Dune

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Libro primero: Dune » Capítulo 15

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15

Mi padre, el Emperador Padishah, me tomó un día por la mano y sentí, gracias a las enseñanzas de mi madre, que estaba turbado. Me condujo a la Sala de Retratos, hasta el egosímil del Duque Leto Atreides. Observé el enorme parecido entre ellos —entre mi padre y aquel hombre del retrato—, ambos con idéntico rostro delgado y elegante, dominado por los mismos gélidos ojos. «Hija-princesa —dijo mi padre—, me hubiera gustado que hubieses tenido más edad cuando llegó para este hombre el momento de elegir una mujer». Mi padre tenía 71 años en aquel tiempo, y no se veía más viejo que el hombre del retrato. Yo tenía tan sólo 14 años, y aún recuerdo haber deducido en aquel instante que mi padre había deseado en secreto que el Duque fuera su hijo, y que odiaba las necesidades políticas que les convertían en enemigos.

En la casa de mi padre, por la PRINCESA IRULAN

El primer encuentro con la gente a la que se le había ordenado traicionar alteró al doctor Kynes. Se vanagloriaba de ser un científico, para el cual las leyendas eran tan sólo otros tantos interesantes indicios que revelaban las raíces de una cultura. Y sin embargo, aquel muchacho personificaba la antigua profecía con gran precisión. Tenía «los ojos inquisitivos» y el aire de «reservado candor».

De acuerdo, la profecía no precisaba si la Diosa Madre llegaría con el Mesías o le introduciría en escena cuando llegara el momento. Pero resultaba extraña aquella correspondencia entre las personas y la profecía.

El encuentro tuvo lugar a media mañana, fuera del edificio administrativo del campo de aterrizaje de Arrakeen. Un ornitóptero sin distintivo estaba posado en tierra, cerca de allí, y zumbaba débilmente, listo para iniciar su vuelo como un pájaro soñoliento. Un guardia Atreides estaba a su lado, con la espada desenvainada, circundado por la ligera distorsión del aire producida por su escudo.

Kynes sonrió furtivamente y pensó: ¡Ahí les reserva Arrakis una enorme sorpresa!

El planetólogo levantó una mano, indicando a sus guardias Fremen que se mantuvieran alejados. Siguió avanzando a largos pasos en dirección a la entrada del edificio, un agujero negro en la roca revestida de plástico. Era tan vulnerable aquel edificio monolítico, pensó. Mucho más indefenso que una caverna.

Un movimiento en la entrada atrajo su atención. Se detuvo, aprovechando la ocasión para ajustar su ropa y la fijación en su hombro izquierdo de su destiltraje.

Las puertas de entrada se abrieron de par en par. Unos guardias Atreides surgieron rápidamente, todos ellos bien armados: aturdidores de descarga lenta, espadas y escudos. Tras ellos apareció un hombre alto, similar a un halcón, de piel y cabellos oscuros. Llevaba una capa jubba con el emblema de los Atreides bordado en el pecho, y se le notaba incómodo bajo aquella poco familiar indumentaria. La capa se pegaba a las perneras de su destiltraje por uno de los lados. Se le veía rígido, carente de agilidad y ritmo.

Al lado del hombre caminaba un joven con los mismos cabellos negros pero con el rostro más redondeado. Parecía un poco pequeño para los quince años que Kynes sabía que tenía. Pero el joven cuerpo emanaba un sentido de mando, una seguridad en el porte, como si tuviera el poder de distinguir y reconocer a su alrededor muchas cosas que eran invisibles para los demás. Llevaba el mismo tipo de capa que su padre, aunque con una casual naturalidad que hacía pensar que la había llevado durante mucho tiempo.

«El Mahdi conocerá cosas que los demás no sabrán ver», rezaba la profecía.

Kynes agitó la cabeza, diciéndose a sí mismo: Tan sólo son hombres.

Junto a ellos dos, vestido también para el desierto, había alguien más a quien Kynes reconoció: Gurney Halleck. Kynes respiró profundamente para calmar su resentimiento hacia Halleck, que le había instruido acerca de cómo debía comportarse con el Duque y el heredero ducal.

«Deberéis llamar al Duque, “Señor” o “mi Señor”. “Noble Nacido” también es correcto, pero usualmente está reservado a ocasiones más formales. El hijo debe ser llamado “joven amo” o “mi Señor”. El duque es un hombre muy indulgente pero no tolera la menor familiaridad».

Y Kynes pensó, mientras observaba cómo el grupo se acercaba: Pronto aprenderán quién es el verdadero dueño en Arrakis. ¿Han ordenado a aquel Mentat que me interrogue durante más de la mitad de la noche? ¿Esperan de mí que les guíe a inspeccionar una explotación de especia? ¿Realmente?

La importancia de las preguntas de Hawat no se le había escapado a Kynes. Querían las bases Imperiales. Era obvio que habían sido informados por Idaho acerca de las mismas.

Ordenaré a Stilgar que envíe la cabeza de Idaho a su Duque, se dijo a sí mismo Kynes.

El grupo ducal estaba ya a pocos pasos de él, con sus botas haciendo crujir la arena bajo sus pasos.

Kynes se inclinó.

—Mi Señor, Duque.

Mientras se acercaban a la solitaria figura de pie junto al ornitóptero, Leto no había dejado de estudiarla: alta, delgada, revestida con las amplias ropas del desierto, destiltraje y botas bajas. El hombre había echado hacia atrás la capucha, y su velo colgaba a un lado, revelando unos largos cabellos color arena y una corta barba. Sus ojos eran inescrutables bajo sus espesas cejas, azul sobre azul. Rastros de manchas negras marcaban aún sus párpados.

—Sois el ecólogo —dijo el Duque.

—Aquí preferimos el antiguo título, mi Señor —dijo Kynes—. Planetólogo.

—Como prefiráis —dijo el Duque. Miró hacia Paul—. Hijo, este es el Árbitro del Cambio, el juez de las disputas, el hombre que tiene la misión de procurar que sean cumplidas todas las formalidades en nuestra toma de posesión sobre este feudo. —Miró de nuevo a Kynes—. Este es mi hijo.

—Mi Señor —dijo Kynes.

—¿Sois un Fremen? —preguntó Paul.

Kynes sonrió.

—Soy aceptado tanto en el sietch como en el poblado, joven amo. Pero estoy al servicio de Su Majestad: soy el Planetólogo Imperial.

Paul asintió, impresionado por la apariencia de fuerza que emanaba de aquel hombre. Halleck le había señalado a Kynes desde una de las ventanas superiores del edificio administrativo:

—Ese hombre que está parado allí, con la escolta Fremen… el que ahora se dirige hacia el ornitóptero.

Paul había examinado brevemente a Kynes con los binoculares, observando la boca delgada y recta, la frente alta. Halleck le había susurrado al oído:

—Un tipo extraño. Habla de un modo preciso: claramente, sin ambigüedades, como cortando las palabras con una navaja.

Y el Duque, tras ellos, había añadido:

—Un tipo científico.

Ahora, a pocos pasos del hombre, Paul sentía la fuerza que emanaba de Kynes, el impacto de su personalidad, como si fuera un hombre de sangre real, nacido para mandar.

—Creo que debemos daros las gracias por los destiltrajes y las capas jubba —dijo el Duque.

—Espero que os vayan bien, mi Señor —dijo Kynes—. Son obra de los Fremen, y han intentado respetar tanto como han podido las dimensiones facilitadas por vuestro hombre Halleck aquí presente.

—Según tengo entendido, habéis dicho que no podríais llevarnos hasta el desierto si no usábamos esta vestimenta —dijo el Duque—. Nosotros podemos llevar gran cantidad de agua. No tenemos intención de permanecer fuera mucho tiempo, y además tendremos una cobertura aérea… la escolta que estáis viendo en estos momentos encima de nosotros. Es poco probable que nos veamos obligados a aterrizar.

Kynes lo miró fijamente, estudiando la carne rica en agua de aquel hombre. Habló fríamente.

—Nunca habléis de probabilidades en Arrakis. Hablad tan sólo de posibilidades.

Halleck se tensó.

—¡Dirigios al Duque como mi Señor!

Leto le hizo su gesto personal indicándole que se callara, y dijo:

—Somos nuevos aquí, Gurney. Debemos hacer concesiones.

—Como deseéis, Señor.

—Os quedamos muy reconocidos, doctor Kynes —dijo Leto—. Esos trajes y vuestra consideración acerca de nuestra seguridad no serán olvidados.

Impulsivamente, Paul citó un párrafo de la Biblia Católica Naranja:

—«El regalo es la bendición de quien lo hace» —dijo.

Las palabras resonaron fuertemente en el quieto aire. Los Fremen que Kynes había dejado a la sombra del edificio administrativo se pusieron de pie y murmuraron excitados. Uno de ellos dijo en voz alta:

—¡Lisan al-Gaib!

Kynes se volvió bruscamente e hizo un gesto imperativo con la mano. Dos guardias retrocedieron, murmurando entre sí, y se cobijaron de nuevo en la sombra del edificio.

—Muy interesante —dijo Leto.

Kynes dejó resbalar su dura mirada del Duque a Paul, y dijo:

—Muchos de los nativos del desierto son supersticiosos. No les prestéis atención. No os quieren ningún mal —pero pensó en las palabras de la leyenda: «Te darán la bienvenida con las Palabras Sagradas y tus regalos serán una bendición».

El juicio de Leto sobre Kynes, basado en parte en el breve informe verbal de Hawat (precavido y muy suspicaz), cristalizó súbitamente: el hombre era Fremen. Kynes había venido a ellos con una escolta Fremen, lo cual podía significar simplemente que los Fremen estaban sometiendo a prueba su nueva libertad de entrar en las áreas urbanas… aunque la escolta parecía más bien una guardia de honor. Y por sus maneras, Kynes parecía un hombre orgulloso, habituado a la libertad, con su lenguaje y sus modales sujetos tan sólo por su propia suspicacia. La observación de Paul había sido directa y pertinente.

Kynes se había convertido en un nativo.

—¿No deberíamos partir, Señor? —preguntó Halleck.

El Duque asintió.

—Yo pilotaré mi propio tóptero. Kynes puede sentarse delante, junto a mí, para guiarme. Tú y Paul os colocaréis en los asientos de atrás.

—Un momento, por favor —dijo Kynes—. Con vuestro permiso, Señor, debo controlar la seguridad de vuestros trajes.

El Duque fue a decir algo, pero Kynes insistió:

—Me preocupo por mi piel tanto como por la vuestra… mi Señor. Sé perfectamente qué garganta sería cercenada si os ocurriera algo mientras estáis a mi cuidado.

El Duque frunció el ceño, pensando: ¡Vaya momento delicado! Si rehúso, puedo ofenderlo. Y es un hombre que puede representar un inestimable valor para mí. Y sin embargo… dejarle penetrar así mi escudo, tocar mi persona, cuando sé aún tan poco sobre él…

Los pensamientos corrían por su mente, empujados por una decisión que debía ser tomada inmediatamente.

—Estamos en vuestras manos —dijo el Duque. Dio un paso adelante y abrió su ropa, viendo a Halleck alzándose sobre la punta de sus pies, inmóvil y atento, aunque aparentemente tranquilo—. Y, si sois tan amable —prosiguió el Duque—, os agradeceré una explicación acerca de esa ropa de alguien que vive tan íntimamente con ella.

—Ciertamente —dijo Kynes. Metió la mano bajo la ropa para comprobar las fijaciones de los hombros, hablando mientras examinaba el conjunto—. Básicamente es un tejido de varias microcapas… un filtro de alta eficacia y un sistema de intercambio de calor. —Ajustó las fijaciones de los hombros—. La capa en contacto con la piel es porosa. La transpiración pasa a través, refrescando el cuerpo… un proceso normal de evaporación. Las otras dos capas… —Kynes apretó el pectoral—… contienen filamentos de intercambio de calor y precipitaciones de sal. La sal es así recuperada.

Invitó al Duque a alzar los brazos con un gesto, y éste dijo:

—Muy interesante.

—Respirad profundamente —dijo Kynes.

El Duque obedeció.

Kynes estudió las fijaciones de las axilas, ajustando una.

—Los movimientos del cuerpo, especialmente la respiración —dijo— y alguna acción osmótica, proveen al cuerpo de la energía suficiente para el bombeo. —Alargó ligeramente el pectoral—. El agua recuperada circula y termina yendo a parar a los bolsillos de recuperación, de donde uno puede aspirarla a través de este tubo fijado al lado de vuestro cuello.

El Duque ladeó la cabeza para ver la extremidad del tubo.

—Simple y eficiente —dijo—. Buena construcción.

Kynes se arrodilló para examinar las fijaciones de la piernas.

—La orina y las heces son procesadas en el revestimiento de los muslos —dijo, alzándose, tendiendo una mano hacia la fijación del cuello y levantando una sección cuadrada—. En pleno desierto, deberéis llevar este filtro sobre el rostro y estos tampones fijados a estos tubos en la nariz. Se inspira a través del filtro, con la boca, y se expira a través de la nariz. Con un traje Fremen en buenas condiciones, no perderéis más de un dedal de humedad al día… aunque os perdierais en el Gran Erg.

—Un dedal por día —dijo el Duque.

Kynes apretó un dedo contra la parte de la ropa que cubría la frente y dijo:

—Aquí es probable que el roce produzca irritación. En este caso, decídmelo y apretaré un poco más.

—Gracias —dijo el Duque. Movió los hombros, mientras Kynes retrocedía, y se sintió mucho más cómodo, notando que el traje estaba mejor ajustado y le irritaba menos.

Kynes se volvió hacia Paul.

—Ahora vamos a por vos, joven.

Un hombre valiente, pensó el Duque. Pero deberá aprender a darnos nuestros títulos.

Paul permaneció impasible mientras Kynes inspeccionaba sus ropas. Colocarse aquel traje de brillante y crujiente superficie le había causado una extraña sensación. En su consciencia sabía absolutamente que nunca antes de ahora se había enfundado un destiltraje. Y sin embargo, cada movimiento mientras se lo ajustaba bajo la torpe dirección de Gurney le había parecido natural e instintivo. Cuando había apretado el pectoral para obtener la máxima acción de bombeo del movimiento respiratorio, había sabido exactamente lo que estaba haciendo y para qué. Cuando había sujetado las correas del cuello y la frente, apretándolas al máximo, había sabido que esto era indispensable para evitar los roces.

Kynes se alzó y retrocedió con una expresión desconcertada.

—¿Habéis llevado ya un destiltraje antes de ahora? —preguntó.

—Esta es la primera vez.

—Entonces, ¿alguien os lo ha ajustado?

—No.

—Vuestras botas de desierto están puestas de modo que dejan libre juego a los tobillos. ¿Quién os lo ha enseñado?

—Esto… me ha parecido que era el modo correcto de ponérmelas.

—Realmente lo es.

Y Kynes se frotó la barbilla, pensando en la leyenda: Conocerá vuestras costumbres como si hubiera nacido entre vosotros.

—Estamos perdiendo el tiempo —dijo el Duque. Hizo un gesto en dirección al tóptero que esperaba y avanzó hacia él, aceptando el saludo del guardia con una inclinación. Subió a bordo, se aplicó el cinturón de seguridad, revisó los controles e instrumentos. El aparato chirrió cuando los otros subieron a bordo.

Kynes ajustó su cinturón, observando el lujoso confort de la cabina: blando tapizado gris verdoso, asientos mullidos, brillantes instrumentos, la sensación de frescor del aire filtrado en el momento en que se cerraban las compuertas y los ventiladores se ponían en marcha.

¡Tanta comodidad!, pensó.

—Todo a punto, Señor —dijo Halleck.

Leto dio paso al flujo de energía, las alas se alzaron y bajaron una, dos veces… A los diez metros de carrera remontaron el vuelo, con las alas estremeciéndose ligeramente y los chorros posteriores elevándolos por el aire con un suave silbido.

—Al sudeste, por encima de la Muralla Escudo —dijo Kynes—. Allí es donde he dicho a vuestro maestro de arena que concentrara su equipo.

—De acuerdo.

El Duque hizo elevarse el aparato hasta que se vio rodeado por todos lados por la cobertura aérea de los otros tópteros, que se colocaron inmediatamente en formación.

—El diseño y manufactura de estos destiltrajes revela un alto grado de sofisticación —dijo el Duque.

—Algún día os haré visitar una factoría sietch —dijo Kynes.

—Me interesará mucho —dijo el Duque—. He observado que estos trajes son confeccionados también en algunas de las ciudades de guarnición.

—Son malas copias —dijo Kynes—. Cualquier hombre de Dune que tenga aprecio por su piel utiliza trajes Fremen.

—¿Y mantiene su pérdida de agua en el límite de un dedal por día?

—Propiamente vestido, con la visera frontal bien apretada, todas las fijaciones en orden, la mayor pérdida de agua se produce a través de las palmas de las manos —dijo Kynes—. Uno puede llevar también guantes cuando no hay que realizar trabajos delicados, pero en el desierto la mayor parte de los Fremen prefieren frotarse las manos con el jugo de las hojas del arbusto creosota. Esto inhibe la transpiración.

El Duque miró hacia abajo, a la izquierda, hacia el quebrado paisaje de la Muralla Escudo: vorágines de rocas torturadas, manchas amarillas y pardas marcadas por negras grietas. Era como si alguien hubiera lanzado desde el espacio aquel inmenso macizo, para dejarlo hundido allí para la eternidad.

Cruzaron una depresión poco profunda, donde se deslizaban largos tentáculos de arena gris proveniente de un cañón abierto al sur. Los dedos de arena parecían correr hacia la depresión… como un delta seco que se destacaba sobre el oscuro fondo de la roca.

Kynes, sentado inmóvil, pensaba en toda aquella carne repleta de agua que había sentido bajo los destiltrajes. Llevaban cinturones escudo bajo sus ropas, aturdidores de descarga lenta a la cintura, y colgando del cuello transmisores miniatura de emergencia. Tanto el Duque como su hijo llevaban puñales de muñeca metidos en sus fundas, y las fundas parecían ser de buena calidad. Aquella gente sorprendía a Kynes con su mezcla de delicadeza y de fuerza. Poseían una cualidad elusiva que los hacía completamente distintos de los Harkonnen.

—Cuando presentéis vuestro informe sobre el cambio de gobierno al Emperador, ¿pensáis decirle que hemos observado las reglas? —preguntó Leto. Lanzó una ojeada a Kynes, y después se concentró de nuevo en su rumbo.

—Los Harkonnen se han ido, vos habéis venido —dijo Kynes.

—¿Y todo ha sido hecho como debía haber sido hecho? —preguntó Leto.

Una momentánea tensión se dibujó en un músculo a lo largo de la mandíbula de Kynes.

—Como planetólogo y Árbitro del Cambio dependo directamente del Imperio… mi Señor.

El Duque sonrió sin alegría.

—Pero ambos sabemos la realidad.

—Debo recordaros que Su Majestad financia mi trabajo.

—¿De veras? ¿Y cuál es vuestro trabajo?

En el breve silencio que siguió, Paul pensó: Está empujando a ese Kynes demasiado aprisa. Paul miró a Halleck, pero el juglar guerrero estaba contemplando el desolado paisaje.

—Por supuesto —dijo Kynes en voz muy baja—, os estáis refiriendo a mis trabajos de planetólogo.

—Por supuesto.

—Consisten principalmente en la biología y la botánica de las tierras áridas… un poco de geología, perforaciones de la corteza y algunos experimentos. Uno nunca puede agotar las posibilidades de todo un planeta.

—¿Realizáis también investigaciones acerca de la especia?

Kynes se volvió, y Paul notó la dura línea del perfil del hombre.

—Esta es una curiosa pregunta, mi Señor.

—No olvidéis, Kynes, que este es ahora mi feudo. Mis métodos difieren de aquellos de los Harkonnen. No me importa que estudiéis la especia, siempre que compartáis conmigo los resultados. —Observó fijamente al planetólogo—. Los Harkonnen no estimulaban las investigaciones acerca de la especia, ¿no es cierto?

Kynes lo miró a su vez, sin responder.

—Podéis hablar abiertamente —dijo el Duque—, sin ningún temor por vuestra vida.

—La Corte Imperial está ciertamente muy lejos —murmuro Kynes. Y pensó: ¿Qué está esperando este invasor repleto de agua? ¿Me cree tan estúpido como para ponerme a su servicio?

El Duque emitió una risita, dirigiendo toda su atención al rumbo.

—Detecto una nota de amargura en vuestra voz, señor. Nos hemos precipitado sobre este mundo con nuestra pandilla de asesinos domesticados, ¿no es cierto? Y esperamos haceros admitir inmediatamente que somos distintos de los Harkonnen.

—He leído la propaganda con que habéis inundado sietch y poblados —dijo Kynes—. ¡Amad al buen Duque! Vuestros cuerpos de…

—¡Tened cuidado! —aulló Halleck. Había desviado su atención de la ventana, inclinándose hacia adelante.

Paul puso su mano sobre el brazo de Halleck.

—¡Gurney! —dijo el Duque. Se volvió a mirarle—. Este hombre ha servido largo tiempo a los Harkonnen.

Halleck se sentó de nuevo.

—Ya.

—Vuestro hombre Hawat es muy sutil —dijo Kynes—, pero sus intenciones son demasiado evidentes.

—¿Nos abriréis las bases, entonces? —preguntó el Duque.

—Son propiedades de Su Majestad —dijo Kynes secamente.

—Nadie las usa.

—Podrían ser usadas.

—¿Su Majestad es de esa opinión?

Kynes miró duramente al Duque.

—¡Arrakis podría ser un Edén si sus gobernantes se preocuparan de otras cosas además de la especia!

No ha respondido a mi pregunta, se dijo a sí mismo el Duque. Y preguntó:

—¿Cómo es posible que un planeta pueda convertirse en un Edén sin dinero?

—¿De qué os sirve el dinero —preguntó a su vez Kynes— si no os procura los servicios de quienes necesitáis?

¡Oh, ya basta!, pensó el Duque. Y dijo:

—Discutiremos esto en otra ocasión. Si no me equivoco, nos estamos acercando al borde de la Muralla Escudo. ¿Mantengo el mismo rumbo?

—El mismo rumbo —murmuró Kynes.

Paul miró a través de su ventanilla. Debajo de ellos, la accidentada pared se precipitaba formando terrazas hasta una llanura de roca desnuda rematada por una acerada cornisa. Más allá del borde, las dunas en forma de media luna, parecidas a uñas, se alineaban hasta el horizonte, con manchas oscuras, aquí y allá, en la lejanía, señalando algo que no era arena. Floraciones rocosas tal vez. En aquel aire sofocante, Paul no se hubiera atrevido a asegurarlo.

—¿Hay plantas ahí abajo? —preguntó.

—Algunas —dijo Kynes—. En esta latitud, la vida está representada principalmente por lo que nosotros llamamos pequeños ladrones de agua… plantas que se depredan mutuamente la humedad, absorbiendo incluso el más pequeño rastro de rocío. Algunas zonas del desierto hierven de vida. Pero todas estas criaturas han aprendido a sobrevivir a los rigores del desierto. Si vos os vierais abandonado allí abajo, tendríais que imitar estas formas de vida o morir.

—¿Queréis decir robar el agua de los demás? —preguntó Paul. La idea le parecía ultrajante, y el temblor de su voz traicionó su emoción.

—Así es —dijo Kynes—, pero no era ese precisamente el significado de mis palabras. Ved, mi clima exige una actitud especial hacia el agua. Siempre se piensa en el agua, en cualquier momento. Nadie malgasta nada que contenga un poco de humedad.

Y el Duque pensó: «¡… mi clima!».

—Girad dos grados hacia el sur, mi Señor —dijo Kynes—. Hay una borrasca avanzando por el Oeste.

El Duque asintió. Había visto a lo lejos el torbellino de anaranjada arena. Hizo dar un giro al tóptero, y observó el reflejo naranja del polvo sobre las alas de los aparatos de escolta que imitaban su maniobra.

—Esto debería permitirnos evitar la tormenta —dijo Kynes.

—Volar en medio de esta arena debe ser peligroso —dijo Paul—. ¿Puede atacar realmente los más duros metales?

—A esta altura no es arena, sino tan sólo polvo —dijo Kynes—. Los principales peligros son la falta de visibilidad, la turbulencia y las válvulas de aspiración, que se ven cegadas.

—¿Asistimos a la extracción de la especia hoy? —preguntó Paul.

—Muy probablemente —dijo Kynes.

Paul se echó hacia atrás en su asiento. Se había servido de las preguntas y de su hiperpercepción para realizar lo que su madre llamaba el «registro» de una persona. Ahora tenía a Kynes… el tono de su voz, cada uno de los más pequeños detalles de su rostro y su modo de moverse. Una arruga no natural en la manga izquierda de su vestido revelaba la presencia de un cuchillo en una funda en su brazo. Su talle estaba curiosamente hinchado. Se decía que los hombres del desierto llevaban un saco de cintura donde guardaban pequeños objetos. Quizá la hinchazón era debida a un cinturón escudo. Una aguja de cobre grabada con la imagen de una liebre cerraba el vestido de Kynes a la altura del cuello. Otra aguja más pequeña pero llevando el mismo dibujo era visible en el borde de la capucha echada sobre sus hombros.

Halleck se volvió en su asiento junto a Paul, alcanzó el compartimento de atrás y extrajo su baliset. Kynes le miró un instante mientras afinaba el instrumento, después volvió su atención al rumbo.

—¿Qué os gustaría oír, joven amo? —preguntó Halleck.

—Elige tú, Gurney —dijo Paul.

Halleck acercó su oído a la caja armónica, pulsó una cuerda y cantó suavemente:

Nuestros padres comen maná en el desierto,

En los lugares ardientes donde aúllan los vientos.

¡Señor, sálvanos de esta horrible tierra!

Sálvanos… ah-h-h-h, sálvanos

De esta seca y sedienta tierra.

Kynes lanzó una mirada al Duque.

—Viajáis con una escolta de guardias muy reducida, mi Señor. ¿Están todos ellos dotados de tal número de talentos?

—¿Gurney? —el Duque ahogó una risita—. Gurney es un caso especial. Me gusta tenerle junto a mí por sus ojos. Pocas cosas escapan a sus ojos.

El planetólogo frunció el ceño.

Sin perder el ritmo de su tonada, Halleck intercaló:

¡Porque soy como un búho del desierto, oh-o!

¡Aiyah!, ¡soy como un búho del desier… to!

El Duque se inclinó bruscamente hacia adelante, tomó un micrófono del panel de instrumentos, lo conectó con un golpe del pulgar y dijo:

—Jefe a Escolta Gamma. Objeto volador a las nueve en punto, sector B. ¿Puedes identificarlo?

—Es tan sólo un pájaro —dijo Kynes, y añadió—: Tenéis una aguda mirada.

El altoparlante chasqueó y dijo:

—Escolta Gamma. Objeto examinado al máximo aumento. Se trata de un pájaro de gran tamaño.

Paul miró en la dirección indicada, distinguiendo una mancha distante: un punto que se movía intermitentemente. Captó la tensión bajo la que estaba su padre, con todos sus sentidos alertados al máximo.

—Ignoraba que existieran pájaros tan grandes tan adentro en el desierto —dijo el Duque.

—Probablemente se trata de un águila —dijo Kynes—. Buen número de criaturas se han adaptado a este lugar.

El ornitóptero sobrevolaba una llanura rocosa completamente desnuda. Paul miró hacia abajo a través de dos mil metros de altitud, viendo deslizarse allí abajo las quebradas sombras de su aparato y los de la escolta. Debajo de ellos, el suelo parecía llano, pero la irregularidad de las sombras revelaba lo contrario.

—¿Hay alguien que haya conseguido salir alguna vez por sus propios medios del desierto? —preguntó el Duque.

Halleck interrumpió la música. Se inclinó hacia adelante para oír la respuesta.

—Nunca del desierto profundo —dijo Kynes—. Ha habido hombres que han logrado salir de la zona secundaria algunas veces. Han sobrevivido atravesando las áreas rocosas, donde los gusanos no suelen acudir.

El timbre de la voz de Kynes atrajo la atención de Paul. Notó que sus sentidos se alertaban de acuerdo con el adiestramiento que había recibido.

—Ah… los gusanos —dijo el Duque—. Quiero ver uno alguna vez.

—Quizá podáis verlo hoy mismo —dijo Kynes—. Donde hay especia, hay gusanos.

—¿Siempre? —preguntó Halleck.

—Siempre.

—¿Acaso existe una relación entre los gusanos y la especia? —preguntó el Duque.

Kynes se volvió, y Paul observó que fruncía los labios al responder.

—Defienden la arena de la especia. Cada gusano tiene un… territorio. En cuanto a la especia… ¿quién sabe? Los especímenes de gusanos que hemos examinado nos hacen sospechar que existen complicadas reacciones químicas dentro de ellos. Hemos encontrado rastros de ácido clorhídrico en sus conductos, e incluso formas más complicadas de ácidos en otros lugares. Os proporcionaré una monografía mía al respecto.

—¿Y los escudos no constituyen una defensa? —preguntó el Duque.

—¡Los escudos! —se rio Kynes—. Activad un escudo en una zona donde haya gusanos, y vuestro destino estará echado. Los gusanos ignorarán la delimitación de sus territorios, y se precipitarán desde todas partes para atacar al escudo. Ningún hombre provisto de un escudo ha sobrevivido nunca a tal ataque.

—Entonces, ¿cómo se capturan los gusanos?

—La única forma conocida de matar y conservar un gusano completo consiste en aplicar shocks eléctricos de alto voltaje a cada segmento separadamente —dijo Kynes—. Es posible aturdirlos y despedazarlos mediante explosivos, pero cada segmento conserva vida propia. Exceptuando las atómicas, no conozco ningún explosivo lo suficientemente potente como para destruir por completo un gusano. Su resistencia es increíble.

—¿Por qué no se ha hecho ningún esfuerzo por exterminarlos? —preguntó Paul.

—Sería demasiado caro —dijo Kynes—. Hay mucha área que cubrir.

Paul se echó hacia atrás en su rincón. Su sentido de la verdad, la percepción de la más pequeña variación de tonalidad, le decía que Kynes estaba mintiendo, o al menos decía tan sólo media verdad. Y pensó: Si hay una relación entre la especia y los gusanos, matar los gusanos podría significar destruir la especia.

—Muy pronto, nadie estará expuesto a tener que salvarse por sí mismo en el desierto —dijo el Duque—. Bastará accionar este pequeño transmisor colgado del cuello, y los socorros se precipitarán en su ayuda. En pocos días todos nuestros trabajadores lo llevarán. Organizaremos un servicio especial de salvamento.

—Muy loable —dijo Kynes.

—Vuestro tono indica que no estáis de acuerdo —dijo el Duque.

—¿De acuerdo? Por supuesto que estoy de acuerdo, pero no será de mucha ayuda. La electricidad estática de las tormentas de arena enmascara la mayor parte de las señales. Las transmisiones quedan fuera de uso. Ya ha sido experimentado, ¿sabéis? Arrakis consume mucho equipo. Y si un gusano le está atacando a uno, no dispone de mucho tiempo. Frecuentemente, no más de quince o veinte minutos.

—¿Qué aconsejaríais vos? —preguntó el Duque.

—¿Pedís mi consejo?

—Como planetólogo, sí.

—¿Y estaríais dispuesto a seguirlo?

—Si lo considero sensato.

—Muy bien, mi Señor. No viajéis jamás solo.

El Duque distrajo su atención de los mandos.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo. No viajéis jamás solo.

—¿Y qué ocurre si uno se ve separado de los demás por una tormenta y obligado a posarse? —preguntó Halleck—. ¿No hay nada que hacer?

Nada es un término que cubre mucho territorio.

—¿Pero qué haríais vos? —preguntó Paul.

Kynes se volvió hacia el muchacho, mirándolo fríamente, y luego volvió de nuevo su atención al Duque.

—Ante todo, intentaría proteger la integridad de mi destiltraje. Si me encontrase entre las rocas, en una zona no batida por los gusanos, permanecería junto al vehículo. Pero si me encontrara en la arena, en una zona abierta, me alejaría de la nave lo más rápidamente posible. Unos mil metros sería suficiente. Después me escondería bajo mi ropa. El gusano tendría mi aparato, pero no me tendría a mí.

—¿Y después? —preguntó Halleck.

Kynes se alzó de hombros.

—Esperaría a que el gusano se marchara.

—¿Eso es todo? —preguntó Paul.

—Cuando el gusano se ha alejado, uno puede intentar salvarse caminando —dijo Kynes—. Hay que caminar pausadamente, evitando los tambores de arena, las depresiones de marea, y dirigirse directamente hacia la zona rocosa más cercana. Hay muchas de estas zonas. Es posible conseguirlo.

—¿Los tambores de arena? —preguntó Halleck.

—Es un efecto de la compresión de la arena —dijo Kynes—. Incluso los pasos más ligeros la hacen retumbar. Y los gusanos acuden de todas partes.

—¿Y las depresiones de marea? —preguntó el Duque.

—Algunas depresiones del desierto se han ido llenando a través de los siglos hasta quedar completamente repletas de arena. Algunas son tan amplias que en su interior se producen corrientes y mareas. Se tragan a todo aquel que se adentra en ellas.

Halleck se echó hacia atrás, tomó su baliset y lo pulsó. Cantó:

Bestias salvajes del desierto cazan aquí,

Acechando al inocente a su paso.

Oh-h-h, no tentéis a los dioses del desierto.

No queráis dejar vuestro solitario epitafio.

Los peligros del…

Se interrumpió y se inclinó hacia adelante:

—Una nube de polvo ante nosotros, Señor.

—La he visto, Gurney.

—Es lo que estamos buscando —dijo Kynes.

Paul se alzó en su asiento, aguzando los ojos, y vio una nube amarillenta que giraba sobre la superficie del desierto, a unos treinta kilómetros delante de ellos.

—Es uno de vuestros tractores factoría —dijo Kynes—. Está en el suelo, lo cual quiere decir que trabaja en la especia. La nube es arena que es expulsada después de ser centrifugada para extraer la especia. No hay ninguna otra nube que se asemeje a ésta.

—Hay algo volando encima de ella —dijo el Duque.

—Veo dos… tres… cuatro rastreadores —dijo Kynes—. Vigilan por si hay señales de gusanos.

—¿Señales de gusanos? —preguntó el Duque.

—Al avanzar hacia el tractor, el gusano crea una ondulación en la arena. Pero en ocasiones se desplaza a bastante profundidad, de modo que la ondulación es invisible, y por eso los rastreadores van provistos también de sondas sísmicas. —Kynes escrutó el cielo—. Tendría que haber un ala de acarreo por ahí cerca, pero no la veo.

—El gusano siempre termina llegando, ¿no? —preguntó Halleck.

—Siempre.

Paul se inclinó, tocando el hombro de Kynes.

—¿Cuánto territorio suele cubrir cada gusano?

Kynes frunció las cejas. El muchacho no dejaba de hacer preguntas de adulto.

—Depende del tamaño del gusano.

—¿En qué proporción? —preguntó el Duque.

—Los más grandes pueden controlar hasta trescientos, cuatrocientos kilómetros cuadrados. Los más pequeños… —se interrumpió, mientras el Duque conectaba bruscamente los chorros de freno. El aparato cabrioleó, los chorros de cola se apagaron, las alas se distendieron al máximo y comenzaron a batir el aire. El aparato se convirtió en un auténtico tóptero mientras el Duque lo inmovilizaba en el aire, manteniendo al mínimo el batir de las alas y señalando un punto con su mano izquierda, más allá del tractor, en dirección este.

—¿Es la señal de un gusano?

Kynes se inclinó delante del Duque para escrutar a lo lejos. Paul y Halleck se juntaron más, mirando en la misma dirección, y Paul notó que su escolta, cogida por sorpresa por la repentina maniobra, había seguido adelante y ahora daba un amplio giro para volver a su lado. El tractor factoría estaba delante de ellos, distante aún unos tres kilómetros.

Allí donde había señalado el Duque, entre las medias lunas de las dunas que se perdían en el horizonte, se movía una especie de montículo que formaba una línea recta que se perdía en lontananza. A Paul le recordó la estela que deja un enorme pez al nadar rozando la superficie del agua.

—Un gusano —dijo Kynes—. Uno de los grandes. —Se volvió, tomó el micrófono del cuadro de mandos, conectó una nueva frecuencia, consultó el mapa deslizable sujeto entre dos rollos sobre sus cabezas, y habló ante el micrófono—: Llamando al tractor en Delta Ajax nueve. Señales de gusano. Tractor en Delta Ajax nueve. Señales de gusano. Respondan, por favor. —Aguardó.

El altoparlante emitió un chasquido, y luego una voz dijo:

—¿Quién llama a Delta Ajax nueve? Cambio.

—Parece que se lo toman con calma —dijo Halleck.

—Vuelo no registrado, al nordeste de ustedes y a una distancia de tres kilómetros —dijo Kynes ante el micrófono—. Señales de gusano en ruta de intersección, contacto estimado en unos veinticinco minutos.

Otra vez resonó en el altoparlante:

—Aquí Control de Rastreo. Observación confirmada. Permanezcan en línea para confirmar el contacto. —Una pausa, y luego—: Contacto en veintiséis minutos. —El cálculo había sido correcto—. ¿Quién se halla a bordo del vuelo no registrado? Cambio.

Halleck se había soltado el cinturón de seguridad y se inclinó hacia adelante, entre el Duque y Kynes.

—¿Esta es la frecuencia regular de trabajo, Kynes?

—Sí. ¿Por qué?

—¿Quién está a la escucha?

—Tan sólo el equipo que trabaja en esta área. Esto limita las interferencias.

El altoparlante chasqueó de nuevo y la voz dijo:

—Aquí Delta Ajax nueve. ¿Quién tiene derecho a la prima por el avistamiento? Cambio.

Halleck miró al Duque.

—Quien da primero la alarma tiene derecho a una prima proporcional a la recolección de especia —dijo Kynes—. Desean saber…

—Decidle quién ha visto primero el gusano —dijo Halleck.

El Duque asintió.

Kynes vaciló, luego tomó el micrófono:

—Prima de avistamiento al Duque Leto Atreides. Duque Leto Atreides. Cambio.

La voz del altoparlante resonó sin entonación y distorsionada en parte por una serie de descargas de estática:

—Recibido y gracias.

—Ahora, decidles que se repartan el premio —ordenó Halleck—. Decidles que este es el deseo del Duque.

Kynes inspiró profundamente.

—El deseo del Duque es que el premio sea repartido entre todo el equipo. ¿Comprendido? Cambio.

—Comprendido y gracias —dijo el altoparlante.

—He olvidado mencionaros —dijo el Duque— que Gurney tiene también un gran talento para las relaciones públicas.

Kynes dirigió a Halleck una perpleja mirada.

—Esto servirá para que los hombres sepan que su Duque se preocupa por su seguridad —dijo Halleck—. Correrá la voz. Era una frecuencia usada tan sólo en la zona de trabajo… no es probable que los agentes Harkonnen hayan podido oírnos. —Alzó los ojos hacia su cobertura aérea—. Y formamos una fuerza considerable. Valía la pena arriesgarse.

El Duque inclinó el aparato hacia la nube de arena escupida por el tractor factoría.

—¿Qué es lo que ocurre ahora?

—Hay un ala de acarreo por algún lugar cerca de aquí —dijo Kynes—. Acudirá y se llevará el tractor.

—¿Y si el ala se averiase? —preguntó Halleck.

—Algún equipo se pierde —dijo Kynes—. Acercaos un poco por encima del tractor, mi Señor; encontraréis el espectáculo interesante.

El Duque frunció el ceño, dominando fuertemente los controles mientras entraban en la zona de turbulencia sobre el tractor.

Paul miró hacia abajo, viendo la arena que seguía siendo expulsada por aquel monstruo de metal y plástico a sus pies. Tenía la apariencia de un enorme coleóptero azul y marrón cuyas múltiples patas se agitaban mecánicamente a su alrededor. Vio una gigantesca trompa en la parte anterior, hundiéndose en la oscura arena.

—Un terreno rico en especia, a juzgar por el color —dijo Kynes—. Van a seguir trabajando hasta el último minuto.

El Duque aumentó el movimiento de las alas, tensándolas para hacer dar un giro al aparato y estabilizarlo a baja altura en círculos concéntricos alrededor del tractor. Observó a derecha e izquierda, viendo que la escolta giraba sobre ellos, manteniendo sus posiciones.

Paul estudió la amarillenta nube que era eructada por los orificios del tractor, y miró hacia el desierto, donde se aproximaban las señales del gusano.

—¿No deberíamos oírles llamar al ala? —preguntó Halleck.

—Normalmente, el ala está en otra frecuencia distinta —dijo Kynes.

—¿No debería haber dos alas a disposición de cada tractor? —preguntó el Duque—. Hay veintiséis hombres en esa máquina, sin contar el coste del equipo.

—Vos no tenéis aún suficiente expe… —dijo Kynes. Se interrumpió al oír una voz enfurecida estallando en el altoparlante:

—¿Ninguno de vosotros ve el ala? No responde.

Hubo un torrente de chasquidos y de descargas, y luego resonó una señal de emergencia, un instante de silencio, y luego la misma voz de antes:

—¡Informen por orden de número! Cambio.

—Aquí Control de Rastreo. La última vez que vi el ala estaba muy alta y volaba hacia el noroeste. Ya no la veo. Cambio.

—Rastreador uno: negativo. Cambio.

—Rastreador dos: negativo. Cambio.

—Rastreador tres: negativo. Cambio.

Silencio.

El Duque miró hacia abajo. La sombra de su aparato pasaba en aquel momento justo por encima del tractor.

—Sólo hay cuatro rastreadores, ¿es correcto?

—Correcto —dijo Kynes.

—Nosotros disponemos en total de cinco aparatos —dijo el Duque—. Son grandes. Podemos cargar tres personas más en cada uno de ellos. Sus rastreadores deberían poder cargar un par más cada uno.

Paul hizo un cálculo mental.

—Quedan todavía tres —dijo.

—¿Por qué no hay dos alas de acarreo por cada tractor? —gruñó el Duque.

—Sabéis que no disponemos de equipo extra —dijo Kynes.

—¡Razón de más para proteger el que tenemos!

—¿Dónde puede haber ido a parar esa ala? —preguntó Halleck.

—Quizá se ha visto obligada a aterrizar en algún lado fuera de nuestro campo de visión —dijo Kynes.

El Duque tomó el micrófono y vaciló, con el pulgar apoyado en el interruptor.

—¿Cómo es posible que los rastreadores hayan podido perder de vista un ala de acarreo?

—Concentran toda su atención en el terreno, buscando señales de gusano —dijo Kynes.

El Duque pulsó el contacto y habló a través del micrófono.

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