Dune

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Libro primero: Dune » Capítulo 14

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Probablemente no haya en nuestra vida un instante más terrible que aquel en que uno descubre que su padre es un hombre… hecho de carne humana.

De Frases escogidas de Muad’Dib, por la PRINCESA IRULAN

—Paul —dijo el Duque—, estoy haciendo una cosa odiosa, pero debo hacerla.

Estaba de pie junto al detector de venenos portátil que había sido traído a la sala de conferencias para su desayuno. Los brazos sensores del aparato pendían inertes sobre la mesa, recordando a Paul un extraño insecto muerto recientemente.

La intención del Duque estaba dirigida fuera de las ventanas, al campo de aterrizaje y a los vértices de polvo girando en el cielo matutino.

Paul estaba ante él, observando por el visor un corto filmclip sobre las prácticas religiosas de los Fremen. El clip había sido compilado por uno de los expertos de Hawat, y Paul se sintió turbado por las referencias a sí mismo que contenían.

«¡Mahdi!».

«¡Lisan al-Gaib!».

Cerró los ojos y oyó de nuevo los gritos de la multitud. Así que es eso lo que esperan, pensó. Y recordó lo que había dicho la Reverenda Madre: Kwisatz Haderach. Los recuerdos despertaron de nuevo en él la sensación de una terrible finalidad, poblando aquel extraño mundo de impresiones que aún no conseguía comprender.

—Algo odioso —dijo el Duque.

—¿Qué quieres decir, señor?

Leto se volvió y miró a su hijo.

—Los Harkonnen piensan engañarme destruyendo mi confianza en tu madre. Ignoran que sería más fácil hacerme perder la confianza en mí mismo.

—No comprendo, señor.

Leto se volvió de nuevo hacia las ventanas. El blanco sol estaba ya alto en el cuadrante matutino. La lechosa claridad hacía resaltar un hervor de nubes polvorientas que amarilleaban sobre los cañones profundamente cortados de la Muralla Escudo.

Lentamente, hablando en voz muy baja para contener su ira, el Duque explicó a Paul todo lo referente a la misteriosa nota.

—También, por la misma razón, podríamos dudar de mí —dijo Paul.

—Deben creer que han tenido éxito —dijo el Duque—. Es preciso que me crean tan loco como para pensar que es posible. Ha de parecer auténtico. Ni siquiera tu madre debe saber nada acerca de todo esto.

—Pero, señor, ¿por qué?

—La respuesta de tu madre no debe ser una acción. Oh, ella es capaz de una acción suprema… pero hay demasiadas cosas en juego aquí. Debo desenmascarar al traidor. Es necesario que le convenza de que he caído completamente en el engaño. Es mejor herirla así que hacerla sufrir luego cien veces más.

—¿Por qué me dices esto, padre? Puedo repetírselo a ella.

—Tú estás fuera de todo esto —dijo el Duque—. Y guardarás el secreto. Es necesario. —Se acercó a la ventana, hablando sin volverse—. De este modo, si me ocurriera algo, tú podrías decirle la verdad… que nunca he dudado de ella, ni siquiera por un instante. Quiero que lo sepa.

Paul captó pensamientos de muerte tras las palabras de su padre, y dijo rápidamente:

—No te ocurrirá nada, señor. Yo…

—Silencio, hijo.

Paul contempló la espalda de su padre, notando la fatiga en la curva de su cuello y hombros y en la lentitud de sus movimientos.

—Tan sólo estás algo cansado, padre.

—Estoy cansado —admitió el Duque—. Estoy moralmente cansado. La melancólica degeneración de las Grandes Casas ha terminado quizá por alcanzarme. Y éramos tan fuertes antes.

—¡Nuestra Casa no ha degenerado! —dijo Paul con rabia.

—¿De veras?

El Duque se volvió haciendo frente a su hijo, revelando círculos negros alrededor de sus duros ojos y una cínica mueca en su boca.

—Hubiera debido casarme con tu madre, hacerla mi Duquesa. Sin embargo… mi condición de soltero hace que algunas Casas esperen aún poder aliarse conmigo casándome con alguna de sus hijas. —Se alzó de hombros—. Así que yo…

—Madre me ha explicado esto.

—No hay nada que consiga tanta lealtad hacia un líder como su aire de bravura —dijo el Duque—. Yo siempre he cultivado en mí un aire de bravura.

—Tú mandas bien —protestó Paul—. Gobiernas bien. Los hombres te siguen por su propia voluntad y te quieren.

—Mis servicios de propaganda están entre los mejores —dijo el Duque. Se volvió de nuevo para estudiar el paisaje, allí fuera—. Hay grandes posibilidades para nosotros, aquí en Arrakis, muchas más de las que nunca haya sospechado el Imperio. Y pese a todo hay veces en que pienso que hubiéramos hecho mejor huyendo, convirtiéndonos en renegados. A veces desearía que fuera posible hundirnos en el anonimato entre la gente, estar menos expuestos a…

—¡Padre!

—Sí, estoy cansado —dijo el Duque—. ¿Sabes que estamos usando ya los residuos de la especia como materia prima para fabricar película virgen?

—¿Señor?

—No podemos hacer menos que esto —dijo el Duque—. De otro modo, ¿cómo podríamos inundar los pueblos y las ciudades con nuestras informaciones? La gente debe saber lo bien que la gobierno. ¿Y cómo puede saberlo si nosotros no se lo decimos?

—Deberías descansar un poco —dijo Paul.

El Duque miró de nuevo a su hijo.

—Había olvidado mencionarte otra gran ventaja de Arrakis. La especia está aquí por todos lados. Uno la come y la bebe en cualquier cosa. Y he descubierto que esto confiere cierta inmunidad natural contra algunos de los venenos más comunes del Manual de Asesinos. Y la necesidad de controlar la menor gota de agua hace que toda la producción alimenticia, grasas, hidropónicas, alimentos químicos, todo, sea estrechamente controlado. Nosotros no podemos eliminar una parte de la población valiéndonos del veneno, pero es igualmente imposible atacarnos del mismo modo. Arrakis nos obliga a ser morales y éticos.

Paul iba a hablar, pero el Duque lo interrumpió:

—Tengo que decirle todo esto a alguien, hijo. —Suspiró, mirando de nuevo el árido paisaje, donde incluso las flores habían desaparecido, pisoteadas por los recolectores de rocío y quemadas por el sol—. En Caladan, teníamos con nosotros el poder del mar y del cielo —dijo—. Aquí, debemos obtener el poder del desierto. Esta es tu herencia, Paul. ¿Qué será de ti si a mí me ocurre algo? No tendrás una Casa renegada, sino una Casa de guerrilleros… perseguida, cazada.

Paul buscó palabras para responder, pero no encontró ninguna. Jamás había visto a su padre tan abatido.

—Para conservar Arrakis —dijo el Duque—, uno ha de enfrentarse con decisiones que pueden costar el respeto hacia uno mismo. —Señaló fuera de la ventana, hacia el estandarte verde y negro de los Atreides que colgaba fláccidamente de un mástil, al borde del campo de aterrizaje—. Esta honorable bandera puede que algún día simbolice muchas cosas malditas.

Paul tenía la garganta seca. Las palabras de su padre le parecían fútiles, llenas de un fatalismo que causaba en el muchacho una sensación de vacío en el pecho.

El Duque tomó una tableta antifatiga de un bolsillo y la tragó sin ayuda de ningún líquido.

—Poder y miedo —dijo—. Los instrumentos de gobierno. Daré órdenes de que se intensifique tu entrenamiento para la guerrilla. Ese filmclip… te llaman «Mahdi»… «Lisan al-Gaib»… como último recurso, podrías utilizar incluso esto.

Paul miró fijamente a su padre, observando que sus hombros se erguían a medida que la tableta iba haciendo efecto, pero recordando las palabras de duda y temor que acababa de oír.

—¿Qué es lo que retiene al ecólogo? —murmuró el Duque—. Le he dicho a Thufir que quería verlo lo más pronto posible.

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