Dune

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Libro tercero: el profeta » Capítulo 47

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Y Muad’Dib se enfrentó a él y le dijo: «Aunque creamos que la prisionera está muerta, aún vive. Porque su semilla es mi semilla, y su voz es mi voz. Y ella ve más allá de las más lejanas fronteras de lo posible. Sí, ella ve hasta los más lejanos valles del ignoto debido a mí».

De El despertar de Arrakis, por la PRINCESA IRULAN

El Barón Vladimir Harkonnen esperaba de pie, con los ojos bajos, en la sala Imperial de audiencias, la ovalada selamlik del Emperador Padishah en el interior de la gran estructura. Con miradas furtivas, el Barón había estudiado la estancia de paredes metálicas y sus ocupantes… los noukkers, los pajes, los guardias, las tropas Sardaukar de la Casa alineadas a lo largo de las paredes cuya única decoración eran los estandartes desgarrados y sucios de sangre capturados en batalla.

Luego sonaron voces a la derecha de la estancia, haciendo ecos en un alto pasillo:

—¡Abrid paso! ¡Abrid paso a la Real Persona!

El Emperador Padishah Shaddam IV hizo su entrada en la sala de audiencias a la cabeza de su séquito. Permaneció de pie a la entrada, esperando a que el trono fuera instalado, ignorando al Barón, ignorando a todo el mundo en la estancia.

El Barón, por su parte, descubrió que no podía ignorar a la Real Persona, y estudió al Emperador buscando una señal, un mínimo indicio que le permitiera adivinar el porqué de aquella audiencia. El Emperador estaba inmóvil, impasible, esperando… una figura delgada y elegante en el gris uniforme Sardaukar con franjas de oro y plata. Su rostro delgado y sus gélidos ojos le recordaron al Barón el difunto Duque Leto. Tenía la misma mirada de ave de presa. Pero los cabellos del Emperador eran rojos, no negros, y la mayor parte de ellos estaban ocultos por un yelmo de Burseg negro como el ébano, con la cimera Imperial de oro sobre la corona.

Un grupo de pajes apareció con el trono. Era una maciza silla tallada en un único bloque de cuarzo de Hagal, azul verdoso y translúcido, con vetas de fuego amarillo. Fue situado en el estrado, y el Emperador subió a él y se sentó.

Una anciana envuelta en un aba negro con la capucha echada sobre la frente se destacó entonces del cortejo del Emperador y fue a situarse tras el trono, apoyando una descarnada mano en el respaldo de cuarzo. Su rostro, a la sombra de la capucha, era la caricatura del de una bruja: ojos y mejillas hundidos, una protuberante nariz, una piel arrugada y surcada de abultadas venas.

El Barón detuvo su temblor al verla. La presencia allí de la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam, la Decidora de Verdad del Emperador, revelaba la importancia de aquella audiencia. El Barón apartó la mirada de ella y estudió el cortejo, buscando otros indicios. Había dos agentes de la Cofradía, uno alto y grueso, el otro pequeño y aún más grueso, ambos con lánguidos ojos grises. Tras los lacayos estaba una de las hijas del Emperador, la Princesa Irulan, una mujer de la que se decía había sido adiestrada en la más absoluta Manera Bene Gesserit, destinada a ser una Reverenda Madre. Era alta, rubia, con el rostro de una frágil belleza y unos ojos verdes que miraban traspasándolo a uno de parte a parte.

—Mi querido Barón.

El Emperador se había dignado notar su presencia. Su voz era de barítono y exquisitamente controlada. Parecía como si lo despidiera al mismo tiempo que lo saludaba.

El Barón se inclinó profundamente y avanzó hasta la posición requerida, a diez pasos del estrado.

—He venido a vuestro requerimiento, Majestad.

—¡Requerimiento! —graznó la vieja bruja.

—Vamos, Reverenda Madre —la regañó el Emperador, pero observó con aire divertido la turbación del Barón—. Ante todo, decidme dónde habéis enviado a vuestro favorito, Thufir Hawat.

El Barón lanzó ojeadas a diestro y siniestro, irritándose consigo mismo por no haber traído a sus propios guardias, aunque no le hubieran servido de gran cosa contra los Sardaukar. De todos modos…

—¿Bien? —dijo el Emperador.

—Ha desaparecido desde hace cinco días, Majestad —el Barón dirigió una ojeada a los agentes de la Cofradía, y luego volvió a mirar al Emperador—. Debía tomar tierra en una base de contrabandistas para intentar infiltrar algunos de sus hombres en el campo de ese fanático Fremen, ese Muad’Dib.

—¡Increíble! —dijo el Emperador.

Una de las sarmentosas manos de la bruja palmeó el hombro del Emperador. La mujer se inclinó hacia él y susurró algo a su oído.

El Emperador asintió.

—Cinco días, Barón —dijo—. Explicadme, ¿por qué no os habéis preocupado por su ausencia?

—¡Pero si me he preocupado, Majestad!

El Emperador continuó mirándolo, esperando. La Reverenda Madre emitió una cacareante risa.

—Lo que quiero decir, Majestad —dijo el Barón— es que ese Hawat morirá de todos modos dentro de muy pocas horas —y explicó lo del veneno residual y la constante necesidad de un antídoto.

—Muy ingenioso por vuestra parte, Barón —dijo el Emperador—. ¿Y dónde están vuestros sobrinos, Rabban y el joven Feyd-Rautha?

—La tormenta está llegando, Majestad. Los he enviado a inspeccionar nuestro perímetro, previniendo la posibilidad de un ataque Fremen amparado por la arena.

—Perímetro —dijo el Emperador. La palabra surgió como si su boca la hubiera escupido—. La tormenta no alcanzará esta depresión, y esa escoria Fremen no se atreverá a atacar mientras esté yo aquí con cinco legiones de Sardaukar.

—Por supuesto que no, Majestad —dijo el Barón—. Pero un exceso de preocupaciones nunca puede ser censurado.

—Ahhh —dijo el Emperador—. Censurar. Entonces, ¿no debo hablar de todo el tiempo que esta farsa de Arrakis me ha costado? ¿Ni de los beneficios de la Compañía CHOAM engullidos en este nido de ratas? ¿Ni de las ceremonias de la corte y todos los asuntos de estado que he tenido que aplazar, e incluso cancelar, a causa de este estúpido asunto?

El Barón bajó los ojos, aterrado por la cólera Imperial. Lo delicado de su posición allí, solo y dependiendo de la Convención y del dictum familia de las Grandes Casas, lo inquietaba. ¿Acaso quiere matarme?, se preguntó el Barón. ¡No puede! No con todas las Grandes Casas esperando ahí arriba para aprovechar cualquier pretexto y arrancar un bocado de beneficios de esta crisis.

—¿Habéis capturado algún rehén? —preguntó el Emperador.

—Es inútil, Majestad —dijo el Barón—. Esos locos Fremen celebran una ceremonia fúnebre por cada prisionero, y actúan como si ya estuviera muerto.

—¿De veras? —dijo el Emperador.

Y el Barón aguardó, lanzando ojeadas a diestra y siniestra a las metálicas paredes del selamlik, pensando en la monstruosa tienda metálica que se erguía a su alrededor. La ilimitada riqueza que aquello representaba provocó el respeto del Barón. Lleva consigo pajes, pensó el Barón, e inútiles lacayos de corte, esas mujeres y sus compañeros… peluqueros, dibujantes, de todo… todos ellos parásitos de la Corte. Todos están aquí… adulándolo, conspirando, «pasando apuros» con el Emperador… todos aquí para poner término a este asunto, para escribir epigramas acerca de las batallas e idolatrar a los heridos.

—Quizá no hayáis pensado en ningún momento en los rehenes adecuados —dijo el Emperador.

Sabe algo, pensó el Barón. El miedo pesaba como una piedra en su estómago, densa y fría. Era como el hambre, y durante un tiempo tembló bajo sus suspensores, sintiendo el deseo de pedir que le trajeran comida. Pero allí no había nadie que obedeciera sus órdenes.

—¿Tenéis alguna idea de quién pueda ser ese Muad’Dib? —preguntó el Emperador.

—Seguramente un Umma —dijo el Barón—. Un fanático Fremen, un aventurero religioso. Aparecen regularmente en los bordes de la civilización. Vuestra Majestad lo sabe.

El Emperador miró a su Decidora de Verdad, luego volvió ceñudamente su mirada al Barón.

—¿Y no sabéis nada más acerca de ese Muad’Dib?

—Un loco —dijo el Barón—. Pero todos los Fremen están un poco locos.

—¿Locos?

—Esa gente grita su nombre cuando van al combate. Las mujeres lanzan sus niños y se empalan ellas mismas en nuestros cuchillos para abrir una brecha a sus hombres cuando nos atacan. ¡No tienen… decencia!

—Eso es grave —murmuró el Emperador, y su tono de burla no escapó al Barón—. Contadme, ¿habéis explorado alguna vez las regiones polares al sur de Arrakis?

El Barón miró fijamente al Emperador, sorprendido por aquel brusco cambio de tema.

—Pero… Bien, Vuestra Majestad ya sabe que toda esa región es inhabitable, abierta a los vientos y a los gusanos. No hay la menor especia en aquellas latitudes.

—¿No habéis recibido ningún informe de los cargueros de especia acerca de las manchas verdes que han aparecido allí?

—Siempre ha habido tales informes. Algunos han dado lugar a investigaciones… hace mucho tiempo. Han sido vistas algunas plantas. Muchos tópteros se han perdido. Esto cuesta demasiado caro, Vuestra Majestad. Es un lugar donde uno no puede sobrevivir por mucho tiempo.

—Ciertamente —dijo el Emperador. Hizo chasquear sus dedos, y una puerta se abrió a su izquierda, detrás del trono. Dos Sardaukar aparecieron por la puerta, llevando a una niña que no parecía tener más de cuatro años. Llevaba un aba negro, y la capucha echada hacia atrás revelaba los cierres de un destiltraje que colgaban sueltos en su cuello. Sus ojos tenían el azul de los Fremen, y observaban a su alrededor desde un rostro suave y redondo. No parecía en absoluto asustada, y había algo en su mirada que turbó al Barón sin que pudiera explicar exactamente el por qué.

Incluso la vieja Decidora de Verdad Bene Gesserit dio un paso atrás cuando la niña pasó por su lado, e hizo un gesto en su dirección como para protegerse. La vieja bruja estaba obviamente turbada por la presencia de la niña.

El Emperador carraspeó, pero fue la niña quien habló primero… una voz balbuceante aún por su paladar blando, pero pese a todo clarísima.

—Así que este es —dijo. Avanzó hasta el borde de la plataforma—. No tiene muy buena apariencia, ¿eh?… un viejo gordo y asustado, demasiado blando para soportar su propia grasa sin ayuda de suspensores.

Era una declaración tan inesperada en boca de una niña que el Barón, pese a su rabia, la miró con la boca abierta sin proferir una palabra. ¿Acaso es una enana?, se preguntó.

—Mi querido Barón —dijo el Emperador—, os presento a la hermana de Muad’Dib.

—La her… —el Barón centró su atención en el Emperador—. No comprendo.

—También yo, a veces, soy en exceso prudente —dijo el Emperador—. Se me informó de que en vuestras deshabitadas regiones meridionales se apreciaban huellas de actividad humana.

—¡Pero no es posible! —protestó el Barón—. Los gusanos… No hay más que arena hasta…

—Esa gente parece perfectamente capaz de evitar los gusanos —dijo el Emperador.

La niña se sentó en el estrado al lado del trono, haciendo bascular sus pequeños pies. Había un indudable aire de seguridad en la forma en que observaba la escena.

El Barón observó aquellos pequeños pies oscilantes, las sandalias moviéndose bajo las ropas.

—Desafortunadamente —dijo el Emperador—, tan sólo envié cinco transportes con una reducida fuerza de ataque para capturar prisioneros e interrogarlos. Apenas consiguieron escapar con tan sólo tres prisioneros y un solo transporte. Comprendedlo bien, Barón: mis Sardaukar fueron casi aniquilados por una fuerza defensiva compuesta en gran parte por mujeres, niños y viejos. Esta niña estaba al mando de uno de los grupos que nos atacaron.

—¡Ved, Vuestra Majestad! —dijo el Barón—. ¡Ved como son!

—Yo misma me dejé capturar —dijo la niña—. No quería enfrentarme con mi hermano y tener que decirle que su hijo había sido asesinado.

—Sólo un puñado de hombres consiguió escapar —dijo el Emperador—. ¡Escapar! ¿Lo oís bien?

—Los hubiéramos aniquilado también, de no haber sido por las llamas —dijo la niña.

—Mis Sardaukar se sirvieron de los chorros de sus transportes como lanzallamas —dijo el Emperador—. Un movimiento desesperado, y lo único que les permitió escapar con tres prisioneros. Observad bien esto, mi querido Barón: ¡Sardaukar obligados a huir confusamente ante mujeres y niños y viejos!

—Debemos atacarlos en masa —chirrió el Barón—. Debemos destruirlos hasta el último vestigio de…

—¡Silencio! —rugió el Emperador. Se levantó del trono—. ¡No abuséis por más tiempo de mi indulgencia! Permanecéis aquí, ante mí, con vuestra estúpida inocencia y…

—Majestad —dijo la vieja Decidora de Verdad.

El Emperador la hizo callar imperativamente.

—¡Me decís que no sabéis nada de lo que hemos descubierto, nada de las cualidades guerreras de este soberbio pueblo! —Se dejó caer de nuevo en su trono—. ¿Por quién me estáis tomando, Barón?

El Barón retrocedió dos pasos, pensando: Ha sido Rabban. Me ha hecho esto a mí. Rabban me ha…

—Y esa falsa disputa con el Duque Leto —gruñó el Emperador, hundiéndose en su trono—. Qué maravillosamente la maniobrasteis.

—Majestad —imploró el Barón—. ¿Qué es lo que…?

—¡Silencio!

La vieja Bene Gesserit puso una mano en el hombro del Emperador, inclinándose a susurrar algo a su oído.

La niña sentada en el estrado dejó de balancear sus pies.

—Aterrorízalo un poco más, Shaddam —dijo—. No debería alegrarme por ello, pero siento un placer imposible de dominar.

—Cállate, niña —dijo el Emperador. Se inclinó hacia adelante y le puso una mano en la cabeza, mirando al Barón—. ¿Es posible, Barón? ¿Es posible que seáis tan simple de espíritu como me sugiere mi Decidora de Verdad? ¿No reconocéis a esta niña, la hija de vuestro aliado, el Duque Leto?

—Mi padre nunca fue su aliado —dijo la niña—. Mi padre está muerto, y esa vieja bestia Harkonnen no me ha visto nunca antes.

El Barón estaba paralizado por la estupefacción. Cuando recobró su voz sólo pudo jadear:

—¿Quién?

—Soy Alia, hija del Duque Leto y de Dama Jessica, hermana del Duque Paul-Muad’Dib —dijo la niña. Se subió al estrado—. Mi hermano ha prometido empalar tu cabeza en la punta de su estandarte, y creo que lo hará.

—Ya basta, niña —dijo el Emperador, y se recostó en el trono, con la mano en la mejilla, estudiando al Barón.

—Yo no recibo órdenes del Emperador —dijo Alia. Se volvió y miró a la Reverenda Madre—. Ella lo sabe.

El Emperador alzó los ojos hacia su Decidora de Verdad.

—¿Qué quiere decir?

—¡Esta niña es una abominación! —dijo la anciana—. Su madre merece un castigo como nunca se haya impuesto a nadie en la historia. ¡Muerte! ¡Ninguna muerte será bastante rápida para esta niña y para aquella que la ha engendrado! —Apuntó un dedo sarmentoso hacia Alia—. ¡Sal de mi mente!

—¿T-P? —susurró el Emperador. Dirigió su atención a la niña—. ¡Por la Gran Madre!

—No comprendéis, Majestad —dijo la anciana—. No es telepatía. Está en mi mente. Está como todas las demás antes de mí, todas aquellas otras que me han dejado sus recuerdos. ¡Está en mi mente! ¡Sé que es imposible, pero está en ella!

—¿Qué otras? —preguntó el Emperador—. ¿Qué es este desatino?

La anciana se irguió y dejó caer su brazo.

—He hablado demasiado, pero sigue en pie el hecho de que esta niña que no es una niña debe ser destruida. Desde hace mucho tiempo sabemos cómo hay que prevenir tal nacimiento, pero una de nosotras nos ha traicionado.

—Chocheas, vieja mujer —dijo Alia—. No sabes cómo ocurrió, y sin embargo sigues diciendo tonterías. —Alia cerró los ojos, inspiró profundamente y contuvo la respiración.

La Vieja Reverenda Madre, gimió y se tambaleó.

Alia abrió los ojos.

—Así es cómo pasó —dijo—. Un accidente cósmico… y tú representaste tu papel en él.

La Reverenda Madre alzó ambas manos, con las palmas empujando el aire hacia Alia.

—¿Qué es lo que ocurre aquí? —preguntó el Emperador—. Niña, ¿puedes realmente proyectar tus pensamientos dentro de la mente de otro?

—No es en absoluto así —dijo ella—. Si yo no he nacido como tú, no puedo pensar como tú.

—Matadla —murmuró la vieja mujer, y se aferró al respaldo del trono para sostenerse—. ¡Matadla! —sus viejos ojos profundamente hundidos se clavaron en Alia.

—Silencio —dijo el Emperador, y estudió a Alia—. Niña ¿puedes comunicarte con tu hermano?

—Mi hermano sabe que estoy aquí —dijo Alia.

—¿Puedes decirle que se rinda como precio por tu vida? —Alia le sonrió con una limpia inocencia.

—No lo hará —dijo.

El Barón avanzó vacilante hasta el estrado, por el lado de Alia.

—Majestad —suplicó—, yo no sabía nada de…

—Interrumpidme otra vez, Barón —dijo el Emperador—, y os cortaré la posibilidad de volver a interrumpirme… para siempre. —Su atención seguía centrada en Alia, estudiándola a través de sus párpados entrecerrados—. No quieres, ¿eh? ¿Puedes leer en mi mente lo que pienso hacer contigo si no me obedeces?

—Ya te he dicho que no puedo leer en las mentes —dijo ella—, pero uno no necesita telepatía para leer tus intenciones.

El Emperador frunció el ceño.

—Niña, tu causa es desesperada. Basta con que reúna mis fuerzas y reduzca este planeta a…

—No es tan sencillo —dijo Alia. Señaló a los dos hombres de la Cofradía—. Pregúntaselo a ellos.

—No es juicioso oponerse a mis deseos —dijo el Emperador—. Tú no puedes negarme nada.

—Mi hermano está llegando —dijo Alia—. Incluso un Emperador debe temblar ante Muad’Dib, porque su fuerza es la de la rectitud y el cielo sonríe sobre él.

El Emperador saltó en pie.

—Este juego ya ha durado demasiado. Tomaré a tu hermano y a todo este planeta y los reduciré a…

La estancia retumbó y se estremeció a su alrededor. Una repentina cascada de arena cayó tras el trono, en el punto donde la estructura estaba acoplada a la nave del Emperador. La presión del aire aumentó bruscamente y la piel de los presentes se estremeció cuando un escudo de enormes dimensiones fue activado.

—Te lo dije —observó ella—. Mi hermano está llegando.

El Emperador estaba inmóvil frente a su trono, con la mano derecha apretada contra su oído, escuchando su servorreceptor que le transmitía el informe de la situación. El Barón avanzó dos pasos tras Alia. Los Sardaukar tomaron posiciones en las puertas.

—Regresaremos rápidamente al espacio para reorganizarnos —dijo el Emperador—. Barón, mis excusas. Esos locos están atacando protegidos por la tormenta. Van a saber ahora lo que es la cólera del Emperador. —Señaló a Alia—. Arrojad su cuerpo a la tormenta.

A esas palabras, Alia retrocedió fingiendo terror.

—¡Deja que la tormenta tome lo que pueda! —exclamó. Y se arrojó en brazos del Barón.

—¡La tengo, Majestad! —gritó el Barón—. ¡Voy a arrojarla a… aaaaaahhhhhhhh! —la tiró al suelo, apretándose el brazo derecho.

—Lo siento, abuelo —dijo Alia—. Acabas de conocer el gom jabbar de los Atreides. —Se puso de pie, abrió la mano y dejó caer una aguja goteante.

El Barón se derrumbó. Sus ojos se desorbitaron mientras miraba la mancha roja que había aparecido en su palma izquierda.

—Tú… tú… —rodó hacia un lado entre sus suspensores, y no fue más que una enorme masa de fláccida carne suspendida a pocos centímetros del suelo, con la cabeza colgando y la boca muy abierta.

—Esa gente está loca —gruñó el Emperador—. ¡Rápido! A la nave. Vamos a purificar este planeta de todos…

Algo destelló a su izquierda. Un fulgurante relámpago surgió de la pared y crepitó en el suelo metálico. Un acre olor a aislante quemado se extendió por el selamlik.

—¡El escudo! —gritó uno de los oficiales Sardaukar—. ¡El escudo exterior ha sido abatido! Ellos…

Sus palabras fueron ahogadas por un rugido metálico, mientras el casco de la nave, tras el Emperador, vacilaba y se estremecía.

—¡Han hecho saltar la proa de nuestra nave! —gritó alguien. Una nube de polvo penetró en la estancia. Bajo esta cobertura, Alia echó a correr hacia la puerta de entrada.

El Emperador se volvió bruscamente y ordenó a su gente que se dirigiera hacia la salida de emergencia que acababa de abrirse en aquel momento en la pared de la nave, tras el trono. Hizo una rápida señal con la mano a un oficial Sardaukar, a través del polvo que lo invadía todo.

—¡Resistiremos aquí! —ordenó el Emperador.

Otra conmoción sacudió la estructura. Las dobles paredes saltaron violentamente al otro lado de la estancia, dejando entrar un torrente de arena y el sonido de gritos. Una pequeña figura envuelta en ropas negras se destacó momentáneamente contra la luz: Alia, que buscaba un cuchillo para rematar, como requería el adiestramiento Fremen, a todos los Harkonnen y Sardaukar heridos. Los Sardaukar de la Casa se desplegaron en la grisácea bruma, formando un arco para proteger la retirada del Emperador.

—¡Salvaos, Majestad! —gritó un oficial Sardaukar—. ¡En la nave!

Pero el Emperador permanecía inmóvil, de pie junto al trono, solo, señalando con su mano la puerta del selamlik. Una sección de unos cuarenta metros de pared se había abatido, y las puertas del selamlik se abrían sobre la arena agitada por la tormenta. Hasta una distancia infinita, una nube de polvo crepitaba desde las nubes, y los destellos de los escudos cortocircuitados surgían por todas partes. La llanura hervía con figuras luchando… Sardaukar y hombres embozados que continuaban surgiendo de los torbellinos de la tormenta.

Todo esto no era más que el coro a lo que el Emperador señalaba con su mano tendida.

De las nubes de arena estaba surgiendo una compacta hilera de formas resplandecientes… grandes curvas ondulantes con destellos cristalinos que se convirtieron en abiertas bocas de gusanos de arena, una masiva pared de ellos, cada uno con un pelotón de Fremen cabalgando al ataque sobre sus lomos. Llovieron sobre ellos con un silbido y un roce de ropas contra ropas, y hendieron, apartaron, aplastaron el confuso tumulto que reinaba en la planicie.

Avanzaban directamente hacia la estructura del Emperador, mientras los Sardaukar de la Casa, por primera vez en su historia, contemplaban petrificados una carga que sus mentes no conseguían aceptar.

Pero las figuras cabalgando a lomos de los gusanos eran hombres, y el relucir de las hojas que blandían en sus manos a la siniestra luz amarillenta de la tormenta era algo que los Sardaukar habían sido adiestrados a afrontar. Se arrojaron a la lucha. Y en la llanura de Arrakeen se desarrolló un gigantesco combate cuerpo a cuerpo, mientras un escogido grupo de guardias personales Sardaukar empujaban al Emperador al interior de la nave, sellaban la puerta a sus espaldas y se disponían a morir allí.

En el shock del comparativo silencio en el interior de la nave, el Emperador miró a los desorbitados rostros de su séquito, viendo a su hija mayor con las mejillas empurpuradas, la vieja Decidora de Verdad inmóvil como una sombra negra, con la capucha echada sobre su rostro, y finalmente los dos rostros que buscaba… los dos hombres de la Cofradía. Sus uniformes grises, sin ornamentos, concordaban perfectamente con la ostentosa calma que mantenían a pesar de las grandes emociones que los rodeaban. El más alto de los dos, sin embargo, mantenía una mano sobre su ojo izquierdo. Mientras el Emperador lo miraba, alguien golpeó inadvertidamente el brazo del hombre de la Cofradía, la mano se movió, y el ojo quedó expuesto. El hombre había perdido una de las lentes de contacto, de enmascaramiento, y el ojo que miraba era totalmente azul, de un azul tan profundo que parecía negro.

El más bajo de los dos avanzó un par de pasos hacia el Emperador.

—No sabemos cómo terminará todo esto —dijo. Y su compañero más alto, nuevamente con una mano sobre el ojo, añadió con voz gélida:

—Pero ni siquiera Muad’Dib lo sabe.

Aquellas palabras arrancaron al Emperador de su estupor. Se contuvo a duras penas para no expresar su desprecio, porque no necesitaba en absoluto de la visión interior de los navegantes de la Cofradía para adivinar el inmediato futuro. ¿Acaso aquellos dos hombres dependían hasta tal punto de su facultad que habían llegado a perder completamente el uso de sus ojos y de su razón?, se preguntó.

—Reverenda Madre —dijo—, tenemos que trazar un plan.

La anciana echó su capucha hacia atrás y afrontó su mirada con ojos fijos. Una total comprensión se cruzó entre ellos. Ambos sabían que únicamente les quedaba un arma: la traición.

—Decid al Conde Fenring que venga aquí —dijo la Reverenda Madre.

El Emperador Padishah asintió, haciendo una seña a uno de sus ayudantes para que obedeciera aquella orden.

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