Duo

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II

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—Una brutalidad sensual es casi siempre, en la vida de un mujer (hablo de una mujer equilibrada), una crisis excepcional, un pasaje morboso… ¿Me comprendes, Alice?

—Muy bien.

«… Y además no suelto la carcajada —continuó en su interior—. Es verdad que desde hace algún tiempo me cuesta reír. Pero ¿por qué razón un hombre no puede hablar jamás de la sensualidad femenina sin decir enormes tonterías?».

Michel, animado, se puso en pie, empezó a dar grandes y vigorosos pasos abriendo los brazos para expresar que iba más allá de la equidad, en busca de la mansedumbre. Pero cuando llegaba al fondo de la habitación, entre las dos estanterías de libros, giraba sobre un talón con una violencia que desmentía cada vez su laboriosa bondad.

—Un devaneo, bueno, un devaneo… Lo admito…

Si todavía… ¿Qué quieres que te diga? Estoy hecho así…

Alice le concedía ora una mirada a hurtadillas, ora su oído sensible, mientras dibujaba despreocupadamente. Recogía briznas de frases, variaciones sobre un tema tenaz que llamaba «el tema si todavía». Michel se detuvo junto a la mesa, utilizó el encendedor para prender un cigarrillo, y lo desencajado de sus facciones ocupó por entero el espíritu de Alice. «¡Cuántos destrozos en tan pocas horas…! Tiene un aire ridículo. Resulta mortalmente fastidioso, pero está muy desmejorado. Come mal, apenas si prueba la carne. Soy capaz de soportar cualquier cosa, menos verle desmejorar. Esa cara que se contrae, el ojo izquierdo encogido y esa risita forzada… ¡Mi pobre Michel! Tiene el mismo aspecto que cuando la quiebra de Speleïeff nos dejó plantados en medio de la calle y todo acabó con una paratifoidea…».

Frunció las cejas, agitada por una tierna malevolencia, que aún no distinguía su meta, pero que, de antemano, se interponía entre Michel y la enfermedad, Michel y el peligro, Michel y las heridas que le llegaban de manos de Alice… Le siguió en su ir y venir de monomaníaco, bajó los ojos porque ella le había contemplado ardientemente.

—¿… Y confesarás que no estoy del todo equivocado? Alice… ¿Y bien, Alice?

—Perdón.

—¡Diantre, ni siquiera me escucha!

Pasó su mano abierta sobre la cabeza de su mujer con indignada suavidad.

—Mi pobre y pequeño monstruo… —murmuró. Alice se disculpó con una forzada sonrisa.

—No debes enfadarte conmigo, Michel. Intento recoger los pedazos… ¿Es que todos los días vas a romper algo? Deja que permanezcamos un poco tranquilos, por lo menos un poco silenciosos.

Empujó la lámpara hacia él.

—Anda, repartámonos los periódicos. Yo me quedo con las revistas ilustradas…

«Hace que me vuelva cobarde —pensaba Alice—. Lo terrible es que me estoy acostumbrando a esta situación. Si hace dos días me llega a tratar de pobre y pequeño monstruo, hubiéramos visto algo bueno. ¿Cuántas horas hace que no nos hemos insultado? Si le dejara hacer, él se acostumbraría. Ser desgraciado todos los días, todos los días, al menos todos los días durante un año. Y en las fiestas de campanillas, abrazo lleno de vergüenza, remordimiento suplementario, evocación erótico-infernal del famoso Ambrogio… ¡Ambrogio! Piensa en Ambrogio».

Recompuso fríamente el rostro del esbelto nizardo, cuyos negros cabellos brillaban como un plumaje. «Era bonito el tono de los labios apenas rojos, más bien de un beige sanguíneo… Poseía unas encías adorables, que engastaban los dientes como pequeñas arcadas rosadas… ¡Y cuántos otros méritos!…». Al hablar de él empleaba el imperfecto, como si fuera un difunto. «¡Pensar en Ambrogio…! ¿Es que yo pienso en ello?».

Bajó, sin hacer ruido, la revista ilustrada que hojeaba. Las breves sacudidas de un periódico desplegado entre las manos de Michelcontaban los latidos irregulares y rápidos de un corazón fatigado.

«Él sí que no hace más que pensar en ello. Esperaré dos o tres días… Y luego me arriesgaré…».

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