Dune

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Libro primero: Dune » Capítulo 16

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La grandeza es una experiencia transitoria. Nunca es consistente. Dependen en parte de la imaginación humana creadora de mitos. La persona que experimenta la grandeza debe percibir el mito que la circunda. Debe reflexionar qué es proyectado sobre él. Y debe mostrarse fuertemente inclinado a la ironía. Esto le impedirá creer en su propia pretensión. La ironía le permitirá actuar independientemente de ella misma. Sin esta cualidad, incluso una grandeza ocasional puede destruir a un hombre.

De Frases escogidas de Muad’Dib, por la PRINCESA IRULAN

En el comedor de la gran casa de Arrakeen, las lámparas a suspensor estaban encendidas para combatir la creciente oscuridad. Su amarillenta claridad iluminaba la negra cabeza de toro de ensangrentados cuernos, y se reflejaba en el oscuro retrato al óleo del Viejo Duque.

Bajo los talismanes parecía brillar con los reflejos de la platería de los Atreides, dispuesta en perfecto orden a lo largo de la enorme mesa… pequeños archipiélagos de vajilla junto a las copas de cristal, ante las sillas de madera tallada. El clásico candelabro central estaba apagado, y su cadena se perdía en las sombras del techo, donde estaba disimulado el mecanismo del detector de venenos.

Haciendo una pausa en el umbral para inspeccionar la disposición de la mesa, el Duque pensó en el detector de venenos y lo que significaba en su sociedad.

Todo según la norma, pensó. Se nos puede definir por nuestro lenguaje… por las precisas y delicadas definiciones que empleamos para los distintos medios de suministrar una traidora muerte. ¿Quizá alguien va a emplear el chaumurky esta noche… el veneno de la bebida? ¿O tal vez el chaumas… el veneno de la comida?

Agitó la cabeza.

Frente a cada silla, a todo lo largo de la mesa, había una jarra llena de agua. Había bastante agua en aquella mesa, estimó el Duque, como para permitir a una familia pobre de Arrakeen vivir más de un año.

Flanqueando la puerta había dos grandes cuencos de esmalte verde. Cada cuenco tenía al lado un perchero con toallas. La costumbre, le había explicado el ama de llaves, quería que cada invitado, al entrar, sumergiera ceremoniosamente sus manos en uno de los cuencos, derramando parte del agua por el suelo, se las secara luego en una de las toallas, y arrojara después ésta al cada vez mayor charco de agua del pavimento. Después de la comida, los mendigos reunidos fuera podían recoger el agua retorciendo las toallas.

Típico de un feudo Harkonnen, pensó el Duque. Todas las degradaciones que la mente pueda concebir. Inspiró profundamente, sintiendo que la ira retorcía su estómago.

—¡Esa costumbre termina aquí! —murmuró.

Vio a una de las sirvientas, una de las viejas y rugosas mujeres que el ama de llaves había recomendado, dirigiéndose hacia la puerta de la cocina ante él. El Duque le hizo una seña con la mano. Ella salió de las sombras y dio la vuelta a la mesa para acercarse, y pudo observar su reseco rostro parecido a cuero y los ojos azules sobre azul.

—¿Desea mi Señor? —mantenía la cabeza baja, con los ojos semicerrados.

Hizo un gesto:

—Haz desaparecer estos cuencos y estas toallas.

—Pero… Noble Nacido… —levantó la cabeza y le miró, con la boca abierta.

—¡Conozco la costumbre! —gritó—. Lleva estos cuencos a la puerta de la entrada. Mientras estemos comiendo y hasta que hayamos terminado cada mendigo que lo desee recibirá una taza llena de agua. ¿Has comprendido?

El curtido rostro reveló toda una serie de emociones: desesperación, rabia…

Con una súbita inspiración, Leto comprendió que ella había planeado vender el agua exprimiendo aquellas toallas, arrancándoles algunas monedas a aquellos miserables que se presentaran a la puerta. Quizá esta era también la costumbre.

Su rostro se ensombreció.

—Dispondré un hombre de guardia para que vigile que mis órdenes sean cumplidas al pie de la letra —gruñó.

Dio media vuelta y recorrió a largos pasos el corredor que conducía al Gran Salón. Los recuerdos se agitaban en su mente como el murmullo de viejas mujeres desdentadas. Recordaba las grandes extensiones de agua y las olas… días de hierba y no días de arena… y todos los esplendorosos veranos que habían sido barridos como hojas por una tormenta.

Todo se había ido.

Me estoy haciendo viejo, pensó. He sentido la gélida mano de la muerte. ¿Y dónde la he sentido? En la rapacidad de una vieja.

En el Gran Salón, Dama Jessica era el centro de un abigarrado grupo frente a la chimenea. Un gran fuego crepitaba en ella, dando una luminosidad de reflejos anaranjados a los brocados y las ricas telas y las joyas. Reconoció en el grupo a un fabricante de destiltrajes de Carthag, un importador de aparatos electrónicos, un transportista de agua cuya morada estival había sido edificada en las proximidades de la factoría de extracción polar, un representante del Banco de la Cofradía (ascético y ausente, como siempre), un comerciante de piezas de recambio para el equipo de extracción de especia, una mujer delgada y de anguloso rostro cuyo trabajo de guía y acompañante para los visitantes de otros planetas era reputado como encubrimiento a labores de contrabando, espionaje y chantajes.

La mayor parte de las demás mujeres de la sala parecían pertenecer a un tipo muy específico: decorativas, perfectas hasta el mínimo detalle, una extraña mezcla de virtud intocable y de sensualidad.

Incluso sin su posición de anfitriona, Jessica hubiera dominado al grupo, pensó. No llevaba ninguna joya, y se había vestido con colores cálidos: un largo vestido que resplandecía casi con el color del fuego, y una cinta del color de la tierra anudada alrededor de sus cabellos.

Comprendió que ella quería reprocharle así, de aquella sutil manera, la reciente frialdad de su actitud. Sabía que él la prefería vestida así… como un abanico de vivos colores.

Ligeramente aparte, con su brillante uniforme, el rostro impasible, los negros cabellos recogidos y cuidadosamente peinados, estaba Duncan Idaho. Había dejado a los Fremen por orden de Hawat: «Bajo el pretexto de protegerla, tendrás a Dama Jessica bajo constante vigilancia».

El Duque miró en torno suyo por la gran sala.

Paul estaba en un rincón, rodeado de un grupo de ávidos jóvenes pertenecientes a las más ricas familias de Arrakeen, y a poca distancia de él había tres oficiales de las Tropas de la Casa. El Duque dedicó una particular atención a las chicas. Un rico botín de caza para un heredero ducal. Pero Paul las trataba a todas por igual, con una noble reserva.

Llevará bien el título, pensó el Duque, y se dio cuenta con un estremecimiento de que aquel era también un pensamiento de muerte.

Paul vio a su padre en el umbral, y evitó su mirada. Miró hacia el grupo de los invitados, manos enjoyadas sosteniendo los vasos (y la discreta inspección de los detectores de veneno disimulados en cualquier objeto). Viendo aquellas bocas incansables, Paul sintió un repentino desánimo. No eran más que máscaras baratas aplicadas sobre pensamientos infectos, voces chillonas que se alzaban para intentar dominar el profundo silencio que reinaba en sus pechos.

Estoy de mal humor, pensó Paul, y se preguntó qué hubiera dicho Gurney al respecto.

Conocía el origen de aquel malhumor. No hubiera querido participar en aquella recepción, pero su padre había sido firme: «Tienes un rango, una posición que defender. Eres bastante adulto como para hacerlo. Ya casi eres un hombre».

Paul vio a su padre avanzar, inspeccionar la sala y dirigirse al grupo que rodeaba a Dama Jessica.

Mientras Leto se acercaba al grupo de Jessica, el transportista de agua estaba diciendo:

—¿Es cierto que el Duque quiere instalar un control climático?

—Mis proyectos no llegan hasta tal punto, señor —dijo el Duque detrás del hombre.

Éste se volvió, mostrando su rostro redondo y bronceado.

—Ah, el Duque —dijo—. Habíamos observado vuestra ausencia.

Leto miró a Jessica.

—Había algo que debía ser hecho —dijo. Volvió de nuevo su atención al transportista de agua y explicó lo que había ordenado con respecto a los cuencos, añadiendo—: En lo que a mí respecta, esa vieja costumbre termina aquí.

—¿Es una orden ducal, mi Señor? —preguntó el hombre.

—Dejo esto a vuestra… conciencia —dijo el Duque. Se volvió, viendo a Kynes avanzar hacia el grupo.

—Creo que es un gesto muy generoso por vuestra parte —dijo una de las mujeres—. Ofrecer el agua a… —alguien la hizo callar.

El Duque observó a Kynes, notando que el planetólogo llevaba el uniforme marrón oscuro de antiguo estilo, con las charreteras del Servicio Imperial y una minúscula gota de oro indicando su rango en el cuello.

—¿Debo entender que las palabras del Duque implican una crítica hacia nuestras costumbres? —preguntó el transportista de agua con voz irritada.

—Esa costumbre ha sido cambiada —dijo Leto. Saludó a Kynes con una inclinación de cabeza y observó un fruncimiento de cejas por parte de Jessica. Fruncir las cejas no es cosa de Jessica, pensó, pero alimentará los rumores de fricción entre nosotros.

—Con el permiso del Duque —dijo el transportista de agua—, me gustaría profundizar algo más acerca de las costumbres.

Leto percibió la repentina untuosidad de la voz del hombre, notó el silencio del grupo, observó que todas las cabezas en la sala se volvían hacia ellos.

—¿No es casi la hora de la cena? —preguntó Jessica.

—Pero nuestro huésped ha hecho una pregunta —dijo Leto. Y miró fijamente al transportista de agua, viendo a un hombre de rostro alunado con grandes ojos y gruesos labios y recordando el informe de Hawat: «… y ese transportista de agua es un hombre que debe ser vigilado. Recordad su nombre: Lingar Bewt. Los Harkonnen lo usaron, aunque sin llegar a controlarlo alguna vez totalmente».

—Las costumbres relacionadas con el agua son muy interesantes —dijo Bewt, y su rostro se iluminó con una sonrisa—. Tengo curiosidad por saber qué pensáis hacer con el invernadero anexo a esta casa. ¿Continuaréis haciendo ostentación de él ante el pueblo… mi Señor?

Leto dominó su cólera mientras miraba al hombre. Los pensamientos brotaban de su mente. Estaba desafiándole en su propio castillo, especialmente ahora que la firma de Bewt estaba al pie de un contrato de lealtad. Claro que aquel hombre parecía gozar de un cierto poder personal. El agua significaba poder en aquel mundo. Por ejemplo, si todas las fuentes de agua fueran destruidas a una señal… El hombre se veía capaz de hacerlo. La destrucción del agua facilitaría la destrucción de Arrakis. Esta debía ser la amenaza que había usado Bewt con los Harkonnen.

—Mi Señor el Duque y yo tenemos otros planes para nuestro invernadero —dijo Jessica. Sonrió a Leto—. Pensamos conservarlo, es cierto, pero tan sólo en nombre del pueblo de Arrakis. Nuestro sueño es conseguir que un día el clima de Arrakis pueda ser cambiado lo suficiente como para permitir que plantas como esas crezcan por todas partes, a cielo abierto.

¡Bendita sea!, pensó Leto. Veamos como engulle esto nuestro transportista de agua.

—Vuestro interés por el agua y el control climático es obvio —dijo el Duque—. Os aconsejo diversificar vuestros intereses. Llegará un día en que el agua ya no será un bien tan precioso en Arrakis.

Y pensó: Hawat debe redoblar sus esfuerzos para infiltrarse en esa organización de Bewt. Y debemos redoblar inmediatamente la vigilancia sobre las fuentes de agua. ¡Nadie puede sostener tal amenaza sobre mi cabeza!

Bewt asintió, sin dejar de sonreír.

—Un hermoso sueño, mi Señor —y dio un paso hacia atrás.

Leto vio entonces la expresión del rostro de Kynes. El hombre estaba contemplando a Jessica. Su semblante estaba transfigurado… como un hombre enamorado… o presa de un trance religioso.

Los pensamientos de Kynes estaban ocupados totalmente en aquel momento por las palabras de la profecía: «Y compartirán con vosotros vuestro sueño más precioso». Habló directamente a Jessica:

—¿Pensáis tomar el camino más corto?

—¡Ah, doctor Kynes! —dijo el transportista de agua—. Habéis venido, abandonando vuestras miserables hordas Fremen. Muy gentil por vuestra parte.

Kynes posó en Bewt una mirada inescrutable.

—En el desierto —replicó— se dice que la posesión de agua en grandes cantidades lleva al hombre a fatales consecuencias.

—Hay muchos dichos extraños en el desierto —dijo Bewt, pero su voz traicionaba su turbación.

Jessica se acercó a Leto, deslizó su mano bajo el brazo del hombre, intentando calmarse por un momento. Kynes había dicho:

«… el camino más corto». En la antigua lengua, estas palabras podían ser traducidas como «Kwisatz Haderach». La extraña pregunta del planetólogo había pasado inadvertida para los demás, y ahora Kynes se inclinaba hacia una de las mujeres del grupo, prestando oídos a alguna coquetería murmurada en voz baja.

Kwisatz Haderach, pensó Jessica. ¿Acaso la Missionaria Protectiva había implantado también aquí la leyenda? Ante este pensamiento sintió avivarse las secretas esperanzas que alimentaba con respecto a Paul. Podría ser el Kwisatz Haderach. Podría serlo.

El representante del Banco de la Cofradía hablaba con el transportista de agua, y la voz de Bewt resonó por un instante sobre el murmullo de las conversaciones:

—Mucha gente ha intentado modificar Arrakis.

El Duque observó hasta qué punto aquellas palabras alteraron a Kynes, que se irguió y abandonó bruscamente a la dama y su frívola conversación.

En el repentino silencio, un soldado de la casa con uniforme de lacayo carraspeó y dijo, mirando a Leto:

—La cena está servida, mi Señor.

El Duque miró interrogativamente a Jessica.

—La costumbre aquí es que los anfitriones sigan a sus invitados hacia la mesa —dijo ella con una sonrisa—. ¿Cambiamos también eso, mi Señor?

—Me parece una buena costumbre —respondió él fríamente—. La dejaremos por el momento.

La ilusión de que sospecho de ella por traición debe ser mantenida, pensó. Observó como los invitados desfilaban ante él. ¿Quién entre vosotros cree en tal mentira?

Jessica advirtió su distanciamiento y, una vez más, se preguntó la razón, como había hecho tantas veces aquella última semana. Actúa como un hombre en lucha consigo mismo, pensó. ¿Es acaso porque he organizado esta velada demasiado pronto? Sin embargo, sabe muy bien la importancia que tiene el que comencemos a mezclar nuestros oficiales y nuestros hombres con los notables del planeta. Somos en cierto modo el padre y la madre de todos ellos. Nada impresiona más que estas formas de reunión social.

Leto, observando a los huéspedes que pasaban por su lado, recordó las palabras que había pronunciado Thufir Hawat cuando se enteró del asunto: «¡Señor! ¡Lo prohíbo!».

Una amarga sonrisa apareció en el rostro del Duque. Vaya escena había sido. Y cuando el Duque se mostró inamovible con respecto a la celebración de aquella cena, Hawat había agitado largamente la cabeza.

—Tengo un mal presentimiento al respecto, mi Señor —había dicho—. Las cosas se mueven demasiado aprisa en Arrakis. Este no es el modo de actuar de los Harkonnen. No lo es en absoluto.

Paul pasó junto a su padre, escoltando a una joven media cabeza más alta que él. Lanzó una gélida mirada a su padre, asintiendo a algo que la muchacha le había dicho.

—Su padre fabrica destiltrajes —dijo Jessica—. He oído decir que sólo un loco aceptaría aventurarse en el desierto con uno de sus trajes.

—¿Quién es el hombre de la cicatriz en el rostro que está delante de Paul? —preguntó el Duque—. No consigo identificarle.

—Un invitado de última hora —susurró ella—. Gurney arregló la invitación. Es un contrabandista.

—¿Gurney lo arregló?

—A petición mía. Ha sido garantizado por Hawat, aunque creo que Hawat no se siente muy entusiasta a su respecto. Es un contrabandista llamado Tuek, Esmar Tuek. Tiene poder en su ambiente. Todos lo conocen. Ha sido huésped en la mayor parte de casas.

—¿Por qué está aquí?

—Todos se harán la misma pregunta —dijo Jessica—. Tuek diseminará con su presencia la duda y la sospecha. Hará creer además que estás decidido a hacer respetar tus órdenes contra la corrupción… con el apoyo de los contrabandistas si es necesario. Esto último le ha gustado a Hawat.

—No estoy seguro de que a me guste. —Hizo una inclinación de cabeza a una pareja que pasaba, y observó que ya quedaban muy pocos invitados en la sala—. ¿Por qué no has invitado a algunos Fremen?

—Está Kynes —dijo ella.

—Sí, está Kynes —aceptó él—. ¿Habéis preparado alguna otra pequeña sorpresa para mí? —La condujo hacia el comedor, al final de la procesión.

—Todo lo demás es enteramente convencional —dijo ella.

Y pensó: Querido, ¿no comprendes que estos contrabandistas disponen de naves rápidas y pueden ser sobornados? ¿Que debemos tener abierta una vía de escape, una puerta para huir de Arrakis si todo lo demás nos falla?

Entraron en el comedor, y ella se soltó de su brazo, y Leto la ayudó a sentarse. Después se dirigió hacia su extremo de la mesa. Un lacayo estaba de pie detrás de su silla. Los demás invitados se sentaron con un ruido de roce de tejidos y rumor de seda arrugándose, pero el Duque permaneció de pie. Hizo un gesto con la mano, y los soldados de la casa con uniforme de lacayos alrededor de la mesa dieron un paso atrás y se cuadraron.

La estancia se sumergió en un inquieto silencio.

Jessica, observando desde el otro extremo de la mesa, percibió un ligero temblor de las comisuras de la boca de Leto, y notó la ira que ensombrecía sus mejillas. ¿Qué es lo que le enfurece?, se preguntó. Ciertamente no el que haya invitado al contrabandista.

—Algunos de ustedes han visto con malos ojos el hecho de que haya cambiado la costumbre de los cuencos de agua —dijo Leto—. Es mi forma de decirles que muchas cosas van a cambiar aquí.

Un silencio embarazado reinó alrededor de la mesa.

Creen que ha bebido, pensó Jessica.

Leto tomó su jarra de agua y la levantó, de modo que se reflejara a la luz de las lámparas a suspensor.

—Como Caballero del Imperio —dijo—, quiero proponer un brindis.

Los demás tomaron sus jarras, con sus ojos fijos en el Duque. En la repentina inmovilidad, una lámpara derivó levemente, empujada por una corriente de aire proveniente de las cocinas. Las sombras jugaron con los rasgos de halcón del Duque.

—¡Aquí estoy, y aquí permaneceré! —exclamó Leto.

Hubo un movimiento abortado de llevar las jarras a las bocas… que se interrumpió porque el Duque mantenía aún su brazo en alto.

—Mi brindis será una de las máximas más queridas a vuestros corazones: «¡Los negocios son los que hacen el progreso! ¡La fortuna pasa por todas partes!».

Bebió de su agua.

—¡Gurney! —llamó el Duque.

La voz de Halleck le llegó desde algún hueco a sus espaldas.

—Aquí estoy, mi Señor.

—Cántanos alguna canción, Gurney.

Un acorde en tono menor del baliset flotó surgiendo de alguna parte. A un gesto del Duque, los servidores comenzaron a depositar sobre la mesa las fuentes con la comida: liebre del desierto asada con salsa cepeda, aplomage siriano, chukka helado, café con melange (el intenso olor a canela de la especia invadió la mesa), un auténtico pato a la marmita servido con vino espumoso de Caladan.

Sin embargo, el Duque permaneció de pie.

Mientras los invitados esperaban, con su atención dividida entre las fuentes colocadas ante ellos y el Duque de pie, Leto dijo:

—En los viejos tiempos era deber de un anfitrión distraer a los invitados según su talento. —Sus nudillos estaban blancos por la fuerza con que sostenía su jarra—. No puedo cantar, pero voy a recitaros las palabras de la canción de Gurney. Consideradlo otro brindis… un brindis para todos aquellos que han muerto para conducirnos hasta aquí.

Un movimiento de incomodidad agitó toda la mesa.

Jessica inclinó su mirada y observó a la gente sentada más cerca de ella: el transportista de agua de redonda cara, el pálido y austero representante del Banco de la Cofradía (que parecía un espantapájaros, con los ojos fijos en Leto), el curtido Tuek, con la cicatriz en su cara y sus ojos totalmente azules bajados.

—«En revista, amigos… soldados que hace tanto tiempo no habéis pasado revista» —entonó el Duque—. «Vuestro equipaje está hecho de dolor y de dólares. Sus espíritus pesan sobre vuestros collares de plata. En revista, amigos… soldados que hace tiempo no habéis pasado revista. A cada cual su tiempo, sin injustas pretensiones ni engaños. Con ellos pasa el espejismo de la fortuna. En revista, amigos… soldados que hace tiempo no habéis pasado revista. Cuando vuestro tiempo termine con su última mueca de sonrisa, dejad pasar el espejismo de la fortuna».

El Duque arrastró su voz hasta apagarla en la última estrofa, y engulló un buen sorbo de su jarra, dejándola después violentamente sobre la mesa. El agua saltó y salpicó el mantel.

Los otros bebieron en un embarazado silencio.

El Duque tomó de nuevo su jarra, y esta vez derramó la mitad de su contenido en el suelo, sabiendo que los demás tendrían que hacer lo mismo.

Jessica fue la primera en seguir su ejemplo.

Hubo un instante de inmovilidad en el tiempo, antes de que los demás comenzaran a vaciar sus jarras. Jessica vio que Paul, sentado al lado de su padre, estaba estudiando las reacciones a su alrededor.

Ella misma se sintió fascinada por lo que revelaban las reacciones de los invitados… principalmente las mujeres. Aquello era agua limpia, potable, no ya una toalla empapada. La reluctancia en arrojarla se descubría en el temblor de las manos, en sus tardías reacciones, en las risitas nerviosas… y en la violenta pero necesaria obediencia. Una mujer dejó caer su jarra al suelo, y volvió la vista hacia otro lado cuando su compañero masculino se la recogió.

Kynes, sin embargo, fue quien más atrajo su atención. El planetólogo vaciló, luego vació su jarra en un recipiente disimulado bajo su chaqueta. Sonrió a Jessica al darse cuenta de que ella le estaba mirando, y levantó la jarra vacía hacia ella, en un mudo brindis. No pareció en absoluto azorado por su acción.

La música de Halleck seguía flotando por la sala, pero ya no en clave menor, sino cadenciosa y alegre, como si Gurney intentara levantar los ánimos.

—Que empiece la comida —dijo el Duque, y se sentó.

Está furioso e indeciso, pensó Jessica. La pérdida de aquel tractor le ha afectado más profundamente de lo que debiera. Hay algo más en aquella pérdida. Actúa como un hombre desesperado. Tomó su tenedor, esperando ocultar con aquel gesto su repentina amargura. ¿Y por qué no? Está desesperado.

Lentamente al principio, después con creciente animación, la cena prosiguió. El fabricante de destiltrajes cumplimentó a Jessica por la comida y el vino.

—Ambos son importados de Caladan —dijo ella.

—¡Soberbio! —dijo él, probando el chukka—. ¡Simplemente soberbio! Y ni una gota de melange en él. Uno termina aburriéndose de encontrar especia en todos lados.

El representante del Banco de la Cofradía se dirigió a Kynes.

—Según tengo entendido, doctor Kynes, se perdió otro tractor a causa de un gusano.

—Las noticias viajan aprisa —dijo el Duque.

—¿Así que es cierto? —preguntó el banquero, dirigiendo su atención a Leto.

—¡Por supuesto que es cierto! —replicó bruscamente el Duque—. La maldita ala de acarreo desapareció. ¿Cómo es posible que una cosa tan grande desaparezca sin dejar huella?

—Cuando el gusano apareció, ya no era posible salvar el tractor —dijo Kynes.

—¡Algo así no tendría que pasar! —repitió el Duque.

—Habitualmente, los rastreadores tienen sus ojos puestos en la arena —dijo Kynes—. Lo que les interesa principalmente son las señales del gusano. La tripulación de un ala de acarreo es normalmente de cuatro hombres, dos pilotos y dos técnicos. Si uno… o incluso dos de esos hombres estuvieran al servicio de los enemigos del Duque…

—Ha-h-h, ya veo —dijo el banquero—. Y vos, como Árbitro del Cambio, ¿qué hacéis en un caso así?

—Debo considerar mi posición muy cautelosamente —dijo Kynes—, y ciertamente no voy a discutirla en la mesa. —Y pensó: ¡Este pálido esqueleto de un hombre! Sabe perfectamente que ese es el tipo de infracción que me ha sido ordenado ignorar.

El banquero sonrió, volviendo su atención hacia su comida. Jessica recordó una lección de los días de la escuela Bene Gesserit. El tema era espionaje y contraespionaje. Una Reverenda Madre de rostro rosado y alegre les había instruido, con una cantarina voz que contrastaba curiosamente con el tema tratado.

—Un hecho que hay que tomar en consideración en cualquier escuela de espionaje y/o contraespionaje es la similitud de las reacciones básicas en todos los graduados. Toda disciplina restringida deja su sello, su marca, en los estudiantes. Esta marca es susceptible de análisis y predicción.

»De hecho, los esquemas motivacionales tienden a hacerse idénticos en todos los agentes de espionaje. Esto quiere decir: habrá ciertos tipos de motivaciones que serán similares, incluso en individuos de escuelas distintas y con fines opuestos. Estudiaremos en primer lugar cómo separar estos elementos para su análisis: primero, por los esquemas de interrogatorio que revelan la orientación interna de los interrogadores; segundo, por el examen atento del modo como piensan y se expresan los sujetos bajo análisis. Descubriremos entonces que es muy sencillo determinar las raíces del lenguaje de nuestros sujetos, por supuesto a través de la inflexión de sus voces y su esquema de expresión.

Ahora, sentada en la mesa con su hijo y su Duque y sus invitados, escuchando al representante del Banco de la Cofradía, Jessica se estremeció ante su descubrimiento: el hombre era un agente al esquema de expresión de Giedi Prime… sutilmente disimulado, pero tan claro para su adiestrada percepción como si el hombre se hubiera presentado a sí mismo.

¿Significa esto que la propia Cofradía ha tomado posición frente a la Casa de los Atreides?, se preguntó a sí misma. La idea la trastornó, y disimuló su emoción encargando un nuevo plato, mientras dedicaba toda su atención al hombre, esperando que traicionara sus intenciones. Va a llevar la conversación a temas aparentemente banales, pero con implicaciones amenazadoras, se dijo. Ese es su esquema de acción.

El banquero tragó un bocado, lo regó con vino y sonrió a algo que había dicho la mujer de su derecha. Pareció interesarse por un momento en un hombre sentado al otro extremo de la mesa, que le estaba explicando al Duque que las plantas nativas de Arrakeen no tenían espinas.

—Me gusta estudiar el vuelo de los pájaros en Arrakis —dijo el banquero, dirigiéndose a Jessica—. Todos nuestros pájaros, por supuesto, son carroñeros, y muchos pueden vivir sin agua porque son bebedores de sangre.

La hija del fabricante de destiltrajes, sentada entre Paul y su padre al otro extremo de la mesa, hizo una mueca con su hermosa cara y frunció el ceño.

—Oh, Suu-Suu, decís las cosas más disgustantes —exclamó.

El banquero sonrió.

—Me llaman Suu-Suu porque soy el consejero de finanzas del Sindicato de Vendedores Ambulantes de Agua —y, como Jessica continuaba mirándolo en silencio, añadió—: Porque este es el grito de los vendedores de agua: «¡Suu-Suu-Suuk!» —e imitó la llamada con tanta perfección que muchos alrededor de la mesa se echaron a reír.

Jessica percibió la jactancia en su tono de voz, pero notó también que la joven había intervenido como obedeciendo a una señal, algo convenido para dar pie al banquero a decir lo que había dicho. Miró a Lingar Bewt. El magnate del agua estaba ceñudo, concentrado en su comida. Y Jessica se dio cuenta de que en realidad el banquero había dicho: «Yo también controlo la última fuente de poder en Arrakis… el agua».

Paul había notado la falsedad en la voz de su compañera de mesa, y observó que su madre seguía la conversación con una intensidad Bene Gesserit.

Impulsivamente, decidió contraatacar, acorralar al adversario. Se dirigió al banquero.

—¿Queréis decir acaso, señor, que todos esos pájaros son caníbales?

—Esa es una extraña pregunta, joven amo —dijo el banquero—. He dicho tan sólo que esos pájaros beben sangre. No es necesario que sea la sangre de los de su propia clase, ¿no es cierto?

—Mi pregunta no era extraña —dijo Paul, y Jessica notó la cortante agudeza de su réplica, fruto de su adiestramiento—. Casi todas las personas instruidas saben que para un organismo joven la máxima competencia procede de los seres de su propia especie —deliberadamente, clavó el tenedor en un bocado del plato de su compañera y lo introdujo en su boca—. Comen del mismo plato. Sus necesidades son idénticas.

El banquero se envaró y miró ceñudamente al Duque.

—No cometáis el error de considerar a mi hijo como un niño —dijo el Duque. Y sonrió.

Jessica recorrió la mesa con la vista, observando que Bewt estaba algo más alegre, y que Kynes y el contrabandista, Tuek, sonreían.

—Hay una ley ecológica —dijo Kynes— que el joven amo parece haber comprendido muy bien. La lucha entre los distintos elementos de la vida y la lucha por la energía libre de un sistema. La sangre es una fuente de energía muy eficiente.

El banquero depositó su tenedor y cuando habló, lo hizo en tono irritado.

—Se dice que la escoria Fremen bebe sangre de sus muertos.

Kynes agitó la cabeza y dijo, en tono doctoral:

—No la sangre, señor. Pero toda el agua de un hombre, en último término, pertenece a su pueblo… a su tribu. Es una necesidad cuando se vive al borde de la Gran Llanura. Allí toda agua es preciosa, y el cuerpo humano está compuesto por un setenta por ciento de su peso en agua. Un hombre muerto, con toda seguridad, ya no la necesita.

El banquero posó sus manos sobre la mesa, a uno y otro lado del plato, y Jessica pensó que iba a echar la silla hacia atrás y levantarse para irse, en un gesto de rabia.

Kynes miró a Jessica.

—Perdonad, mi Dama, por hablar de un tema tan desagradable en la mesa, pero se había dicho una falsedad y era necesario aclarar las cosas.

—Habéis permanecido tanto tiempo con los Fremen que habéis perdido toda sensibilidad —graznó el banquero.

Kynes lo observó tranquilamente, estudiando su rostro pálido y tembloroso.

—¿Estáis desafiándome, señor?

El banquero se envaró. Tragó saliva, y dijo apresuradamente:

—Por supuesto que no. Jamás me permitiría insultar así a nuestros anfitriones.

Jessica captó el miedo en la voz del hombre, lo leyó en su rostro, en su respiración, en el latir de una vena en su sien. ¡El hombre se sentía aterrorizado por Kynes!

—Nuestros anfitriones son enteramente capaces de decidir por sí mismos cuándo son insultados —dijo Kynes—. Son gente valerosa que sabe cuándo hay que defender el honor. Todos somos testigos de su valentía por el solo hecho de que están aquí… ahora… en Arrakis.

Jessica vio que Leto estaba saboreando aquel instante. La mayoría de los demás, no. La gente, en torno a la mesa, parecía dispuesta a salir huyendo, con las manos ocultas bajo la mesa. Las únicas notables excepciones eran Bewt, que sonreía abiertamente ante la incómoda posición del banquero, y el contrabandista, Tuek, que parecía estudiar a Kynes en espera de su reacción. Jessica observó que Paul miraba a Kynes con clara admiración.

—¿Bien? —dijo Kynes.

—No quería ofenderos —murmuró el banquero—. Si he dado la impresión de ser ofensivo, os ruego aceptéis mis disculpas.

—Libremente dadas, libremente aceptadas —dijo Kynes. Sonrió a Jessica, y siguió como si no hubiera ocurrido nada.

Jessica observó que también el contrabandista se relajaba. Tomó buena nota de ello: aquel hombre había dado la impresión, durante toda la escena, de estar dispuesto a acudir en ayuda de Kynes si este lo hubiera necesitado. Existía un acuerdo de alguna clase entre Kynes y Tuek.

Leto jugueteaba con su tenedor, mirando especulativamente a Kynes. La actuación del planetólogo indicaba un cambio de actitud hacia la Casa de los Atreides. Kynes se había mostrado mucho más frío durante su viaje por el desierto.

Jessica pidió otra ronda de comida y bebida. Los servidores aparecieron con langues de lapins de garenne, vino tinto y una salsa de setas servida aparte.

Lentamente, las conversaciones de la cena se reanudaron, pero Jessica captó agitación en ellas, una cierta ansiedad, y vio que el banquero comía en un hosco silencio. Kynes lo hubiera matado sin vacilar, pensó. Y se dio cuenta de que había una predisposición al homicidio en el comportamiento de Kynes. Podía matar fácilmente, y adivinó que esta era una característica de los Fremen.

Jessica se volvió hacia el fabricante de destiltrajes, a su izquierda, y dijo:

—No dejo de sentirme asombrada por la importancia del agua en Arrakis.

—Es muy importante —admitió el hombre—. ¿Qué es ese plato? Es delicioso.

—Lenguas de conejo salvaje con una salsa especial —dijo ella—. Una receta muy antigua.

—Me gustaría tenerla —dijo el hombre.

Ella asintió.

—Os la haré enviar.

—Los recién llegados a Arrakis subestiman con frecuencia la importancia que tiene aquí el agua —dijo Kynes, mirando a Jessica—. Ya sabéis, debemos tener en cuenta la Ley del Mínimo.

Jessica se dio cuenta por el tono de su voz que aquellas palabras encerraban una prueba, y respondió:

—El crecimiento está limitado por la necesidad del elemento que se encuentra presente en menor cantidad. Y, naturalmente, la condición menos favorable es la que controla la tasa del crecimiento.

—Es raro encontrar a miembros de las Grandes Casas que estén al corriente de los problemas planetológicos —dijo Kynes—. En Arrakis, la condición más desfavorable para la vida es el agua. Y recordad que el propio crecimiento puede producir condiciones desfavorables a menos que sea conducido con extrema prudencia.

Jessica captó un mensaje oculto en las palabras de Kynes, pero no consiguió descifrarlo.

—El crecimiento —murmuró—. ¿Queréis decir que Arrakis podría tener un ciclo de agua mejor organizado que sustentara a los hombres bajo unas condiciones de vida más favorables?

—¡Imposible! —gruñó el magnate del agua.

Jessica desvió su atención hacia Bewt.

—¿Imposible?

—Imposible en Arrakis —dijo el hombre—. No escuchéis a ese soñador. Todas las pruebas de laboratorio están contra él.

Kynes miró a Bewt, y Jessica se dio cuenta de que todas las demás conversaciones alrededor de la mesa habían cesado, mientras la gente se concentraba en aquel nuevo enfrentamiento.

—Las pruebas de laboratorio tienden a olvidar un hecho muy simple —dijo Kynes—. El hecho es este: estamos enfrentándonos aquí con un problema que ha tenido su origen y existe fuera de este recinto, donde plantas y animales llevan una existencia normal.

—¡Normal! —resopló Bewt—. ¡Nada es normal en Arrakis!

—Precisamente todo lo contrario —dijo Kynes—. Podríamos desarrollar aquí algunas armonías a lo largo de líneas que fueran autosuficientes. Sólo hay que comprender cuáles son las limitaciones de este planeta y las presiones que se ejercen sobre él.

—Esto nunca se hará —dijo Bewt.

El Duque recordó súbitamente cuándo había cambiado Kynes su actitud hacia ellos: cuando Jessica había dicho que conservarían las plantas de invernadero en nombre del Pueblo de Arrakis.

—¿Cuánto costaría poner a punto un sistema autosuficiente, doctor Kynes? —preguntó Leto.

—Si conseguimos que el tres por ciento de los vegetales de Arrakis produzcan compuestos de carbono nutritivos, entonces habremos iniciado un sistema cíclico —dijo Kynes.

—¿El agua es el único problema? —preguntó el Duque. Notó la excitación de Kynes, y él mismo se sintió presa de ella.

—El del agua hace olvidar los otros problemas —dijo Kynes—. El planeta posee mucho oxígeno, pero no las demás características que usualmente lo acompañan: vida vegetal desarrollada e importantes fuentes de anhídrido carbónico provenientes de fenómenos como los volcanes. Se producen aquí inhabitualmente fenómenos químicos a lo ancho de enormes áreas.

—¿Disponéis de un proyecto piloto? —preguntó el Duque.

—Hemos consagrado mucho tiempo a poner a punto el Efecto Tansley… experimentos a pequeña escala a nivel de aficionado, pero a partir de los cuales mi ciencia podría deducir aplicaciones prácticas —dijo Kynes.

—Pero no hay bastante agua —dijo Bewt—. Todo se resume en que no hay bastante agua.

—El Maestro Bewt es un experto en agua —dijo Kynes. Sonrió, y siguió comiendo.

El Duque hizo un gesto imperativo con la mano derecha.

—¡No! —gritó—. ¡Quiero una respuesta! ¿Hay bastante agua, doctor Kynes?

Kynes no levantó los ojos de su plato.

Jessica estudió el juego de emociones en su rostro. Sabe ocultarlas muy bien, pensó, pero ya lo había registrado y ahora leía en él que lamentaba sus palabras.

—¿Hay bastante agua? —repitió el Duque.

—Es… posible —dijo Kynes.

¡Finge inseguridad!, pensó Jessica.

Con su agudo sentido de la verdad, Paul captó la subyacente motivación, y tuvo que usar todo su adiestramiento para ocultar su excitación. ¡Hay bastante agua! Pero Kynes no quiere que se sepa.

—Nuestro planetólogo tiene también otros sueños muy interesantes —dijo Bewt—. Sueña con los Fremen… acerca de profecías y mesías.

Se oyeron risitas en algunos lugares de la mesa. Jessica observó a los que reían: el contrabandista, la hija del fabricante de destiltrajes, Duncan Idaho, la mujer con el misterioso servicio de escolta.

La tensión está sorprendentemente distribuida aquí esta noche, pensó. Están ocurriendo demasiadas cosas que ignoro. Tendré que desarrollar nuevas fuentes de información.

El Duque deslizó su mirada de Kynes a Bewt y luego a Jessica. Se sintió extrañamente aislado, como si se le hubiera escapado algo vital.

—Es posible —murmuró.

—Quizá debiéramos hablar de esto en otra ocasión, mi Señor —dijo Kynes rápidamente—. Hay tanta…

El planetólogo se interrumpió al ver a un guardia con uniforme de los Atreides aparecer precipitadamente por la puerta de servicio, pasar la guardia y acercarse corriendo al Duque. Se inclinó y susurró algo al oído de Leto.

Jessica reconoció la insignia del cuerpo de Hawat en su gorra, e intentó dominar su inquietud. Se dirigió a la compañera del fabricante de destiltrajes, una mujer pequeña de cabello oscuro, rostro de muñeca y ojos ligeramente estrábicos.

—Apenas habéis tocado vuestra comida, querida —dijo—. ¿Deseáis ordenar alguna otra cosa especial?

La mujer miró al fabricante de destiltrajes antes de responder.

—No tengo mucha hambre —dijo.

Bruscamente, el Duque se puso en pie al lado del soldado, y habló con un duro tono de mando:

—Que todo el mundo siga sentado. Ruego disculpas, pero hay algo que requiere mi atención personal. —Se apartó de la mesa—. Paul, toma mi lugar como anfitrión, por favor.

Paul se alzó, deseando preguntarle a su padre por qué razones tenía que ausentarse, pero sabiendo que tenía que actuar de acuerdo con las circunstancias. Se dirigió a la silla de su padre y ocupó su lugar.

El Duque se volvió entonces hacia el lugar donde estaba Halleck.

—Gurney, por favor, ocupa el lugar de Paul en la mesa. Debemos seguir siendo un número par. Cuando la comida haya terminado, es probable que te pida que conduzcas a Paul al puesto de mando. Permanece atento a mi llamada.

Halleck surgió de donde estaba, fuera de la vista de los demás. Iba vestido de uniforme, y destacaba de un modo incongruente con el refinamiento de las ropas de los demás invitados. Apoyó su baliset en la pared, avanzó hacia la silla que había ocupado Paul y se sentó en ella.

—No hay motivo de alarma —dijo el Duque—, pero debo rogar que nadie abandone nuestra casa hasta que mis guardias avisen que no hay peligro. La seguridad es absoluta aquí, y garantizo que este pequeño inconveniente será solucionado de inmediato.

Paul captó las palabras en código del mensaje de su padre: guardias… peligro… seguridad… de inmediato. El problema era seguridad, no violencia. Observó que también su madre había leído el mismo mensaje. Ambos se relajaron.

El Duque hizo una última breve inclinación de cabeza, se volvió y salió por la puerta de servicio seguido por el soldado.

—Por favor, continuemos con la comida —dijo Paul—. Creo que el doctor Kynes estaba hablando de agua.

—¿Podríamos hablar de ello en otra ocasión? —preguntó Kynes.

—Por supuesto —dijo Paul.

Y Jessica notó con orgullo la dignidad de su hijo, su madura seguridad en sí mismo.

El banquero tomó su jarra de agua e hizo un gesto hacia Bewt con ella.

—Ninguno de nosotros puede superar al Maestro Lingar Bewt en la floritura de sus frases. Uno casi podría suponer que aspira al estatus de las Grandes Casas. Vamos, Maestro Bewt, proponed un brindis.

»Quizá tengáis en reserva alguna perla de sabiduría para ese muchacho al que hay que tratar como un hombre.

Jessica apretó bajo la mesa el puño de su mano derecha. Vio a Halleck hacerle una señal con la mano a Idaho, y los soldados de la casa alineados a lo largo de las paredes adoptaron una posición de alerta máxima.

Bewt lanzó al banquero una venenosa mirada.

Paul observó a Halleck, notó las posiciones defensivas de sus guardias, luego miró al banquero hasta que el hombre bajó su jarra de agua. Entonces dijo:

—Una vez, en Caladan, vi el cuerpo de un pescador ahogado que acababan de sacar del agua. Tenía…

—¿Ahogado? —era la hija del fabricante de destiltrajes.

Paul vaciló.

—Sí —dijo—. Inmerso en el agua hasta morir. Ahogado.

—¡Qué interesante forma de morir! —murmuró la joven.

La sonrisa de Paul se endureció. Volvió su atención al banquero.

—Lo interesante acerca de ese hombre eran las heridas en sus hombros… producidas por los clavos de las botas de otro pescador. El pescador formaba parte de la tripulación de un bote (un aparato para viajar sobre el agua) que había naufragado… se había hundido en el agua. Otro pescador que había ayudado a extraer su cuerpo dijo que otras muchas veces había visto las mismas marcas. Significaban que otro pescador que se estaba ahogando había apoyado sus pies en los hombros de aquel desgraciado en un intento de alcanzar la superficie… de respirar aire.

—¿En qué es eso interesante? —preguntó el banquero.

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