Duo

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III

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Alice se puso en pie de un salto, pasó detrás de Michel y se inclinó sobre el escritorio.

—¡No, Michel, no! Tienes en tus manos toda esa fea historia. Una, dos, tres cartas… Una, dos, tres semanas… Un sueño sucio, pero breve.

¡Un horror como ése no tiene, a Dios gracias, ocaso! Además, en una de las cartas hay una fecha, me parece que es en ésta…

Su dedo, al enseñar la carta, se posó por azar encima de una palabra cruda, y no tuvo tiempo de retirar la mano, que Michel cogió, torció y rechazó antes de que ella hubiera gritado.

Alice se frotó en silencio la mano magullada, y no necesitó explicación. Mientras Michel rasgaba en menudos fragmentos la hoja transparente, la joven pensaba, a impulsos de pensamientos de filántropo decepcionado: «Vamos, no valía la pena… Una se esfuerza en arreglar las cosas lo mejor posible, y he aquí la recompensa… ¡No me pescarán más…!». A medida que el dolor de sus dedos retorcidos se iba calmando, se mostraba más severa consigo misma: «He hecho lo que, sin duda, jamás debe hacerse: descubrirle mis hábitos voluptuosos, mis otros hábitos voluptuosos… Pero ya está hecho. ¿Sanará más pronto que de una enfermedad cualquiera, producida por el orgullo sentimental…? Me lo ha prometido. Me ha dicho y repetido infinidad de veces, que si al menos…».

Sacudió su mano dormida, fue a sentarse frente a su marido. Éste se había puesto los lentes, y terminaba de romper las otras dos hojas, llenas de una fina letra color violeta.

—¿Y bien, Michel?

—Y bien querida… ¿Te he hecho mucho daño en la mano?

Alice sonrió y recordó la risa de María:

—Ni tanto así —repuso—. Pero… ¿y tú?

—Bien, querida —repitió—, bien, pienso que esta pequeña ducha sólo tendrá…, sólo producirá efectos beneficiosos…

—Tira —dijo Alice señalando al fuego.

—Encantado.

Michel hizo arder las mariposas de papel, y se volvió a sumergir en el silencio.

—¡Oh! —exclamó Alice sobresaltada—. ¿No oyes cómo ha dejado de llover?

—Es verdad —asintió Michel cortésmente.

—Michel, ¿no te preguntas por qué tenía esas cartas aquí?

Michel alzó sobre su mujer una mirada de la que se hallaban ausentes —así pensó ella— la censura y una elemental y vengativa curiosidad.

—Sí —contestó—. Precisamente me lo estaba preguntando ahora. Pero pensaba que no valía la pena, que ya no merecía la pena hacerse esta pregunta.

—Tienes razón. ¡Ah, Michel! —se aventuró a decir Alice con humildad afectuosa—. ¿Quieres que salgamos de esto sin grandes daños?

Se dejó caer en el suelo junto a él, con una rendida facilidad que Michel denominaba «el truco de la culebra». Pero se acordó de que una concisa frase de Ambrogio calificaba de otra forma la flexibilidad de Alice, y en su memoria fiel empezó, sin olvido ni falta, a releer las tres cartas.

Permanecieron pensativos, los ojos en el pequeño fuego, donde las brasas se convertían poco a poco en ceniza blanca. El canal hipaba aún, pero el tambor que retumbaba sobre las tejas había callado. Murmuró el viento, llegado de lejos y traído por las frías aguas del río, y con él se elevó la imperturbable y melodiosa voz de los ruiseñores mojados.

—Dice Chevestre… —empezó Alice levantando un dedo—. ¿Te sorprende que cite a Chevestre? Dice que cuando cesa de llover por la noche, es que el alba no está lejos. Michel, ¿y si fuéramos por fin a descansar?

Bajo la satinada visera de sus cabellos, sus ojos, tan pálidos a la luz artificial, enturbiados por rojas fibrillas, y sus párpados hinchados, daban a su rostro una expresión de mujer ebria que tiene el vino triste…

Pero, tal como estaba, Michel la encontró exacta a cierta Alice dichosa en sus brazos, abismada y muda, la Alice de veintiséis años que no salía de su asombro al conocer el placer. Tuvo valor para hablarle dulcemente:

—Vete a acostar en seguida. ¿No te molesta que me quede un poco aquí?

La joven se sintió llena de inquietud, se levantó.

—Pero Michel… preferiría… Si te molesto en el dormitorio… Sabes que yo duermo en cualquier sitio… El diván, y mi edredón…

Michel le interrumpió pacientemente.

—No sería lo mismo, querida. Tengo atrasado el correo, y el acto de escribir, que tanto detesto, me pondrá los nervios en su sitio, y me producirá el sueño. ¡Te lo aseguro! Anda, por favor, vete en seguida…

Alice se levantó a disgusto, separó y empujó hasta el fondo de la chimenea los últimos tizones, tocó la botella tibia.

—¿Quieres agua fresca, Michel?

—Esta sirve, gracias.

Ella bebió, hizo una mueca, se entretuvo en recoger los periódicos esparcidos, deslizó un libro debajo de su brazo, apoyó la mano en el pestillo de la puerta y se volvió.

—Michel, no me dices nada…

Se sentía tímida, dominada por un embarazo desconocido.

—Te digo buenas noches, querida, puesto que te vas a acostar.

Sentado en el escritorio, un lápiz azul entre los dedos, Michel hojeaba el archivador con aire de importancia.

—Pero mañana, Michel…

Éste le lanzó, a través de los lentes, una mirada tan viva e indescifrable que ella se interrumpió.

—Mañana todo irá bien, querida.

—¿Bien, Michel? ¿Lo crees así?

La mirada se nubló tras los cristales convexos.

—En todo caso, mejor. Mucho mejor.

—Me alegraré tanto… Buenas noches, Michel.

—Buenas noches, nenita.

Alice cerró la puerta, y él aguzó el oído para oír el golpe de otra puerta, y el chirrido de los goznes lejanos. Fue sólo entonces cuando rechazó el lápiz, el archivador y los papeles desparramados, y empezó a pasearse con pasos suaves. Caminaba muy erguido, las mandíbulas estrechamente apretadas, y saboreaba la licencia de poder irrumpir, finalmente, sin testigos, en un elemento nuevo, un poco resistente, de una tonalidad subida, más bien parda y rojiza, donde se sentía seguro de no encontrar a nadie. Esta aberración duró poco y cuando desapareció la echó de menos. Pero se apercibió que la resucitaba al recitarse ciertos pasajes de las tres cartas de Ambrogio, y comprendió que una tal ilusión no era más que el furor.

«El furor —afirmó—. A fe, que esto es mejor que la tristeza. ¡Qué mal se conoce uno!». Se detuvo para beber, y volvió a andar, alta la cabeza y crispados los puños. Al caminar hacía movimientos con los brazos, armonizados al ritmo de su peso, que no eran completamente voluntarios: «No hay nada mejor para distenderse», pensó. Pero se sorprendió apuntando al pasar a la lámpara encendida, y también a la botella de agua mineral, deseando su caída y el estrépito que a lo lejos la proclamaría… Al mismo tiempo, vio que su último cigarrillo, caído del cenicero, quemaba la madera del escritorio. «Estas maderas carcomidas son muy traidoras… Además, Cransac está todo carcomido desde los desvanes a los sótanos…». Las palabras fuego, fin, flamear reían a su imaginación con sus fe que soplaban incendio y humo…

Cuando todas las imágenes rojas y pardas, las chispas anticipadas y multicolores del cristal roto palidecieron al unísono, se sentó, defraudado por su extravío. «¡Pobre pequeña! —pensó—. Si llego a tenerla a mano hubiera sido capaz de maltratarla. Pero, ahora, ¿qué será de mí?».

Se apoyó en los codos, se contempló distraídamente en su espejito de bolsillo que Alice olvidaba encima de todos los muebles, apartó de su frente sus cabellos que la humedad rizaba.

«No estoy mal. Excepto que tengo un extraño color de cara, me encuentro más joven, más favorecido que ayer… Sí, pero ayer no había leído las cartas de Ambrogio. Ayer, es cierto, no era muy dichoso. Pero no había leído las cartas de Ambrogio. Es toda la semana pasada lo que tendría que suprimirse».

Hojeó, gravemente, el bloque de notas. «Estamos… a martes. Así, pues, el día siguiente al de nuestra llegada fue lunes… Ese lunes por la mañana, sí, hice el recorrido desdigamos el recorrido de la hipoteca con Chevestre. Sentía tal prisa en dejarle que le planté, diciéndole que tenía que telefonear a París… Él quería proponerme una vez más… ¿Proponerme qué? ¡Ah, sí! Construir una especie de dique, un abalizamiento, en la parte baja del huerto, para impedir las pequeñas bromas anuales del río».

Agujereaba, con la punta del lápiz, el fino papel del bloque de notas, y calculaba: «Así que, si llego a ir con Chevestre, si al menos en apariencia me hubiera interesado por el deslizamiento de tierras a un nivel inferior, si llego a casa media hora más tarde, ¿no hubiera ocurrido nada? Es prodigioso. Prodigioso. ¡Lo que tendría entonces! Yo con sombrero de paja, Alicia destocada. Yo al volante. Alice a mi lado. Alice dibujando el vestido de Daffodyl… los labios azules a fuerza de morder el lápiz… la mueca que tiene cuando dibuja, su horrorosa naricita fruncida. ¿Tendría todo eso si hubiera seguido a Chevestre? Es prodigioso. Es demasiado… Es demasiado…».

Unas lágrimas se deslizaban a lo largo de su nariz, y se aprovechó del llanto para volver de nuevo a la exaltación.

—¡Sí, es demasiado! —exclamó en voz alta, ofendiendo la fragilidad del silencio de la madrugada. Una de las estanterías gemelas se estiró en el fondo de la habitación, y uno de los vasos se estremeció musicalmente contra la botella de agua.

Un arco de carmín, en el borde del vaso, recordaba que Alice había bebido en él. «Si se hubiera muerto, conservaría el vaso» —pensó Michel—. «Sí, pero está viva esa boca grande que sabe tan bien pintarse en arco. ¿

Que sabe tan bien… sabe tan bien…?», se repitió en su interior. Tres o cuatro palabras acudieron dócilmente a completar una frase que había leído una hora antes, y miró consternado a su alrededor. «¿Por dónde huir de palabras como éstas y de lo que me muestran? Sin embargo, he de poder huir. No soy el primero. ¡Ni el último, canastos!». Volvió a recuperar su sangre fría, se humilló: «Es cierto. Pero soy el único. Como todos los otros. Y, además, los otros no se han casado con Alice. No han puesto, como yo, todos los huevos en la misma cesta durante diez años. ¡Diez años! ¿No es tal vez una puerilidad que, al cabo de diez años, me sienta fuera de mí porque…? Exactamente, ¿por qué? Ayer, era a causa de una especie de idilio, confidencial, friolero, junto al fuego, un poco tontaina y charlatán…».

Hizo una mueca, dedicó a las sombras su sonrisa de burla, hizo: «

Pch, pch, pch, pch», remedando un charloteo.

«Hoy, es otra cosa…». ¡Hoy…!

—¡Imbécil! —dijo en voz alta y fuerte.

«¡Imbécil! Le he hecho a ella, y también a mí, la vida difícil, pues ella pretendía haber otorgado a ese tipo una… ¿cómo lo llamaba?, una amistad un poco voluptuosa. Una confianza… ¿Era la palabra confianza, o la palabra amistad, la que yo encontraba intolerable? Es para reír de veras. Si pudiera tener un día menos, le diría: “¡Si está muy bien! Si lo que le diste es lo más insignificante. Da tu amistad tanto y cuanto, y también tu confianza, ¡para el caso que hacéis vosotras las mujeres…! Y aunque sea un poco voluptuosa”, lánzate alegremente, querida».

Ahogó sus sollozos sobre su manga, la cabeza encima de su brazo doblado. «Hoy he encajado lo mío. Si al menos no le hubiera cogido las cartas… Pero le quité las cartas, y las he leído. Las he leído a fondo». Para demostrarle que, en efecto, las había leído bien, una pequeña frase irguió su cabeza violeta en forma de «

M» mayúscula. Hizo monerías un instante, luego tomó impulso, arrastrando tras sí una banderola de palabras sucias. Al final de la carta, la mano del amante había lanzado, como una flor en la cola de un vestido, un dibujito muy concreto.

Michel levantó la cabeza y se secó el rostro. Sabía que la segunda carta, y la tercera, ésta agradecida, aquélla prometedora, no cedían en nada a la primera, y que la segunda contenía, infamia enorme, una alegre cuarteta que obligaba a Alice a rimar lujuriosamente con cálice… Hizo con la mano un ademán moderado y sin esperanza. «No tiene arreglo. ¿Qué peor que no tener dudas? Y, además, si a ella se le ocurre quitarse el vestido delante de mí, volverme la espalda para saltar el borde de la bañera, ponerse a cuatro patas para buscar la sortija o el lápiz de labios…».

Se levantó como si hubiera sido empujado fuera del asiento: «Es increíble, la de porquerías que tres palabras pueden encerrar… Todo ha sido escrito, todo ha sido evocado, pensaron en todo…».

—¡En todo, hasta en lo que más me gustaba a mí! —gritó.

Su propia voz le alarmó, y miró en torno suyo.

Entre los postigos interiores semicerrados, nacía el día, casi tan azul como un claro de luna.

«El día… ¡Ya! Qué deprisa pasa el tiempo. El día ya. Estaba tan tranquilo. Tranquilo no es la palabra exacta, pero, en fin, estaba solo. Cuando ella se levante… ¿Qué será de mí, cuando ella abra la puerta del dormitorio? Preguntas, sorpresas, y una gentil inquietud. Y me dirá que no soy razonable, y se me acercará, posará sus manos sobre mis hombros, ¡esa intocable!, alzando sus hermosos brazos… ¿Y qué puedo hacer ahora de sus brazos en alto, de sus pequeñas axilas negras…? ¿Y de su lunar, junto al ombligo, un lunar grande como una pieza de diez céntimos…?».

Volvía, sin darse cuenta, para celebrar a Alice, a emplear un vocabulario de antaño, ordinario, apasionado, que ella le permitía todavía en instantes en que al sonido de una palabra se estremecía toda, cerraba los ojos y aspiraba el aire entre los dientes como si tuviera muchísimo frío… ¡Un lunar único! Grande como una pupila. Y cuando ella quería, móvil… Le decía: «He visto muchas mujeres en mi vida, pero tú eres la única que me ha guiñado el ojo con el vientre». ¿Muchas mujeres? Hablemos de eso. Para lo que han contado al lado de ella…

Perdió conciencia en medio de una palabra, pero aún no le había llegado el momento del descanso y el peso de su cabeza le despertó en el acto. Se sacudió, se levantó, vio que la brecha azul de la ventana se blanqueaba, y abrió los postigos interiores. En vez de la claridad que temía y de unos rayos horizontales al borde de un cielo limpio, se encontró ante el alba gris, ante el sueño de las plantas encorvadas bajo sus cabelleras de agua. Un gallo encerrado cantó con sordina; el olor del establo vagó en el aire, despertando un hambre dolorosa en el estómago vacío de Michel.

«Si como, todo se irá al cuerno. Me conozco». Apagó la lámpara del escritorio, pero no abrió el cajón que contenía un revólver. «¿Yo, hacer semejante cosa en mi casa? ¿Mostrar eso a Alice…? Y María, ¿qué diría María…?».

Se abrochó la chaqueta, tanteó la cartera en el bolsillo. «Pensándolo bien, me la quedo, puesto que el dinero está en el cajón. Veamos, veamos; estábamos diciendo… ¿El pañuelo? Sí, tengo mi pañuelo. ¿La agenda? Tengo la agenda. Me parece que no olvido nada».

Para evitar el chirrido de las puertas, franqueó, haciendo un esfuerzo, el balcón. «Como un enamorado, señora. Un enamorado algo anquilosado…». Al pasar, el jazminero amarillo y el rosal de mayo le derramaron en la nuca una lluvia de gotitas, tan fría que no pudo reprimir un «¡Huy! ¡Huy! ¡Huy!» imprudente. Desde el borde de la terraza contempló a Cransac cerrado y malhumorado, sus dos torres achaparradas bajo sus calados sombreros de tejas. «¡Ah!, mi Cransac… Mi Cransac tan querido…». Avivaba su emoción, pero no experimentó el menor enternecimiento, y se encogió de hombros. «No —se confesó—. ¿A qué tengo cariño, fuera de Alice? A nada. Cransac es un pequeño sentimiento en conserva. Y también una buena dosis de vanidad, vamos, confesémoslo… Lo que no impide que deje a los dos al descubierto, a Alice y a Cransac…».

Se animó con la malignidad del que ve correr a los transeúntes bajo el chaparrón, cuando él ya se ha cobijado a tiempo. «¡Oh!, se las compondrá bien. Cuando quiere… ¡La veo ya teniéndoselas tiesas con Chevestre! Y con la gente del seguro de vida, que siempre rechazan la tesis de un accidente. ¡Ah, será un soberbio espectáculo! ¡Toma, y mi contrato con Ambrogio! El nizardo sabrá con quién ha de habérselas. Estará magnífica, con un aplomo colosal… La cabeza hacia atrás, el pitillo en la boca, la mano en la cadera…».

Un vértigo producido por la inanición no pudo velarle aquella cadera, ni el pliegue que la marcaba cada vez que Alice, asaltada a traición, giraba sobre su cintura sin soltarse de su agresor…

Se precipitó por la pendiente, atravesó el bosquecito donde aún reinaba la noche, y encontró bajo sus pasos, pesado, retardado por su légamo ferruginoso, el río que golpeaba, con pequeñas y mudas olas, la rota cerca del parque.

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