Dune

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Libro primero: Dune » Capítulo 22

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22

Oh Mares de Caladan,

Oh gente del Duque Leto…

Ciudadela de Leto abatida,

Abatida para siempre…

De Canciones de Muad’Dib, por la PRINCESA IRULAN

Paul sintió que todo su pasado, toda su vida antes de aquella noche, era como arena deslizándose por una clepsidra. Estaba sentado al lado de su madre, sujetándose las rodillas dentro de la pequeña tienda de tejido y plástico, una destiltienda, que habían encontrado, junto con las ropas Fremen que se habían puesto inmediatamente, en el paquete descubierto en el tóptero.

No había ninguna duda en la mente de Paul respecto a quién había escondido la Fremochila allí, quién había dirigido el rumbo del tóptero que transportaba a los cautivos.

Yueh.

El doctor traidor los había llevado directamente hasta las manos de Duncan Idaho.

Paul miró afuera, a través de la parte transparente de la destiltienda, observando las rocas iluminadas por la luz de la luna que rodeaban el refugio que Idaho había preparado para ellos.

Escondiéndome como un chiquillo ahora que soy el Duque, pensó Paul. Aquel pensamiento lo irritaba, pero no podía negar que esconderse era por el momento lo más seguro.

Algo había ocurrido con su percepción aquella noche; veía con absoluta claridad todas las circunstancias y los acontecimientos en torno suyo. Se sintió incapaz de asimilar el flujo de datos, pero con fría precisión, cada nuevo elemento encajaba en sus conocimientos y los cálculos parecían concentrarse en su consciencia. Tenía el poder de un Mentat, y más aún.

Paul pensó en el momento de impotente rabia cuando aquel extraño tóptero surgió de la noche planeando hacia ellos, deteniéndose como un halcón gigantesco sobre el desierto, con el viento silbando bajo sus alas. Algo había pasado entonces en la mente de Paul. El tóptero se había deslizado sobre la arena, directo hacia las dos figuras que corrían… su madre y él. Paul recordó el olor a azufre de la abrasión de los patines del tóptero rozando sobre la arena hacia ellos.

Su madre, lo sabía, se había vuelto, con la certeza de enfrentarse a un láser en manos de un mercenario Harkonnen, reconociendo en cambio a Duncan Idaho que se inclinaba fuera de la portezuela del tóptero gritando:

—¡Aprisa! ¡Hay señales de un gusano al sur!

Pero Paul había sabido, desde el mismo momento en que se había vuelto, quién pilotaba el tóptero. Una acumulación de detalles en la forma en que volaba, el fulmíneo aterrizaje… indicaciones tan imperceptibles que ni su madre hubiera captado… pero que habían proporcionado a Paul el conocimiento exacto de quién estaba en los controles.

Al otro lado de la destiltienda, Jessica se movió y dijo:

—Esa puede ser la única explicación. Los Harkonnen tenían en su poder a la esposa de Yueh. ¡Él odiaba a los Harkonnen! No puedo haberme equivocado sobre esto. Has leído su nota. ¿Pero por qué nos ha salvado de la carnicería?

Hasta ahora no empieza a verlo ella, y aún con dificultades, pensó Paul. Este pensamiento fue un shock. Él había comprendido los hechos con la máxima claridad tan sólo leyendo la nota que acompañaba al anillo ducal en el paquete.

«No intentéis perdonarme», había escrito Yueh. «No quiero vuestro perdón. Mi carga es ya bastante pesada. He actuado sin maldad y sin esperanzas de ser comprendido. Ha sido mi tahaddi al-burham, mi última prueba. Os dejo el sello ducal de los Atreides como testimonio de que escribo la verdad. Cuando leáis esto, el Duque Leto habrá muerto. Pueda consolaros mi afirmación de que no morirá solo, que aquél al que odiamos todos nosotros más que a nada en el mundo morirá con él».

No estaba dirigida a nadie ni tenía firma, pero no había ninguna duda acerca de aquella caligrafía familiar… Yueh.

Recordando la misiva, Paul revivió su angustia en aquel momento… algo agudo y extraño que parecía manifestarse en el exterior de su nueva agilidad mental. Había leído que su padre había muerto, reconocido la verdad de aquellas palabras, pero todo ello no era más que otro dato a encasillar en su mente para el momento de ser usado.

Quería a mi padre, pensó Paul, y sabía que era cierto. Tendría que llorar por él. Debería sentir algo.

Pero no sentía nada, excepto: Es un hecho importante.

Al lado de otros muchos hechos.

Y su mente no dejaba de acumular durante todo el tiempo nuevas impresiones sensoriales, extrapolando y calculando.

Las palabras de Halleck volvieron a Paul: «El humor es algo para el ganado, o para hacer el amor. Uno combate cuando es necesario, no cuando está de humor».

Quizá sea esto, se dijo Paul. Lloraré a mi padre luego… cuando tenga tiempo.

Pero la fría decisión de su ser no mostró ninguna flexión. Intuyó que su nueva percepción era tan sólo un inicio, y que iría en aumento. La impresión de una terrible finalidad, que había experimentado por primera vez durante su confrontación con la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam, lo aferró de nuevo. Su mano derecha —la mano que recordaba el dolor— le escocía y pulsaba.

¿Esto es lo que significa ser el Kwisatz Haderach?, se maravilló.

—Por un tiempo he pensado que Hawat había cometido otro error —dijo Jessica—. Pienso que tal vez Yueh no fuera un doctor Suk.

—Era todo lo que pensábamos… y más —dijo Paul. Y pensó: ¿Por qué es tan lenta en ver las cosas? Luego añadió—: Si Idaho no consigue llegar hasta Kynes, estaremos…

—No es nuestra única esperanza —dijo ella.

—No era esto lo que sugería —dijo él.

Jessica percibió una acerada dureza en su voz, un tono de mando, y lo miró en la gris oscuridad de la destiltienda. Paul era una silueta contrastada sobre la blanquecina imagen de las rocas inundadas por la luna a través de la parte transparente de la tienda.

—Otros hombres de tu padre puede que hayan conseguido escapar —dijo ella—. Debemos reagruparlos, hallar…

—Tendremos que depender de nosotros mismos —dijo él—. Nuestra primera preocupación es nuestro arsenal familiar de atómicas. Hemos de alcanzarlo antes de que los Harkonnen lo encuentren.

—Es poco probable que lo encuentren —dijo ella— allí donde lo hemos ocultado.

—No podemos correr ese riesgo.

Y ella pensó: Utilizar las atómicas de la familia para amenazar al planeta y su especia… eso es lo que tiene en mente. Pero entonces todo lo que puede hacer es huir bajo el anonimato de un renegado.

Las palabras de su madre habían provocado un nuevo flujo de pensamientos en la mente de Paul… como Duque, su preocupación era toda la gente que se había perdido en aquella noche. La gente es la verdadera fuerza de una Gran Casa, pensó Paul. Y recordó las palabras de Hawat: «Dejar a los amigos resulta triste. Pero un lugar es sólo un lugar».

—Están usando a los Sardaukar —dijo Jessica—. Tendremos que esperar a que los Sardaukar se hayan ido.

—Creen habernos atrapado entre el desierto y los Sardaukar —dijo Paul—. Intentan no dejar a un solo Atreides con vida… un exterminio total. No cuentan con que escape ninguno de los nuestros.

—Pero no pueden seguir corriendo indefinidamente el riesgo de demostrar que el Emperador está metido en esto.

—¿Lo crees realmente?

—Algunos de nuestros hombres conseguirán huir.

—¿Estás segura?

Jessica se volvió, estremeciéndose ante la amargura y la dureza de la voz de su hijo, notando su precisa evaluación de las posibilidades. Sintió que la mente del muchacho había rebasado la suya, y que él ahora veía mucho más lejos que ella. Ella misma había contribuido a adiestrar aquella inteligencia, pero ahora descubrió que le inspiraba miedo. Sus pensamientos giraron, buscando desesperadamente el refugio que para ella había sido siempre el Duque, y las lágrimas inundaron sus ojos.

Tenía que ser así, Leto, pensó. «Un tiempo para el amor y un tiempo para el dolor». Apoyó la mano en su vientre, consciente del embrión que llevaba en él. Tengo en mí la hija de los Atreides que me fue ordenado engendrar, pero la Reverenda Madre estaba equivocada: una hija no hubiera salvado a mi Leto. Esta hija es sólo una vida que intenta alcanzar el futuro en un presente de muerte. La he concebido por instinto y no por obediencia.

—Prueba de nuevo el comunicador —dijo Paul.

La mente sigue trabajando hagamos lo que hagamos para detenerla, pensó Jessica.

Tomó el pequeño receptor que Idaho les había dejado y lo conectó. Una luz verde se encendió en la parte anterior del instrumento. Del aparato surgieron chasquidos metálicos. Redujo el volumen, variando la frecuencia. Una voz hablando en el lenguaje de batalla de los Atreides resonó en la tienda:

—… retroceder y reagruparse en la cresta. Fedor informa que no hay supervivientes en Carthag y que el Banco de la Cofradía ha sido saqueado.

¡Carthag!, pensó Jessica. Era un feudo Harkonnen.

—Son Sardaukar —dijo la voz—. Cuidado con los Sardaukar vestidos con uniformes Atreides. Son…

Algo restalló en el altoparlante, y luego silencio.

—Prueba las otras frecuencias —dijo Paul.

—¿Comprendes lo que significa esto? —preguntó Jessica.

—Lo esperaba. Quieren que la Cofradía nos considere responsables de la destrucción de su banco. Con la Cofradía contra nosotros, estamos atrapados en Arrakis. Prueba las otras frecuencias.

Ella sopesó las palabras: «Lo esperaba». ¿Qué le había ocurrido a su hijo? Lentamente, Jessica volvió al instrumento. Exploró las otras frecuencias, captando retazos de violencia en las pocas voces que seguían llamando en el lenguaje de batalla de los Atreides:

—… retirada…

—… reagrupamos en…

—… atrapados en una caverna en…

Y no ofrecía ninguna duda la victoriosa exaltación de los gritos de los Harkonnen que surgían de las otras frecuencias. Breves órdenes, informes de batalla. No lo suficiente para que Jessica pudiera registrar y decodificar el lenguaje, pero el tono era obvio.

Los Harkonnen habían vencido.

Paul tomó el paquete que había a su lado, notando el glogloteo de los dos litrojons llenos de agua. Inspiró profundamente y miró al exterior a través del lado transparente de la tienda, hacia las escarpaduras rocosas que se delineaban contra las estrellas. Su mano izquierda se posó en la cerradura a esfínter de entrada de la tienda.

—El alba llegará dentro de poco —dijo—. Podemos esperar durante todo el día a Idaho, pero no otra noche. En el desierto, hay que viajar de noche y descansar a la sombra durante el día.

Las antiguas tradiciones se insinuaron en la mente de Jessica: Sin destiltraje, un hombre sentado a la sombra, en el desierto, necesita cinco litros diarios de agua para mantener el equilibrio corporal. Percibió la superficie lisa y elástica del destiltraje sobre su piel, y pensó que sus vidas dependían por completo de aquella prenda.

—Si nos vamos de aquí, Idaho no nos encontrará nunca —dijo Paul—. Si Idaho no ha vuelto al alba, tendremos que considerar la posibilidad de que haya sido capturado. ¿Cuánto crees que puede resistir?

La pregunta no necesitaba respuesta, y Jessica guardó silencio. Paul abrió el cierre del paquete y sacó un micromanual provisto de su cuadrante luminoso y su lente. Letras verdes y anaranjadas saltaron de las páginas hacia él: «litrojon, destiltienda, cápsulas energéticas, recicladores, snork de arena, binoculares, equipo de destiltraje, pistola marcadora, mapas sink, tampones, paracompás, garfios de doma, martilleadores, Fremochila, columna de fuego…».

Tantas cosas para sobrevivir en el desierto.

Dejó el manual a un lado, en el suelo de la tienda.

—¿A dónde podemos ir? —preguntó Jessica.

—Mi padre hablaba del poder del desierto —dijo Paul—. Los Harkonnen no podrían dominar este planeta sin él. De hecho, nunca han podido dominarlo ni nunca podrán. Ni siquiera con diez mil legiones de Sardaukar.

—Paul, no puedes pensar que…

—Tenemos todas las puertas en nuestras manos —dijo él—. Aquí mismo, en esta tienda… la propia tienda, esta mochila y su contenido, estos destiltrajes. Sabemos que la Cofradía exige un precio prohibitivo por los satélites climáticos. Sabemos que…

—¿Qué tienen que ver los satélites climáticos con todo esto? —preguntó Jessica—. No podrían… —se interrumpió. Paul percibió las hipersensibilidades de su mente, leyendo sus reacciones, calculándolas minuciosamente.

—Ahora puedes darte cuenta de ello —dijo—. Los satélites observan constantemente el suelo. Hay cosas en el desierto profundo que no deben ser observadas.

—¿Sugieres que la Cofradía controla este planeta?

Era tan lenta.

—¡No! —dijo—. ¡Los Fremen! Pagan a la Cofradía su aislamiento, pagan con lo que el poder del desierto pone a su disposición… la especia. No es una respuesta de segunda aproximación, sino la única solución según los cálculos. Piensa en ello.

—Paul —dijo Jessica—, todavía no eres un Mentat; no puedes saber con seguridad…

—Nunca seré un Mentat —dijo él—. Soy algo distinto… un fenómeno.

—¡Paul! ¿Cómo puedes decir…?

—¡Déjame solo!

Se volvió de espaldas a ella, mirando afuera, a la noche. ¿Por qué no puedo llorar?, se maravilló. Sintió cada fibra de su ser anhelando aquel desahogo, pero sabía que le sería negado por siempre.

Jessica nunca había notado una angustia tan profunda en la voz de su hijo. Hubiera querido poder comprenderlo, estrecharlo entre sus brazos, confortarlo, ayudarlo… pero sintió que no había nada que pudiera hacer. Tendría que resolver sus problemas por sí mismo.

El brillo del manual de la Fremochila que Paul había dejado en el suelo llamó su atención. Lo tomó y le echó una ojeada, leyendo: «Manual de “El Desierto Amigo”, el lugar lleno de vida. Este es el ayat y el burhan de la Vida. Cree, y al-Lat nunca te consumirá».

Se parece al Libro de Azhar, pensó, recordando sus estudios de los Grandes Secretos. ¿Habrá pasado algún manipulador de Religiones por Arrakis?

Paul tomó el paracompás del paquete, volvió a dejarlo y dijo:

—Piensa en todos estos aparatos Fremen de aplicaciones bien precisas. Muestran una sofisticación incomparable. Admítelo. La cultura que ha creado estos objetos evidencia una profundidad insospechable.

Vacilando, preocupada aún por la dureza de la voz de su hijo, Jessica volvió al libro y estudió la ilustración de una constelación del cielo de Arrakis: «Muad’Dib: El Ratón», y notó que la cola apuntaba al norte.

Paul se volvió de nuevo hacia la oscuridad de la tienda y discernió débilmente los movimientos de su madre revelados por el brillo del manual. Ahora es el momento de cumplir el deseo de mi padre, pensó. Debo transmitirle su mensaje mientras aún hay tiempo para el dolor. El dolor puede ser inoportuno más tarde. Y se sintió impresionado por su propia exacta lógica.

—Madre —dijo.

—¿Sí?

Había captado el cambio en su voz, y un soplo helado se aferró a sus vísceras ante aquel sonido. Nunca antes había captado un control tan férreo.

—Mi padre ha muerto —dijo Paul.

Ella buscó en su interior para acoplar los hechos con los hechos y con los hechos —la manera Bene Gesserit de evaluar datos— y extrajo la respuesta: la sensación de una terrible pérdida. Jessica asintió, incapaz de hablar.

—Mi padre —dijo Paul— me encargó transmitirte un mensaje si le ocurría algo. Temía que pudieras pensar que no tenía confianza en ti.

Qué inútil sospecha, pensó Jessica.

—Quería que supieras que nunca dudó de ti —dijo Paul, y le explicó el engaño, añadiendo—: Quería que supieras que siempre tuviste su absoluta confianza, que siempre te amó y te adoró. Dijo que antes hubiera sospechado de sí mismo que de ti, y que sólo tenía algo de qué lamentarse: no haberte hecho su Duquesa.

Ella se secó las lágrimas que corrían por sus mejillas, pensando: ¡Qué estúpido derroche de agua! Pero sabía lo que significaba aquel pensamiento… una tentativa de anular el dolor con cólera. Leto, mi Leto, pensó. ¡Qué horribles cosas podemos hacer a los que amamos! Con un gesto violento apagó el cuadrante luminoso del manual.

Sollozó.

Paul percibió el dolor de su madre y lo comparó con su propia vaciedad. Yo no siento dolor, pensó. ¿Por qué? ¿Por qué? Aquella incapacidad de experimentar dolor le pareció una horrible tara.

Un tiempo para ganar y un tiempo para perder, pensó Jessica, recitándose a si misma una frase de la Biblia Católica Naranja. Un tiempo para guardar y un tiempo para tirar; un tiempo para amar y un tiempo para odiar; un tiempo de guerra y un tiempo de paz.

La mente de Paul siguió funcionando con gélida precisión. Descubrió nuevas avenidas abiertas para ellos en aquel planeta hostil. Sin ni siquiera la válvula de seguridad de un sueño, enfocó su presciente consciencia, viéndolas como el cálculo de sus más probables futuros, pero con algo más, una franja de misterio… como si su mente se sumergiera en algún estrato intemporal donde soplaban los vientos del futuro.

Bruscamente, como si acabara de encontrar la llave necesaria, la mente de Paul ascendió otro peldaño en su consciencia. Sintió que estaba acercándose a otro nivel, sosteniéndose en aquel precario asidero y mirando a su alrededor. Era como el centro de una esfera a partir del cual las avenidas irradiaban en todas direcciones… pero esto era tan sólo una aproximación a sus sensaciones.

Recordó haber visto, en una ocasión, un pañuelito de gasa flotando al viento, y ahora percibió así el futuro, retorciéndose como aquella ondulante y variable superficie del pañuelo.

Vio gente.

Experimentó el calor y el frío de incontables probabilidades.

Reconocía nombres y lugares, experimentaba emociones sin número, recibía datos de innumerables e inexploradas fuentes. Tenía todo el tiempo para sondear y probar y examinar, pero no tiempo para modelar.

El todo era un espectro de posibilidades desde el más remoto pasado hasta el más remoto futuro… desde lo más probable a lo más improbable. Vio su propia muerte en innumerables versiones. Vio nuevos planetas, nuevas culturas.

Gente.

Gente.

Multitudes innumerables que no podía contar, pero cuya mente podía catalogar.

Y los hombres de la Cofradía.

Pensó: La Cofradía… este podría ser un camino para nosotros; allí mi rareza sería aceptada como algo familiar de gran valor, siempre que pudiera asegurarla suplementariamente con la ahora necesaria especia.

Pero la idea de vivir toda su vida con la mente tanteando aquel amasijo de futuros posibles que guiaba las naves espaciales lo aterrorizó. De todos modos, era un camino. Y afrontando aquel futuro posible con los hombres de la Cofradía reconoció su propia rareza.

Tengo otra visión. Veo otro paisaje: todos los senderos abiertos.

Este pensamiento despertó su seguridad y su alarma… demasiados lugares, en aquel otro modo suyo de ver las cosas, desaparecían o giraban fuera de su vista.

Así, tan rápida como había venido, la sensación le abandonó, y comprendió que toda la experiencia había durado tan sólo el tiempo de un latido.

Pero su consciencia había sido sacudida, cegada por una terrible luz. Miró a su alrededor.

La noche envolvía aún la destiltienda rodeada por las rocas. El agudo dolor de su madre llegó de nuevo hasta él.

Y su propia ausencia de dolor… Su mente era como una cavidad profunda separada del resto, continuando implacable su tarea de recibir datos, evaluarlos, calcularlos, rítmicamente, planteándose las preguntas y planteando las respuestas del mismo modo que un Mentat.

Y supo que eran pocas las mentes que habían acumulado nunca tal abundancia de datos. Pero no por ello la profunda cavidad que era su mente resultaba más soportable. Sintió que algo tenía que romperse. Era como si el mecanismo de relojería de una bomba hubiera empezado a tictaquear dentro de él, más allá de sus propios deseos. Percibió las minúsculas variaciones en torno suyo… un ligero aumento de la humedad, una fracción de descenso de temperatura, el lento avanzar de un insecto sobre el techo de la destiltienda, la solemne progresión del alba en el ángulo de cielo constelado de estrellas visible a través de la parte transparente de la tienda.

El vacío era insoportable. El saber cómo había sido puesto en marcha el mecanismo de relojería no marcaba ninguna diferencia. Podía mirar hacia su propio pasado y ver su inicio: el adiestramiento, la afinación de sus talentos, las refinadas presiones de sofisticadas disciplinas, el descubrimiento de la Biblia Católica Naranja en un momento crítico… y, finalmente, la inclusión de la especia. Y podía mirar también hacia adelante —en las más terribles direcciones— y ver adónde conducía todo esto.

¡Soy un monstruo!, pensó. ¡Un fenómeno!

—¡No! —dijo. Y luego—: ¡No, No! ¡NO!

Descubrió que estaba dando puñetazos contra el suelo de la tienda. (La implacable parte de él registró esto como un interesante dato emotivo y lo integró a los otros factores).

—¡Paul!

Su madre estaba a su lado, sujetando sus manos, su rostro una mancha gris escrutándole.

—Paul, ¿qué ocurre?

—¡Tú! —dijo él.

—Estoy aquí, Paul —dijo ella—. Todo está bien.

—¿Qué has hecho conmigo? —exigió.

En un destello de claridad, ella captó alguna de las raíces de la pregunta.

—Te he traído al mundo —dijo.

Sabía, por su instinto y por sus más sutiles conocimientos, que esta era la respuesta correcta para calmarlo. Él sintió las manos de su madre sujetándolo, e intentó ver los rasgos de su rostro. (Algunos rasgos genéticos en la estructura de su rostro fueron examinados bajo el nuevo ángulo de su mente en continua actividad, las informaciones añadidas a los otros datos, y al final del cálculo surgió la respuesta).

—Déjame —dijo.

Ella notó la acerada dureza de su voz y obedeció.

—¿Quieres decirme qué es lo que te ocurre, Paul?

—¿Sabías lo que hacías cuando me adiestraste? —preguntó él.

No hay ningún rastro de niño en su voz, pensó ella. Y dijo:

—Esperaba lo que esperan todos los padres: que fueras… superior, distinto.

—¿Distinto?

Ella percibió la amargura en su tono.

—Paul, yo… —dijo.

—¡Tú no buscabas un hijo! —dijo él—. ¡Tú buscabas un Kwisatz Haderach! ¡Tú buscabas un macho Bene Gesserit!

Ella retrocedió ante tanta amargura.

—Pero, Paul…

—¿Consultaste alguna vez a mi padre para esto?

Ella respondió en voz muy baja, a causa de su reciente dolor.

—Seas lo que seas, Paul, la herencia te viene compartida de tu padre y mía.

—Pero no mi adiestramiento —dijo él—. No las cosas que… han despertado… al durmiente.

—¿Durmiente?

—Está aquí. —Puso una mano en su cabeza y luego en su pecho—. En mí. Y sigue adelante y adelante y adelante y adelante y…

—¡Paul!

Sentía la histeria surgiendo en su voz.

—Escúchame —dijo él—. ¿No querías que la Reverenda Madre supiese de mis sueños? Ahora escúchame en su lugar. Acabo de tener un sueño despierto. ¿Sabes por qué?

—Tienes que calmarte —dijo ella—. Si hay…

—La especia —dijo él—. Está por todos lados aquí… el aire, el suelo, la comida. La especia geriátrica. Es como la droga de la Decidora de Verdad. ¡Es un veneno!

Ella se envaró.

La voz de Paul descendió hasta un murmullo y repitió:

—Un veneno… tan sutil, tan insidioso… tan irreversible. No mata, a menos que uno deje de tomarlo. Nunca podremos abandonar Arrakis sin llevar una parte de Arrakis con nosotros.

La terrible presencia de su voz no admitía ninguna réplica.

—Tú y la especia —dijo Paul—. La especia transforma a cualquiera que la tome aunque sea a pequeñas dosis, pero gracias a ti, yo he vivido esta transformación en plena consciencia. No puedo relegarla al inconsciente, donde su intromisión podría ser sofocada. Yo puedo verla.

—Paul, tú…

—¡La veo! —repitió él.

Ella percibió la locura en su voz, sin saber qué hacer.

Pero él habló de nuevo, y observó que el férreo control volvía a dominarlo:

—Estamos atrapados aquí.

Estamos atrapados aquí, convino ella.

Y aceptó la verdad de sus palabras. Ninguna presión Bene Gesserit, ninguna astucia o artificio podrían liberarlos completamente de Arrakis: la especia era adictiva. Su cuerpo lo había sabido mucho antes de que su mente lo admitiera.

Así que aquí viviremos todo el resto de nuestras vidas, pensó, en este planeta infernal. El lugar está preparado para nosotros, si conseguimos evadirnos de los Harkonnen. Y no hay ninguna duda sobre mi destino: una yegua de cría destinada a preservar una importante línea genética para el Plan Bene Gesserit.

—Debo hablarte de mi sueño despierto —dijo Paul. Ahora no había furia en su voz—. Para estar seguro de que aceptarás lo que diga, te diré en primer lugar que darás a luz una hija, mi hermana, aquí en Arrakis.

Jessica apoyó sus manos en el suelo de la tienda y se apretó contra la curvada pared para rechazar la oleada de temor. Sabía que su estado no era aún visible. Sólo su propio adiestramiento Bene Gesserit le había permitido leer los primeros débiles signos en su cuerpo, advertir la presencia de un embrión de apenas unas semanas.

—Sólo para servir —susurró Jessica, ciñéndose a la divisa Bene Gesserit—. Existimos sólo para servir.

—Encontraremos un hogar entre los Fremen —dijo Paul—, donde nuestra Missionaria Protectiva nos ha preparado un refugio.

Han preparado un camino para nosotros en el desierto, se dijo Jessica. ¿Pero cómo puede saber él algo de la Missionaria Protectiva? Cada vez le era más difícil dominar su terror ante la cosa extraña en que se estaba convirtiendo Paul.

Este estudió la confusa sombra que era ella, viendo su miedo en cada reacción, con su nueva consciencia, como si se destacara contra una deslumbrante luz. Experimentó hacia ella un inicio de compasión.

—No puedo decirte aún las cosas que ocurrirán —dijo—. No puedo decírmelo ni a mí mismo, aunque las he visto. Este sentido del futuro… parece como si no tuviera ningún control sobre él. Simplemente se manifiesta. El futuro inmediato, digamos un año, puedo verlo en parte… un camino amplio como nuestra Avenida Central en Caladan. Pero hay cosas que no puedo ver… lugares oscuros… como situados al otro lado de una colina —(y pensó de nuevo en la agitada superficie de un pañuelo)—… y hay ramificaciones.

Permaneció silencioso, como si el recuerdo de aquella visión lo perturbara. Ningún sueño presciente, ninguna experiencia de su vida pasada lo habían preparado para esto: todos los velos habían caído, el tiempo se le presentaba en su desnudez.

En el revivir de su experiencia reconoció su terrible finalidad: la irresistible presión de su vida dilatándose como una burbuja siempre en expansión… el tiempo retrayéndose ante aquello…

Jessica buscó el control de la luz y lo activó.

Una débil luz verdosa empujó las sombras, calmando su miedo. Observó el rostro de Paul, sus ojos… su mirada interior. Y supo dónde había visto antes una mirada parecida: las fotos en los informes de desastres… en los rostros de los niños que habían conocido el hambre o las más terribles heridas. Los ojos eran pozos sin fondo, la boca una línea dura, las mejillas profundamente hundidas.

Es la expresión de una terrible consciencia, pensó, de alguien obligado al conocimiento de su propia mortalidad.

No era más que un niño.

El significado oculto de las palabras de Paul empezó a definirse en su mente, barriéndolo todo. Paul había mirado hacia adelante, había visto una vía de escape para ellos.

—Hay un modo de eludir a los Harkonnen —dijo.

—¡Los Harkonnen! —se burló él—. Arroja de tu mente esas caricaturas de seres humanos. —Miraba fijamente a su madre, estudiando las arrugas de su rostro a la luz de la tienda. Las arrugas la traicionaban.

—No deberías hablar de la gente refiriéndote a seres humanos sin… —dijo.

—No estés tan segura acerca de los límites —dijo él—. Arrastramos nuestro pasado con nosotros. Y, madre, hay una cosa que no sabes y que deberías saber… nosotros somos Harkonnen.

La mente de Jessica hizo entonces una cosa terrible: se vació totalmente, como si quisiera arrojar de ella toda sensación. Pero la voz de Paul siguió llegándole implacablemente, arrastrándola consigo:

—La próxima vez que estés ante un espejo, estudia tu rostro… estudia ahora el mío. Mira mis manos, la forma de mis huesos. Y si nada de esto te convence, entonces cree en mi palabra. He recorrido el futuro. He visto un informe, en un lugar, tengo todos los datos. Nosotros somos Harkonnen.

—Una… rama renegada de la familia —dijo ella—. Es esto, ¿verdad? Algún primo Harkonnen que…

—Tú eres la propia hija del Barón —dijo él, viendo como llevaba sus manos contra su boca y apretaba fuertemente—. El Barón se dedicó a gozar de muchos placeres en su juventud, y se permitió incluso ser seducido. Pero fue por las necesidades genéticas de la Bene Gesserit, por una de vosotras.

La forma en que dijo vosotras fue como una bofetada. Pero la mente de ella empezó de nuevo a trabajar, y no pudo negar sus palabras. Detalles dispersos de su pasado se unían ahora formando un todo coherente. La hija que buscaba la Bene Gesserit… no era para poner fin a la vieja enemistad entre los Atreides y los Harkonnen, sino únicamente para fijar un factor genético en sus descendencias. ¿Cuál? Buscó confusamente una respuesta.

Como si leyera en su mente, Paul dijo:

—Creyeron que sería yo. Pero no soy lo que esperaban, y he llegado antes de mi tiempo. Y ellas no lo saben.

Jessica apretaba las manos contra su boca.

¡Gran Madre! ¡Es el Kwisatz Haderach!

Le pareció estar desnuda ante él, porque comprendió que nada, o casi nada, quedaba oculto a sus ojos. Y esto, supo, era el origen de su miedo.

—Estás pensando que soy el Kwisatz Haderach —dijo él—. Aparta eso de tu mente. Soy algo inesperado.

Debo advertir a una de las escuelas, pensó ella. El índice de apareamientos revelará lo que ha ocurrido.

—Cuando sepan de mi existencia será demasiado tarde —dijo él.

Ella intentó desviar su atención, bajó sus manos y dijo:

—¿Encontraremos refugio entre los Fremen?

—Los Fremen tienen un dicho que atribuyen al Shai-Hulud, el Viejo Padre Eternidad, según la tradición. Dice: «Tienes que estar preparado para apreciar lo que encuentres».

Y pensó: Sí, madre… entre los Fremen. Adquirirás ojos azules y una callosidad en tu adorable nariz, donde estará fijado el tubo de tu destiltraje… y darás a luz a mi hermana: Santa Alia del Cuchillo.

—Si tú no eres el Kwisatz Haderach —dijo Jessica—, ¿quién…?

—No puedes comprenderlo —dijo él—. Lo creerás tan sólo cuando lo veas.

Y pensó: Soy una semilla.

De pronto, vio lo fértil que era el terreno en el cual había caído, y dándose cuenta de ello, la terrible finalidad volvió a él, inundándolo de aquel espacio vacío en algún lugar de su interior, sofocándolo con el dolor.

Había visto una bifurcación en el camino frente a ellos… en una se hallaba un diabólico viejo Barón, y él le decía:

—Hola, abuelo.

Detestó aquella bifurcación, sintiendo que lo invadía la náusea. La otra bifurcación estaba llena de manchas de un confuso grisor interrumpidas por cimas de violencia. Tuvo allí una visión de una religión guerrera, un fuego que se extendía por todo el universo con el estandarte verde y negro de los Atreides tremolando a la cabeza de oleadas de fanáticas legiones ebrias de licor de especia. Gurney Halleck y algunos pocos más de los hombres de su padre —muy pocos— estaban entre ellos, enarbolando el símbolo del halcón del santuario del cráneo de su padre.

—No puedo tomar este camino —murmuró—. Este es el que querrían realmente las viejas brujas de tu escuela.

—No te comprendo, Paul —dijo su madre.

Permaneció silencioso, pensando que él era tan sólo una semilla, pensando en aquella consciencia racial que al principio había experimentado bajo la forma de una terrible finalidad. Descubrió que ya no podía odiar a la Bene Gesserit, ni al Emperador, ni siquiera a los propios Harkonnen. Todos ellos estaban ligados a la ineluctable necesidad de la raza de renovar su propia herencia dispersa, cruzando y mezclando y refundiendo sus líneas en un gigantesco rebullir genético. Y la raza conocía tan sólo un camino para esto… el antiguo camino que superaba cualquier obstáculo: la Jihad.

No puedo escoger en absoluto este camino, pensó.

Pero de nuevo, en las profundidades de su mente, vio el santuario del cráneo de su padre, y la violencia con el estandarte verde y negro ondeando en su centro.

Jessica carraspeó, preocupada por su silencio.

—Entonces… ¿los Fremen nos darán refugio?

Paul alzó los ojos y, a través de la verdosa luminosidad de la tienda, fijó su mirada en los rasgos delicados, patricios, de su rostro.

—Sí —dijo—. Es uno de los caminos. —Asintió—. Sí. Me llamarán… Muad’Dib, «El que señala el camino». Sí… así me llamarán.

Y cerró los ojos, pensando: No, padre mío, no puedo llorarte. Y sintió las lágrimas resbalar por sus mejillas.

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