido el vino caliente. No hizo más demostración de violencia, y se inclinó, maquinalmente, para recoger el trozo más grande, en el que un asa en forma de S seguía en su sitio.

Alice, aliviada porque su marido hubiera justificada y disipado el temor que ella sentía correr, tibia gota imaginaria, a lo largo de su espalda, estuvo a punto de aprobar el ademán de Michel.

—Es idiota —dijo sin aspereza.

—Lo lamento —repuso Michel—, ¿qué quieres…?

Examinaba el trozo de porcelana suspendida por el asa de su delicado meñique.

—Es curioso, la jarra se ha hecho trizas, y el asa no ha saltado. Sí, es idiota… Pero ¿por qué alivia eso, un reflejo tan estúpido? Fíjate, el asa se había roto antes y estaba pegada y el golpe no la ha hecho saltar ahora. Es curioso…

—Es curioso —repitió Alice, por simple complacencia.

Empujó con el pie los trozos de porcelana.

—Por suerte, la jarra estaba vacía —dijo Alice con indiferencia.

Pero ya se retiraba, con el pensamiento, hacia profundos refugios, y reflexionaba fríamente sobre el incidente.

«Ya se sabe, ya se sabe que esto alivia… También un martillazo en la cabeza. Incluso dos manos un poco apretadas en torno a una garganta. Sé de alguien que esta noche vendrá con paso quedo a dormir en el diván de la biblioteca…».

Sin embargo, no se acostó en el diván, pues Michel cayó pronto en un inquieto sueño, habló durante él, y pronunció el nombre de Alice en voz alta y confusa. Ella extendió el brazo, tocó una mano cálida que colgaba de la otra cama y encendió la luz. Michel se despertó y guardo silencio, clavados los ojos en su mujer. Traía, del fondo de su sueño, una sorpresa dichosa y una gratitud un tanto delirante. Alice le tendió el vaso lleno de agua, se levantó para abrir los viejos postigos interiores y entornó la ventana. Una cascada de aire húmedo, cargada con los verdes perfumes que la noche y la lluvia lanzaban a ras de la tierra, se deslizó hasta las camas gemelas, y Michel se incorporó. Pero Alice hizo «chist, chist», dobló encima de la cama el brazo colgante y tapó la espalda de su marido. Él obedecía, se hacía ligero, fácil, sin edad, en tanto que ella luchaba contra la necesidad de curar, de inclinarse sobre el hombre acostado, sobre su olor familiar y cálido, de sostenerle entre su hombro y su oreja, en el refugio donde la mujer acuna la carga mejor y más pesada de su amor.

Repitió «¡chist, chist!» y le parecieron ligeras, escuchando los ataques del viento y las alternativas de la lluvia, las últimas horas de la noche de primavera.

—¡Qué pena, un jarro tan bonito!

—No era muy bonito, María.

—De todas formas… ¿Se ha fijado, señora? La tapicería «bosteza» por allí. Es de ahora.

—Quizá sea de ahora, pero la tapicería no lo es. Seguro que «bostezaba» de cansancio…

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