Dune

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Libro primero: Dune » Capítulo 17

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17

No hay escapatoria… pagamos por la violencia de nuestros antepasados.

De Frases escogidas de Muad’Dib, por la PRINCESA IRULAN

Jessica oyó el tumulto en el gran salón, y encendió la luz de la cabecera de su cama. El reloj no estaba aún correctamente ajustado al tiempo local, y tuvo que restar veintiún minutos para determinar que eran alrededor de las dos de la madrugada.

El tumulto era fuerte y confuso.

¿Un ataque de los Harkonnen?, se preguntó.

Se deslizó fuera de la cama y comprobó los monitores para ver dónde se hallaba su familia. La pantalla reveló a Paul durmiendo en una habitación del sótano que habían habilitado apresuradamente para él. Obviamente el ruido no llegaba hasta allí. No había nadie en las habitaciones del Duque, su cama estaba intacta. ¿Se hallaba todavía en el puesto de mando?

No había ninguna pantalla conectada con la parte delantera de la casa.

Jessica se inmovilizó en medio de la estancia, escuchando.

Resonó un grito, una voz incoherente. Alguien llamó al doctor Yueh. Jessica tomó su bata, se la echó por los hombros, deslizó sus pies en las zapatillas y se colocó el crys en su pantorrilla.

De nuevo, una voz llamó al doctor Yueh.

Jessica se ató el cinturón y salió al corredor. Entonces la sacudió un pensamiento: ¿Tal vez Leto está herido?

El corredor pareció hacerse más largo bajo sus apresurados pies. Franqueó la arcada, atravesó corriendo el comedor y recorrió el pasillo que conducía al Gran Salón, que estaba brillantemente iluminado, con todas las lámparas a suspensor encendidas al máximo.

A su derecha, cerca de la entrada frontal, vio a dos guardias de la casa sujetando a Duncan Idaho entre ellos. La cabeza del hombre basculaba hacia adelante. Un silencio, repentino, penoso, se había adueñado de la escena.

—¿Habéis visto lo que habéis hecho? —dijo acusadoramente uno de los guardias de la casa a Idaho—. Habéis despertado a Dama Jessica.

Los grandes cortinajes se agitaban tras ellos, revelando que la puerta seguía abierta. No había el menor signo del Duque ni de Yueh. Mapes se mantenía inmóvil a un lado, mirando heladamente a Idaho. Llevaba un largo vestido marrón con un dibujo serpentino en él. Sus pies estaban calzados con botas del desierto.

—Así que he despertado a Dama Jessica —murmuró Idaho. Levantó su cabeza hacia el techo y gritó—: ¡Mi espada ha bebido por primera vez la sangre de Grumman!

¡Gran Madre! ¡Está borracho!, pensó Jessica.

El rostro oscuro y redondo de Idaho estaba contorsionado por una mueca. Sus cabellos, rizados como el pelaje de un negro macho cabrío, estaban sucios de fango. Los desgarrones de su túnica mostraban la camisa que había llevado en la cena.

Jessica avanzó hacia él.

Uno de los guardias inclinó la cabeza hacia ella, sin soltar a Idaho.

—No sabemos qué hacer con él, mi Dama. Ha ocasionado un disturbio ahí fuera, negándose a entrar. Temíamos que acudieran algunos nativos y le vieran. No hubiera sido bueno para nosotros. Nos hubiera dado mala fama.

—¿Dónde ha estado? —preguntó Jessica.

—Ha escoltado a una de las jóvenes invitadas a la cena, mi Dama. Órdenes de Hawat.

—¿Qué joven invitada?

—Una de las chicas de la escolta. ¿Comprendéis, mi Dama? —miró a Mapes y bajó la voz—. Siempre se llama a Idaho para la vigilancia de esas mujeres.

Y Jessica pensó: ¡Ciertamente! Pero ¿por qué está bebido?

Frunció el ceño y se volvió hacia Mapes.

—Mapes, tráele un estimulante. Sugiero cafeína. Quizá quede todavía un poco de café de especia.

Mapes se alzó de hombros y se dirigió hacia las cocinas. Los cordones de sus botas del desierto azotaron rítmicamente el suelo.

Idaho volvió penosamente su cabeza hacia Jessica, en un ángulo absurdo.

—He matado más de tres… trescientos hombres po… por el Duque —murmuró—. ¿Queréis sa… saber por qué est… oy aquí? No puedo vi… vivir allí ab… ajo. No puedo vi… vir abajo. ¿Qué condenado lugar es éste, uhhh?

El sonido de una puerta lateral al abrirse atrajo la atención de Jessica. Se volvió, viendo a Yueh avanzar hacia ellos, con su maletín de médico en su mano izquierda. Iba completamente vestido, y se le veía pálido y exhausto. El tatuaje diamantino destellaba en su frente.

—¡El buen doc… tor! —hipó Idaho—. ¿Cómo estáis, doc…? ¿El hombre de las gasas y de las pil… píldoras? —Se volvió trabajosamente hacia Jessica—. Me estoy portando como un id… idiota, ¿eh?

Jessica frunció el ceño y permaneció silenciosa, preguntándose: ¿Por qué tendría que emborracharse Idaho? ¿Acaso lo han drogado?

—Demasiada cerveza de especia —dijo Idaho, intentando enderezarse.

Mapes volvió con una humeante taza en sus manos, y se detuvo indecisa detrás de Yueh. Miró a Jessica, que agitó la cabeza.

Yueh depositó su maletín en el suelo, hizo una inclinación a Jessica y dijo:

—Así que cerveza de especia, ¿eh?

—La condenad… amente mejor que he bebido nun… ca —dijo Idaho. Intentó cuadrarse—. ¡Mi espada ha be… bido por primera vez la sangre de Grum… man! He matado a un Harkon… Harkon… lo he matado por el Duque.

Yueh se volvió y miró la taza en las manos de Mapes.

—¿Qué es eso?

—Cafeína —dijo Jessica.

Yueh tomó la taza y se la tendió a Idaho.

—Bebe eso, muchacho.

—No quiero beb… er más.

—¡Bebe, te digo!

La cabeza de Idaho se bamboleó hacia Yueh, y dio un paso adelante, arrastrando a los guardias con él.

—Estoy hasta la coronilla de complacer al Universo Im… perial, doc… Por una vez haré lo… lo que yo quiero.

—Cuando hayas bebido esto —dijo Yueh—. Sólo es cafeína.

—¡… podrida como el resto en este lugar! Mal… dito sol… tan brillante. Nada tiene buen co… color. Todo está deformado y…

—Bueno, ahora es de noche —dijo Yueh. Hablaba en tono convincente—. Bébete esto como un buen chico. Te hará sentir mejor.

—¡No quiero sentirme mejor!

—No podemos pasarnos toda la noche discutiendo con él —dijo Jessica. Y pensó: Necesita un tratamiento de shock.

—No hay ninguna razón para que permanezcáis aquí, mi Dama —dijo Yueh—. Puedo ocuparme yo de ello.

Jessica agitó la cabeza. Dio un paso hacia adelante y abofeteó a Idaho con todas sus fuerzas.

Retrocedió, arrastrando a los guardias, y la miró ferozmente.

—Esa no es forma de comportarse en casa de tu Duque —dijo Jessica. Tomó la taza de manos de Yueh, derramando una parte de su contenido, y la tendió a Idaho—. ¡Y ahora bebe! ¡Es una orden!

Idaho se sobresaltó y se irguió, mirándola amenazadoramente. Habló con lentitud, con una pronunciación clara y precisa.

—No recibo órdenes de una maldita espía Harkonnen —dijo.

Yueh se envaró y se volvió hacia Jessica.

Ella se puso pálida, pero inclinó la cabeza. Ahora todo estaba claro para ella… las alusiones, vagas y fragmentarias, que había captado aquellos últimos días en las palabras y el comportamiento de quienes la rodeaban encajaban por fin. La invadió una cólera tan inmensa que a duras penas pudo contenerla. Tuvo que recurrir a lo más profundo de su adiestramiento Bene Gesserit para calmar su pulso y controlar su respiración. Pero aún así sintió que el fuego interior la abrasaba.

Siempre se llama a Idaho para la vigilancia de esas mujeres.

Miró a Yueh. El doctor bajó los ojos.

—¿Lo sabíais? —exigió.

—Yo… he oído rumores, mi Dama. Pero no quería añadir un nuevo peso a vuestras preocupaciones.

—¡Hawat! —gritó—. ¡Quiero que Thufir Hawat sea conducido a mi presencia inmediatamente!

—Pero, mi Dama…

Tiene que haber sido Hawat, pensó. Una tal sospecha no puede venir de nadie más que de él, o de otro modo hubiera sido descartada.

Idaho inclinó su cabeza.

—Tenía que haber soltado to… toda esa maldita historia —murmuró.

Jessica miró bruscamente por un instante la taza que tenía en su mano, y bruscamente arrojó su contenido al rostro de Idaho.

—Encerradlo en una de las habitaciones de huéspedes del ala este —ordenó—. Haced que duerma la borrachera.

Los dos guardias la miraron con aire poco alegre. Uno de ellos aventuró:

—Quizá debiéramos llevarlo a algún otro lado, mi Dama. Podríamos…

—¡Es aquí donde se supone que debe estar! —cortó Jessica—. Su trabajo está aquí —su voz rezumaba amargura—. Es muy eficiente vigilando a las mujeres.

El guardia tragó saliva.

—¿Sabe alguien dónde está el Duque? —preguntó ella.

—En el puesto de mando, mi Dama.

—¿Está Hawat con él?

—Hawat está en la ciudad, mi Dama.

—Quiero que me traigáis a Hawat inmediatamente —dijo Jessica—. Estaré en mi sala de estar cuando llegue.

—Pero, mi Dama…

—Si es necesario, llamaré al Duque —dijo ella—. Pero espero que no sea necesario. No quiero molestarle por una cosa así.

—Sí, mi Dama.

Jessica depositó la taza vacía en manos de Mapes, y su mirada tropezó con los interrogadores ojos totalmente azules.

—Puedes volver a acostarte, Mapes.

—¿Estáis segura de que no me necesitáis?

Jessica sonrió agriamente.

—Estoy segura.

—Quizá todo pudiera esperar hasta mañana —dijo Yueh—. Puedo daros un sedante y…

—Volved a vuestros aposentos y dejadme arreglar esto a mi manera —dijo Jessica. Le palmeó el brazo para atemperar la aspereza de su orden—. Es la única manera.

Bruscamente, con la cabeza erguida, dio media vuelta y se dirigió con paso resuelto hacia sus habitaciones. Frías paredes… corredores… una puerta familiar… Abrió la puerta, entró, y la cerró violentamente a sus espaldas. Jessica permaneció inmóvil en medio de la estancia, mirando furiosamente las ventanas protegidas con escudos de su salón. ¡Hawat! ¿Acaso se halla a sueldo de los Harkonnen? Habrá que verlo.

Jessica se dirigió hacia el antiguo y mullido sillón recubierto de piel de schlag repujada, y lo corrió para que quedara frente a la puerta. Bruscamente fue consciente de la presencia real del crys en la funda sujeta a su pantorrilla. Lo tomó con su funda y lo sujetó a su brazo, comprobando su peso. Una vez más su mirada recorrió toda la estancia, registrando en su mente la posición exacta de cada objeto para un caso de emergencia: la silla en el rincón, los sillones de recto respaldo contra la pared, las dos mesas bajas, la cítara en su pedestal, junto a la puerta del dormitorio.

Las lámparas a suspensor irradiaban una pálida claridad rosada. Disminuyó su intensidad, se sentó en el sillón, acariciando su tapizado, apreciando por primera vez su pesada riqueza.

Ahora, que venga, se dijo. Ocurrirá lo que deba ocurrir. Y se dispuso a esperar a la Manera Bene Gesserit, acumulando paciencia y reservando sus fuerzas.

Mucho antes de lo que esperaba sonó una llamada en la puerta, y Hawat entró a su mandato.

Lo miró sin moverse del sillón, percibiendo en sus movimientos la vibrante presencia de una energía debida a la droga, y la fatiga que se escondía tras ella. Los viejos ojos acuosos de Hawat brillaban. Su correosa piel parecía ligeramente amarilla bajo la luz de la estancia, y una amplia y húmeda mancha se destacaba en la manga del brazo donde ocultaba su cuchillo.

Captó olor a sangre.

Señaló con la mano uno de los sillones de respaldo recto y dijo:

—Traed este sillón y sentaos frente a mí.

Hawat se inclinó y obedeció. ¡Ese loco borracho de Idaho!, pensó. Estudió el rostro de Jessica, preguntándose cómo podría salvar la situación.

—Es ya tiempo de aclarar la atmósfera entre nosotros —dijo Jessica.

—¿Qué es lo que turba a mi Dama? —Se sentó, colocando sus manos sobre las rodillas.

—¡No juguéis conmigo! —restalló ella—. Si Yueh no os ha dicho por qué os he hecho llamar, alguno de vuestros espías en mi propia casa lo habrá hecho. ¿Podemos ser honestos el uno con el otro al menos en lo que respecta a esto?

—Como deseéis, mi Dama.

—Primero, responded a una pregunta —dijo ella—. ¿Sois ahora un agente Harkonnen?

Hawat se levantó a medias de su asiento, con su rostro oscurecido por la ira.

—¿Osáis insultarme así? —preguntó.

—Sentaos —dijo ella—. Vos también me habéis insultado.

Lentamente, Hawat volvió a sentarse en el sillón.

Y Jessica, leyendo los signos en aquel rostro que tan bien conocía, sintió un profundo alivio. No es Hawat.

—Ahora sé que aún seguís siendo fiel a mi Duque —dijo—. Ahora estoy dispuesta a perdonaros esa afrenta.

—¿Hay algo que perdonar?

Jessica frunció las cejas, pensando: ¿Debo jugar mis cartas? ¿Debo hablarle de la hija del Duque que llevo en mi seno desde hace unas semanas? No… ni siquiera Leto lo sabe. Esto no haría más que complicarle la vida, distrayéndole en un momento en que debe concentrarse para garantizar nuestra supervivencia. Todavía queda tiempo para usar esto.

—Una Decidora de Verdad resolvería esto —dijo—, pero no disponemos aquí de ninguna Decidora de Verdad cualificada por la Alta Junta.

—Como decís bien, no disponemos de ninguna Decidora de Verdad.

—¿Hay un traidor entre nosotros? —preguntó Jessica—. He estudiado a nuestra gente con el mayor cuidado. ¿Quién puede ser? No Gurney. Ciertamente, tampoco Duncan. Sus lugartenientes no están situados lo bastante estratégicamente como para tomarlos en consideración. Tampoco sois vos, Thufir. No puede ser Paul. Sé que no soy yo. ¿El doctor Yueh, entonces? ¿Tengo que llamarle y someterle a prueba?

—Sabéis que sería una acción inútil —dijo Hawat—. Está condicionado por el Alto Colegio. Estoy seguro de esto.

—Sin mencionar que su esposa era una Bene Gesserit asesinada por los Harkonnen —dijo Jessica.

—Así que era eso lo que le ocurrió —dijo Hawat.

—¿No habéis detectado el odio en su voz cuando pronuncia el nombre de los Harkonnen?

—Sabéis que no poseo el oído —dijo Hawat.

—¿Qué es lo que os ha hecho sospechar de mí? —preguntó ella.

Hawat se removió en su asiento.

—Mi Dama coloca a su servidor en una posición imposible. Mi lealtad va ante todo hacia el Duque.

—Estoy dispuesta a perdonar cosas a causa de esta lealtad —dijo ella.

—Pero vuelvo a preguntaros: ¿hay algo que perdonar?

—El rey está ahogado —preguntó ella—. ¿Tablas?

Hawat se alzó de hombros.

—Ahora discutamos otra cosa por un minuto —dijo Jessica—. Duncan Idaho, el admirable guerrero cuya habilidad como guardián y vigilante es tan estimada. Esta noche se ha excedido con algo llamado cerveza de especia. Me han llegado informes de que otros de entre nuestra gente se han dejado vencer por esa misma mixtura. ¿Es eso cierto?

—Tenéis vuestros informes, mi Dama.

—Precisamente. ¿No creéis que esos excesos son un síntoma, Thufir?

—Mi Dama habla por enigmas.

—¡Usad vuestra habilidad de Mentat en ello! —cortó bruscamente Jessica—. ¿Cuál es el problema con Duncan y los otros? Puedo decíroslo en cuatro palabras: no tienen un hogar.

Hawat señaló el suelo con un dedo.

—Arrakis, este es su hogar.

—¡Arrakis es una incógnita! Caladan era su hogar, pero les hemos desarraigado de allí. No tienen hogar. Y temen que el Duque les falle.

Hawat se envaró.

—Unas palabras como esas pronunciadas por cualquiera de mis hombres sería suficiente para…

—Oh, basta con eso, Thufir. ¿Es derrotismo o traición por parte de un doctor diagnosticar correctamente una enfermedad? Mi única intención es curar esta enfermedad.

—El Duque me ha encargado a mí de estas cosas.

—Pero vos comprendéis que yo experimente cierta preocupación acerca de los progresos de esta enfermedad —dijo ella—. Y quizá me concedáis cierta habilidad en este terreno.

¿Debo administrarle un shock?, se dijo. Necesita una sacudida, algo que consiga sacarle de la rutina.

—Vuestras preocupaciones podrían ser interpretadas de muy diversos modos —dijo Hawat. Se alzó de hombros.

—¿Así que ya me habéis condenado?

—Por supuesto que no, mi Dama. Pero no puedo permitirme el correr ningún riesgo, viendo como está la situación.

—Una amenaza contra la vida de mi hijo os ha pasado inadvertida en esta misma casa —dijo ella—. ¿Quién ha corrido el riesgo?

El rostro del hombre se oscureció.

—He presentado mi dimisión al Duque.

—¿Habéis presentado también vuestra dimisión a mí… o a Paul?

Ahora el hombre estaba abiertamente furioso: su respiración agitada, las ventanas de su nariz dilatadas, su fija mirada le traicionaban. Percibió el rápido pulsar de una vena en su sien.

—Soy un hombre del Duque —dijo, mascando las palabras.

—No hay ningún traidor —dijo ella—. La traición viene de fuera. Quizá tenga alguna relación con los láseres. Quizá corran el riesgo de introducir en secreto algunos láseres con mecanismos de tiempo conectados a los escudos de la casa. Quizá…

—¿Y quién podría probar después de la explosión que no se habían usado atómicas? —preguntó él—. No, mi Dama. No se arriesgarán a hacer algo tan ilegal. Las radiaciones persisten. Las evidencias son difíciles de borrar. No. Ellos observarán casi todas las formas. Ha de haber un traidor.

—Vos sois un hombre del Duque —comentó burlonamente ella—. ¿Le destruiríais en vuestro esfuerzo por salvarle?

Hawat inspiró profundamente.

—Si sois inocente, os presentaré mis más abyectas excusas.

—Hablemos ahora de vos, Thufir —dijo Jessica—. Los seres humanos viven mejor cuando cada uno ocupa su lugar, cuando cada uno sabe cual es su posición en el esquema de las cosas. Destruid este lugar, y destruiréis a la persona. Vos y yo, Thufir, entre todos los que aman al Duque, somos quienes estamos más idealmente situados para destruir el lugar del otro. ¿Creéis que no me sería muy fácil susurrar mis sospechas al oído del Duque alguna de estas noches? ¿En qué momentos imagináis que será más susceptible a ese tipo de susurros, Thufir? ¿Debo ser más explícita?

—¿Me estáis amenazando? —gruñó él.

—En absoluto. Simplemente pongo en evidencia el hecho de que alguien nos está atacando a través de las posiciones básicas de nuestras vidas. Es astuto, diabólico. Os propongo neutralizar este ataque disponiendo de nuestras vidas de tal modo que no exista ninguna fisura por la cual podamos ser alcanzados.

—¿Me acusáis de susurrar sospechas sin fundamento?

—Sin fundamento, sí.

—¿E intentáis combatirlas con vuestros propios susurros?

—Es vuestra vida la que está hecha de sospechas, Thufir, no la mía.

—¿Entonces ponéis en duda mis capacidades?

Jessica suspiró.

—Thufir, quisiera que examinarais hasta qué punto vuestras propias emociones están involucradas en esto. El ser humano natural es un animal de lógica. Vuestra proyección de la lógica en todos los asuntos es innatural pero es tolerada porque es útil. Vos sois la personificación de la lógica… un Mentat. Sin embargo, las soluciones de vuestros problemas son conceptos que, en un sentido muy real, son proyectados fuera de vos mismo, y deben ser observados, estudiados, examinados desde todos los ángulos.

—¿Pretendéis enseñarme mi trabajo? —preguntó el hombre, sin intentar ocultar el desdén en su voz.

—Podéis aplicar vuestra lógica a cualquier cosa que esté fuera de vos —dijo Jessica—. Pero es una característica humana el que cuando nos enfrentamos con nuestros problemas personales, las cosas más profundamente íntimas son las que mejor resisten el examen de nuestra lógica. Tendemos a buscar las causas a nuestro alrededor, acusando a todo y a todos, salvo la cosa bien real y profundamente enraizada en nosotros que es nuestra auténtica finalidad.

—Intentáis deliberadamente hacerme dudar de mis poderes de Mentat —dijo el hombre con voz áspera—. Si descubriera a alguien entre los nuestros intentando sabotear así un arma cualquiera de nuestro arsenal, no vacilaría en absoluto en denunciarlo y destruirlo.

—Los mejores Mentat conservan un saludable respeto hacia los factores de error en sus cálculos —dijo ella.

—¡Yo nunca he dicho lo contrario!

—Entonces, estudiad esos síntomas que ambos hemos observado: la embriaguez entre nuestros hombres, las disputas… cómo intercambian vagos rumores sobre Arrakis, cómo ignoran los más simples…

—Se aburren, eso es todo —dijo él—. No intentéis distraer mi atención presentándome un simple hecho banal como algo misterioso.

Ella lo miró, pensando en los hombres del duque que, en sus barracones, rumiaban sus aflicciones hasta tal punto que la tensión llegaba hasta el castillo casi como un aislante quemado. Se están volviendo como los hombres de las leyendas pre-Cofradía, pensó. Como los hombres de aquel perdido explorador estelar, Ampoliros… enfermos a fuerza de sujetar las armas… siempre buscando, siempre preparados y nunca dispuestos.

—¿Por qué nunca habéis querido usar mis habilidades en vuestro servicio al Duque? —preguntó—. ¿Temíais que fuera un rival que pusiera en peligro vuestra posición?

Hawat la miró torvamente, y sus viejos ojos llamearon.

—Conozco algo del adiestramiento que os convierte en… —se interrumpió, frunciendo el ceño.

—Continuad, decidlo —animó ella—. En brujas Bene Gesserit.

—Conozco algo del adiestramiento real que se os ha proporcionado —dijo él—. He podido ver cómo surgía en Paul. No me dejo engañar por lo que vuestras escuelas declaran en público, que existís tan sólo para servir.

El shock debe ser severo, y ya casi está preparado para recibirlo, pensó ella.

—Siempre me habéis escuchado respetuosamente en el Consejo —dijo—, pero muy raramente habéis tenido en cuenta mis opiniones. ¿Por qué?

—No tengo ninguna confianza en vuestras motivaciones Bene Gesserit —dijo Hawat—. Creéis que podéis leer en el interior de un hombre; tal vez penséis que podéis empujar a un hombre a hacer exactamente lo que vos…

—¡Thufir, pobre imbécil! —murmuró.

Él la fulminó con la mirada, hundiéndose en su asiento.

—Sean cuales sean los rumores que os hayan llegado acerca de nuestras escuelas —dijo Jessica—, la verdad es mucho más vasta. Si yo deseara destruir al Duque… o a vos o a cualquier otra persona a mi alcance, vos no podríais detenerme.

Y pensó: ¿Por qué permito que el orgullo me haga decir tales palabras? Esta no es la manera en que fui adiestrada. No es así como puedo ocasionarle un shock.

Hawat deslizó una mano bajo su túnica, al lugar donde ocultaba un pequeño proyector de dardos envenenados. No lleva escudo, pensó. ¿Acaso es una bravata? Podría matarla ahora… pero, ah… ¿Cuáles serían las consecuencias si estoy equivocado?

Jessica vio el gesto de su mano y dijo:

—Roguemos porque la violencia nunca sea necesaria entre nosotros.

—Una loable plegaria —asintió él.

—Pero, mientras tanto, el mal se extiende entre nosotros. Os pregunto de nuevo: ¿acaso no es más razonable suponer que los Harkonnen hayan sembrado sus sospechas a fin de enfrentarnos al uno contra el otro?

—El rey vuelve a estar ahogado —dijo él.

Jessica suspiró y pensó: está casi a punto.

—El Duque y yo somos el padre y la madre tutelares de nuestro pueblo —dijo—. La posición…

—Aún no se ha casado con vos —dijo Hawat.

Jessica se obligó en mantenerse en calma, pensando: esta ha sido una buena respuesta.

—Pero no se casará con ninguna otra —dijo—. No, mientras yo viva. Y somos sus tutores, como os he dicho. Romper este orden natural, perturbarlo, desorganizarlo y confundirlo… ¿qué objetivo puede haber más atractivo para los Harkonnen?

Hawat captó hacia donde se estaba dirigiendo ella y se inclinó hacia adelante, con las cejas fruncidas.

—¿El Duque? —preguntó ella—. Un atractivo blanco, ciertamente, pero a excepción de Paul no hay nadie mejor guardado que él. ¿Yo? Seguramente lo intentan, pero saben que las Bene Gesserit constituyen un blanco difícil. Y existe otro blanco mejor, una persona en la cual sus funciones crean, necesariamente, una monstruosa ceguera. Una persona para la cual sospechar es tan natural como respirar. Que construye toda su vida en la insinuación y el misterio. —Tendió bruscamente su mano derecha hacia él—. ¡Vos!

Hawat se levantó a medias de su silla.

—¡No os he dicho que os retirarais, Thufir! —restalló ella.

El viejo Mentat casi se dejó caer hacia atrás sobre su asiento, sintiendo que de repente sus músculos lo traicionaban.

Ella sonrió sin alegría.

—Ahora conocéis algo del verdadero adiestramiento que se nos da —dijo.

Hawat intentó deglutir sin conseguirlo. La intimación de Jessica había sido regia, perentoria, restallando en un tono y una manera completamente irresistibles. Su cuerpo había obedecido aún antes de que pudiera pensar en ello. Nada hubiera podido impedir su reacción de respuesta, ni la lógica, ni el más apasionado furor… nada. Y todo aquello recelaba en ella un conocimiento profundo, sensible, de la persona a la que se había enfrentado, un control tan completo que jamás lo hubiera creído posible.

—Os dije antes que ambos deberíamos comprendernos —dijo ella—. En realidad quería decir que vos deberíais comprenderme a . Porque yo ya os comprendo. Y ahora os digo que vuestra fidelidad al Duque es la única garantía que tenéis para mí.

Él la miró, humedeciéndose los labios con la lengua.

—Si yo deseara un fantoche, el Duque se casaría inmediatamente conmigo —dijo ella—. Incluso podría hacerle pensar que lo hacía por su propia voluntad.

Hawat inclinó la cabeza, mirándola con ojos entrecerrados. Sólo el más rígido control le retenía de su deseo de llamar a la guardia. Control… y la sospecha de que aquella mujer no se lo permitiría. Se estremeció ante el recuerdo de cómo lo había dominado. ¡En aquel instante de vacilación hubiera podido extraer un arma y matarlo!

¿Es cierto entonces que cada ser humano es víctima de esta ceguera?, pensó. ¿Es posible que cada uno de nosotros pueda ser manipulado de esta forma sin poder resistirse? Esta idea lo asombró. ¿Quién podría detener a una persona dotada de tal poder?

—Habéis entrevisto el puño bajo el guante Bene Gesserit —dijo ella—. Muy pocos lo han entrevisto y han sobrevivido. Y lo que he hecho es algo relativamente sencillo para nosotras. No habéis visto aún todo mi arsenal. Pensad en ello.

—¿Por qué no lo usáis para destruir a los enemigos del Duque? —preguntó él.

—¿Querríais realmente que los destruyera? —respondió ella con otra pregunta—. ¿Dando así una imagen debilitada de nuestro Duque, forzándolo a depender para siempre de mí?

—Pero, con tales poderes…

—Este poder es un arma de doble filo, Thufir —dijo ella—. Vos pensáis: «Qué fácil sería para ella fabricarse un instrumento humano para hundirlo en las entrañas del enemigo». Es cierto, Thufir; incluso en vuestras propias entrañas. Sin embargo, ¿qué conseguiría con ello? Si algunas de nuestras Bene Gesserit hicieran esto, ¿no harían que todas las Bene Gesserit fueran sospechosas? Nosotras no queremos esto, Thufir. No queremos destruirnos a nosotras mismas. —Asintió con la cabeza—. Sí, realmente, sólo existimos para servir.

—No puedo responderos —dijo él—. Vos sabéis que no puedo responderos.

—No diréis a nadie lo que ha ocurrido aquí —dijo ella—. Os conozco, Thufir.

—Mi Dama… —de nuevo el anciano intentó deglutir, pero su garganta estaba seca.

Y pensó: Tiene grandes poderes, es cierto. ¿Pero esos poderes no la harían un instrumento aún más formidable para los Harkonnen?

—El Duque podría ser destruido tan rápidamente por sus amigos como por sus enemigos —dijo ella—. Espero que ahora examinaréis a fondo las razones de esas sospechas y las anularéis.

—Si se revelan sin fundamento —dijo él.

Si —musitó ella.

—Si —repitió él.

Sois tenaz —dijo ella.

—Prudente —observó él—, y consciente de la posibilidad de error.

—Entonces os voy a hacer otra pregunta: ¿qué significa para vos el encontraros ante otro ser humano, y saberos atado y sin posibilidades de defensa, mientras el otro tiene un cuchillo apuntando a vuestra garganta… y este, en vez de mataros, os libera de vuestras ligaduras y os ofrece el cuchillo para que lo uséis contra él?

Jessica se levantó del sillón y se volvió de espaldas a él.

—Podéis iros, Thufir.

El viejo Mentat se alzó, vaciló, sus manos se movieron hacia el arma mortal escondida bajo su túnica. Recordó la arena y el padre del Duque (que había sido un hombre valeroso pese a sus otros defectos), y el día de la corrida hacía tanto tiempo: la feroz bestia negra inmóvil, con la cabeza baja, desconcertada. El viejo Duque había dado la espalda a los cuernos, con la capa llameantemente doblada en su brazo, mientras las aclamaciones resonaban en las tribunas.

Yo soy el toro y ella el matador, se dijo Hawat. Apartó su mano del arma, mirando el sudor que brillaba en su palma.

Y supo entonces que, ocurriera lo que ocurriese, nunca olvidaría aquel instante, y que la suprema admiración que experimentaba por Dama Jessica nunca disminuiría.

Silenciosamente, se volvió y salió de la estancia.

Jessica lo observó a través del reflejo de la ventana, y se volvió hacia la puerta cerrada.

—Ahora veamos cual es la acción más adecuada —susurró.

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