Dune

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Libro segundo: Muad’Dib » Capítulo 25

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25

Muad’Dib podía realmente ver el Futuro, pero hay que comprender que su poder era limitado. Pensad en la vista. Uno tiene los ojos, pero no puede ver sin luz. Si uno está en el fondo de un valle, no puede ver más allá de este valle. Igualmente, Muad’Dib no podía mirar siempre en el misterioso terreno del futuro. Nos dice que cualquier oscura decisión profética, tal vez la elección de una palabra en lugar de otra, puede cambiar totalmente el aspecto del futuro. Nos dice: «La visión del tiempo se convierte en una puerta muy estrecha». Y él siempre huía de la tentación de escoger un camino claro y seguro, advirtiendo: «Este sendero conduce inevitablemente al estancamiento».

De El despertar de Arrakis, por la PRINCESA IRULAN

Cuando los ornitópteros surgieron en el cielo nocturno sobre ellos, Paul aferró a Jessica por un brazo.

—¡No te muevas! —advirtió.

Cuando pudo ver claramente el aparato que iba en cabeza a la luz de la luna, la forma en que agitaba las alas para tomar tierra le reveló que temerarias manos movían los controles.

—Es Idaho —susurró.

El aparato y sus compañeros se posaron en la hondonada como una bandada de pájaros regresando al nido. Idaho saltó fuera de su tóptero y corrió hacia ellos antes incluso de que la nube de polvo se posara de nuevo. Dos figuras vestidas con ropas Fremen lo siguieron. Paul reconoció una: el alto e inconfundible Kynes.

—¡Por aquí! —dijo Kynes, desviándose hacia la izquierda.

Detrás de Kynes, otros Fremen desplegaban lonas por encima de sus ornitópteros. Los aparatos se convirtieron en una hilera de dunas.

Idaho se detuvo ante Paul y saludó:

—Mi señor, los Fremen tienen un refugio temporal cerca de donde nosotros…

—¿Qué está ocurriendo allí?

Paul señaló hacia el combate en la distante barrera rocosa… las llamaradas de los chorros, los rayos púrpura de los láser entrecruzándose en el desierto.

Una extraña sonrisa rozó la redonda y plácida faz de Idaho.

—Mi Señor… les he preparado una pequeña sor…

Un resplandor blanco, cegador, inundó el desierto, tan intenso como el sol, proyectando sus sombras sobre las rocas. En un solo movimiento, Idaho aferró el brazo de Paul con una mano y el hombro de Jessica con la otra, empujándoles hacia el fondo de la hondonada. Rodaron por la arena al tiempo que el trueno de la explosión resonaba encima de sus cabezas. La onda expansiva arrancó fragmentos de roca de la escarpadura que habían abandonado hacía un momento.

Idaho se sentó, sacudiéndose la arena de encima.

—¡No, las atómicas familiares! —dijo Jessica—. Creía…

—Dejaste un escudo allí —dijo Paul.

—Uno grande, conectado a toda su potencia —dijo Idaho—. El rayo de un láser lo ha tocado… —se alzó de hombros.

—Fusión subatómica —dijo Jessica—. Es un arma peligrosa.

—No es un arma, mi Dama, tan sólo una defensa. Esos canallas se lo pensarán dos veces, a partir de ahora, antes de usar de nuevo un láser.

Los Fremen de los ornitópteros se detuvieron a su alrededor. Uno de ellos dijo en voz baja:

—Debemos ponernos a cubierto, amigos.

Paul se levantó, mientras Idaho ayudaba a Jessica a hacer lo mismo.

—Esta explosión va a atraer considerable atención. Señor —dijo Idaho.

Señor, pensó Paul.

La palabra tenía un sonido extraño dirigida a él. Señor había sido siempre su padre.

Se sintió tocado por un breve instante por sus prescientes poderes. Y se vio presa de aquella salvaje consciencia racial que estaba conduciendo al universo humano hacia el caos. La visión lo sacudió, y dejó que Idaho lo condujera a lo largo del borde de la hondonada hacia una proyección rocosa. Los Fremen estaban abriendo allí un camino en la arena con sus compresores estáticos.

—¿Puedo tomar vuestra mochila, Señor? —preguntó Idaho.

—No pesa, Duncan —dijo Paul.

—No lleváis escudo corporal —dijo Idaho—. ¿Queréis el mío? —echó una ojeada a la distante barrera—. No creo que sigan utilizando los láser, al menos por el momento.

—Guarda tu escudo, Duncan. Tu brazo derecho es un escudo suficiente para mí.

Jessica observó el efecto de la alabanza, cómo Idaho se acercaba más a Paul, y pensó: Mi hijo sabe cómo tratar a los suyos.

Los Fremen apartaron un bloque rocoso que cerraba un pasaje que se hundía hacia la base misma de la montaña. Una lona de camuflaje había sido preparada para cubrir la abertura.

—Por aquí —dijo uno de los Fremen, y los condujo por una escalera tallada en la roca hacia las tinieblas.

Tras ellos, la lona cayó sobre el claro de luna. Una débil luz verdosa apareció ante ellos, revelando los peldaños y las paredes de roca, un giro hacia la izquierda. Embozados Fremen los rodeaban por todos lados, empujándolos hacia adelante. Giraron el ángulo, enfrentándose a otro pasaje que seguía descendiendo. Finalmente desembocaron en una cámara subterránea de paredes burdamente talladas en la roca.

Kynes estaba de pie frente a ellos, con la capucha de su jubba echada sobre los hombros. El cuello de su destiltraje relucía a la verdosa luz. Sus largos cabellos y su barba estaban despeinados. Sus azules ojos, sin blanco, eran dos oscuros pozos bajo sus espesas cejas.

En el momento del encuentro, Kynes pensó: ¿Por qué estoy ayudando a esa gente? Es lo más peligroso que haya hecho nunca. Podría significar mi pérdida junto con la de ellos.

Después miró directamente a Paul, viendo a un muchacho que acababa de asumir su pesada carga de adulto, escondiendo su dolor, olvidándolo todo excepto la posición que debería asumir en el futuro… el ducado. Y Kynes captó en aquel momento que el ducado existía aún gracias a ese muchacho, y que no era algo que pudiera tomarse a la ligera.

Jessica miró en torno por toda la cámara, registrándola con sus sentidos a la Manera Bene Gesserit… un laboratorio, un lugar civil lleno de ángulos y de aristas cortados al modo antiguo.

—Esta es una de las Estaciones Ecológicas Experimentales Imperiales que quería mi padre como bases de avanzada —dijo Paul.

¡Que quería su padre!, pensó Kynes.

Y se preguntó de nuevo: ¿Soy tan imbécil como para ayudar a esos fugitivos? ¿Por qué lo estoy haciendo? Sería tan fácil capturarlos y comprar con ellos la confianza de los Harkonnen.

Paul imitó el ejemplo de su madre, inspeccionando la cámara con la mirada, viendo el banco de trabajo a un lado, las paredes de piedra bastamente talladas. Había instrumentos alineados en el banco… diales luminosos, separadores electrostáticos de los cuales surgían tubos de vidrio acanalado. El lugar estaba impregnado de un fuerte olor a ozono.

Algunos de los Fremen se movían en torno a un rincón disimulado de la estancia y de allí llegaban algunos sonidos… el pulsar de una máquina, chirridos de correas y de engranajes.

Paul vio al fondo de la cámara algunas jaulas con pequeños animales en su interior, apiladas contra la pared.

—Habéis identificado correctamente este lugar —dijo Kynes—. ¿Para qué lo utilizaríais, Paul Atreides?

—Para hacer este planeta habitable a los seres humanos —dijo Paul.

Quizá es por esto por lo que les ayudo, pensó Kynes.

Los sonidos de la máquina se interrumpieron bruscamente y hubo un silencio. Se oyó el chillido de un animal en las jaulas. Luego cesó de pronto, como avergonzado.

Paul volvió de nuevo su atención a las jaulas, observando que los animales eran murciélagos con las alas de color pardo. Un alimentador automático se extendía a través de la pared junto a las jaulas.

Un Fremen emergió del rincón disimulado y le habló a Kynes:

—Liet, el equipo del generador de campo no funciona. No puedo esconder nuestra presencia a los detectores de proximidad.

—¿Puedes repararlo? —preguntó Kynes.

—No inmediatamente. Las piezas de recambio… —El hombre se alzó de hombros.

—Sí —dijo Kynes—. Entonces nos las arreglaremos sin máquinas. Conecta a la superficie una bomba manual para el aire.

—En seguida —el hombre se alejó apresuradamente. Kynes se volvió hacia Paul.

—Me gusta vuestra respuesta —dijo.

Jessica notó el timbre cálido en la voz del hombre. Era una voz noble, acostumbrada a mandar. Y el otro hombre le había llamado Liet. Liet era su alter ego Fremen, el otro rostro del tranquilo planetólogo.

—Os estamos muy reconocidos por vuestra ayuda, doctor Kynes —dijo.

—Hummm… ya veremos —dijo Kynes. Hizo una inclinación de cabeza hacia uno de sus hombres—. Café de especia en mis habitaciones, Shamir.

—Inmediatamente, Liet —dijo el hombre.

Kynes señaló hacia una arcada abierta en la pared de la cámara.

—Por favor.

Jessica asintió dignamente antes de seguirlo. Vio a Paul hacerle una seña a Idaho, indicándole que montara guardia.

El pasadizo, de una profundidad de dos pasos, se abría a través de una pesada puerta a una pieza cuadrada iluminada por globos dorados. Jessica pasó su mano por la superficie de la puerta y descubrió con sorpresa que era de plastiacero.

Paul dio tres pasos en la estancia y dejó caer la mochila al suelo. Oyó la puerta tras él, y estudió el lugar: unos ocho metros por lado, paredes de roca natural, color ocre, una serie de archivadores metálicos a su derecha. Un escritorio bajo con superficie de vidrio de color lechoso constelado de burbujas amarillentas ocupaba el centro de la estancia. Cuatro sillas a suspensor rodeaban el escritorio.

Kynes rodeó a Paul y ofreció una silla a Jessica. Ella se sentó, observando la forma en que su hijo examinaba la estancia.

Paul permaneció de pie el tiempo de otro parpadeo. Una leve anomalía en el flujo del aire de la estancia le reveló que había una salida secreta disimulada en los archivadores metálicos.

—¿Os sentáis, Paul Atreides? —preguntó Kynes.

Cómo evita darme mi título, pensó Paul. Pero aceptó la silla, permaneciendo en silencio mientras Kynes se sentaba a su vez.

—Vos intuís que Arrakis podría ser un paraíso —dijo Kynes—. ¡Sin embargo, como podéis ver, el Imperio nos envía únicamente a sus adiestrados espadachines en busca de la especia!

Paul levantó su pulgar con el sello ducal.

—¿Veis este anillo?

—Sí.

—¿Sabéis su significado?

Jessica se volvió a mirar a su hijo.

—Vuestro padre yace muerto en las ruinas de Arrakeen —dijo Kynes—. Técnicamente, vos sois el Duque.

—Soy un soldado del Imperio —dijo Paul—, técnicamente un espadachín.

El rostro de Kynes se ensombreció.

—¿Incluso cuando los Sardaukar del Emperador permanecen sobre el cuerpo de vuestro padre?

—Los Sardaukar son una cosa, la fuente legal de mi autoridad, otra —dijo Paul.

—Arrakis tiene su propia manera de decidir a quién concede la autoridad —dijo Kynes.

Y Jessica, volviéndose a mirarle, pensó: Hay acero en este hombre, pero nadie ha conseguido templarlo aún… y nosotros tenemos necesidad de acero. Paul se está librando a un juego peligroso.

—La presencia de los Sardaukar en Arrakis —dijo Paul— indica hasta qué punto nuestro bienamado Emperador temía a mi padre. Ahora soy yo quién le dará al Emperador Padishah razones para temer el…

—Muchacho —dijo Kynes—, hay cosas que vos…

—Dirigios a mí como Señor o mi Señor —dijo Paul.

Suavemente, pensó Jessica.

Kynes miró a Paul, y Jessica notó un destello de admiración en el rostro del planetólogo, y un rastro de humor.

—Señor —dijo Kynes.

—Soy una molestia para el Emperador —dijo Paul—. Soy una molestia para todos aquellos que quieren repartirse Arrakis para expoliarlo. ¡Mientras viva, quiero continuar siendo una molestia, como un palo clavado en su garganta que termine sofocándolos y matándolos!

—Palabras —dijo Kynes. Paul lo miró.

—Tenéis una leyenda aquí acerca del Lisan al-Gaib, la Voz del Otro Mundo, el que conducirá a los Fremen al paraíso. Vuestros hombres tienen…

—¡Superstición! —dijo Kynes.

—Quizá —aceptó Paul—. O quizá no. A veces la superstición tiene extrañas raíces y extrañas ramificaciones.

—Tenéis un plan —dijo Kynes—. Esto es obvio… Señor.

—¿Vuestros Fremen podrían aportarme una prueba positiva de que los Sardaukar están aquí con uniformes Harkonnen?

—Muy probablemente.

—El Emperador pondrá de nuevo a un Harkonnen en el poder, aquí —dijo Paul—. Quizá incluso a la Bestia Rabban. Que lo haga. Cuando se haya involucrado hasta tal punto que no pueda escapar a su culpabilidad, veremos si el Emperador sabrá afrontar la eventualidad de un Acta de Acusación presentada ante el Landsraad. Veremos si sabrá responder cuando…

—¡Paul! —dijo Jessica.

—Admitiendo que el Alto Consejo del Landsraad acepte vuestro caso —dijo Kynes—, esto no conducirá más que a un conflicto generalizado entre el Imperio y las Grandes Casas.

—El caos —dijo Jessica.

—Pero yo someteré mi caso al Emperador —dijo Paul— y le ofreceré una alternativa al caos.

—¿Un chantaje? —dijo Jessica en tono seco.

—Uno de los instrumentos del poder, como tú misma has dicho —dijo Paul, y Jessica captó amargura en su voz—. El Emperador no tiene hijos, sólo hijas.

—¿Estás aspirando al trono? —preguntó Jessica.

—El Emperador no querrá arriesgarse a ver el Imperio derrumbarse en una guerra total —dijo Paul—. Planetas arrasados, desórdenes en todas partes… no se arriesgará a eso.

—Lo que proponéis es una elección desesperada —dijo Kynes.

—¿Qué es lo que más temen las Grandes Casas del Landsraad? —preguntó Paul—. Lo que está ocurriendo en este preciso instante en Arrakis: los Sardaukar destruyéndolas, una a una. Es por esto que hay un Landsraad. Constituye los fundamentos de la Gran Convención. Sólo unidas pueden enfrentarse a las fuerzas Imperiales.

—Pero ellas son…

—Eso temen —dijo Paul—. Arrakis podría ser un grito de unión. Cada una de ellas se sentirá identificada con mi padre… arrancado del rebaño y muerto.

Kynes se dirigió a Jessica.

—¿Un plan así podría funcionar?

—No soy un Mentat —dijo Jessica.

—Pero sois una Bene Gesserit.

Jessica le dirigió una penetrante mirada.

—Este plan —dijo— tiene puntos buenos y puntos malos… como cualquier plan en este estadio. Un plan depende tanto de su ejecución como de su concepción.

—«La ley es la última ciencia» —recitó Paul—. Esto es lo que se halla escrito sobre la puerta del Emperador. Quiero mostrarle cuál es la ley.

—No estoy seguro de poder otorgarle mi confianza a la persona que ha concebido este plan —dijo Kynes—. Arrakis tiene su propio plan, que nosotros…

—Desde el trono —dijo Paul— podría convertir Arrakis en un paraíso con un solo gesto de mi mano. Este es el precio que ofrezco por vuestro apoyo.

Kynes se envaró.

—Mi lealtad no está a la venta, Señor.

Paul miró fijamente al otro lado del escritorio, afrontando la fría mirada de aquellos ojos totalmente azules, estudiando el barbudo rostro, el aspecto autoritario. Una dura sonrisa rozó sus labios.

—Bien hablado —dijo—. Pido disculpas.

Kynes sostuvo la mirada de Paul.

—Ningún Harkonnen ha admitido nunca su error —dijo—. Quizá los Atreides no seáis como ellos.

—Podría ser un fallo de su educación —dijo Paul—. Vos decís que no estáis en venta, pero sigo pensando que puedo ofreceros un precio que debéis aceptar. A cambio de vuestra lealtad os ofrezco mi lealtad… totalmente.

Mi hijo posee la sinceridad de los Atreides, pensó Jessica. Ese tremendo, casi ingenuo honor… la formidable fuerza que representa la verdad.

Vio que las palabras de Paul habían impresionado a Kynes.

—Esto es absurdo —dijo Kynes—. Sois tan sólo un muchacho y…

—Soy el Duque —dijo Paul—. Soy un Atreides. Ningún Atreides ha faltado a su palabra.

Kynes tragó saliva.

—Cuando digo totalmente —dijo Paul—, quiero decir sin reservas. Daría mi vida por vos.

—¡Señor! —dijo Kynes, y la palabra surgió como si le hubiera sido arrancada, pero Jessica vio que ya no le estaba hablando a un muchacho de quince años sino a un hombre, a un superior. Esta vez Kynes había hablado con sinceridad.

En este momento daría su vida por Paul, pensó. ¿Cómo consiguen los Atreides llegar a ello tan rápidamente, tan fácilmente?

—Sé que habláis sinceramente —dijo Kynes—. Pero los Harkonnen…

La puerta se abrió con fuerza detrás de Paul. Se volvió y descubrió una explosión de violencia: gritos, el entrechocar de acero, imágenes cerúleas de rostros contorsionados.

Con su madre a su lado, Paul saltó hacia la puerta, viendo a Idaho bloqueando el paso, sus ojos inyectados en sangre brillando a través del confuso halo del escudo, numerosas manos intentando sujetarle, destellos de acero arqueándose repelidos por el escudo. La descarga anaranjada de un aturdidor fue rechazada por el escudo. Las hojas de Idaho penetraban en la carne a su alrededor, cortando y cercenando, chorreando sangre.

Entonces Kynes estuvo al lado de Paul, y entre ambos empujaron la puerta con todo su peso. Paul tuvo aún una última visión de Idaho de pie ante un racimo de uniformes Harkonnen… sus gestos eran aún firmes y controlados, pero su rizada cabellera negra estaba marcada por una mortal flor escarlata. Después la puerta se cerró, y Kynes la atrancó.

—Creo que mi decisión ya ha sido tomada —dijo Kynes.

—Alguien detectó vuestras máquinas antes de que dejaran de funcionar —dijo Paul. Empujó a su madre fuera de la puerta, leyendo la desesperación en sus ojos.

—Debí sospechar algo al ver que no llegaba el café —dijo Kynes.

—Existe otra salida —dijo Paul—. ¿Podemos usarla?

Kynes inspiró profundamente.

—Esta puerta debería resistir veinte minutos como mínimo, a menos que utilicen los láser —dijo.

—No van a utilizar los láser por miedo a que tengamos escudos aquí —dijo Paul.

—Eran Sardaukar con uniformes Harkonnen —susurró Jessica.

Se oían rítmicos golpes contra la puerta.

Kynes señaló los archivadores de la pared de la derecha.

—Por aquí —dijo. Se acercó al primer archivador, abrió un cajón y manipuló una palanca en su interior. Toda la batería de archivadores se abrió, mostrando la negra boca de un túnel—. Esta puerta también es de plastiacero —dijo.

—Estáis bien preparado —dijo Jessica.

—Hemos vivido ochenta años bajo los Harkonnen —dijo Kynes. Los empujó hacia las tinieblas y cerró la puerta a sus espaldas.

En la repentina oscuridad, Jessica vio una flecha luminosa en el suelo.

La voz de Kynes resonó tras ellos:

—Aquí nos separaremos. Esta puerta es mucho más resistente. Aguantará al menos una hora. Seguid las flechas del suelo. Se extinguirán a vuestro paso. Os guiarán a través del laberinto hacia otra salida donde hay oculto un tóptero. Esta noche hay una tormenta en el desierto. Vuestra única esperanza es ir al encuentro de esta tormenta, sumergiros en ella y seguirla. Así es como procede mi pueblo para robar los tópteros. Si os mantenéis altos en la tormenta sobreviviréis.

—¿Pero y vos? —preguntó Paul.

—Intentaré escapar por otro camino. Si soy capturado… bien, sigo siendo el Planetólogo Imperial. Puedo decir que era vuestro prisionero.

Corriendo como cobardes, pensó Paul. ¿Pero cómo podré sobrevivir de otro modo para vengar a mi padre? Se volvió hacia la puerta.

Jessica captó su movimiento.

—Duncan está muerto, Paul —dijo—. Has visto su herida. No puedes hacer nada por él.

—Algún día les haré pagar por todo esto —dijo Paul.

—No, a menos que os apresuréis —dijo Kynes.

Paul sintió la mano del planetólogo en su hombro.

—¿Cuándo volveremos a encontrarnos, Kynes? —preguntó Paul.

—Enviaré a los Fremen a buscaros. Conocen la ruta de la tormenta. Apresuraos, y que la Gran Madre os dé velocidad y suerte.

Oyeron sus pasos alejarse en las tinieblas.

Jessica tomó la mano de Paul y tiró suavemente de él.

—No debemos separarnos —dijo.

—Sí.

La siguió a través de la primera flecha, que se apagó cuando sus pies la tocaron. Otra flecha se iluminó ante ellos.

La cruzaron, se apagó a su vez, y otra se encendió más adelante.

Ahora estaban corriendo.

Planes en los planes en los planes en los planes, pensó Jessica. ¿Estamos acaso participando en los planes de algún otro?

Las flechas los guiaron a través de vueltas y revueltas, rozando bifurcaciones apenas entrevistas en la débil luminiscencia. Su camino descendió durante un tiempo, hasta que empezó a ascender de nuevo. Continuaron subiendo hasta que llegaron a unos peldaños, giraron una última vez y se encontraron ante una pared luminiscente con una manija negra visible en su centro.

Paul pulsó la manija.

La pared se alejó de ellos. Se encendió una luz, revelando una caverna tallada en la roca con un ornitóptero agazapado en su centro. Más allá del vehículo había una pared gris y plana, con una señal indicando una puerta.

—¿Dónde habrá ido Kynes? —preguntó Jessica.

—Ha hecho lo que haría todo buen jefe de guerrilleros —dijo Paul—. Nos ha separado en dos partes y lo ha dispuesto todo de modo que le sea imposible revelar dónde estamos si es capturado. Ya que realmente no lo sabe.

Paul la hizo entrar en la caverna, notando como sus pies levantaban una densa nube de polvo del suelo.

—Nadie ha venido aquí desde hace mucho tiempo —dijo.

—Parecía muy seguro de que los Fremen nos encontrarían —dijo Jessica.

—Confío en su seguridad.

Paul soltó su mano, cruzó hacia la portezuela izquierda del ornitóptero, la abrió, y colocó su mochila en la parte posterior.

—Este aparato lleva enmascaramiento de proximidad —dijo—. El panel de mandos controla a distancia la puerta y las luces. Ochenta años bajo los Harkonnen les han enseñado a ser previsores.

Jessica se apoyó al otro lado del aparato, recobrando su aliento.

—Los Harkonnen habrán dispuesto una fuerza de cobertura sobre esta zona —dijo—. No son estúpidos. —Consultó su sentido de orientación y señaló hacia la izquierda—. La tormenta va por allí.

Paul asintió, luchando contra una repentina repugnancia a moverse. No conocía el origen, pero aquel conocimiento no le hubiera sido de ninguna utilidad. Aquella noche, en un determinado momento, había superado un decisivo nexo hacia el más profundo desconocido. Conocía las regiones temporales que lo circundaban, pero el ahora-y-aquí seguía siendo un misterio. Era como si se hubiera visto a sí mismo, desde lejos, desaparecer a través de un valle. Entre los innumerables caminos que salían del valle, algunos tenían el poder de conducir a Paul Atreides hasta su vista, pero muchos otros, no.

—Cuanto más esperemos, mejor preparados estarán ellos —dijo Jessica.

—Entra y sujeta tu cinturón —dijo él.

Subió al ornitóptero, luchando aún con el pensamiento de que aquella era una zona oscura, no vista en ninguna de sus visiones prescientes. Y con un brusco sentimiento de shock comprendió que había ido confiando una vez más en sus recuerdos prescientes, y que esto lo había debilitado en aquel momento de emergencia.

«Si confías tan sólo en tu mirada, tus otros sentidos se debilitarán». Este era un axioma Bene Gesserit. Lo hizo suyo, jurándose a sí mismo no caer nunca más en aquella trampa… si lograba sobrevivir a este momento.

Se sujetó el cinturón de seguridad, revisó el de su madre e inspeccionó el vehículo. Las alas estaban completamente desplegadas, con sus delicadas nervaduras metálicas extendidas. Tocó la palanca retractora, comprobando que las alas se replegaban para el empuje inicial de los chorros, tal como se lo había enseñado Gurney Halleck. El contacto funcionaba correctamente. Los diales del panel de instrumentos se iluminaron cuando conectó los chorros. Las turbinas dejaron oír un sordo silbido.

—¿Lista? —preguntó.

—Sí.

Tocó el control de las luces.

Las tinieblas les rodearon.

Su mano era tan sólo una sombra entre los diales luminosos cuando pulsó el control de la puerta. Se oyó un estridente gruñido ante ellos. Una cascada de arena se precipitó al interior, luego hubo silencio. Una polvorienta brisa azotó a Paul en las mejillas. Cerró su portezuela, comprobando que la presión interna se restablecía.

Un amplio polígono de estrellas, matizadas por nubes de polvo, había aparecido allí donde antes estaba la puerta. Una cresta rocosa se siluetaba sobre el fondo, entre torbellinos de arena.

Paul pulsó el botón de la secuencia automática de despegue. Las alas comenzaron a batir, sacando al tóptero de su nido. La energía surgió de sus chorros, mientras las alas lo empujaban hacia arriba.

Las manos de Jessica se apresuraban sobre los dobles controles, imitando los precisos gestos de su hijo. Tenía miedo y, sin embargo, se sentía excitada. Ahora, el adiestramiento de Paul es nuestra única esperanza, pensó. Su decisión y su juventud.

Paul dio más energía a los chorros. El tóptero se inclinó hacia un lado, aplastándolos contra sus asientos, mientras una pared oscura se recortaba contra las estrellas ante ellos. Las alas se desplegaron totalmente, la potencia aumentó, otro batir, y sobrevolaron las rocas, aristas heladas bajo el resplandor de las estrellas. La polvorienta segunda luna surgió del horizonte a su derecha, definiendo el curso de la tormenta.

Las manos de Paul danzaron sobre los controles. Las alas se retractaron, convirtiéndose en los élitros de un escarabajo. La aceleración empujó nuevamente su carne, mientras el vehículo se inclinaba en otra curva.

—¡Chorros detrás de nosotros! —dijo Jessica.

—Los he visto.

Apretó a fondo la palanca de la energía.

El tóptero saltó hacia adelante como un animal asustado, alzándose hacia el sudoeste, en dirección a la tormenta y a la gran curva del desierto. No muy lejos, Paul descubrió sombras quebradas que revelaban dónde terminaba la línea de las rocas, hundiéndose bajo la arena. Más allá, la luz de la luna formaba sombras como de inmensos dedos… las dunas entrecruzándose unas con otras.

Y sobre el horizonte se elevaba la tormenta, como una inmensa muralla contra las estrellas.

Algo sacudió al tóptero.

—¡Explosiones! —jadeó Jessica—. Están usando algún tipo de armas o proyectiles.

Había una salvaje sonrisa en el rostro de Paul.

—Parece que evitan utilizar los láser —dijo.

—¡Pero no tenemos escudos!

—¿Acaso lo saben ellos?

El tóptero se vio sacudido otra vez.

Paul se volvió a mirar hacia atrás.

—Sólo uno de sus aparatos parece bastante veloz como para seguirnos.

Volvió su atención a los mandos, mientras la tormenta se elevaba ante ellos. Parecía tangiblemente sólida.

—Lanzadores de proyectiles, cohetes, todo el antiguo armamento… eso es lo que daremos a los Fremen —susurró Paul.

—La tormenta —dijo Jessica—. ¿No sería mejor dar media vuelta?

—¿Pero y el aparato que nos sigue?

—Están virando.

—¡Ahora!

Paul retractó las alas y enfiló directamente al lento y engañoso rebullir de la tormenta, sintiendo tensarse sus mejillas bajo la fuerza de la aceleración.

Le pareció que se hundían en una nube de polvo que se hacía más y más densa. El desierto y la luna desaparecieron. El aparato no fue más que un largo y horizontal zumbido de oscuridad iluminado tan sólo por la verdosa luminiscencia del panel de instrumentos.

Por la mente de Jessica pasaron en una ráfaga todas las advertencias que había oído con respecto a esas tormentas: cortaban el metal como si fuera mantequilla, corroían la carne hasta los huesos y pulverizaban luego estos mismos huesos. Densos vórtices de polvo sacudían al vehículo, haciéndolo girar mientras Paul luchaba con los mandos. Cortó la energía, y el aparato se encabritó. El metal a su alrededor gimió y tembló.

—¡Arena! —gritó Jessica.

Percibió el gesto negativo de su cabeza a la débil luz del panel.

—No hay arena a esta altura.

Pero ella sintió que se sumergían cada vez más profundamente en aquel Maëlstrom.

Paul extendió las alas al máximo, oyéndolas gemir bajo el esfuerzo. Sus ojos estaban fijos en los instrumentos, guiando por instinto, luchando por no perder altura.

El ruido empezó a disminuir.

El tóptero derivó hacia la izquierda. Paul se concentró en la esfera luminosa con la curva de altitud, batallando por enderezar el aparato y mantenerlo en su línea de vuelo.

Jessica tuvo la horrible impresión de que se habían detenido, y de que todos los movimientos provenían del exterior. Una constante oleada de polvo al otro lado de las ventanillas, un retumbante silbido, le recordaron las fuerzas desencadenadas a su alrededor.

El viento debe alcanzar los setecientos o los ochocientos kilómetros por hora, pensó. La adrenalina mordió su organismo. No debo tener miedo, se dijo, murmurando para sí las palabras de la letanía Bene Gesserit. El miedo mata la mente.

Lentamente, los largos años de adiestramiento prevalecieron.

La calma volvió a ella.

—Tenemos al tigre por la cola —susurró Paul—. No podemos descender, no podemos aterrizar… y no creo que consiguiera salir de aquí. Tendremos que cabalgar con ella hasta el final.

La calma la abandonó de nuevo. Jessica sintió el castañeteo de sus dientes y los apretó con fuerza. Luego oyó la voz de Paul, baja y controlada, recitando la letanía:

—El miedo mata la mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitiré que pase sobre mí y a través de mí. Y cuando haya pasado, giraré mi ojo interior para escrutar su camino. Allá donde haya pasado el miedo ya no habrá nada. Sólo estaré yo.

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