Dune

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Libro primero: Dune » Capítulo 1

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Es en el momento de empezar cuando hay que cuidar atentamente que los equilibrios queden establecidos de la manera más exacta. Y esto lo sabe bien cada hermana Bene Gesserit. Así, para emprender este estudio acerca de la vida de Muad’Dib, primero hay que situarlo exactamente en su tiempo: nacido en el 57º año del Emperador Padishah, Shaddam IV. Y hay que situar muy especialmente a Muad’Dib en su lugar: el planeta Arrakis. Y no hay que dejarse engañar por el hecho de que nació en Caladan y vivió allí los primeros quince años de su vida. Arrakis, el planeta conocido como Dune, será siempre su lugar.

Del Manual de Muad’Dib, por la PRINCESA IRULAN

En la semana que precedió a la partida hacia Arrakis, cuando el frenesí de los últimos preparativos había alcanzado un nivel casi insoportable, una vieja mujer acudió a visitar a la madre del muchacho, Paul.

Era una suave noche en Castel Caladan, y las antiguas piedras que habían sido el hogar de los Atreides durante veintisiete generaciones estaban impregnadas de aquel húmedo frescor que presagiaba un cambio de tiempo.

La vieja mujer fue introducida por una puerta secreta y conducida a través del abovedado pasadizo hasta la habitación de Paul, donde pudo observarlo un instante mientras yacía en su lecho.

A la débil luz de una lámpara a suspensor que flotaba cerca del suelo, Paul, medio dormido, distinguía apenas la voluminosa silueta inmóvil en el umbral, y la de su madre, un paso más atrás. La vieja mujer era como la sombra de una bruja… con sus cabellos como tela de araña enmarañados alrededor de sus oscuras facciones y sus ojos brillando como piedras preciosas.

—¿No es un poco pequeño para su edad, Jessica? —preguntó la vieja mujer. Su voz silbaba y vibraba como la de un baliset mal afinado.

La madre de Paul respondió con su suave voz de contralto:

—Es bien sabido que entre los Atreides el crecimiento es algo tardío, Vuestra Reverencia.

—Se dice, se dice —siseó la vieja mujer—. Pero ya tiene quince años.

—Sí, Vuestra Reverencia.

—Está despierto y nos está escuchando —dijo la vieja mujer—. Astuto pillo —se rio—. Pero la nobleza necesita de la astucia. Y si es realmente el Kwisatz Haderach… bien…

En las sombras de su lecho, Paul entrecerró los ojos hasta reducirlos a dos líneas. Dos óvalos brillantes como los de un pájaro, los ojos de la vieja mujer, parecieron dilatarse y llamear mientras se clavaban en los suyos.

—Duerme bien, astuto pillo —murmuró la vieja mujer—. Mañana necesitarás de todas tus facultades para afrontar mi gom jabbar.

Y desapareció, arrastrando afuera a su madre y cerrando la puerta con un ruido sordo.

Paul permaneció desvelado, preguntándose: ¿Qué será un gom jabbar?

Entre toda la confusión de aquel período de cambio, la vieja mujer era lo más extraño que había podido ver.

Vuestra Reverencia.

Y ella se había dirigido a su madre Jessica como a una sirvienta en lugar de como lo que ella era: una Dama Gesserit, la concubina de un duque y la madre del heredero ducal.

¿Es un gom jabbar algo de Arrakis que debo conocer antes de que vayamos allí?, se preguntó.

Silabeó aquellas extrañas palabras: Gom jabbarKwisatz Haderach.

Eran tantas cosas que aprender. Arrakis era un lugar tan distinto a Caladan que la mente de Paul se perdía ante su solo pensamiento. Arrakis… Dune… el Planeta del Desierto.

Thufir Hawat, el Maestro de Asesinos de su padre, le había explicado: sus mortales enemigos, los Harkonnen, habían residido en Arrakis durante ochenta años, gobernando el planeta en un cuasi-feudo bajo un contrato con la Compañía CHOAM para la extracción de la especia geriátrica, la melange. Ahora, los Harkonnen iban a ser reemplazados por la Casa de los Atreides en pleno-feudo… una aparente victoria para el Duque Leto. Pero, había dicho Hawat, esta apariencia contenía un peligro mortal, ya que el Duque Leto era popular entre las Grandes Casas del Landsraad.

—Un hombre demasiado popular provoca los celos de los poderosos —había dicho Hawat.

Arrakis… Dune… el Planeta del Desierto.

Paul se durmió de nuevo y soñó en una caverna arrakena, con seres silenciosos irguiéndose a su alrededor a la pálida claridad de los globos. Todo era solemne, como en el interior de una catedral, y oía un débil sonido, el drip-drip-drip del agua. Aún soñando, Paul sabía sin embargo que al despertar lo recordaría todo. Siempre recordaba sus sueños premonitorios.

El sueño se desvaneció.

Paul se despertó en el tibio lecho y pensó… pensó. Aquel mundo de Castel Caladan, donde no tenía juegos ni compañeros de su edad, quizá no mereciera la menor tristeza. El doctor Yueh, su preceptor, le había dado a entender de forma ocasional que el sistema de castas de los faufreluches no era tan rígido en Arrakis. En el planeta había gente que vivía al borde del desierto sin un caid o un bashar que la gobernase: los llamados Fremen, elusivos como el viento del desierto, que ni siquiera figuraban en los censos de los Registros Imperiales.

Arrakis… Dune… el Planeta del Desierto.

Paul sintió sus propias tensiones y decidió practicar uno de los ejercicios corporales-mentales que le había enseñado su madre. Tres rápidas inspiraciones desencadenaron las respuestas: entró en estado de percepción flotante… ajustó su conciencia… dilatación aórtica… alejamiento de todo mecanismo no focalizado… concienciación deliberada… enriquecimiento de la sangre e irrigación de las regiones sobrecargadas… nadie obtiene alimento-seguridad-libertad sólo con el instinto… La consciencia animal no se extiende más allá de un momento dado, como tampoco admite la posibilidad de la extinción de sus víctimas… el animal destruye y no produce… los placeres animales permanecen encerrados en el nivel de las sensaciones sin alcanzar la percepción… el ser humano necesita una escala graduada a través de la cual poder ver el universo… una consciencia selectivamente focalizada, esto forma su escala… La integridad del cuerpo depende del flujo nervioso-sanguíneo, sensible a las necesidades de cada una de las células… todos los seres/células/cosas son no permanentes… todo lucha para mantener el flujo de la permanencia…

La lección pasó y pasó a través de la flotante consciencia de Paul.

Cuando el alba tocó la ventana con su luz amarillenta, Paul la sintió a través de sus cerrados párpados; los abrió, oyendo los ecos de la actividad del castillo, y los fijó en el dibujo del artesonado del techo.

La puerta del vestíbulo se abrió y apareció su madre, con sus cabellos color bronce oscuro sujetos, formando como una corona mediante una cinta negra, su rostro ovalado impasible y sus ojos verdes con una expresión solemne.

—Estás despierto —dijo—. ¿Has dormido bien?

—Sí.

La observó, estudiándola, y notó la tensión en el movimiento de sus hombros mientras escogía su ropa de las perchas en el armario. Cualquier otro no se hubiera dado cuenta de aquella tensión, pero él había sido educado a la Manera Bene Gesserit… a través de la más minuciosa observación. Su madre se volvió, presentándole una casaca de semiceremonia con el halcón rojo, emblema de los Atreides, bordado en el bolsillo.

—Apresúrate y vístete —dijo—. La Reverenda Madre está esperando.

—Una vez soñé con ella —dijo Paul—. ¿Quién es?

—Fue mi preceptora en la escuela Bene Gesserit. Hoy es la Decidora de Verdad del Emperador. Y, Paul… —vaciló—. Tienes que hablarle de tus sueños.

—Lo haré. ¿Es ella la razón de que nos hayan dado Arrakis?

—No nos han dado Arrakis —Jessica sacudió un par de pantalones y los colocó junto a la casaca, al lado del lecho—. No debes hacer esperar a la Reverenda Madre.

Paul se sentó y pasó los brazos alrededor de sus rodillas.

—¿Qué es un gom jabbar?

El adiestramiento que había recibido le hizo percibir de nuevo la invisible excitación de su madre, una motivación nerviosa que reconoció como miedo.

Jessica se acercó a la ventana, corrió las cortinas y durante un instante contempló, al otro lado del río, el monte Syubi.

—Pronto sabrás lo que es el gom jabbar… demasiado pronto —dijo.

Una vez más notó el miedo en su voz, y se sintió intrigado.

Jessica habló sin volverse:

—La Reverenda Madre está esperando en mis salones. Por favor, apresúrate.

La Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam estaba sentada en una silla tapizada, observando acercarse a madre e hijo. A uno y otro lado, las ventanas se abrían sobre la curva del río que corría hacia el sur y las tierras de cultivo de los Atreides, pero la Reverenda Madre ignoraba el paisaje. Aquella mañana le pesaban los años, lastrando sus hombros. Hacía responsable de ello a aquel viaje a través del espacio, asociado con aquella abominable Cofradía Espacial y sus oscuros designios. Pero aquella era una misión que requería la atención personal de una Bene Gesserit-con-la-Mirada. Y ni siquiera la propia Decidora de Verdad del Emperador Padishah podía declinar tal responsabilidad cuando el deber la llamaba.

¡Condenada Jessica!, exclamó para sí la Reverenda Madre. ¡Si al menos nos hubiera engendrado una chica como se le había ordenado!

Jessica se detuvo a tres pasos de la silla y esbozó una pequeña reverencia, con un ligero movimiento de su mano izquierda pellizcando apenas su falda. Paul se dobló en una breve inclinación, como le había enseñado su maestro de danza que debía hacerse… para usarlo en las ocasiones «en que no hay ninguna duda acerca del rango de la otra persona».

Los matices de la actitud de Paul no pasaron inadvertidos para la Reverenda Madre.

—Es prudente, Jessica —dijo.

La mano de Jessica apretó el hombro de Paul. Por un latido de corazón, el miedo pulsó a través de su palma. Pero recuperó rápidamente el control.

—Así ha sido educado, Vuestra Reverencia.

¿Qué es lo que teme?, se preguntó Paul.

La vieja mujer estudió a Paul, cada detalle de él, en una sola mirada: el rostro ovalado como el de Jessica, aunque más decidido… Cabellos: muy negros, como los del Duque pero con la línea de la frente del abuelo materno, aquel que no puede ser nombrado, así como su nariz, fina y desdeñosa; y los ojos verdes y penetrantes del viejo Duque, su abuelo paterno ya muerto.

Aquél sí que era un hombre que apreciaba el poder de la bravura… incluso en la muerte, pensó la Reverenda Madre.

—La educación es una cosa —dijo—, los ingredientes de base otra. Ya veremos —sus viejos ojos fulminaron a Jessica con una dura mirada—. Déjanos. Te ordeno que practiques la meditación de paz.

Jessica retiró su mano del hombro de Paul.

—Vuestra Reverencia, yo…

—Jessica, sabes que hay que hacerlo.

Paul alzó sus ojos hacia su madre, perplejo.

Jessica se envaró.

—Sí… por supuesto.

Paul volvió a mirar a la Reverenda Madre.

La cortesía, y el obvio poder de la vieja mujer sobre su madre, aconsejaban prudencia. Sin embargo, sintió crecer una rabiosa aprensión ante el miedo que irradiaba de su madre.

—Paul… —Jessica inspiró profundamente—… esta prueba a la que vas a ser sometido… es importante para mí.

—¿Prueba? —la miró.

—Recuerda que eres el hijo de un Duque —dijo Jessica. Dio media vuelta y abandonó el salón a largos pasos, con un seco roce de su vestido. La puerta se cerró sólidamente a sus espaldas.

Paul hizo frente a la vieja mujer, dominando su irritación.

—¿Desde cuándo se echa a Dama Jessica como si fuese una sirvienta?

Por un instante se dibujó una sonrisa en los ángulos de aquella vieja boca.

—Dama Jessica fue mi sirvienta, muchacho, durante catorce años, en la escuela —inclinó la cabeza—. Y una buena sirvienta, debo reconocerlo. ¡Y ahora, , acércate!

La orden fue como un latigazo. Paul se dio cuenta de que había obedecido incluso antes de haber pensado en ello. Ha usado la Voz contra mí, se dijo. Ella lo detuvo con un gesto, cerca de sus rodillas.

—¿Ves esto? —preguntó. Sacó de entre los pliegues de su ropa un cubo de metal verde que tenía alrededor de quince centímetros de lado. Lo hizo girar, y Paul vio que uno de sus lados estaba abierto… negro y extrañamente aterrador. Ninguna luz penetraba en su abierta oscuridad.

—Mete tu mano derecha en esta caja —dijo ella.

El miedo se apoderó de Paul. Retrocedió, pero la vieja mujer dijo:

—¿Es así como obedeces a tu madre?

Afrontó la mirada de sus brillantes ojos de pájaro.

Lentamente, consciente de las compulsiones que surgían de su interior y no podía rechazar, Paul metió su mano dentro de la caja. Al principio experimentó una sensación de frío a medida que la oscuridad se acercaba en torno a su mano, después sintió el contacto del liso metal en sus dedos y un hormigueo, como si su mano se adormeciera.

Una mirada de rapaz apareció en el rostro de la vieja mujer. Apartó su mano derecha de la caja y la puso, cerrada, al lado de la nuca de Paul. Este vio un destello metálico y quiso volver la cabeza.

—¡Quieto! —dijo ella secamente.

¡Está usando de nuevo la Voz! Ella observó de nuevo fijamente su rostro.

—Tengo sujeto el gom jabbar cerca de tu cuello —dijo—. El gom jabbar, el peor enemigo. Es una aguja con una gota de veneno en la punta. ¡Quieto! No te muevas, o el veneno te morderá.

Paul intentó deglutir, pero su garganta estaba seca. No conseguía apartar su atención de aquel viejo rostro arrugado, aquellos ojos brillantes, aquellas encías pálidas, aquellos dientes de metal plateado que brillaban a cada palabra.

—El hijo de un Duque debe saber acerca de venenos —dijo—. Es algo de nuestro tiempo, ¿no? El Musky, para envenenar tu bebida. El Aumas, para envenenar tu comida. Los venenos rápidos, los venenos lentos y los intermedios. Este es uno nuevo para ti: el gom jabbar. Sólo mata a los animales.

El orgullo dominó el miedo de Paul.

—¿Pretendéis insinuar que el hijo de un Duque es un animal? —preguntó.

—Digamos que sugiero que puedes ser humano —dijo—. ¡No te muevas! Te lo advierto, no intentes escapar de mi lado. Soy vieja, pero mi mano puede clavar esta aguja en tu cuello antes de que consigas alejarte lo suficiente.

—¿Quién sois? —siseó Paul—. ¿Cómo habéis hecho para engañar a mi madre y conseguir que me dejara a solas con vos? ¿Habéis sido enviada por los Harkonnen?

—¿Los Harkonnen? ¡Cielos, no! Ahora, cállate —un seco dedo tocó su nuca, y tuvo que refrenar su involuntaria urgencia de escapar de allí.

—Muy bien —dijo ella—. Has pasado la primera prueba. Ahora, esto es lo que falta: si retiras tu mano de la caja, morirás. Esta es la única regla. Deja tu mano en la caja, y vivirás. Quítala, y morirás.

Paul inspiró profundamente para evitar un estremecimiento.

—Si llamo, en un momento esto estará lleno de sirvientes que caerán sobre vos, y seréis vos quien morirá.

—Los sirvientes no irán más allá de donde está tu madre, custodiando esta puerta. Puedes estar seguro. Tu madre sobrevivió a esta prueba. Ahora ha llegado tu turno. Siéntete honrado. Es raro que sometamos a los chicos a ella.

La curiosidad redujo el miedo de Paul hasta un nivel controlable. Había detectado la verdad en las palabras de la vieja mujer, no podía negarlo. Si su madre estaba allí fuera de guardia… si realmente se trataba de una prueba… Y fuera como fuese, sabía que no podía sustraerse a ella, atrapado por aquella mano cerca de su nuca: el gom jabbar. Trajo a su mente las palabras de la Letanía contra el Miedo del ritual Bene Gesserit, tal como su madre se las había enseñado:

No conoceréis al miedo. El miedo mata la mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitiré que pase sobre mí y a través de mí. Y cuando haya pasado, giraré mi ojo interior para escrutar su camino. Allá donde haya pasado el miedo ya no habrá nada. Sólo estaré yo.

Sintió que la calma volvía a él y dijo:

—Terminemos ya con esto, vieja mujer.

—¡Vieja mujer! —gritó ella—. Tienes valor, no puede negarse. Bien, vamos a ver esto, señor mío —se inclinó hacia él y su voz se convirtió en un susurro—. Vas a sentir dolor en la mano, y mi gom jabbar tocará tu cuello… y la muerte será tan rápida como el hacha del verdugo. Retira la mano y el gom jabbar te matará. ¿Has comprendido?

—¿Qué hay en la caja?

—Dolor.

El escozor se hizo más intenso en su mano. Apretó los labios. ¿Cómo es posible que esto sea una prueba?, se preguntó. El escozor se convirtió en comezón.

—¿Has oído hablar de los animales que se devoran una pata para escapar de una trampa? —dijo la vieja mujer—. Esa es la astucia a la que recurriría un animal. Un humano permanecerá cogido en la trampa, soportará el dolor y fingirá estar muerto para coger por sorpresa al cazador y matarlo, y eliminar así un peligro para su especie.

La comezón aumentó en intensidad, hasta llegar a quemar.

—¿Por qué me hacéis esto? —preguntó.

—Para determinar si eres humano. Ahora, silencio.

Paul cerró fuertemente su mano izquierda, mientras la sensación de quemadura aumentaba en la otra mano. Crecía lentamente: calor y más calor… y más calor. Sintió que las uñas de su mano izquierda se clavaban en su palma. Intentó sostener los dedos de su mano que ardía, pero no consiguió moverlos.

—Se está quemando —siseó.

—¡Silencio!

El dolor ascendió por su brazo. El sudor perló su frente. Cada fibra de su cuerpo le gritaba que retirara su mano de aquel pozo ardiendo… pero… el gom jabbar. Sin volver la cabeza, intentó mover sus ojos para ver aquella terrible aguja envenenada acechando a su cuello. Se dio cuenta de que jadeaba e intentó dominarse sin conseguirlo.

¡Dolor!

Su mundo se vació por completo excepto su mano derecha inmersa en aquella agonía y aquel rostro surcado de arrugas que lo miraba fijamente a pocos centímetros del suyo.

Sus labios estaban tan secos que le costó separarlos.

¡Quema! ¡Quema!

Le pareció que la piel de aquella mano agonizante se arrugaba y ennegrecía, se agrietaba, caía, dejando tan sólo huesos carbonizados.

¡Y luego todo cesó!

Como un interruptor que hubiera cortado el flujo de la corriente, el dolor cesó.

Paul sintió que su brazo derecho temblaba, el sudor seguía chorreando por todo su cuerpo.

—Ya basta —murmuró la vieja mujer—. ¡Kull wahad! Ningún hijo de mujer había tenido que soportar nunca tanto. Es como si hubiera querido que fracasaras —se retiró, apartando el gom jabbar de su cuello—. Retira tu mano de la caja, joven, y míratela.

Reprimió un estremecimiento de dolor, y miró fijamente el oscuro hueco donde su mano, como movida por voluntad propia, se obstinaba en permanecer. El recuerdo del dolor le impedía el movimiento. La razón le susurraba que no iba a sacar más que un muñón renegrido de aquella caja.

—¡Retírala! —restalló ella.

Sacó la mano de la caja y la miró, atónito. Ni una señal. Ningún signo de la agonía sufrida por su carne. Alzó la mano, la giró, distendió los dedos.

—Dolor por inducción nerviosa —dijo ella—. No puedo ir por ahí mutilando potenciales seres humanos. De todos modos, habría más de uno que daría su mano por conocer el secreto de esta caja —la tomó y la sumergió entre los pliegues de su ropa.

—Pero el dolor… —dijo Paul.

—El dolor —sorbió ruidosamente—. Un humano puede dominar cualquier nervio del cuerpo.

Paul notó que su mano izquierda le dolía, la abrió, y descubrió cuatro sangrantes marcas allí donde las uñas se habían clavado en su palma. Dejó caer la mano a lo largo de su costado y miró a la vieja mujer.

—¿Hicisteis esto mismo a mi madre?

—¿Has tamizado alguna vez arena? —respondió ella.

La tangencial agresividad de su pregunta desencadenó en su mente un nivel más alto de consciencia. Tamizar la arena. Asintió.

—Nosotras, las Bene Gesserit, tamizamos a la gente para descubrir a los humanos.

Él levantó la mano derecha, intentando hallar el recuerdo de su dolor.

—¿Y eso es todo… el dolor?

—Te he observado en tu dolor, muchacho. El dolor es tan sólo el eje de la prueba. Tu madre te ha enseñado la forma en que observamos. He visto en ti los signos de esta enseñanza. Nuestra prueba consiste en provocar una crisis y observar.

El tono de su voz confirmaba sus palabras. Paul dijo:

—Es cierto.

Ella lo miró. ¡Percibe la verdad! ¿Quizá sea el que estamos buscando? ¿Quizá sea realmente el que estamos buscando? Refrenó su excitación, recordándose a sí misma: La esperanza ofusca la observación.

—Sabes cuando la gente cree en lo que dice —indicó.

—Lo sé.

Los armónicos de su voz confirmaban su capacidad experimentada. Ella lo percibió y dijo:

—Quizá tú seas el Kwisatz Haderach. Siéntate, hermanito, aquí a mis pies.

—Prefiero estar de pie.

—Tu madre se sentó a mis pies, una vez.

—Yo no soy mi madre.

—Me detestas un poco ¿eh? —Miró hacia la puerta y llamó—: ¡Jessica!

La puerta se abrió y Jessica apareció en el umbral, mirando la estancia con ojos duros. Se suavizaron al ver a Paul. Consiguió sonreír débilmente.

—Jessica, ¿has dejado alguna vez de odiarme? —preguntó la vieja mujer.

—Os quiero y os odio a la vez —dijo Jessica—. El odio… es a causa del dolor que nunca podré olvidar. El amor… es…

—Sólo los hechos básicos —dijo la vieja mujer, pero su voz era suave—. Puedes entrar ahora, pero guarda silencio. Cierra esa puerta y asegúrate de que nadie nos interrumpa.

Jessica entró en la estancia, cerró la puerta y se inmovilizó, apoyada en ella. Mi hijo vive, pensó. Mi hijo vive y es… humano. Yo lo sabía… pero… vive. Ahora yo también puedo seguir viviendo. El contacto de la puerta era duro y real contra su espalda. Todo en la estancia era inmediato y ejercía presión contra sus sentidos.

Mi hijo vive.

Paul miraba a su madre. Ha dicho la verdad. Hubiera querido irse y estar solo y pensar en aquella experiencia, pero sabía que no podría hacerlo antes de recibir el permiso. La vieja mujer había adquirido una especie de poder sobre él. Han dicho la verdad. Su madre había pasado aquella misma prueba. La finalidad de todo aquello debía ser terrible… el dolor y el miedo habían sido terribles. Y conocía la naturaleza de todo aquello, las finalidades que se persiguen a toda costa, aquellas que traen consigo la propia urgencia de ser llevadas a cabo. Paul sentía que aquella finalidad le había sido inoculada. Pero no sabía aún cuál era exactamente.

—Algún día, muchacho —dijo la vieja mujer—, tú también deberás esperar fuera de una puerta como ella. Se necesita mucha voluntad para hacerlo.

Paul miró su mano a través de la cual había pasado el dolor, luego miró a la Reverenda Madre. El sonido de su voz contenía una diferenciación que la distinguía de todas las otras voces que había oído su experiencia. Las palabras habían sido definidas, brillantes. Sintió que cualquier pregunta que hubiera hecho habría recibido una respuesta que lo hubiera elevado fuera de su mundo carnal hacia algo más grande.

—¿Por qué buscáis a los humanos? —preguntó.

—Para hacerlos libres.

—¿Libres?

—Hubo un tiempo en que los hombres dedicaban su pensamiento a las máquinas, con la esperanza de que ellas los harían libres. Pero esto sólo permitió que otros hombres con máquinas los esclavizaran.

—«No construirás una máquina a semejanza de la mente del hombre» —citó Paul.

—Esto es lo que dicen la Jihad Butleriana y la Biblia Católica Naranja —dijo—. Pero en realidad la Biblia C. N. tendría que haber dicho: «No construirás una máquina que imite la mente humana». ¿Has estudiado al Mentat a tu servicio?

—He estudiado con Thufir Hawat.

—La Gran Revolución nos ha librado de nuestras muletas —dijo la vieja mujer—. Ha forzado a las mentes humanas a desarrollarse. Fueron fundadas escuelas para adiestrar los talentos humanos.

—¿Las escuelas Bene Gesserit?

Ella asintió.

—Han sobrevivido dos de esas antiguas escuelas: la Bene Gesserit y la Cofradía Espacial. La Cofradía, eso es al menos lo que pensamos, concentra todos sus esfuerzos en las matemáticas puras. La Bene Gesserit desarrolla otra función.

—Política —dijo Paul.

¡Kull wahad! —dijo la vieja mujer. Dirigió a Jessica una dura mirada.

—No le he dicho nada, Vuestra Reverencia —dijo Jessica.

La Reverenda Madre volvió su atención hacia Paul.

—Has necesitado pocos indicios para deducir esto —dijo—. Se trata de Política. La escuela Bene Gesserit original estaba dirigida por aquellos que intuyeron que se necesitaba una continuidad en las relaciones humanas. Vieron que esta continuidad no podía existir sin separar el linaje humano del linaje animal… por razones de selección.

Las palabras de la vieja mujer perdieron bruscamente aquella especial claridad para Paul. Percibía una ofensa hacia aquello que su madre llamaba instinto para la sinceridad. No era que la Reverenda Madre le mintiera. Obviamente, ella creía en lo que le estaba diciendo. Era algo más profundo, algo ligado a aquella terrible finalidad.

—Pero mi madre me ha dicho que muchas Bene Gesserit de las escuelas ignoran su genealogía —dijo.

—Las ascendencias genéticas están todas en nuestros archivos —dijo ella—. Tu madre sabe que es de ascendencia Bene Gesserit, o que fue aceptada como tal.

—Entonces, ¿por qué nunca ha sabido quiénes fueron sus padres?

—Algunas lo saben… otras no. Puede ocurrir, por ejemplo, que deseemos que procree con un consanguíneo a fin de convertir en dominante alguna característica genética. Tenemos multitud de razones.

Paul percibió la ofensa hacia su instinto para la sinceridad. Dijo:

—Decidís muchas cosas por vos misma.

La Reverenda Madre lo miró en silencio, pensando: ¿Hay una crítica en su voz?

—Nuestra carga es pesada —dijo.

Paul se dio cuenta de que se estaba recuperando cada vez más del shock de la prueba. La miró tranquilamente y dijo:

—Decís que tal vez yo sea el… Kwisatz Haderach. ¿Qué es esto, un gom jabbar humano?

—¡Paul! —dijo Jessica—. No debes emplear ese tono con…

—No te metas en esto, Jessica —dijo la vieja mujer—. Muchacho, ¿conoces la droga de la Decidora de Verdad?

—La tomáis para incrementar vuestra habilidad de detectar falsedades —dijo él—. Mi madre me lo explicó.

—¿Has asistido alguna vez a un trance de verdad?

Agitó la cabeza.

—No.

—La droga es peligrosa —dijo ella—, pero te confiere la intuición. Cuando una Decidora de Verdad tiene el don de la droga, puede mirar en muchos lugares de su memoria… de la memoria de su cuerpo. Podemos mirar hacia muchas avenidas del pasado… pero únicamente hacia las avenidas femeninas. —Su voz tuvo un asomo de tristeza—. Sin embargo, hay un lugar donde ninguna Decidora de Verdad puede mirar. Nos vemos repelidas por él, aterrorizadas. Pero está dicho que un día vendrá un hombre que, con el don de la droga, podrá ver con su ojo interior. Podrá ver donde ninguna de nosotras podemos… en los dos pasados, masculino y femenino.

—¿Vuestro Kwisatz Haderach?

—Sí, aquel que puede estar en muchos lugares a la vez: el Kwisatz Haderach. Muchos hombres han probado la droga… muchos de ellos, y ninguno ha tenido éxito.

—¿Todos ellos lo han intentado y han fallado?

—Oh, no —ella agitó la cabeza—. Lo han intentado y han muerto.

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