Dune

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Libro primero: Dune » Capítulo 4

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Habéis leído que Muad’Dib no tenía compañeros de juego de su misma edad en Caladan. Los peligros eran demasiado grandes. Pero Muad’Dib tuvo maravillosos compañeros-preceptores. Estaba Gurney Halleck, el trovador-guerrero. Podréis cantar algunas de las canciones de Gurney a medida que vayáis leyendo este libro. Estaba Thufir Hawat, el viejo Mentat Maestro de Asesinos, al que temía el propio Emperador Padishah. Estaba Duncan Idaho, El Maestro de Armas de los Ginaz; el doctor Wellington Yueh, un nombre negro en traición pero brillante en conocimiento; Dama Jessica, que guio a su hijo en la Manera Bene Gesserit, y —por supuesto— el Duque Leto, cuyas cualidades como padre fueron durante mucho tiempo pasadas por alto.

De Historia de Muad’Dib para niños por la PRINCESA IRULAN

Thufir Hawat se deslizó dentro de la sala de ejercicios de Castel Caladan y cerró suavemente la puerta. Permaneció inmóvil por un momento, sintiéndose viejo y cansado y zarandeado por la tormenta. La pierna izquierda, herida hacía tiempo al servicio del Viejo Duque, le dolía.

Tres generaciones de ellos ya, pensó.

Se detuvo en la gran sala iluminada por la intensa luz del mediodía que penetraba a raudales a través de las cristaleras del techo, y vio al muchacho sentado con la espalda vuelta hacia la puerta, concentrado sobre papeles y mapas esparcidos sobre una mesa en forma de L.

¿Cuántas veces tendré que decirle que nunca debe dar la espalda a una puerta?

Hawat carraspeó.

Paul permaneció sumergido en sus estudios.

La sombra de una nube pasó por delante de las cristaleras. Hawat carraspeó de nuevo.

Paul se enderezó y dijo, sin volverse:

—Ya sé. Estoy sentado dando la espalda a la puerta.

Reprimiendo una sonrisa, Hawat avanzó a través de la estancia. Paul alzó los ojos hacia aquel hombre canoso que se había detenido en el ángulo de la mesa. Los ojos de Hawat eran dos polos de atracción en un rostro oscuro y arrugado.

—Te he oído atravesar el vestíbulo —dijo Paul—. Y también te he oído abrir la puerta.

—Los sonidos que produzco pueden ser imitados.

—Notaría la diferencia.

Es capaz de ello, pensó Hawat. Esa bruja de su madre lo ha adiestrado ciertamente bien. Me pregunto qué debe pensar de eso su preciosa escuela. Quizá ha sido por eso por lo que me han enviado a la vieja Censor aquí… para volver al buen camino a nuestra querida Dama Jessica.

Hawat tomó una silla al otro lado de Paul, y se sentó frente a la puerta. Lo hizo intencionadamente, echándose hacia atrás y estudiando la estancia. Y repentinamente aquel lugar familiar le pareció extraño, un lugar distinto, con la mayor parte de los objetos pesados enviados ya hacia Arrakis. Quedaba tan sólo una mesa de ejercicios, así como un espejo de esgrima, con sus cristales prismáticos inertes, cuyo muñeco de ejercicios tenía el aspecto de un viejo soldado de infantería lacerado y consumido por las guerras.

Exactamente como yo, pensó Hawat.

—¿En qué estás pensando, Thufir? —preguntó Paul.

Hawat miró al muchacho.

—Estaba pensando en que muy pronto estaremos todos muy lejos de aquí, y que probablemente no volveremos nunca más.

—¿Y esto te pone triste?

—¿Triste? ¡Tonterías! Dejar a los amigos resulta triste. Pero un lugar es sólo un lugar —contempló los mapas sobre la mesa—. Y Arrakis es simplemente otro lugar.

—¿Te ha enviado mi padre para sondearme?

Hawat frunció el ceño: el muchacho sabía observarlo con tanta perspicacia. Asintió.

—Estás pensando en que hubiera sido mejor que viniera él mismo, pero ya sabes lo ocupado que está. Vendrá más tarde.

—Estaba estudiando las tormentas en Arrakis.

—Las tormentas. Ya veo.

—Parecen más bien malas.

—Es una palabra muy cauta: malas. Esas tormentas se desencadenan a lo largo de seis o siete mil kilómetros de terreno llano, y se alimentan de todo lo que pueda proporcionarles un mayor empuje: la fuerza de coriolis, otras tormentas, cualquier cosa que tenga en ella un gramo de energía. Soplan a setecientos kilómetros por hora, arrastrando consigo cualquier cosa móvil que encuentren en su camino: arena, polvo, cualquier cosa. Arrancan la carne de tus huesos y reducen éstos a astillas.

—¿No hay allí control climático?

—Arrakis plantea problemas especiales, los costes son muy altos, la manutención enorme y todo lo demás. La Cofradía exige un precio prohibitivo por un satélite de control, y la Casa de tu padre no está entre las más ricas, muchacho. Tú lo sabes bien.

—¿Has visto a los Fremen?

Hoy su mente se fija en todo, pensó Hawat.

—No puede decirse que los haya visto, pero los he visto —dijo—. No hay mucho que los distinga de la gente de los graben y sink. Todos llevan ropas flotantes. Y apestan como demonios en cualquier lugar cerrado. Esto es debido a las ropas que llevan (las llaman «destiltrajes»)… cuya misión es recuperar el agua de sus cuerpos.

Paul deglutió, consciente de pronto de la humedad en su boca, recordando un sueño en el que había estado sediento. El hecho de que aquel pueblo necesitase el agua hasta tal punto que tuviera que reciclar la humedad de su propio cuerpo lo llenó de un sentimiento de desolación.

—El agua es preciosa allí —dijo.

Hawat asintió, pensando: Quizá haya conseguido hacerle comprender cuán hostil es aquel planeta, y lo importante que es para nosotros considerarlo como un enemigo. Sería enloquecedor ir hasta allí sin tener esta idea bien inculcada en nuestras mentes.

Paul miró a las cristaleras del techo, consciente de que había comenzado a llover. Vio las gotas estrellarse contra la gris superficie de metaglass.

—Agua —dijo.

—Aprenderás a conocer su importancia —dijo Hawat—. Como hijo del Duque nunca te faltará, pero podrás ver la obsesión de la sed a tu alrededor.

Paul humedeció sus labios con la lengua, pensando en aquel día de la semana pasada y la prueba con la Reverenda Madre. Ella también le había dicho algo acerca de la privación del agua.

—Aprenderás a conocer las llanuras funerales —había dicho—, los desiertos absolutamente vacíos, las vastas extensiones donde no vive nada excepto la especia y los gusanos de arena. Ensuciarás de negro tus párpados para atenuar el brillo del sol. Cualquier agujero al abrigo del viento y de la vista será un refugio para ti. Cabalgarás únicamente sobre tus pies, sin tóptero ni vehículo ni montura.

Y Paul se había sentido más impresionado por su tono —ondulante y con una melodía a modo de cantinela— que por sus palabras.

—Cuando vivas en Arrakis —le había dicho ella—, khala, la tierra, estará vacía. Las lunas serán tus amigas, el sol tu enemigo.

Paul había oído a su madre acercarse a él desde la puerta donde estaba de guardia. Había mirado a la Reverenda Madre y preguntado:

—¿No veis ninguna esperanza, Vuestra Reverencia?

—No para el padre —y la vieja mujer había hecho callar a Jessica, mientras miraba a Paul—. Graba esto en tu memoria: un mundo se sostiene por cuatro cosas… —alzó cuatro nudosos dedos—… la erudición de los sabios, la justicia del grande, las plegarias de los justos y el coraje del valeroso. Pero todo esto no es nada… —cerró sus dedos en un puño—… sin un gobernante que conozca el arte de gobernar. ¡Haz de esto tu ciencia!

Había pasado una semana desde aquel día con la Reverenda Madre. Sólo ahora sus palabras adquirían pleno significado. Ahora, sentado en la sala de ejercicios con Thufir Hawat, Paul experimentó la profunda mordedura del miedo. Miró hacia el Mentat, que tenía el ceño fruncido.

—¿En qué estabas pensando en este momento? —preguntó Hawat.

—¿Tú también viste a la Reverenda Madre?

—¿Esa bruja Decidora de Verdad del Imperio? —Hawat parpadeó varias veces con interés—. Sí, la encontré.

—Ella… —Paul vaciló, descubriendo que no podía describir a Hawat la prueba. Las inhibiciones eran demasiado profundas.

—¿Sí? ¿Qué hizo?

Paul aspiró profundamente por dos veces.

—Dijo una cosa. —Cerró sus ojos, llamando a las palabras, y cuando habló su voz adquirió inconscientemente algo del tono de la vieja mujer—: «Tú, Paul Atreides, descendiente de reyes, hijo de un duque, debes aprender a gobernar. Esto es algo que no hizo ninguno de tus antecesores». —Paul abrió sus ojos y dijo—: Esto me irritó y dije que mi padre gobierna un planeta entero. Y ella dijo: «Lo está perdiendo». Y yo dije: «Padre va a recibir un planeta muy rico». Y ella dijo: «También va a perderlo». Y yo quería correr a advertir a mi padre, pero ella me dijo que ya estaba advertido… por ti, por mi madre, por mucha gente.

—Completamente cierto —murmuró Hawat.

—Entonces, ¿por qué vamos allí? —preguntó Paul.

—Porque lo ha ordenado el Emperador. Y porque, pese a lo que dice aquella bruja espía, aún hay esperanzas. ¿Qué otra cosa esputó aquella antigua fuente de sabiduría?

Paul miró hacia su mano derecha, con el puño apretado bajo la mesa. Lentamente, ordenó a sus músculos que se relajaran. Puso alguna clase de poder en mí, pensó. ¿Cuál?

—Me pidió que le dijera qué significaba gobernar —siguió Paul—. Y yo dije que el mando de uno solo. Y ella dijo que debía dejar de aprender algunas cosas.

Aqui hizo blanco, pensó Hawat. Asintió para invitar a Paul a continuar.

—Dijo que un gobernante debe aprender a persuadir y no a obligar. Dijo que debe ofrecer el hogar más confortable y el mejor café del mundo para atraer a los mejores hombres.

—¿Cómo imagina que tu padre ha atraído a hombres como Duncan y Gurney? —preguntó Hawat.

Paul se alzó de hombros.

—Después dijo que un buen gobernante debe aprender la lengua de su mundo, que es distinta para cada mundo. Y yo creí que con esto quería decirme que en Arrakis no hablan galach, pero me dijo que no era eso en absoluto. Hablaba del lenguaje de las rocas y de las cosas que crecen, el lenguaje que uno no puede oír sólo con los oídos. Y yo le dije que eso era lo que el doctor Yueh llama el Misterio de la Vida.

Hawat sonrió.

—¿Y cómo se lo tomó ella?

—Creo que se puso furiosa. Dijo que el Misterio de la Vida no es un problema que hay que resolver, sino una realidad que hay que experimentar. Entonces le cité la Primera Ley del Mentat: «Un proceso no puede ser comprendido más que interrumpiéndolo. La comprensión debe fluir al mismo tiempo que el proceso, debe unirse a él y caminar con él». Esto pareció dejarla satisfecha.

Parece que se haya recobrado, pensó Hawat, pero aquella vieja bruja lo asustó. ¿Por qué lo hizo?

—Thufir —dijo Paul—, ¿es Arrakis tan malo como dicen?

—Nada podría ser tan malo —dijo Hawat forzando una sonrisa—. Tomemos los Fremen, por ejemplo, el pueblo renegado del desierto. Tras un primer análisis aproximativo, puedo decirte que son numerosos, mucho más numerosos de lo que cree el Imperio. Hay mucha gente viviendo allí, muchacho, mucha gente, y… —Hawat acercó un nudoso dedo a su ojo—… detestan a los Harkonnen con una pasión sangrienta. Pero no debes decir ni una palabra de esto, muchacho. Es el confidente de tu padre quien te habla.

—Mi padre me ha hablado de Salusa Secundus —dijo Paul—. ¿No crees, Thufir, que es muy parecido a Arrakis… quizá no tan malo, pero muy parecido?

—Actualmente no sabemos mucho de Salusa Secundus —dijo Hawat—. Sólo cómo era hace mucho tiempo… y nada más. Pero en líneas generales tienes razón.

—¿Nos van a ayudar los Fremen?

—Es una posibilidad. —Hawat se levantó—. Hoy salgo para Arrakis. Mientras tanto, cuidate, aunque sólo sea porque te lo pide un viejo que te quiere bien, ¿eh? Date la vuelta y no te sientes ofreciendo la espalda a la puerta. No es que crea que haya ningún peligro en el castillo, es sólo un hábito que me gustaría que adquirieses.

Paul se levantó y dio la vuelta a la mesa.

—¿Así que te vas hoy?

—Sí, hoy. Y tú me seguirás mañana. La próxima vez que nos veamos será en tu nuevo mundo. —Sujetó a Paul por su brazo derecho, a la altura del bíceps—. Mantén libre tu brazo del cuchillo, ¿eh? Y tu escudo siempre a plena carga. —Soltó el brazo, palmeó el hombro de Paul, se volvió y avanzó hacia la puerta.

—¡Thufir! —llamó Paul.

Hawat se volvió ante la puerta abierta.

—No des nunca la espalda a una puerta —dijo Paul.

Una amplia sonrisa afloró al viejo rostro.

—No lo haré, muchacho, puedes estar seguro —y se fue, cerrando suavemente la puerta detrás de él.

Paul se sentó donde antes había estado Hawat, ordenando los papeles. Un día más aquí, pensó. Miró la estancia a su alrededor. Estamos a punto de irnos. Repentinamente, la idea de la partida se hizo más real de lo que había sido nunca. Recordó otra vez lo que le había dicho la vieja mujer acerca de que un mundo es la suma de muchas cosas: la gente, la tierra, las cosas que crecen, las lunas, las mareas, los soles… aquella suma desconocida llamada naturaleza, un término vago desprovisto ahora de significado. Y se preguntó: ¿Qué es el ahora?

La puerta frente a Paul se abrió bruscamente, y un hombre feo y macizo penetró en la estancia, precedido por un brazado de armas.

—Bien, Gurney Halleck —dijo Paul—, ¿eres tú el nuevo maestro de armas?

Halleck cerró la puerta de un taconazo.

—Ya sé que preferirías que viniera para jugar contigo —dijo. Echó una ojeada a la estancia, observando que los hombres de Hawat ya la habían repasado a fondo, dejándola segura para el heredero del Duque. Sus sutiles señales en código estaban por todas partes.

Paul observó cómo el hombre se ponía en movimiento hacia la mesa de adiestramiento con su carga de armas, y vio el baliset de nueve cuerdas que Gurney llevaba al hombro y el multipic colocado entre las cuerdas, junto a los trastes.

Halleck dejó caer las armas sobre la mesa de ejercicios, las alineó: las espadas, los puñales, los kindjals, los aturdidores de carga lenta, los cinturones-escudo. Se volvió, sonriendo, y la cicatriz de estigma que seguía la línea de su mandíbula se estremeció.

—Así que ni siquiera me das los buenos días, malvado diablillo —dijo Halleck—. ¿Qué clase de dardo has clavado en el corazón del viejo Hawat? Se ha cruzado conmigo en el vestíbulo como si corriera a los funerales de su peor enemigo.

Paul sonrió. Entre todos los hombres de su padre, Gurney era el que más le gustaba: conocía sus cambios de humor, sus debilidades, su carácter. Era para él un amigo más que una espada mercenaria.

Halleck deslizó el baliset de su hombro y empezó a afinarlo.

—Si tú no quieres hablar, yo tampoco —dijo.

Paul se levantó y avanzó a través de la estancia.

—Bien, Gurney —dijo—, ¿vienes a prepararte para la música cuando es tiempo de combatir?

—Así que hoy toca faltar al respeto a tus mayores, ¿eh? —dijo Halleck. Pulsó una cuerda del instrumento, y asintió.

—¿Dónde está Duncan Idaho? —preguntó Paul—. Se supone que es él quien debe enseñarme el uso de las armas.

—Duncan se ha ido en cabeza de la segunda oleada hacia Arrakis —dijo Halleck—. Aquí no queda más que este pobre Gurney, que apenas acaba de terminar un combate y a lo único que aspira es a un poco de música. —Pulsó otra cuerda, escuchó y sonrió—. Y en el último consejo ha sido decidido que, puesto que has resultado un combatiente tan poco capacitado, es mejor enseñarte un poco de música a fin de que no malgastes completamente tu vida.

—En este caso cántame una canción —dijo Paul—. Así sabré al menos como no se debe cantar.

—¡Jaaa, ja! —rio Gurney, y entonó «Las chicas galacianas», mientras su multipic parecía volar entre las cuerdas:

Oh, oh, las chicas galacianas,

Lo harán por las perlas,

¡Y las de Arrakis por el agua!

Pero si buscas damas

Que se consuman como llamas,

¡Prueba una hija de Caladan!

—No está mal para alguien que no se aclara con los acordes —dijo Paul—. Pero si mi madre te oyera cantar una canción como esta en el castillo, te cortaría las orejas para adornar con ellas las almenas.

Gurney se tiró de la oreja izquierda.

—Una bien pobre decoración, teniendo en cuenta lo que han sufrido escuchando por el ojo de la cerradura a cierto jovencito que intentaba extraer algunas extrañas notas de su baliset.

—Así que ya has olvidado lo que significa encontrarse la cama llena de arena fina —dijo Paul. Tomó de la mesa un cinturón escudo y se lo colocó rápidamente a la cintura—. Entonces, vamos a luchar.

Los ojos de Halleck se abrieron en fingida sorpresa.

—¡Hey! ¡Así que fue tu sacrílega mano la que cumplió tan execrable acción! En guardia pues, joven maestro, en guardia —tomó una espada, azotando el aire—. ¡Soy un demonio infernal en busca de la venganza!

Paul empuñó otra espada, cimbreó la hoja con sus manos, y se colocó en posición de aguile, con un pie delante. Su gesto se hizo solemne, en una cómica imitación del doctor Yueh.

—Vaya idiota me manda mi padre para enseñarme el manejo de las armas —entonó—. Ese pobre Gurney Halleck ha olvidado incluso la primera lección con armas y escudo. —Paul activó el cinturón y sintió la comezón en su frente y espalda y el prurito causado por la acción del campo de fuerza defensivo; los sonidos exteriores menguaron ostensiblemente con el característico efecto de filtro del escudo—. En el combate con escudo, la defensa es rápida y el ataque lento —dijo Paul—. El ataque no tiene más finalidad que obligar al adversario a dar un paso en falso, para poder atacarle por la izquierda. El escudo detiene los golpes rápidos, ¡pero se deja traspasar por el lento kindjal! —Paul alzó la espada, fintó rápidamente y atacó con una lentitud calculada para atravesar las defensas automáticas del escudo.

Halleck siguió su acción, se volvió en el último segundo y dejó que la hoja rozara su pecho.

—Excelente la velocidad —dijo—. Pero te has abierto completamente para ser ensartado con un golpe a fondo.

Paul retrocedió, irritado.

—Debería azotarte el trasero por tu imprudencia —dijo Halleck. Tomó un kindjal desenvainado de encima de la mesa y lo blandió—. ¡Esto, en manos de un enemigo, hubiera podido hacer verter toda tu sangre! Eres un alumno bien dotado, pero nada más, y siempre te he avisado de que ni siquiera jugando dejes que un hombre penetre en tu guardia con la muerte en la mano.

—Creo que hoy no estoy de humor para esto —dijo Paul.

—¿Humor? —la voz de Halleck sonó ultrajada incluso a través del filtro del escudo—. ¿Qué tiene que ver tu humor con esto? Uno combate cuando es necesario… ¡no cuando está de humor! El humor es algo para el ganado, o para hacer el amor, o para tocar el baliset. No para combatir.

—Lo siento, Gurney.

—¡No lo sientes lo suficiente!

Halleck activó su propio escudo, se puso en guardia, con el kindjal bien apretado en su mano izquierda, blandiendo la espada en la derecha.

—Ahora, en guardia, ¡y en serio! —Hizo una finta hacia un lado, luego otra hacia delante, y se lanzó a un furioso ataque. Sintió el crepitar de los campos de fuerza mientras los escudos se tocaban y se repelían, y la comezón eléctrica recorrió de nuevo su piel. ¿Qué es lo que le ocurre a Gurney?, se preguntó. ¡No está fingiendo! Paul movió su mano izquierda, haciendo que el puñal sujeto a su muñeca se deslizara hasta su palma.

—Necesitas otra hoja extra, ¿eh? —gruñó Halleck.

¿Es una traición?, se preguntó Paul. ¡No, Gurney no!

Siguieron combatiendo alrededor de toda la estancia, golpeando y parando, fintando y contrafintando. El aire en el interior de los escudos empezó a hacerse pesado, debido al excesivo consumo y a la lenta renovación a través del campo. A cada nuevo contacto de los escudos, el olor a ozono se hacía más intenso.

Paul continuó retrocediendo, pero ahora dirigiendo su retirada hacia la mesa de ejercicios. Si consigo llevarle hasta allí, le mostraré uno de mis trucos, pensó Paul. Otro paso, Gurney.

Halleck dio el paso.

Paul paró otro golpe bajo, se ladeó, y vio la espada de Halleck estrellarse contra la esquina de la mesa. Fintó hacia un lado, lanzó a su vez un ataque con la espada y al mismo instante avanzó el puñal a la altura del cuello de Halleck. Detuvo la hoja a dos centímetros de la yugular.

—¿Era eso lo que querías? —susurró Paul.

—Mira hacia abajo, muchacho —jadeó Gurney.

Paul obedeció, y vio el kindjal de Halleck bajo el borde de la mesa, apuntando directamente a su vientre.

—Nos reuniríamos ambos en la muerte —dijo Halleck—. Pero debo admitir que combates un poco mejor cuando estás bajo presión. Ahora estás realmente de humor —y sonrió lobunamente, haciendo que la cicatriz de estigma de su mentón se crispara.

—El modo como me has atacado —dijo Paul—. ¿Hubieras derramado realmente mi sangre?

Halleck apartó el kindjal y se irguió.

—Si te hubieras batido un ápice por debajo de tus capacidades, muchacho, te hubiera hecho una buena señal, y siempre te hubieras acordado de esta cicatriz. No quiero que mi alumno favorito sucumba ante el primer vagabundo Harkonnen que acuda a su encuentro.

Paul desactivó su escudo y se apoyó en la mesa para recuperar el aliento.

—Me merecía esto, Gurney. Pero mi padre se hubiera puesto furioso si me hubieses herido. No quiero que seas castigado por mis errores.

—En este caso —dijo Halleck— el error hubiera sido también mío. Y no tienes que preocuparte por una o dos cicatrices de entrenamiento. Eres afortunado por tener tan pocas. En cuanto a tu padre… el Duque me castigaría tan sólo si fallara en hacerte un combatiente de primera clase. Y hubiera fallado si no te hubiera explicado el error que cometías hablando de humor en algo tan serio como esto.

Paul se irguió y devolvió el puñal a su funda de muñeca.

—Esto no es exactamente un juego —dijo Halleck.

Paul asintió. Se maravilló ante la insólita seriedad de la actitud de Halleck, su firme resolución. Miró la violácea cicatriz de estigma que adornaba la mandíbula del hombre, y recordó la historia que le habían contado acerca de que había sido la Bestia Rabban quien se la había causado, en un pozo de esclavos de los Harkonnen en Giede Prime. Y Paul sintió una repentina vergüenza por haber dudado de Halleck aunque fuera por un solo instante. Comprendió entonces que aquella cicatriz significaba a menudo mucho dolor para Halleck… un dolor tan intenso, quizá, como aquel que le había infligido a él la Reverenda Madre. Pero se apresuró a rechazar aquella idea: helaba todo su mundo.

—Creo que hoy tenía ganas de jugar un poco —dijo Paul—. Las cosas se han vuelto tan serias últimamente a mi alrededor…

Halleck volvió el rostro para ocultar su emoción. Algo ardía en sus ojos. Sintió dolor… como una herida interna, la herida de un ayer olvidado que el Tiempo había cicatrizado aunque no completamente.

Cuán pronto ha asumido este muchacho su condición de hombre, pensó Halleck. Cuán pronto ha debido aprender esta brutal necesidad de la prudencia, este hecho que se graba en tu mente y te advierte: «Desconfía incluso de tus allegados».

Sin girarse, dijo:

—He notado este deseo de jugar en ti, muchacho, y no hubiera querido nada mejor que complacerte. Pero ya no podemos jugar. Mañana partiremos hacia Arrakis. Arrakis es real. Los Harkonnen son reales.

Paul tocó su frente con la hoja vertical de su espada.

Halleck se giró, vio el saludo y respondió con una inclinación de cabeza. Señaló el muñeco de ejercicios.

—Ahora trabajaremos tu rapidez. Muéstrame cómo lo alcanzas con la izquierda. Te controlaré desde aquí, donde puedo seguir mejor la acción. Y te advierto que hoy probaremos de nuevo contraataques. Esta es una advertencia que no te hará ninguno de tus enemigos reales.

Paul se alzó sobre la punta de los pies para distender sus músculos. Adoptó una actitud solemne, con la repentina comprensión de que su vida se deslizaba hacia rápidos cambios. Avanzó hacia el muñeco y apretó con la punta de la espada el interruptor del centro de su pecho; inmediatamente sintió en la hoja la repulsión del recién activado escudo.

—¡En guardia! —gritó Halleck, y el muñeco se lanzó al ataque.

Paul activó su escudo, paró y contraatacó.

Halleck le vigilaba mientras manipulaba los controles. Su mente pareció dividirse en dos: una alerta al desarrollo del entrenamiento, y la otra derivando entre nubes.

Soy un frutal bien cuidado, pensó. Lleno de buenos sentimientos y de habilidades y de todas esas hermosas cosas que crecen en mi… para que algún otro pueda recolectarlas.

Por alguna razón, recordó a su hermana menor, con su rostro de elfo muy definido en su mente. Pero había muerto… en una casa de placer para las tropas Harkonnen. Le gustaban los pensamientos… ¿o quizá las margaritas? No conseguía recordarlo. Y esta incapacidad de recordar le turbaba.

Paul esquivó un golpe lento del muñeco y lanzó un entretisser con la izquierda.

¡Este pequeño astuto demonio!, pensó Halleck, concentrándose en los complejos movimientos de Paul. Ha practicado y estudiado por su cuenta. Este no es el estilo de Duncan, él nunca ha podido enseñarle nada semejante.

Este pensamiento sólo consiguió aumentar la tristeza de Halleck. Me ha contagiado su humor, dijo para sí mismo. Y comenzó a pensar en Paul, y se preguntó si el muchacho, algunas noches, no habría escuchado con terror los ruidos de su propia almohada.

—Si los deseos fueran peces —murmuró— todos arrojaríamos nuestras redes.

Era una frase de su madre que se repetía a si mismo siempre que sentía las tinieblas del mañana cernirse sobre él. Después reflexionó en lo extraño que sería usar esta expresión en un planeta que nunca había conocido ni los mares ni los peces.

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