Dune

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Libro tercero: el profeta » Capítulo 41

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«Controlad la moneda y las alianzas… dejad que la chusma se quede con el resto». Esto es lo que os dice el Emperador Padishah. Y añade: «Si queréis beneficios, tenéis que dominar». Hay verdad en estas palabras, pero yo me pregunto: «¿Dónde está la chusma, y dónde están los dominados?».

Mensaje Secreto de Muad’Dib al Landsraad, de El despertar de Arrakis, por la PRINCESA IRULAN

Un pensamiento no solicitado llegó a la mente de Jessica: Paul va a ser sometido a la prueba del caballero de la arena en cualquier momento. Han intentado ocultarme este hecho, pero es evidente.

Y Chani ha partido hacia algún misterioso destino.

Jessica estaba sentada en su sala de reposo, aprovechando un momento de descanso entre las clases nocturnas. Era una estancia agradable, no tan amplia como la que la había acogido en el Sietch Tabr antes de su huida del pogrom. Sin embargo, las alfombras eran mullidas, los almohadones blandos, había una mesita baja de café al alcance de la mano, multicolores tapices en las paredes, y suaves globos de luz amarilla. La estancia estaba impregnada del acre y característico antiguo olor de los sietch Fremen, que había terminado por asociar a un sentimiento de seguridad.

Sin embargo, sabía que nunca conseguiría superar la sensación de encontrarse en un lugar extranjero. Era una diferencia que ninguna alfombra, ningún tapiz conseguirían eliminar.

Un débil tintineo-tamborileo-palmeo penetró en la sala de reposo. Jessica reconoció la celebración de un nacimiento, probablemente Subiay. Ya había cumplido. Y Jessica sabía que muy pronto le traerían al bebé, un querubín de ojos azules, para que la Reverenda Madre lo bendijera. Sabía también que su hija Alia participaría en la celebración y la informaría de todos los detalles.

Aún no era el momento de la plegaria nocturna de la separación. No habrían iniciado la celebración de un nacimiento a tan poca distancia de la ceremonia en la que se lloraban las incursiones en busca de esclavos de Poritrin, Bela Tegeuse, Rossak y Harmonthep.

Jessica suspiró. Sabía que intentaba no pensar en su hijo y en los peligros que debía afrontar… los pozos trampa con sus púas emponzoñadas, las incursiones de los Harkonnen (aunque éstas se habían vuelto más raras gracias a las nuevas armas que Paul había procurado a los Fremen para abatir vehículos aéreos e incursiones), y los peligros naturales del desierto… los hacedores y la sed y los abismos de polvo.

Pensó llamar para el café y al mismo tiempo reflexionó acerca de la paradoja que representaba el modo de vivir de los Fremen: la comodidad de aquellos sietch y cavernas, en comparación con los pyons de los graben; y sin embargo, cómo resistían mucho mejor un harj a través del desierto de lo que resistiría cualquier mercenario Harkonnen.

Una oscura mano apareció entre los cortinajes, a su lado, depositó una taza sobre la mesilla y se retiró. De la taza se elevó el aroma del café de especia.

Una ofrenda por la celebración del nacimiento, pensó Jessica.

Tomó el café y bebió un sorbo, sonriéndose a sí misma. ¿En qué otra sociedad de nuestro universo, se dijo, una persona en mi posición aceptaría una bebida anónima y la bebería sin miedo? Ahora puedo alterar cualquier veneno antes de que empiece a hacerme efecto, pero el donante no lo sabe.

Bebió la taza, saboreando la energía y el vigor de su contenido, caliente y delicioso.

Y se preguntó qué otra sociedad mostraría aquel respeto natural por su intimidad y confort, hasta el punto de que el donante se introducía en su estancia tan sólo el tiempo suficiente para depositar su presente, sin siquiera presentarse a ella. Había respeto y amor en aquel obsequio… con tan sólo una ligerísima huella de miedo.

Otro elemento del incidente la forzó luego a reflexionar: había pensado en café, y este había aparecido. No había nada de telepatía allí, lo sabía. Era el tau, la unidad en la comunidad del sietch, una compensación al sutil veneno de la especia que todos asimilaban. La gran masa de la gente no podía esperar alcanzar nunca la iluminación que le había conferido la semilla de especia; no habían sido entrenados ni preparados para ello. Sus mentes rechazaban aquello que no podían comprender o aceptar. Pero a veces percibían y reaccionaban como un único organismo.

¿Ha superado Paul su prueba en la arena?, se preguntó Jessica. Es capaz de ello, pero incluso los más capaces pueden sufrir un accidente.

La espera.

Es la monotonía, pensó. No se puede esperar así tanto tiempo. La monotonía de la espera te invade.

La espera impregnaba de muchas maneras su vida.

Estamos aquí desde hace más de dos años, pensó, y tendrá que pasar como mínimo el doble de tiempo para que podamos atrevernos no ya a arrancar Arrakis de las manos del gobernador Harkonnen, el Mudir Nahya, la Bestia Rabban, sino tan sólo a pensar en ello.

—¿Reverenda Madre?

La voz al otro lado de los cortinajes era la de Harah, la otra mujer en la casa de Paul.

—Sí, Harah.

Los cortinajes se abrieron y Harah pareció deslizarse a través de ellos. Llevaba sandalias de sietch y una túnica roja y amarilla que dejaba al descubierto sus brazos hasta casi los hombros. Sus cabellos negros estaban peinados hacia atrás, con la raya en medio, y parecían los élitros de un insecto, planos y brillantes contra su cabeza. Sus rasgos de ave de presa parecían ceñudos.

Tras Harah entró Alia, una niña de unos dos años.

Viendo a su hija, Jessica se sintió impresionada una vez más por la semejanza de la niña con Paul, a su misma edad… la misma solemnidad en la interrogadora mirada de sus grandes ojos, los negros cabellos y la firmeza del trazo de su boca. Pero había sutiles diferencias, y era a causa de ellas que la mayor parte de los adultos encontraban a Alia inquietante. La niña —un poco más que una lactante— se comportaba con una calma y una seguridad insólitas para su edad. Los adultos se sentían impresionados cuando se echaba a reír ante un sutil juego de palabras acerca del sexo. O cuando, prestando oído a su voz infantil, indistinta aún a causa del paladar blando todavía no formado, descubrían en sus palabras observaciones que testimoniaban una experiencia imposible en un bebé de dos años.

Harah se hundió en un montón de almohadones con un exasperado suspiro, y frunció el ceño hacia Alia.

—Alia —Jessica invitó a su hija a que se acercara.

La niña se acercó a su madre, dejándose caer a su vez en un almohadón y aferrándole una mano. El contacto de la carne reactivó aquella mutua consciencia que habían compartido antes del nacimiento de Alia. No era una participación de pensamientos… aunque había algo de ello cuando Jessica transformaba el veneno de la especia durante una ceremonia. Era algo más amplio, una consciencia inmediata de otro destello de vida, una resonancia nerviosa que emocionalmente las convertía en una sola persona.

Con la formalidad requerida para un miembro de la casa de su hijo, Jessica dijo:

Subakh ul kuhar, Harah. ¿Te hallas en buena salud?

Subakh un nar —respondió Harah con la misma tradicional formalidad—. Estoy bien.

Las palabras estaban desprovistas de tono. Suspiró de nuevo.

Jessica notó que Alia estaba divertida.

—La ghanima de mi hermano está disgustada conmigo —dijo Alia con su ligero balbuceo.

Jessica observó el término que había usado Alia para referirse a Harah… ghanima. La sutileza del lenguaje Fremen daba a esta palabra el sentido de «algo conquistado en combate», y el modo en que era pronunciada implicaba que este «algo» no era usado para su función original. Un ornamento, como una punta de lanza usada de contrapeso para una cortina.

Harah miró ceñudamente a Alia.

—No intentes insultarme, niña. Conozco cual es mi lugar.

—¿Qué es lo que has hecho esta vez, Alia? —preguntó Jessica.

—No sólo se ha negado a jugar con los otros niños —respondió Harah—, sino que se ha entrometido en…

—Me he escondido entre los cortinajes y he visto al hijo de Subiay que nacía —dijo Alia—. Es un niño. Lloraba y lloraba. ¡Qué pulmones! Cuando ha llorado bastante…

—Ha salido y lo ha tocado —dijo Harah—, y el niño ha dejado de llorar. Todos saben que un niño Fremen debe llorar cuando nace, en el sietch, porque luego ya no podrá volver a llorar en el curso de un hajr.

—Ya había llorado bastante —dijo Alia—. Sólo quería sentir su destello, su vida. Eso es todo. Y cuando me ha oído, ya no ha vuelto a llorar.

—Todo esto ha provocado nuevos comentarios entre la gente —dijo Harah.

—¿Es sano el chico de Subiay? —preguntó Jessica. Veía que había algo que preocupaba a Harah, y se preguntaba qué sería.

—Tan sano como una madre puede desear —dijo Harah—. Saben que Alia no le ha hecho ningún daño. No les importa que lo haya tocado. Se ha calmado en seguida y estaba contento. Pero… —se alzó de hombros.

—Lo extraño que hay en mi hija, ¿no es eso? —preguntó Jessica—. La forma en que habla de cosas que no deberían preocuparla hasta dentro de muchos años, de cosas que debería ignorar… de cosas del pasado.

—¿Cómo puede saber cuál era el aspecto de un niño en Bela Tegeuse? —preguntó Harah.

—¡Pero es así! —dijo Alia—. El hijo de Subiay era idéntico al hijo de Mitha, que nació antes de la partida.

—¡Alia! —dijo Jessica—. Te lo he advertido.

—Pero madre, lo he visto y era verdad y…

Jessica agitó la cabeza, viendo la inquietud en el rostro de Harah. ¿Qué es lo que he engendrado?, se preguntó. Mi hija, al nacer, sabía ya todo lo que yo sé… y más aún: todo lo que fue revelado en los corredores del pasado por la Reverenda Madre, dentro de mí.

—No son tan sólo las cosas que dice —exclamó Harah—. También son los ejercicios. La forma en que se sienta y mira a una roca, moviendo tan sólo un músculo al lado de su nariz, o un músculo al extremo de un dedo, o…

—Esto forma parte del adiestramiento Bene Gesserit —dijo Jessica—. Tú sabes esto, Harah. ¿Quieres negar a mi hija su herencia?

—Reverenda Madre, tú sabes que estas cosas no tienen importancia para mí. Pero se trata de la gente y de cómo murmura. Presiento el peligro. Dicen que tu hija es un demonio, que los otros niños no quieren jugar con ella, que tu hija es…

—Tiene tan poco en común con los otros niños —dijo Jessica—. No es un demonio, es tan sólo…

—¡Por supuesto que no lo es!

Jessica se sintió sorprendida por la vehemencia del tono de Harah, y miró a Alia. La niña parecía perdida en sus pensamientos, irradiando una impresión de… espera. Jessica volvió de nuevo su vista a Harah.

—Respeto el hecho de que eres un miembro de la casa de mi hijo —dijo Jessica. Alia se agitó contra su mano—. Puedes hablarme abiertamente de todo lo que te atormenta.

—Muy pronto ya no formaré parte de la casa de tu hijo —dijo Harah—. Si he esperado tanto tiempo ha sido tan sólo por el bien de mis hijos, por la educación especial que ellos han recibido en tanto que hijos de Usul. Es lo menos que les podía dar, ya que es bien sabido que no comparto el lecho de tu hijo.

Alia se agitó de nuevo al lado de su madre, medio adormilada.

—Sin embargo, tú has sido una buena compañera para mi hijo —dijo Jessica. Y añadió para sí misma, porque estos pensamientos no la abandonaban nunca: Compañera… no esposa. Luego sus pensamientos se centraron en el tema común de conversación del sietch, la unión de Paul con Chani, que se había transformado en algo permanente, en matrimonio.

Quiero a Chani, pensó Jessica, pero se recordó a sí misma que el amor tendría que haberse anulado ante las necesidades de su condición. En los matrimonios de la nobleza había siempre otras razones distintas a la del amor.

—¿Crees que ignoro lo que planeas para tu hijo? —preguntó Harah.

—¿Qué es lo que quieres decir? —murmuró Jessica.

—Tu plan es unir a las tribus bajo Él —dijo Harah.

—¿Y esto es malo?

—Veo un peligro para él… y Alia es parte de este peligro.

Alia se apretó contra su madre, abrió sus ojos y estudió a Harah.

—Os he observado cuando estáis juntas —dijo Harah—, la forma en que os tocáis. Alia es como parte de mi propia carne porque es la hermana de un hombre que es como un hermano para mí. La he velado y custodiado desde que era una recién nacida, desde los días de la razzia, cuando vinimos huyendo hasta aquí. Sé muchas cosas acerca de ella.

Jessica asintió, notando que la agitación de Alia crecía a su lado.

—Sabes lo que quiero decir —dijo Harah—. La forma en que siempre ha sabido lo que íbamos a decir. ¿Se ha visto alguna vez un niño que lo supiera ya todo acerca de la disciplina del agua? ¿Qué otro niño hubiera dicho como primeras palabras: Te quiero, Harah? —Miró a Alia—. ¿Por qué crees que he aceptado sus insultos? Sé que no hay malicia en ellos.

Alia alzó la mirada hacia su madre.

—Sí, tengo poderosas razones, Reverenda Madre —dijo Harah—. Hubiera podido ser una sayyadina. He visto lo que he visto.

—Harah… —Jessica alzó los hombros—. No sé qué decirte —y se sintió sorprendida, porque aquello era literalmente cierto. Alia se levantó, cuadrando sus hombros. Jessica notó que había desaparecido el sentimiento de espera, y que ahora flotaba en ella una emoción hecha de decisión y tristeza.

—Nos hemos equivocado —dijo Alia—. Ahora necesitamos a Harah.

—Fue durante la ceremonia de la semilla —dijo Harah—, cuando tú cambiaste el Agua de Vida, Reverenda Madre, cuando Alia, aún no nacida, estaba dentro de ti.

¿Necesitamos a Harah?, se preguntó Jessica.

—¿Quién más puede hablarle a la gente y hacer que empiecen a comprenderme? —dijo Alia.

—¿Qué es lo que quieres que haga? —preguntó Jessica.

—Ella ya lo sabe —dijo Alia.

—Les diré la verdad —dijo Harah. Su rostro pareció repentinamente viejo y triste, con su piel olivácea surcada de arrugas, su perfil parecido al de una bruja—. Les diré a todos que Alia fingía ser una niña, que nunca ha sido niña.

Alia agitó la cabeza. Las lágrimas corrían por sus mejillas, y Jessica captó la oleada de tristeza que emanaba de su hija con una fuerza extraordinaria.

—Sé que soy un monstruo —susurró Alia. Esta afirmación de adulto surgiendo de la boca de un niño fue como una amarga confirmación.

—¡Tú no eres un monstruo! —cortó secamente Harah—. ¿Quién ha dicho que eres un monstruo?

Jessica se sintió nuevamente maravillada por la nota de salvaje protección en la voz de Harah. Se dio cuenta de que el juicio de su hija era cierto: necesitaban a Harah. La tribu comprendería a Harah, tanto sus palabras como sus emociones, porque era evidente que quería a Alia como si fuera su propia hija.

—¿Quién lo ha dicho? —repitió Harah.

—Nadie.

Alia usó una esquina del aba de Jessica para secar las lágrimas de su rostro. Luego alisó la ropa que había mojado y arrugado.

—Entonces, no lo digas —ordenó Harah.

—Sí, Harah.

—Ahora —dijo Harah—, cuéntame qué pasó para que pueda describírselo a los demás. Dime qué es lo que te ocurrió.

Alia tragó saliva y miró a su madre.

Jessica asintió.

—Un día desperté —dijo Alia—. Tenía la impresión de haber dormido, pero no recordaba nada. Estaba en un lugar cálido y oscuro. Y tenía miedo.

Escuchando la voz balbuceante de su hija, Jessica recordó aquel día en la gran caverna.

—Como tenía miedo —dijo Alia—, quise escapar, pero no había ninguna salida. Entonces vi un destello… pero no lo vi exactamente. El destello estaba allí conmigo, y percibía sus emociones… me confortaba, me calmaba, me decía que todo iría bien. Era mi madre.

Harah se frotó los ojos y sonrió a Alia tranquilizadoramente. Había aún una luz salvaje en los ojos de la Fremen, como si estos escucharan también intensamente las palabras de Alia.

Y Jessica pensó: ¿Cómo podemos saber realmente el pensamiento de los demás… sus experiencias y adiestramiento y antepasados irrepetibles?

—Entonces, cuando me sentí finalmente segura y tranquila —dijo Alia—, hubo otro destello con nosotras… y todo ocurrió en un solo instante. El tercer destello era la vieja Reverenda Madre. Estaba… cambiando su vida con mi madre… completamente… y yo estaba con ellas, viéndolo todo… absolutamente todo. Y después todo terminó, y yo fui ellas y todas las demás y yo misma… pero necesité mucho tiempo para encontrarme a mí misma y ser de nuevo yo entre todas las demás. Había tantas.

—Fue algo cruel —dijo Jessica—. Nadie debería despertar a la consciencia de este modo. Es sorprendente que tú consiguieras aceptar todo lo que te sucedió.

—¡No podía hacer otra cosa! —dijo Alia—. No sabía cómo rechazar todo aquello o esconder mi consciencia… o aislarme… y todo ocurrió así… todo…

—Nosotros no lo sabíamos —murmuró Harah—. Cuando dimos a tu madre el Agua para que la transformase, no sabíamos que tú existieras dentro de ella.

—No te entristezcas por esto, Harah —dijo Alia—. Yo tampoco me entristezco por mí misma. Después de todo, hay razones para sentirme feliz por ello: soy una Reverenda Madre. La tribu tiene dos Rev…

Se interrumpió, inclinando la cabeza para escuchar.

Harah miró sorprendida a Alia, y luego volvió su atención al rostro de Jessica.

—¿No lo habías sospechado? —preguntó Jessica.

—Chissst —dijo Alia.

Un distante canto rítmico llegó hasta ellas a través de los cortinajes que las separaban de los corredores del sietch. Creció de volumen, haciéndose más distinto ahora:

—¡Ya! ¡Ya! ¡Yawm! ¡Ya! ¡Ya! ¡Yawm! ¡Muzein, wallah! ¡Ya! ¡Ya! ¡Yawm! ¡Mu zein, wallah!

Los que cantaban pasaron frente a su entrada, y sus voces resonaron en sus apartamentos. Lentamente, el canto se alejó.

Cuando el sonido decreció lo suficiente, Jessica inició el ritual, con la tristeza resonando en su voz.

—Era Ramadhan y abril en Bela Tegeuse.

—Mi familia estaba sentada en el patio —dijo Harah—, en el aire impregnado por la humedad del surtidor de la fuente. Había un árbol de portyguls, redondo y tupido, allí cerca. Había un frutero con mish mish y baklawa, y copas de liban… todo ello cosas deliciosas. Y la paz reinaba en nuestros jardines y en nuestros animales… paz en toda la tierra.

—La vida estaba llena de alegría hasta que llegaron los incursores —dijo Alia.

—Nuestra sangre se heló ante los gritos de nuestros amigos —dijo Jessica. Y sintió afluir los recuerdos de todos los pasados que había en ella.

—La, la, la, gritaban las mujeres —dijo Harah.

—Los incursores surgieron del mushtamal, blandiendo contra nosotras sus cuchillos rojos por la sangre de nuestros hombres —dijo Jessica.

El silencio cayó sobre ellas y sobre todo el sietch, mientras en todos los apartamentos las mujeres recordaban y renovaban su dolor.

Luego, Harah pronunció las últimas palabras del ritual, con una dureza que Jessica nunca había oído en ella.

—¡Nunca perdonar! ¡Nunca olvidar! —dijo Harah.

En el penoso silencio que siguió a estas palabras, oyeron el rumor de gente y el roce de numerosas ropas. Jessica notó la presencia de alguien tras los cortinajes que cerraba la entrada de su estancia.

—¿Reverenda Madre?

Era una voz de mujer, y Jessica la reconoció: la voz de Tharthar, una de las mujeres de Stilgar.

—¿Qué ocurre, Tharthar?

—Problemas, Reverenda Madre.

Jessica sintió que algo le aferraba el corazón, un repentino miedo por Paul.

—Paul… —jadeó.

Tharthar apartó los cortinajes y penetró en la estancia. Jessica entrevió gente apiñándose en la estancia exterior antes de que las cortinas se cerraran. Miró a Tharthar… una mujer pequeña y de piel oscura envuelta en ropas negras bordadas en rojo, sus ojos enteramente azules fijos en Jessica, las aletas de su nariz dilatadas por el constante uso de los tampones.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jessica.

—Han llegado noticias de la arena —dijo Tharthar—. Usul afrontará al hacedor para su prueba… hoy. Los jóvenes dicen que no puede fallar, que al caer la noche será caballero de la arena. Los jóvenes se están agrupando para una razzia. Quieren hacer su incursión al norte, y allí encontrarse con Usul. Dicen que entonces lanzarán el grito. Dicen que obligarán a Usul a que desafíe a Stilgar y asuma el mando de la tribu.

Recoger el agua, sembrar las dunas, transformar el planeta lenta pero seguramente… ya no es suficiente, pensó Jessica. Las pequeñas incursiones, las incursiones seguras… ya no son suficientes ahora que Paul y yo los hemos adiestrado. Sienten su fuerza. Quieren combatir.

Tharthar se apoyaba ahora en un pie, ahora en el otro, carraspeando.

Sabemos que hay que esperar prudentemente, pensó Jessica, pero hay en nosotros ese núcleo de frustración. Sabemos el daño que puede derivarse de una espera demasiado prolongada. Si esperamos demasiado, corremos el riesgo de olvidar nuestra meta.

—Nuestros jóvenes dicen que si Usul no desafía a Stilgar, es que tiene miedo —dijo Tharthar.

Bajó la mirada.

—Entonces, es así —murmuró Jessica. Y pensó: Lo vi venir. También Stilgar.

Tharthar se aclaró una vez más la garganta.

—Incluso mi hermano, Shoab, dice esto —murmuró—. No dejarán a Usul ninguna elección.

Entonces ha llegado el momento, pensó Jessica. Y Paul deberá arreglárselas por sí mismo. La Reverenda Madre no puede verse envuelta en la sucesión.

Alia retiró sus manos de las de su madre y dijo:

—Yo iré con Tharthar y escucharé lo que dicen los jóvenes. Quizá haya un medio.

Los ojos de Jessica se encontraron con los de Tharthar.

—Ve entonces —le dijo a Alia—. E infórmate de todo apenas puedas.

—No quiero que ocurra esto, Reverenda Madre —dijo Tharthar.

—Yo tampoco lo quiero —admitió Jessica—. La tribu necesita todas sus fuerzas —observó a Harah—. ¿Irás con ellos?

Fue Harah quien respondió a la informulada pregunta:

—Tharthar no hará nada contra Alia. Sabe que muy pronto seremos esposas las dos, ella y yo, compartiendo al mismo hombre. Hemos hablado, Tharthar y yo. —Harah miró primero a Tharthar, luego a Jessica—. Hay un acuerdo entre nosotras.

Tharthar tendió una mano a Alia.

—Debemos apresurarnos —dijo—. Los jóvenes están partiendo.

Salieron apresuradamente a través de los cortinajes, la mano de la niña apretada en la pequeña mano de la mujer, pero parecía ser la niña la que guiaba la marcha.

—Si Paul-Muad’Dib vence a Stilgar, esto no ayudará a la tribu —dijo Harah—. Este era el método por el que se sucedían los jefes antes, pero los tiempos han cambiado.

—Los tiempos han cambiado también para ti —dijo Jessica.

—No puedes creer que yo dude acerca del resultado de este combate —dijo Harah—. Usul sólo puede vencer.

—Eso es lo que quería decir —dijo Jessica.

—Y crees que mis sentimientos personales entran en mi juicio —dijo Harah. Agitó la cabeza, haciendo tintinear los anillos de agua en torno a su cuello—. Cómo te equivocas. ¿Acaso piensas que me siento ofendida por no haber sido la escogida de Usul, que estoy celosa de Chani?

—Cada cual hace su propia elección —dijo Jessica.

—Siento piedad por Chani —dijo Harah.

Jessica se envaró.

—¿Qué quieres decir?

—Sé lo que piensas de Chani —dijo Harah—. Piensas que no es la mujer adecuada para tu hijo.

Jessica se relajó, recostándose en los almohadones.

—Quizá.

—Podrías tener razón —dijo Harah—. Y si esto fuera cierto, podrías encontrar un sorprendente aliado… la propia Chani. Ella sólo desea lo mejor para Él.

Jessica sintió un repentino nudo en la garganta.

—Chani me es muy querida —dijo—. No podría…

—Tus alfombras están muy sucias —dijo Harah. Paseó su mirada por el suelo, evitando los ojos de Jessica—. Hay tanta gente que viene aquí. Deberías hacerlas limpiar más a menudo.

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