Dune

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Libro tercero: el profeta » Capítulo 43

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Cuando la ley y el deber son una sola cosa, unida a la religión, uno pierde algo de su consciencia. Entonces, uno es algo menos que un individuo completo.

De Muad’Dib: Las noventa y nueve maravillas del universo, por la PRINCESA IRULAN

La factoría de especia de los contrabandistas, con su ala de acarreo y su anillo de zumbantes ornitópteros, avanzaba sobre las dunas como si fuera una reina rodeada por su cohorte de insectos. Algunas crestas rocosas de escasa altura aparecieron en su camino, parecidas a una imitación en miniatura de la Muralla Escudo. La última tormenta había barrido completamente la arena de las rocas.

En la burbuja de mandos de la factoría, Gurney Halleck se inclinó hacia adelante, ajustó las lentes de aceite de sus binoculares y exploró el paisaje. Más allá de la cresta vio una mancha oscura que podía ser una explosión de especia, e hizo una señal al ornitóptero más cercano para que fuera a investigar.

El tóptero osciló sobre sus alas, indicando que había recibido el mensaje. Se apartó del enjambre, picando hacia la zona más oscura de arena, y dio una vuelta sobre el área lanzando los dardos de sus detectores hacia la superficie.

Casi inmediatamente replegó sus alas y se lanzó en picado, girando en círculo y confirmando así a la factoría que aguardaba, que aquel era un depósito de especia.

Gurney bajó sus binoculares, observando que los demás también habían visto la señal. Le gustaba aquel lugar. La cresta rocosa ofrecía una cierta protección. Estaban en la profundidad del desierto, era un lugar poco adecuado para una emboscada… sin embargo… Gurney indicó a un aparato que sobrevolara las rocas y envió a otros a tomar posiciones en distintos puntos rodeando la zona… no a mucha altitud para evitar ser descubiertos por los detectores Harkonnen de largo alcance.

Pero dudaba que las patrullas Harkonnen se aventurasen tan lejos hacia el sur. Aquel era un territorio Fremen.

Gurney revisó sus armas, maldiciendo el hecho que hacía los escudos inutilizables allí. Cualquier cosa que pudiera atraer a un gusano debía ser evitada a toda costa. Se frotó su cicatriz de estigma a lo largo de su mejilla, estudiando el lugar, y decidió que sería más seguro descender con un grupo de hombres a pie, entre las rocas. La inspección a pie seguía siendo aún la más segura. Uno no era nunca demasiado prudente cuando los Fremen y los Harkonnen se cortaban mutuamente el cuello.

Eran los Fremen sin embargo los que le preocupaban ahora. La especia les importaba poco, pero se mostraban como unos verdaderos demonios si alguien metía un pie en un territorio que consideraban prohibido. Y, desde hacía una temporada, eran diabólicamente astutos.

Gurney consideraba insoportable la astucia y el valor en combate de aquellos nativos. Desplegaban un sofisticado conocimiento del arte de la guerra como nunca había encontrado, él que había sido adiestrado por los mejores combatientes del universo antes de participar en batallas donde tan sólo sobrevivían los más fuertes.

Examinó nuevamente el desierto, preguntándose de dónde provenía su creciente inquietud. Quizá el gusano que habían visto… pero estaba lejos, al otro lado de la cresta.

Una cabeza apareció al lado de Gurney… el comandante de la factoría, un viejo pirata barbudo y tuerto, con un ojo azul y unos dientes de color lechoso a causa de su dieta de especia.

—Parece un yacimiento rico, señor —dijo el comandante de la factoría—. ¿Vamos allí?

—Sitúate en el borde de aquella cresta —ordenó Gurney—. Déjame desembarcar con mis hombres. Podrás avanzar hasta la especia desde ahí. Yo y mis hombres echaremos un vistazo desde esas rocas.

—De acuerdo.

—En caso de problemas —dijo Gurney—, salva la factoría. Nosotros escaparemos en los tópteros.

El comandante de la factoría saludó.

—De acuerdo, señor —desapareció a través de la abertura.

Gurney escrutó de nuevo el horizonte. No podía desechar la posibilidad de que allí hubiera Fremen: estaban cruzando su territorio. Los Fremen lo preocupaban, con su imprevisibilidad y dureza. Y había otras cosas que lo contrariaban en aquel trabajo, pero los beneficios eran grandes. El hecho de que fuera imposible enviar a los exploradores a mayor altura, por ejemplo. La necesidad de guardar silencio a través de la radio era otra cosa que aumentaba su inquietud.

La factoría giró, iniciando el descenso. Se deslizó suavemente en dirección a la árida playa al pie de las rocas. Sus cadenas tocaron la arena.

Gurney abrió la burbuja y se soltó el cinturón de seguridad. En el instante en que la factoría se detenía estaba ya en pie, saliendo fuera mientras el domo se cerraba a sus espaldas, deslizándose a lo largo de la cadena ayudándose con manos y pies y saltando a la arena más allá de la red de emergencia. Los cinco hombres de su guardia personal salieron con él, emergiendo por la escotilla delantera. Otros soltaron la factoría del ala de acarreo. Esta alzó el vuelo, empezando a trazar círculos sobre la factoría. Inmediatamente las cadenas de la factoría se pusieron en movimiento, apartándola de la cresta rocosa en dirección a la oscura mancha de especia en medio de la arena.

Un tóptero se lanzó en picado y tomó tierra en sus inmediaciones. Otro lo siguió, y luego otro. Vomitaron los pelotones de Gurney, y volvieron a alzar el vuelo.

Gurney probó sus músculos en el destiltraje, tensándolos. Se quitó la máscara y el filtro de la cara, perdiendo humedad para cumplir una necesidad más imperiosa: obtener toda la potencia de su voz para gritar sus órdenes. Empezó a escalar las rocas, tanteando el terreno: guijarros y arena gruesa bajo sus pies, y el característico olor de la especia.

Un buen emplazamiento para una base de emergencia, pensó. Sería provechoso enterrar algunos pertrechos aquí.

Se volvió hacia sus hombres, que lo seguían en formación dispersa. Buenos elementos, incluso los nuevos a los que no había tenido tiempo de someter a prueba. Buenos elementos. No necesitaba tener que repetirles constantemente lo que tenían que hacer. No se apreciaba el destello de ningún escudo entre ellos. No había cobardes en su grupo llevando consigo algún escudo que pudiera atraer a un gusano y arruinar todo el trabajo de recogida de la especia.

Desde el lugar donde se encontraba, en una elevación entre las rocas, Gurney veía claramente la oscura mancha de la especia, a medio kilómetro de distancia aproximadamente, y el tractor acercándose a su centro. Alzó la vista hacia la protección aérea, calculando su cota… no demasiado alta. Asintió para sí mismo y reemprendió la ascensión.

En aquel instante, la cresta estalló.

Doce cegadores chorros de llamas rugieron hacia arriba, en dirección a los tópteros y al ala de acarreo. Al mismo tiempo, un horrísono fragor metálico le llegó desde el tractor, y las rocas en torno a Gurney empezaron a vomitar hombres encapuchados.

Gurney tuvo tiempo de pensar: ¡Por los cuernos de la Gran Madre! ¡Cohetes! ¡Están utilizando cohetes!

Luego se encontró frente a frente con una figura encapuchada agazapada sobre sí misma, con un crys en la mano apuntándole. Otros dos hombres saltaron de las rocas, a su izquierda y a su derecha. Sólo los ojos del guerrero frente a él eran visibles para Gurney, entre la capucha y el velo del albornoz color arena, pero su actitud y la tensión en que se mantenía encogido, preparado para saltar, le advirtieron que se trataba de un combatiente hábil y entrenado. Sus ojos tenían el azul de los Fremen del desierto profundo.

Gurney movió una mano hacia el cuchillo, manteniendo los ojos fijos en el crys del otro. Si se atrevían a usar cohetes, esto quería decir que disponían de otras armas a proyectiles. Aquel momento requería una extrema cautela. Por el ruido sabía que la mayor parte de su cobertura aérea había sido abatida. A sus espaldas se oían gruñidos, imprecaciones, un rumor de lucha.

Los ojos de su adversario habían seguido el movimiento de la mano de Gurney hacia su cuchillo, para fijarse luego en sus propios ojos.

—Deja el cuchillo en su funda, Gurney Halleck —dijo el hombre.

Gurney vaciló. Aquella voz tenía un sonido extrañamente familiar, pese a la distorsión producida por el filtro del destiltraje.

—¿Conoces mi nombre? —dijo.

—No necesitas el cuchillo conmigo, Gurney —dijo el hombre. Se irguió, introdujo su crys en la funda bajo sus ropas—. Di a tus hombres que cesen en su inútil resistencia.

El hombre echó hacia atrás la capucha y retiró su filtro.

El shock producido por lo que vio tensó los músculos de Gurney. Por un momento creyó hallarse contemplando el fantasma del Duque Leto Atreides. Luego, la comprensión fue llegando lentamente.

—Paul —jadeó. Y más fuerte—: Paul, ¿eres realmente tú?

—¿No crees en tus propios ojos? —preguntó Paul.

—Se decía que estabas muerto —dijo Gurney con voz ronca. Dio medio paso hacia adelante.

—Di a tus hombres que se rindan —ordenó Paul. Señaló hacia abajo, a las estibaciones inferiores de la cresta.

Gurney se volvió, reluctante, sin acabar de decidirse a apartar sus ojos de Paul. Vio tan sólo algunos combatientes aislados. Los encapuchados hombres del desierto parecían estar en todas partes. El tractor estaba inmóvil y silencioso, con un grupo de Fremen encima de él. No se oía a ningún aparato sobre sus cabezas.

—¡Alto la lucha! —gritó Gurney. Inspiró profundamente, hizo bocina con las manos y repitió—: ¡Aquí Gurney Halleck! ¡Alto la lucha!

Lentamente, las figuras que luchaban se separaron. Ojos interrogantes se volvieron hacia él.

—¡Son amigos! —gritó Gurney.

—¡Vaya amigos! —respondió una voz—. ¡La mitad de nuestra gente ha muerto!

—Ha sido un error —dijo Gurney—. No lo empeoréis.

Se volvió de nuevo hacia Paul, mirando fijamente a sus azules ojos enteramente Fremen.

Una sonrisa afloró a la boca de Paul, pero había una dureza en aquella expresión que a Gurney le recordó al Viejo Duque, el abuelo de Paul. Vio entonces una serie de detalles en Paul que nunca había visto antes en los Atreides: un cuerpo delgado y nervioso, una piel coriácea, una mirada atenta y calculadora.

—Se decía que estabas muerto —repitió Gurney.

—Y me ha parecido que la mejor protección es que sigan creyéndolo —dijo Paul.

Gurney se dio cuenta de que aquella sería la única disculpa que oiría nunca por haber sido abandonado a sus propios recursos, dejándole creer que el joven Duque… su amigo, había muerto. Se preguntó entonces si quedaba aún en él algo del muchacho que había conocido y al que había adiestrado en el arte de la lucha.

Paul avanzó un paso hacia Gurney, sintiendo que algo le escocía en los ojos.

—Gurney…

Pareció que todo ocurriera sin el concurso de sus voluntades: se encontraron el uno en brazos del otro, palmeándose las espaldas, comprobando el reconfortante contacto de la sólida carne.

—¡Condenado muchacho! ¡Condenado muchacho! —repetía una y otra vez Gurney.

Y Paul:

—¡Gurney! ¡Viejo Gurney!

Luego se separaron, mirándose el uno al otro. Gurney inspiró profundamente.

—Así que es gracias a ti que los Fremen son tan hábiles en las tácticas de batalla. Tendría que haberlo comprendido. Hacen cosas que sólo yo podría hacer. Si tan sólo hubiera comprendido… —agitó la cabeza—. Si tan sólo hubieras enviado un mensaje, muchacho. Nada hubiera podido detenerme. Hubiera venido corriendo y…

Una expresión en los ojos de Paul le interrumpió… una expresión dura, calculadora.

Gurney suspiró.

—Y alguien, seguro, se hubiera preguntado por qué Gurney Halleck se había ido tan precipitadamente, y alguien hubiera hecho algo más que formularse simples preguntas. Hubieran iniciado una caza para buscar las respuestas.

Paul asintió, observando a los Fremen que estaban esperando a su alrededor… las curiosas miradas valorativas en los rostros de los Fedaykin. Apartó la vista de sus comandos de la muerte y la volvió a posar en Gurney. El haber encontrado a su viejo maestro de armas lo llenaba de alegría. Era como un feliz presagio, la señal de que el curso del futuro le sería propicio.

Con Gurney a mi lado…

Miró más allá de la cresta y de los Fedaykin, estudiando a los contrabandistas que habían venido con Gurney.

—¿De qué lado están tus hombres, Gurney? —preguntó.

—Todos son contrabandistas —dijo Gurney—. Están del lado donde hay beneficios.

—Nuestra aventura promete muy pocos beneficios —dijo Paul, y captó el imperceptible gesto que le había hecho Gurney con su mano derecha… el viejo código manual de otros tiempos. Le estaba diciendo que entre los contrabandistas había hombres en los que uno no podía confiar.

Llevó una mano a sus labios para indicar que había comprendido, y alzó la mirada hacia los hombres que permanecían de guardia entre las rocas. Vio allí a Stilgar. El recuerdo de su problema aún no solucionado con Stilgar enfrió en parte su alegría.

—Stilgar —dijo—, este es Gurney Halleck, del que me has oído hablar. El maestro de armas de mi padre, uno de los que me enseñaron a combatir, un viejo amigo. Puede confiarse en él para cualquier aventura.

—Entiendo —dijo Stilgar—. Tú eres su Duque.

Paul observó el oscuro rostro encima de él, preguntándose qué razones habían impelido a Stilgar a decir precisamente aquello. Su Duque. Había habido una extraña, sutil entonación en la voz de Stilgar, como si quisiera decir alguna otra cosa. Y esto no era propio de Stilgar, que era un jefe Fremen, un hombre que decía lo que pensaba.

¡Mi Duque!, pensó Gurney. Miró a Paul como si lo viera por primera vez. Sí, con Leto muerto, el título recae sobre los hombros de Paul.

El esquema de la guerra de los Fremen en Arrakis adquirió una nueva fisonomía en la mente de Gurney. ¡Mi Duque! Algo que ya estaba muerto en las profundidades de su consciencia empezó de nuevo a vivir. Sólo en parte oyó a Paul ordenando que los contrabandistas fueran desarmados hasta el momento de ser interrogados.

La mente de Gurney volvió a la realidad cuando oyó protestar a algunos de sus hombres. Agitó la cabeza y se volvió.

—¿Estáis sordos? —gritó—. Este es el legítimo Duque de Arrakis. Haced lo que os ordena.

Gruñendo, los contrabandistas se resignaron.

Paul se acercó a Gurney, hablando en voz baja.

—Nunca hubiera esperado que cayeras en esa trampa, Gurney.

—He sido bien castigado —dijo Gurney—. Estoy por apostar que aquella mancha de especia no tiene más espesor que un grano de arena, un cebo para atraernos.

—Ganarías tu apuesta —dijo Paul. Miró a los hombres que iban siendo desarmados—. ¿Hay algunos otros hombres de mi padre entre tu equipo?

—Ninguno. Están todos dispersos. Algunos están entre los comerciantes libres. Muchos han gastado todas sus ganancias en irse de este lugar.

—Pero tú te quedaste.

—Yo me quedé.

—Porque Rabban está aquí —dijo Paul.

—Pensé que no me quedaba nada excepto la venganza —dijo Gurney.

Un grito extrañamente sincopado resonó en la cima de la cresta. Gurney miró hacia arriba y vio a un Fremen agitando un pañuelo.

—Se acerca un hacedor —dijo Paul. Avanzó hacia un espolón rocoso, seguido por Gurney, y miró hacia el sudoeste. La ola de arena levantada por el gusano era visible a mitad de camino entre las rocas y el horizonte, un rastro coronado de polvo que cortaba directamente el desierto en dirección a ellos.

—Es un ejemplar grande —dijo Paul.

Un estrépito metálico procedente de la factoría sonó a sus espaldas. La gran masa estaba girando sobre sí misma como un gigantesco insecto, moviéndose pesadamente hacia las rocas.

—Lástima que no hayamos podido salvar el ala de acarreo —dijo Paul.

Gurney lo miró, observando después las manchas de humeantes restos en el desierto, donde el ala y los ornitópteros habían sido abatidos por los cohetes Fremen. Sintió un repentino dolor por los hombres perdidos allí… sus hombres.

—Tu padre hubiera llorado más bien por los hombres que no había podido salvar —dijo.

Paul le dirigió una dura mirada, luego bajó los ojos.

—Eran tus amigos, Gurney —dijo—. Te comprendo. Para nosotros, sin embargo, eran unos intrusos. Podían ver cosas prohibidas. Tú también tendrías que comprenderlo.

—Comprendo perfectamente —dijo Gurney—. Ahora, me siento curioso por ver lo que no tenía que ver.

Paul alzó los ojos y reconoció aquella sonrisa de viejo lobo que tan bien conocía, el surco de la cicatriz de estigma a lo largo de la mejilla del hombre.

Gurney señaló con la cabeza al desierto bajo ellos. Los Fremen continuaban con sus tareas. No parecían estar en absoluto preocupados por la rápida aproximación del gusano.

Les llegó un martilleo sordo procedente de las dunas abiertas más allá de la falsa mancha de especia… un sordo pulsar que hacía vibrar la roca bajo sus pies. Gurney vio a los Fremen dispersarse por la arena, a lo largo del camino del gusano.

Y el gusano estaba ahora ya muy cerca, como un gigantesco pez de arena, abriendo la superficie con su cresta, sus anillos reluciendo y retorciéndose. Desde su privilegiada posición sobre el desierto, Gurney pudo seguir la captura del gusano… el atrevido salto del primer hombre con los garfios, el giro de la criatura, y después todo el grupo de hombres escalando la moviente colina del flanco del gusano.

—Eso es algo de lo que no tendrías que haber visto —dijo Paul.

—Circulan muchas historias y rumores —dijo Gurney—. Pero no es una cosa que se pueda creer sin haberla visto. —Agitó la cabeza—. La criatura que todos los hombres de Arrakis temen, y vosotros la usáis como un animal de monta.

—Oíste a mi padre hablar del poder del desierto —dijo Paul—. Ahí está. La superficie de este planeta es nuestra. No hay tormenta ni criaturas que puedan detenernos.

Nosotros, pensó Gurney. Se refiere a los Fremen. Está hablando de sí mismo como de uno de ellos. Miró nuevamente al azul de especia de los ojos de Paul. Sabía que también sus propios ojos tenían un toque de este color, pero los contrabandistas podían obtener alimentos de otros planetas, y había una sutil implicación de castas entre ellos según el tono y la intensidad de los ojos. Cuando un hombre se convertía en demasiado parecido a los indígenas se decía de él que había tomado «un toque de especia». Y había siempre un cierto desprecio en esta expresión.

—Durante un tiempo no cabalgamos al hacedor a la claridad del día por estas latitudes —dijo Paul—. Pero Rabban ya no dispone de un número suficiente de aparatos para cubrir incluso la más pequeña extensión de arena. —Miró a Gurney—. Tus vehículos nos han pillado por sorpresa.

Nos… nos… Gurney agitó la cabeza para apartar aquellos pensamientos.

—No os hemos sorprendido más de lo que vosotros nos habéis sorprendido a nosotros —dijo.

—¿Qué es lo que se dice de Rabban en los sink y en los poblados? —preguntó Paul.

—Se habla de que han fortificado los poblados del graben hasta tal punto que no conseguiréis nada contra ellos. Dicen que sólo necesitan sentarse tranquilamente tras sus defensas y dejar que vosotros os agotéis en fútiles ataques.

—En otras palabras —dijo Paul—, se han inmovilizado.

—Mientras que vosotros podéis ir a donde os plazca —dijo Gurney.

—Es una táctica que he aprendido de ti —dijo Paul—. Han perdido la iniciativa, y esto quiere decir que han perdido la guerra.

Gurney sonrió con una sonrisa de complicidad.

—Nuestro enemigo se encuentra exactamente donde yo quiero que esté —dijo Paul. Miró a Gurney—. Bien, Gurney, ¿quieres enrolarte conmigo para el final de esta campaña?

—¿Enrolarme? —Gurney lo miró sorprendido—. Mi Señor, nunca he dejado tu servicio. Eres todo lo que me queda… y pensar que te consideraba muerto. Estaba solo, y he sobrevivido como he podido únicamente esperando inmolar mi vida por la única causa válida que me quedaba… la muerte de Rabban.

Un embarazoso silencio flotó sobre Paul.

Una mujer apareció entre las rocas, por encima de ellos, con sus ojos, entre la capucha del destiltraje y la máscara, mirando alternativamente a Paul y a su compañero. Se detuvo frente a Paul. Gurney notó su aire posesivo, la forma en que miraba a Paul.

—Chani —dijo Paul—, este es Gurney Halleck. Me has oído hablar de él.

—Te he oído hablar.

—¿Dónde han ido los hombres con el hacedor? —preguntó Paul.

—Lo han cabalgado para distraerlo y darles tiempo a salvar la máquina.

—Bien, entonces… —Paul se interrumpió y husmeó el aire.

—El viento se acerca —dijo Chani.

—¡Hey, aquí…! —llamó una voz en la cresta por encima de ellos—. ¡El viento!

Gurney vio que los Fremen se apresuraban ahora… como dominados por un repentino sentido de urgencia. La llegada del viento creaba en ellos un temor que ni siquiera un gusano provocaba. La factoría alcanzó pesadamente las primeras estribaciones rocosas, le fue abierto un camino entre las rocas… y estas mismas rocas fueron colocadas nuevamente luego hasta que toda huella del paso del tractor quedó borrada a sus ojos.

—¿Tenéis muchos escondrijos de este tipo? —preguntó Gurney.

—Muchísimos —dijo Paul. Se volvió hacia Chani—. Búscame a Korba. Dile que Gurney me ha advertido que entre esos contrabandistas hay algunos elementos que no son de fiar.

Ella miró de nuevo a Gurney, luego a Paul, asintió, y se alejó entre las rocas, con la agilidad de una gacela.

—Es tu mujer —dijo Gurney.

—La madre de mi primogénito —dijo Paul—. Hay otro Leto entre los Atreides.

Gurney aceptó aquello con sólo un alzamiento de cejas.

Paul observó con ojo crítico la actividad de sus hombres.

Un color ocre dominaba ahora el cielo por el sur, y las primeras ráfagas de viento le embistieron con un torbellino de polvo.

—Ajusta tu traje —dijo Paul. Y se colocó la máscara y la capucha sobre su cabeza.

Gurney obedeció, agradeciendo los filtros.

—¿Quiénes son los hombres en los que no confías, Gurney? —habló Paul, con su voz ahogada por el filtro.

—Hay algunos nuevos reclutas —dijo Gurney—. Extranjeros… —vaciló, sorprendido. Extranjeros. La palabra había acudido tan fácilmente a su boca…

—¿Sí? —dijo Paul.

—No son como los acostumbrados cazadores de fortuna que se unen a nosotros —dijo Gurney—. Son más duros.

—¿Espías Harkonnen? —preguntó Paul.

—Creo, mi Señor, que no tienen relación con los Harkonnen. Sospecho que son hombres del servicio Imperial. Hay en ellos la impronta de Salusa Secundus.

Paul le dirigió una cortante mirada.

—¿Sardaukar?

Gurney alzó los hombros.

—Es posible, pero en este caso saben ocultarlo muy bien.

Paul asintió, pensando en cuán fácilmente había reasumido Gurney sus hábitos de leal defensor de los Atreides… pero con sutiles reservas… diferencias. Arrakis también lo había cambiado a él.

Dos encapuchados Fremen emergieron de una abertura entre las rocas bajo ellos, escalando los riscos. Uno de ellos acarreaba un grueso bulto sobre el hombro.

—¿Dónde están ahora mis hombres? —preguntó Gurney.

—Seguros entre las rocas, debajo de nosotros —dijo Paul—. Tenemos una caverna aquí… la Caverna de los Pájaros. Decidiremos qué hacemos con ellos después de la tormenta.

—¡Muad’Dib! —llamó una voz desde abajo.

Paul se volvió al grito, viendo a un guardia Fremen haciéndole señales desde la embocadura de la caverna. Respondió a su gesto.

Gurney lo observó con una nueva expresión.

—¿Tú eres Muad’Dib? —preguntó—. ¿Tú eres el azote de la arena?

—Es mi nombre Fremen —dijo Paul.

Gurney desvió su mirada, invadido por un opresivo presentimiento. La mitad de sus hombres yacían muertos en la arena, los otros estaban cautivos. No le importaban los nuevos reclutas, pero entre los otros había hombres de valía, amigos, gente de la que era responsable. «Decidiremos qué hacemos con ellos después de la tormenta». Esto era lo que había dicho Paul, lo que había dicho Muad’Dib. Y Gurney recordó las historias que se contaban acerca de Muad’Dib, el Lisan al-Gaib… cómo había despellejado a un oficial Harkonnen para hacer el cuero de sus tambores, cómo se había rodeado de los comandos de la muerte, de los Fedaykin que se precipitaban a la lucha con himnos de muerte en sus labios.

Él.

Los dos hombres que escalaban los riscos saltaron silenciosamente a un saliente rocoso y se inmovilizaron frente a Paul.

—Todo a resguardo, Muad’Dib —dijo uno de ellos, de rostro oscuro—. Será mejor ir abajo.

—De acuerdo.

Gurney notó el tono de voz del hombre… mitad orden, mitad súplica. Era el hombre llamado Stilgar, otra figura en las nuevas leyendas Fremen.

Paul observó el bulto que llevaba el otro hombre.

—Korba, ¿qué es eso? —preguntó.

—Estaba en el tractor —respondió Stilgar—. Lleva las iniciales de este amigo tuyo y contiene un baliset. Te he oído hablar tantas veces de lo bien que toca Gurney Halleck el baliset…

Gurney estudió al Fremen, viendo la punta de su negra barba surgiendo del borde de la máscara, la mirada de halcón, la afilada nariz.

—Tienes un compañero que piensa, mi Señor —dijo Gurney—. Gracias, Stilgar.

Stilgar indicó a su compañero que pasara el bulto a Gurney.

—Da las gracias a tu Señor Duque —dijo—. Su favor te ha ganado la admisión entre nosotros.

Gurney aceptó el bulto, perplejo por el tono duro de aquellas palabras. Había un aire de desafío en el hombre, y Gurney se preguntó si no estaría celoso. Él era alguien llamado Gurney Halleck que conocía a Paul desde hacía mucho tiempo, antes de Arrakis, un hombre que compartía una camaradería de la que Stilgar estaría siempre excluido.

—Me gustaría que ambos fuerais amigos —dijo Paul.

—Stilgar el Fremen es un nombre famoso —dijo Gurney—. Me sentiré honrado de contar entre mis amigos a un matador de Harkonnen.

—¿Tocarás las manos con mi amigo Gurney Halleck, Stilgar? —preguntó Paul.

Lentamente, Stilgar extendió su mano, tocando la mano callosa a causa de la espada que le tendía Gurney.

—Pocos son los que no han oído el nombre Gurney Halleck —dijo, y abandonó el contacto. Se volvió hacia Paul—. La tormenta avanza rápida.

—Vamos —dijo Paul.

Stilgar se volvió, guiándolos entre las rocas a lo largo de un serpenteante sendero que los condujo a una estrecha y tenebrosa hendidura y a través de ella a la entrada de una caverna. Un grupo de hombres se apresuró a sellarla apenas hubieron entrado. Los globos revelaron una amplia cavidad excavada en la roca, con un techo en forma de cúpula, una plataforma alta a un lado y la entrada de un corredor abriéndose en ella.

Paul saltó a la plataforma, con Gurney a sus talones, y le abrió camino por el corredor. Los otros se dirigieron hacia otro pasadizo situado frente a la entrada. Paul condujo a Halleck a través de la antecámara hasta una estancia con oscuros tapices color vino en las paredes.

—Aquí podremos estar tranquilos por un momento —dijo Paul—. Los demás respetarán mi…

El gong de una alarma resonó en la otra caverna, seguido por gritos y el restallar de armas. Paul se volvió bruscamente, precipitándose a través de la antecámara y la plataforma hacia la caverna de entrada. Gurney corrió tras él, desenvainando la espada.

Bajo ellos, un grupo tumultuoso de figuras luchaban sobre el suelo de la caverna. Paul analizó brevemente la escena, distinguiendo las ropas y los bourkas Fremen de los atuendos de sus oponentes. Sus sentidos, adiestrados por su madre para captar los más sutiles detalles, detectaron un hecho significativo: los Fremen luchaban contra un grupo de hombres con atuendo de contrabandistas, pero los contrabandistas estaban agrupados de tres en tres, formando un triángulo cuando el enemigo los presionaba.

Esta forma de combate cerrado era la marca de los Sardaukar Imperiales.

Un Fedaykin en el tumulto vio a Paul, y su grito de batalla creó ecos en toda la caverna.

—¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib!

Otros ojos habían visto también a Paul. Un cuchillo negro silbó hacia él. Paul lo esquivó, y oyó la hoja chasquear contra la piedra tras él, viendo como Gurney se inclinaba para recogerlo.

Los triángulos de los atacantes estaban siendo rechazados ahora.

Gurney alzó el cuchillo frente a los ojos de Paul, señalando la espiral amarilla Imperial, el crestado león dorado de multifacetados ojos en la empuñadura.

Sardaukar, sin la menor duda.

Paul avanzó sobre la plataforma. Sólo tres de los Sardaukar seguían en pie. Cuerpos sangrantes yacían por toda la caverna.

—¡Quietos! —gritó Paul—. ¡El Duque Paul Atreides os ordena que os detengáis!

Los combatientes oscilaron, vacilaron.

—¡Vosotros, Sardaukar! —llamó Paul al grupo que quedaba—. ¿Bajo qué órdenes amenazáis la vida de un Duque reinante? —y rápidamente, mientras sus hombres seguían acosando a los Sardaukar—: ¡Quietos he dicho!

Uno de los componentes del acorralado trío se irguió.

—¿Quién dice que somos Sardaukar? —preguntó.

Paul tomó el cuchillo de manos de Gurney y lo levantó.

—Esto dice que sois Sardaukar.

—Entonces, ¿quién dice que tú eres un Duque reinante? —preguntó el hombre.

Paul hizo un gesto hacia sus Fedaykin.

—Estos hombres dicen que yo soy un Duque reinante. Vuestro propio Emperador entregó Arrakis a la Casa de los Atreides. Yo soy la Casa de los Atreides.

El Sardaukar permaneció en silencio, inquieto.

Paul estudió al hombre: alto, de rasgos poco acusados, con una pálida cicatriz cruzándole su mejilla izquierda. Había rabia y confusión en sus ademanes, pero persistía en él aquel orgullo sin el cual un Sardaukar estaba como desnudo… y con el cual llevaba un muy identificable uniforme.

Paul lanzó una mirada a uno de sus lugartenientes Fedaykin.

—Korba, ¿cómo han conseguido sus armas? —dijo.

—Llevaban cuchillos en fundas astutamente disimuladas en sus destiltrajes —dijo el lugarteniente.

Paul examinó los muertos y los heridos en la caverna, dedicando luego su atención al lugarteniente. No había necesidad de palabras. El lugarteniente inclinó la mirada.

—¿Dónde está Chani? —preguntó Paul, y contuvo el aliento en espera de la respuesta.

—Stilgar la ha sacado de aquí —señaló con la cabeza hacia el otro pasadizo, mirando a los muertos y heridos—. Me considero responsable por este error, Muad’Dib.

—¿Cuántos de esos Sardaukar había aquí, Gurney? —preguntó Paul.

—Diez.

Paul saltó al suelo de la caverna, avanzando hasta detenerse a un metro del Sardaukar que había hablado.

Notó que los Fedaykin se tensaban. No les gustaba verle exponerse a un peligro. Esto era lo primero que debían impedir, ya que ningún Fremen quería perder la sabiduría de Muad’Dib.

—¿A cuánto ascienden nuestras pérdidas? —preguntó Paul al lugarteniente, sin volverse.

—Cuatro heridos y dos muertos, Muad’Dib.

Paul captó un movimiento tras los Sardaukar. Chani y Stilgar aparecieron por el otro corredor. Volvió su atención al Sardaukar, observando el blanco de otro mundo en los ojos del hombre que había hablado.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó.

El hombre se envaró, mirando a derecha e izquierda.

—No lo intentes —dijo Paul—. Es obvio que os han ordenado buscar y destruir a Muad’Dib. Estoy seguro de que habéis sido vosotros quienes habéis sugerido que se buscase la especia en el desierto profundo.

Una sofocada exclamación de Gurney, a sus espaldas, provocó una leve sonrisa en los labios de Paul.

La sangre afluyó al rostro del Sardaukar.

—Ese que ves ante ti es más que Muad’Dib —dijo Paul—. Siete de los vuestros muertos contra dos de los nuestros. Tres por uno.

—No está mal contra los Sardaukar, ¿eh?

El hombre se alzó sobre la punta de los pies, dejándose caer de nuevo cuando los Fedaykin avanzaron hacia él.

—He preguntado tu nombre —dijo Paul, utilizando la Voz—. ¡Dime tu nombre!

—¡Capitán Aramsham, Sardaukar Imperial! —restalló el hombre. Los músculos de sus mejillas se relajaron. Miró a Paul, confuso. Hasta aquel momento había considerado aquella caverna como una madriguera de bárbaros, pero sus ideas estaban cambiando.

—Bien, capitán Aramsham —dijo Paul—, los Harkonnen pagarían una buena cantidad para saber lo que tú sabes ahora. Y el Emperador… ¿qué estaría dispuesto a pagar por saber que hay un Atreides que aún sigue vivo pese a su traición?

El capitán miró a derecha e izquierda, hacia los dos hombres que le quedaban. Paul casi podía ver los pensamientos que giraban por la mente del hombre. Los Sardaukar no se rendían nunca, pero el Emperador debía conocer aquella amenaza.

—Ríndete, capitán —dijo Paul, usando de nuevo la Voz.

El hombre a la izquierda del capitán saltó de pronto hacia Paul, para tropezar con el relampagueante impacto del cuchillo de su propio capitán contra su pecho. El atacante cayó al suelo, con el cuchillo hundido en su cuerpo.

El capitán hizo frente al único compañero que le quedaba.

—Yo soy quien decide cuál es el mejor modo de servir a Su Majestad —dijo—. ¿Comprendido?

El Otro Sardaukar relajó los hombros.

—Suelta tu arma —dijo el capitán.

El Sardaukar obedeció.

El capitán volvió de nuevo su atención hacia Paul.

—He matado a un amigo por vos —dijo—. Recordémoslo siempre.

—Sois mis prisioneros —dijo Paul—. Os rendís a mí. Que viváis o muráis no tiene ninguna importancia —hizo un gesto a los guardias para que se llevaran a los dos Sardaukar.

Cuando los Sardaukar hubieron desaparecido, Paul se volvió hacia su lugarteniente.

—Muad’Dib —dijo el hombre—. Te he fallado en…

—El fallo ha sido mío, Korba —dijo Paul—. Tenía que haberte advertido. En el futuro, cuando registres a un Sardaukar, recuerda esto. Y recuerda también que todos ellos llevan una o dos uñas de sus pies falsas, que pueden ser combinadas con otros elementos ocultos en su cuerpo para montar un efectivo radiotransmisor. Tienen uno o varios dientes falsos. Llevan espiras de hilo shiga ocultas entre sus cabellos… tan fino que es casi invisible, pero lo bastante fuerte como para estrangular a un hombre e incluso cortarle la cabeza en el proceso. Con los Sardaukar, hay que examinarlos centímetro a centímetro, sondearlos con rayos X, cortarles todo el pelo y el vello de su cuerpo. Y cuando hayas terminado, puedes estar seguro de que aún no habrás descubierto todo lo que llevan.

Alzó los ojos hacia Gurney, que se les había acercado.

—Entonces, es mucho mejor matarlos —dijo el lugarteniente. Paul agitó la cabeza, sin dejar de mirar a Gurney.

—No. Quiero que consigan escapar.

Gurney desorbitó los ojos.

—Señor… —jadeó.

—¿Sí?

—Tu hombre tiene razón. Hay que matar a esos prisioneros inmediatamente. Destruir todas las evidencias de ellos. ¡Has humillado a los Sardaukar Imperiales! Cuando el Emperador sepa esto, no se detendrá hasta que no te vea asándote a fuego lento.

—Es difícil que el Emperador tenga alguna vez ocasión de hacerlo —dijo Paul. Hablaba lentamente, fríamente. Algo había ocurrido en su interior mientras hacía frente al Sardaukar. Una suma de decisiones se había acumulado en su consciencia—. Gurney —dijo—, ¿hay muchos hombres de la Cofradía en torno a Rabban?

Gurney se envaró, achicando los ojos.

—Tu pregunta no tiene…

—¿Hay muchos? —cortó bruscamente Paul.

—Arrakis hormiguea de agentes de la Cofradía. Están comprando especia como si fuera lo más precioso del universo. ¿Por qué crees que nos hemos aventurado tan lejos en el…?

—Realmente es lo más precioso del universo —dijo Paul—. Para ellos —miró hacia Stilgar y Chani, que se estaban acercando a través de la caverna—. Y nosotros la controlamos, Gurney.

—¡Los Harkonnen la controlan! —protestó Gurney.

—La gente que puede destruir algo es quien realmente lo controla —dijo Paul. Hizo un gesto con la mano para que Gurney guardara silencio, saludando con la cabeza a Stilgar, que se detuvo frente a él, con Chani a su lado.

Paul tomó el cuchillo del Sardaukar en su mano izquierda, tendiéndoselo a Stilgar.

—Tú vives para el bien de la tribu —dijo Paul—. ¿Derramarías mi sangre con este cuchillo?

—Por el bien de la tribu —gruñó Stilgar.

—Entonces usa este cuchillo —dijo Paul.

—¿Me estás desafiando? —preguntó Stilgar.

—Si lo hiciera —dijo Paul—, te desafiaría sin armas y dejaría que me golpearas.

La respiración de Stilgar se hizo entrecortada.

—¡Usul! —dijo Chani, mirando primero a Gurney, luego de nuevo a Paul.

—Tú eres Stilgar, un guerrero —dijo Paul, mientras Stilgar reflexionaba sobre el significado de sus anteriores palabras—. Cuando los Sardaukar iniciaron aquí la lucha, tú no estabas al frente del combate. Tu primer pensamiento fue el de proteger a Chani.

—Es mi sobrina —dijo Stilgar—. Si tus Fedaykin no hubieran conseguido dominar a esos…

—¿Por qué tu primer pensamiento fue para Chani? —preguntó Paul.

—¡Eso no es cierto!

—¿Oh?

—Pensé en ti —admitió Stilgar.

—¿Y sigues creyendo que puedes alzar tu mano contra mí? —preguntó Paul.

Stilgar empezó a temblar.

—Es la costumbre —murmuró.

—También es la costumbre matar a los extranjeros de otro mundo hallados en el desierto y tomar su agua como un regalo de Shai-Hulud —dijo Paul—. Sin embargo, tú concediste la vida a dos extranjeros una noche, a mi madre y a mí mismo.

Viendo que Stilgar permanecía silencioso, mirándolo fijamente, Paul añadió:

—Las costumbres cambian, Stil. Tú mismo las cambiaste.

Stilgar bajó sus ojos hacia el emblema amarillo del cuchillo que sujetaba.

—Cuando yo sea Duque en Arrakeen con Chani a mi lado, ¿crees que tendré tiempo de preocuparme de todos los detalles de gobierno del Sietch Tabr? —preguntó Paul—. ¿De todos los problemas particulares de cada familia?

Stilgar siguió mirando el cuchillo.

—¿Crees realmente que deseo cortar mi brazo derecho? —preguntó Paul.

Lentamente, Stilgar alzó los ojos hacia él.

—¡Tú! —dijo Paul—. ¿Crees que quiero privar a la tribu y a mí mismo de tu fuerza y de tu sabiduría?

En voz muy baja, Stilgar dijo:

—A ese joven de mi tribu, cuyo nombre ya conoces, a ese joven podría matarlo, respondiendo a su desafío y según la voluntad de Shai-Hulud. Pero al Lisan al-Gaib no podría tocarlo. Tú lo sabías cuando me has dado el cuchillo.

—Lo sabía —admitió Paul.

Stilgar abrió su mano. El cuchillo golpeó contra las piedras del suelo.

—Las costumbres cambian —dijo.

—Chani —dijo Paul—, ve con mi madre, dile que se reúna conmigo para que pueda aconsejarme si…

—¡Pero me dijiste que iríamos al sur! —protestó Chani.

—Estaba equivocado —dijo él—. Los Harkonnen no están allí. La guerra no está allí.

Ella respiró profundamente, aceptando aquello como las mujeres del desierto aceptan las obligaciones de aquella vida tan íntimamente ligada con la muerte.

—Llevarás a mi madre un mensaje que sólo sus oídos deberán oír —dijo Paul—. Le dirás que Stilgar me reconoce como Duque de Arrakis, y que hay que hallar un medio de que los jóvenes lo acepten sin combate.

Chani miró a Stilgar.

—Haz como dice —gruñó Stilgar—. Ambos sabemos que podría vencerme… y que yo no podría alzar mi mano contra él… por el bien de la tribu.

—Volveré con tu madre —dijo Chani.

—Dile que venga sola —dijo Paul—. El instinto de Stilgar no se equivoca. Soy más fuerte cuando tú estás segura. Tú te quedarás en el sietch.

Ella fue a protestar, pero calló.

—Sihaya —dijo Paul, utilizando su nombre íntimo. Después se volvió hacia la derecha, encontrándose con los brillantes ojos de Gurney.

Todo lo que había dicho Paul desde el instante en que mencionó a su madre pasó como en una nube a través de los oídos de Gurney.

—Tu madre —murmuró Gurney.

—Idaho nos salvó la noche de la incursión —dijo Paul, con la mente puesta aún en Chani—. Ahora…

—¿Y Duncan Idaho, mi Señor? —preguntó Gurney.

—Murió… dándonos tiempo para escapar.

¡La bruja está viva!, pensó Gurney. ¡Está viva, aquella sobre la que juré vengarme! Y es obvio que el Duque Paul ignora qué clase de criatura le ha dado a luz. ¡La diablesa! ¡Entregando a su padre a los Harkonnen!

Paul pasó por su lado y subió de nuevo a la plataforma. Miró a su alrededor, viendo que los heridos y los muertos habían sido retirados, y pensando amargamente que aquel iba a ser otro capítulo en la leyenda de Muad’Dib. Ni siquiera he empuñado mi cuchillo, pero se dirá que hoy he matado a veinte Sardaukar con mis propias manos.

Gurney siguió a Stilgar, insensible al suelo de roca, a los globos, invadido por la rabia. La bruja aún está viva, mientras aquellos a los que traicionó son tan sólo huesos en una tumba solitaria. Paul debe saber la verdad sobre ella, antes de que yo la mate.

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