Dune

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Libro primero: Dune » Capítulo 12

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12

A la entrada del campo de aterrizaje de Arrakeen, groseramente grabada, como si hubiera sido hecha con un instrumento rudimentario, se hallaba una inscripción que Muad’Dib se repetiría muy a menudo. La descubrió aquella noche en Arrakis, mientras se dirigía al puesto de mando ducal para asistir a la primera reunión del estado mayor. Las palabras de la inscripción eran una súplica a aquellos que abandonaban Arrakis, pero a los ojos de un muchacho que acababa de escapar a la muerte adquirían un significado mucho más tenebroso. Decía: «Oh tú que sabes lo que sufrimos aquí, no nos olvides en tus plegarias».

Del Manual de Muad’Dib, por la PRINCESA IRULAN

—Toda la teoría del arte de la guerra reposa en el riesgo calculado —dijo el Duque—, pero cuando se llega a arriesgar a la propia familia, el elemento de cálculo se ve sumergido en… otra cosa.

Se daba cuenta de que no conseguía retener su furor tan completamente como hubiera deseado y, volviéndose, empezó a caminar a largas zancadas de un lado a otro.

El Duque y Paul estaban solos en la sala de conferencias del campo de aterrizaje. Era una sala llena de ecos, decorada únicamente con una larga mesa y varias sillas de tres patas de estilo antiguo, un mapa cartográfico y un proyector en un ángulo. Paul se había sentado a un lado de la mesa. Le había contado a su padre la experiencia con el cazador-buscador, y le había informado de la presencia de un traidor entre ellos.

El Duque se detuvo frente a Paul, golpeando la mesa con el puño.

¡Hawat me dijo que la casa era segura!

—Yo también me puse furioso… al principio —dijo Paul, vacilante—. Y maldije a Hawat. Pero la amenaza venía del exterior de la casa. Era simple, hábil y directa. Y hubiera tenido éxito de no mediar el entrenamiento que me diste tú y tantos otros… incluyendo a Hawat.

—¿Le defiendes? —preguntó el Duque.

—Sí.

—Se está haciendo viejo. Sí, eso es. Debería…

—Es sabio y tiene mucha experiencia —dijo Paul—. ¿Cuántos errores de Hawat puedes recordar?

—Soy yo quien debería defenderlo, no tú —dijo el Duque.

Paul sonrió.

Leto se sentó a la cabecera de la mesa y puso su mano sobre el hombro de su hijo.

—Has… madurado últimamente, hijo. —Alzó su mano—. Esto me alegra. —Respondió a la sonrisa de su hijo—. Hawat se castigará a sí mismo. Se enfurecerá consigo mismo mucho más de lo que nosotros dos juntos podríamos enfurecernos contra él.

Paul alzó los ojos hacia las oscuras ventanas, más allá del mapa cartográfico, mirando a la noche. Fuera, las luces de la estancia se reflejaban en la balaustrada. Percibió un movimiento, reconoció la silueta de un guardia con el uniforme de los Atreides. Paul bajó los ojos hacia la pared blanca detrás de su padre, hacia la superficie brillante de la mesa, mirando sus manos cruzadas con los puños apretados.

La puerta opuesta al duque se abrió violentamente. Thufir Hawat apareció en el umbral, con un aspecto mucho más viejo y consumido que nunca. Recorrió la mesa a todo lo largo y se detuvo envaradamente frente a Leto.

—Mi Señor —dijo, mirando a un punto por encima de la cabeza de Leto—, acabo de enterarme de cómo os he fallado. Creo necesario presentaros mi re…

—Oh, siéntate y no hagas el idiota —dijo el Duque. Tendió la mano hacia una silla, al otro lado de Paul—. Si has cometido un error, ha sido sobrestimando a los Harkonnen. Sus mentes simples han concebido una trampa simple. Nosotros no habíamos previsto trampas simples. Y mi hijo ha tenido que hacerme ver que si ha salido de ella sano y salvo ha sido en gran parte gracias a tus lecciones. ¡Así que en eso no has fallado! —Tamborileó sobre la silla—. ¡Siéntate, te he dicho!

Hawat se hundió en la silla.

—Pero…

—No quiero oír hablar más de ello —dijo el Duque—. El incidente ya ha pasado. Tenemos cosas más importantes de que ocuparnos. ¿Dónde están los demás?

—Les he dicho que esperaran fuera mientras yo…

—Llámalos.

Hawat miró a Leto directamente a los ojos.

—Señor, yo…

—Conozco quienes son mis verdaderos amigos, Thufir —dijo el Duque—. Llama a esos hombres.

Hawat deglutió.

—Inmediatamente, mi Señor. —Se volvió en la silla y llamó hacia la puerta abierta—: Gurney, hazlos entrar.

Halleck entró en la estancia, precediendo a los demás: los oficiales de estado mayor, de aspecto tenso, seguidos por sus ayudantes más jóvenes y por los especialistas, con aire impaciente y decidido. El ruido del correr de las sillas llenó la sala por un instante, mientras los hombres ocupaban sus lugares. Un sutil y penetrante aroma de rachag se difundió a lo largo de la mesa.

—Hay café para quienes lo deseen —dijo el Duque.

Paseó la mirada por sus hombres, pensando: Forman un buen equipo. Un hombre suele disponer de mucho peores elementos para este tipo de guerra. Esperó, mientras el café era llevado de la habitación contigua y servido, notando el cansancio en algunos de los rostros.

Entonces se colocó su máscara de tranquila eficacia, se levantó, y llamó la atención con un golpe sobre la mesa.

—Bien, señores —dijo—, nuestra civilización parece tan profundamente acostumbrada a las invasiones que no podemos obedecer una simple orden del Imperio sin que surjan de nuevo las antiguas costumbres.

Risas discretas resonaron en torno a la mesa, y Paul se dio cuenta de que su padre había dicho la cosa correcta en el tono correcto para romper el hielo que flotaba en el ambiente. El mismo cansancio que se percibía en su voz tenía la precisa intensidad.

—Pienso que para empezar debemos escuchar a Thufir, que nos dirá si tiene algo que añadir a su informe sobre los Fremen —dijo el Duque—. ¿Thufir?

Hawat alzó los ojos.

—Hay algunas cuestiones económicas que habría que examinar como una continuación a mi informe general, Señor, pero puedo decir ya que los Fremen aparecen cada vez más como los aliados que necesitamos. Siguen aguardando aún para ver si pueden confiar en nosotros, pero parecen actuar abiertamente. Nos han enviado un regalo: destiltrajes que han confeccionado por sí mismos… mapas de algunas áreas del desierto que circundan las fortalezas abandonadas por los Harkonnen… —bajó los ojos hacia la mesa—. Sus informaciones se han revelado exactas, y nos han ayudado considerablemente con nuestro Árbitro del Cambio. También nos han enviado otros regalos accidentales: joyas para Dama Jessica, licor de especia, dulces, medicinas. Mis hombres están procesándolo todo, pero no parece que haya ninguna trampa.

—¿Te gusta esa gente, Thufir? —preguntó un hombre en el extremo de la mesa.

Hawat se volvió hacia el que lo había interrogado.

—Duncan Idaho dice que merecen admiración.

Paul miró a su padre, luego a Hawat, antes de aventurar una pregunta:

—¿Existe alguna nueva información acerca del número de Fremen que hay en el planeta?

Hawat miró a Paul.

—De acuerdo con los alimentos producidos y otras evidencias, Idaho estima que el complejo subterráneo que visitó albergaba como mínimo a diez mil personas. Su jefe le dijo que mandaba un sietch de dos mil hogares. Tenemos razones para creer que las comunidades sietch son muy numerosas. Todas parecen obedecer a alguien llamado Liet.

—Esto es nuevo —dijo Leto.

—Podría ser un error por mi parte, Señor. Hay algunos indicios que hacen suponer que ese Liet sea una divinidad local.

Otro hombre, al extremo de la mesa, carraspeó y preguntó:

—¿Es cierto que tienen tratos con los contrabandistas?

—Una caravana de contrabandistas abandonó el sietch donde se hallaba Idaho con un pesado cargamento de especia. Usaban bestias de carga y parece que iban a emprender un viaje de dieciocho días.

—Parece —dijo el Duque— que los contrabandistas han redoblado sus operaciones durante este período de desórdenes. Y esto lleva a una reflexión. No conviene ocuparse mucho de las fragatas sin licencia que operan a lo largo del planeta… siempre lo han hecho. Pero hay algunas que escapan por completo a nuestra observación… y esto no es bueno.

—¿Tenéis un plan, Señor? —preguntó Hawat.

El Duque miró a Halleck.

—Gurney, deseo que tomes el mando de una delegación, una embajada si prefieres llamarla así, para contactar a esos románticos hombres de negocios. Diles que ignoraré sus operaciones durante tanto tiempo como me entreguen el diezmo ducal. Hawat ha calculado que los mercenarios que han debido contratar para poder seguir sus operaciones les cuestan cuatro veces esa suma.

—¿Y si el Emperador llega a saber esto? —preguntó Halleck—. Es muy celoso de sus beneficios de la CHOAM, mi Señor.

Leto sonrió.

—Oficialmente pondremos íntegramente este diezmo a nombre de Shaddam IV, y lo deduciremos legalmente de la suma que nos cuestan nuestras fuerzas de apoyo. ¡Dejemos que los Harkonnen respondan a esto! Así conseguiremos arruinar a algunos de los que se han enriquecido con el sistema Harkonnen de tributos. ¡No más ilegalidad!

Una retorcida sonrisa asomó al rostro de Halleck.

—Ah, mi Señor, un hermoso golpe bajo. Me gustaría ver la cara del Barón cuando lo sepa.

El Duque se volvió hacia Hawat.

—Thufir, ¿tienes esos libros de cuentas que me dijiste podías comprar?

—Sí, mi Señor. Los estamos examinando detalladamente. Pero ya les he dado una ojeada, y puedo daros una primera aproximación.

—Adelante pues.

—Los Harkonnen realizan un beneficio de diez mil millones de solaris cada trescientos treinta días estándar.

Se alzaron sofocadas exclamaciones alrededor de toda la mesa. Incluso los ayudantes más jóvenes, que hasta aquel momento se habían mostrado vagamente aburridos, se irguieron intercambiando estupefactas miradas.

—«Puesto que chuparán la abundancia de los mares y los tesoros escondidos en la arena» —murmuró Halleck.

—Así pues, señores —dijo Leto—, ¿hay alguno entre ustedes que sea tan ingenuo como para creer que los Harkonnen han hecho su equipaje y se han ido simplemente porque el Emperador se lo ha ordenado?

Todas las cabezas se inclinaron en un murmullo general de asentimiento.

—Tendremos que ganar este planeta con la punta de la espada —dijo Leto. Se volvió hacia Hawat—. Este es el momento preciso para hablar del equipamiento. ¿Cuántos tractores de arena, recolectores, factorías de especia y material de equipo nos han dejado?

—La totalidad, como está registrado en el inventario Imperial presentado al Árbitro del Cambio, mi Señor —dijo Hawat. Hizo un gesto, y uno de sus ayudantes más jóvenes le pasó un dossier que abrió sobre la mesa, ante él—. Se han olvidado de precisar que menos de la mitad de los tractores de arena están en condiciones de funcionar, y que tan sólo un tercio disponen de alas de acarreo para ser llevados hasta las arenas de especia… todo lo que nos han dejado los Harkonnen está a punto de desmoronarse y deshacerse en piezas. Podremos llamarnos afortunados si conseguimos que la mitad del equipo funcione, y muy afortunados si una cuarta parte de esta mitad sigue funcionando aún dentro de seis meses.

—Exactamente lo que esperábamos —dijo Leto—. ¿Cuál es la estimación definitiva acerca del equipamiento de base?

Hawat consultó su dossier.

—Alrededor de novecientas factorías recolectoras podrán ser enviadas dentro de pocos días. Alrededor de seis mil doscientos cincuenta ornitópteros para vigilar, explorar y observar… alas de acarreo, un poco menos de mil.

—¿No sería más económico volver a abrir las negociaciones con la Cofradía y obtener el permiso para instalar una fragata en órbita que hiciera las veces de satélite meteorológico? —dijo Halleck.

El Duque miró a Hawat.

—¿Nada nuevo por este lado, Thufir?

—Por ahora debemos buscar otras soluciones —dijo Hawat—. El agente de la Cofradía no tenía intención de negociar con nosotros. Simplemente puso en claro, de Mentat a Mentat, que el precio estaría siempre por encima de nuestras posibilidades fuera cual fuese la cifra que estuviéramos dispuestos a desembolsar. Nuestra tarea ahora es descubrir el porqué antes de intentar un nuevo acercamiento.

Uno de los ayudantes de Halleck, al extremo de la mesa, se removió en su silla y exclamó bruscamente:

—¡Esto es injusto!

—¿Injusto? —el Duque miró al hombre—. ¿Quién habla de justicia? Estamos aquí para hacer nuestra propia justicia. Y lo conseguiremos en Arrakis… vivos o muertos. ¿Lamentáis haberos ligado a nuestra suerte, señor?

El hombre miró a la vez al Duque y dijo:

—No, Señor —respondió—. Vos no podéis dar la espalda a la mayor fuente de riqueza planetaria de todo nuestro universo… y yo no puedo hacer más que seguiros. Perdonad mi intervención, pero… —se alzó de hombros—… a veces todos nos sentimos un poco amargados.

—Comprendo esta amargura —dijo el Duque—. Pero no nos lamentemos por la falta de justicia mientras tengamos brazos y seamos libres para usarlos. ¿Hay alguien más entre ustedes que se sienta amargado? Si es así, que lo diga. Este es un consejo de amigos, donde cada cual puede expresar lo que piensa.

Halleck se agitó.

—Creo que lo más irritante, Señor, es la falta de voluntarios de las demás Grandes Casas. Se dirigen a vos como «Leto el Justo» y os prometen amistad eterna… porque no cuesta nada a nadie.

—Ignoran todavía quién saldrá vencedor de este cambio —dijo el Duque—. La mayor parte de las Casas se han enriquecido asumiendo un mínimo de riesgos. Uno no puede realmente culparlas por ello; tan sólo puede despreciarlas. —Miró a Hawat—. Estábamos discutiendo el equipamiento. ¿Podrás proyectar algunos ejemplos para familiarizar a los hombres con esta maquinaria?

Hawat asintió, haciendo un gesto a un ayudante que estaba al lado del proyector.

Una imagen sólida en tres dimensiones apareció sobre la superficie de la mesa, aproximadamente a un tercio de distancia del Duque. Algunos de los hombres sentados al otro extremo de la mesa se levantaron para ver mejor.

Paul se inclinó hacia adelante, observando atentamente la máquina.

Según la escala con respecto a las figuras humanas proyectadas junto a ella, tendría unos ciento veinte metros de largo por cuarenta de ancho. Básicamente era un largo cuerpo central en forma de insecto, que se movía por medio de varias secciones independientes de orugas.

—Es una factoría recolectora —dijo Hawat—. Hemos elegido una bien reparada para esta proyección. Es un tipo de máquina que llegó aquí con el primer equipo de ecólogos Imperiales, y que aún sigue en funcionamiento… aunque no comprendo cómo… ni por qué.

—Se trata de la que llaman «Vieja María», y es buena para un museo —dijo uno de los ayudantes—. Creo que los Harkonnen la utilizaban como castigo, una amenaza que mantenían sobre la cabeza de sus trabajadores. Portaos bien, o seréis asignados a la Vieja María.

Sonaron risas alrededor de la mesa.

Paul se mantuvo apartado de aquella muestra de humor, con su atención centrada en la proyección y las preguntas que desfilaban por su mente. Señaló la imagen sobre la mesa y dijo:

—Thufir, ¿hay gusanos de arena bastante grandes como para tragarse todo esto?

Un repentino silencio cayó sobre la mesa. El Duque maldijo por lo bajo, y después pensó: No… tienen que afrontar la realidad.

—Hay en el desierto profundo gusanos que podrían tragarse de un solo bocado toda esta factoría —dijo Hawat—. Incluso aquí, en las inmediaciones de la Muralla Escudo, donde se extrae la mayor parte de la especia, existen gusanos que podrían triturar esta factoría y devorarla en sus ratos libres.

—¿Por qué no las rodeamos con escudos? —preguntó Paul.

—Según el informe de Idaho —dijo Hawat—, los escudos son peligrosos en el desierto. Incluso un simple escudo corporal bastaría para atraer a todos los gusanos existentes en centenares de metros a la redonda. Parece ser que los escudos crean en ellos una especie de furia homicida. No tenemos al respecto ninguna razón para dudar de la palabra de los Fremen. Idaho no ha visto ninguna evidencia de equipamiento de escudos en el sietch.

—¿Realmente ninguna? —preguntó Paul.

—Sería más bien difícil esconder ese tipo de material entre un millar de personas —dijo Hawat—. Idaho tenía libre acceso a cualquier parte del sietch. No vio ningún escudo ni la menor señal de su uso.

—Esto es un rompecabezas —dijo el Duque.

—Los Harkonnen, en cambio, utilizaron ciertamente una gran cantidad de escudos aquí —dijo Hawat—. Hay depósitos de reparaciones en todos los poblados de guarnición, y su contabilidad señala fuertes partidas de gasto destinadas a piezas de repuesto para los escudos.

—¿Es posible que los Fremen posean un medio de neutralizar los escudos? —preguntó Paul.

—Parece improbable —dijo Hawat—. Teóricamente es posible, desde luego… una contracarga estática podría supuestamente cortocircuitar un escudo, pero nadie ha sido nunca capaz de hacer realidad tal dispositivo.

—Hubiéramos oído hablar de él —dijo Halleck—. Los contrabandistas han estado siempre en contacto con los Fremen, y hubieran comprado una panacea así si estuviera disponible. Y no hubieran vacilado en traficar con ella fuera del planeta.

—No me gusta que cuestiones de esta importancia queden sin respuesta —dijo Leto—. Thufir, quiero que dediques prioridad absoluta a la resolución de este problema.

—Estamos trabajando ya en él, mi Señor. —Hawat carraspeó—. Ah, Idaho dijo algo interesante: dijo que uno no podía engañarse sobre la actitud de los Fremen con respecto a los escudos. Dijo que parecían más bien divertidos con ellos.

El Duque frunció las cejas.

—El objeto de esta discusión es el equipamiento para la especia —dijo.

Hawat le hizo un gesto al hombre del proyector.

La imagen sólida de la factoría recolectora fue reemplazada por la proyección de un aparato alado que convertía en minúsculas las imágenes de figuras humanas a su alrededor.

—Esto es un ala de acarreo —dijo Hawat—. Es esencialmente un gran tóptero, cuya única función es transportar una factoría a las arenas ricas en especia, y rescatarla cuando aparece un gusano de arena. Siempre aparece alguno. La recolección de la especia es un proceso de salir corriendo, recolectar corriendo, y regresar corriendo lo antes posible.

—Admirablemente adecuado a la moral de los Harkonnen —dijo el Duque.

Las risas estallaron bruscamente y demasiado fuertes.

Un ornitóptero sustituyó al ala de acarreo en el foco de proyección.

—Esos tópteros son bastante convencionales —dijo Hawat—. Sus mayores modificaciones estriban en un radio de acción muy ampliado. Blindajes especiales permiten sellar herméticamente las partes esenciales contra la arena y el polvo. Tan sólo uno de cada treinta está protegido por un escudo… probablemente el peso del generador del escudo ha sido eliminado para ampliar el radio de acción.

—No me gusta esto de quitarle importancia a los escudos —murmuró el Duque. Y pensó: ¿Es este el secreto de los Harkonnen? ¿Significa quizá que ni siquiera podremos huir en nuestras fragatas equipadas con escudos si todo se vuelve contra nosotros? Agitó violentamente su cabeza para alejar aquellos pensamientos y añadió—: Pasemos a la estimación del rendimiento. ¿Cuál debería ser nuestro beneficio?

Hawat volvió dos páginas en su bloc de notas.

—Después de haber evaluado el estado del equipo y el coste de las reparaciones para hacerlo operable, hemos obtenido una primera estimación sobre los costes de explotación. Naturalmente hemos hecho un cálculo por encima de las posibilidades reales a fin de dejar un margen de seguridad. —Cerró los ojos en un semitrance Mentat—. Bajo los Harkonnen, el mantenimiento y los salarios ascendían a un catorce por ciento. Podremos considerarnos afortunados si conseguimos limitarlos, en los primeros tiempos, a un treinta por ciento. Con las reinversiones y los factores de desarrollo, incluyendo el porcentaje de la CHOAM y los costes militares, nuestro margen de beneficio se reducirá a un exiguo seis o siete por ciento, hasta que hayamos reemplazado todo el equipo fuera de uso. Entonces deberemos estar en situación de elevarlo hasta un doce o un quince por ciento, que es lo normal. —Abrió los ojos—. A menos que mi Señor quiera adoptar los métodos de los Harkonnen.

—Estamos trabajando para establecer una base planetaria sólida y permanente —dijo el Duque—. Debemos hacer que una gran parte de la población sea feliz… especialmente los Fremen.

—Muy especialmente los Fremen —asintió Hawat.

—Nuestra supremacía en Caladan —dijo el Duque— dependía de nuestro poder en el mar y en el aire. Aquí, debemos desarrollar algo que yo llamo el poder del desierto. Esto puede incluir el poder en el aire, aunque es probable que no sea así. Quiero llamar su atención sobre la falta de escudos en los tópteros —agitó la cabeza—. Los Harkonnen contaban con una permanente rotación del personal proveniente de otros planetas para algunos de sus puestos clave. Nosotros no podemos permitírnoslo. Cada nuevo grupo de recién llegados tendrá su cuota de provocadores.

—Entonces deberemos contentarnos con menores beneficios y recolecciones más reducidas —dijo Hawat—. Nuestra producción durante las primeras dos estaciones deberá ser inferior en un tercio con respecto a la de los Harkonnen.

—Exactamente como habíamos previsto —dijo el Duque—. Debemos apresurarnos con los Fremen. Querría disponer de cinco batallones de tropas Fremen antes de nuestra primera revisión de cuentas de la CHOAM.

—No es mucho tiempo, Señor —dijo Hawat.

—No tenemos mucho tiempo, como bien sabes. A la primera ocasión estarán aquí con los Sardaukar disfrazados de Harkonnen. ¿Cuántos crees que desembarcarán, Thufir?

—Cuatro o cinco batallones en total, Señor. No más, el transporte de tropas de la Cofradía cuesta caro.

—Entonces, cinco batallones de Fremen más nuestras propias fuerzas serán suficientes. Esperen tan sólo a que llevemos algunos prisioneros Sardaukar ante el Consejo del Landsraad y veremos si no cambian las cosas… con o sin beneficios.

—Haremos lo mejor que podamos, Señor.

Paul miró a su padre, luego a Hawat, consciente repentinamente de la avanzada edad del Mentat y del hecho de que el anciano había servido a tres generaciones de Atreides. Viejo. Podía leerse esto en el apagado brillo de sus ojos castaños, en sus mejillas llenas de surcos y quemadas por exóticos climas, en la redonda curva de los ojos, en la fina línea de los resecos labios coloreados por el agrio jugo de safo.

Demasiadas cosas dependen de un solo hombre viejo, pensó Paul.

—Estamos sumergidos en una guerra de asesinos —dijo el Duque—, pero aún no ha alcanzado toda su amplitud. Thufir, ¿en qué condiciones estamos ahora frente al mecanismo Harkonnen?

—Hemos eliminado doscientos cincuenta y nueve de sus hombres clave, mi Señor. No quedan más de tres células Harkonnen… quizá un centenar de personas en total.

—Esas criaturas Harkonnen que has eliminado —dijo el Duque—, ¿pertenecían a la clase de los muy ricos?

—La mayor parte estaban bien situados, mi Señor… en la clase de los capitalistas.

—Quiero que falsifiques certificados de lealtad con la firma de cada uno de ellos —dijo el Duque—. Envía copias al Árbitro del Cambio. Sostendremos legalmente la posición de que estos hombres permanecían aquí bajo falsa lealtad. Confiscaremos sus propiedades, se lo quitaremos todo, echaremos a sus familias, los desposeeremos absolutamente. Y asegúrate de que la Corona recibe su diez por ciento. Todo debe ser completamente legal.

Thufir sonrió, revelando manchas rojizas bajo los labios color carmín.

—Una maniobra digna de un gran señor, mi Duque. Me avergüenzo de no haberla pensado antes.

Halleck frunció el ceño al otro lado de la mesa, sorprendiendo otra expresión igualmente ceñuda en el rostro de Paul. Los demás sonreían y asentían.

Es un error, pensó Paul. Lo único que conseguirá será hacer combatir a los demás con mayor dureza. Verán que no van a ganar nada rindiéndose.

Conocía la actual convención del kanly de no conocer ninguna regla, pero aquel era el tipo de actuación que podía destruirlos al mismo tiempo que les concedía la victoria.

—«Yo era un extranjero en tierra extraña» —recitó Halleck.

Paul lo miró, reconociendo la cita de la Biblia Católica Naranja y preguntándose: ¿Acaso también Gurney desea poner fin a esas retorcidas intrigas?

El Duque miró hacia la oscuridad al otro lado de las ventanas, y luego bajó los ojos hasta Halleck.

—Gurney, ¿cuántos de esos trabajadores de la arena has conseguido persuadir para que se queden con nosotros?

—Doscientos ochenta y seis en total, Señor. Creo que debemos aceptarlos y considerarnos dichosos por ello. Pertenecen a las categorías más útiles.

—¿Tan pocos? —el Duque se mordió los labios—. Bien, haz decir a todos…

Un ruido al otro lado de la puerta lo interrumpió. Duncan Idaho entró abriéndose camino entre los guardias, se precipitó a lo largo de la mesa y dijo algo al oído del Duque.

Leto le interrumpió con un gesto.

—Habla en voz alta, Duncan. Puedes ver que es una reunión estratégica del estado mayor.

Paul estudió a Idaho, notando sus movimientos felinos, aquella rapidez de reflejos que hacían de él un maestro de armas difícil de emular. El bronceado rostro de Idaho se volvió en aquel momento hacia Paul, con sus ojos habituados a la oscuridad de las profundidades de las cavernas sin dar muestras de haberle visto, pero Paul reconoció aquella máscara de serenidad por encima de la excitación.

Idaho recorrió con la mirada todo lo largo de la mesa y dijo:

—Hemos sorprendido una fuerza de mercenarios Harkonnen disfrazados como Fremen. Han sido los propios Fremen quienes nos han enviado un correo para advertirnos de este engaño. En el ataque, sin embargo, hemos descubierto que los Harkonnen le habían tendido una trampa al correo Fremen, hiriéndolo gravemente. Lo transportamos hacia aquí para que fuera curado por nuestros médicos, pero ha muerto por el camino. Cuando me he dado cuenta de lo mal que estaba me he detenido para intentar salvarlo. Lo he sorprendido mientras intentaba desembarazarse de algo. —Idaho miró fijamente a Leto—. Un cuchillo, mi Señor, un cuchillo como nunca habéis visto otro.

—¿Un crys? —preguntó alguien.

—Sin la menor duda —dijo Idaho—. De color blanco lechoso y con un brillo propio. —Hundió la mano en su túnica y extrajo una funda de la cual surgía una empuñadura estriada en negro.

—¡Guarda esa hoja en su funda!

La voz procedía de la abierta puerta al fondo de la estancia, una voz vibrante y penetrante que le hizo volverse con un sobresalto.

Una alta y embozada figura estaba de pie en el umbral, tras las cruzadas espadas de los guardias. Sus ligeras ropas eran de color de bronce, y envolvían completamente al hombre excepto una abertura en la capucha, velada de negro, que descubría dos ojos completamente azules… sin el menor blanco en ellos.

—Dejadle entrar —murmuró Idaho.

Los guardias vacilaron, luego bajaron sus espadas.

El hombre avanzó a través de la estancia y se detuvo frente al Duque.

—Stilgar, jefe del sietch que he visitado, líder de los que nos han advertido del engaño —dijo Idaho.

—Bienvenido, señor —dijo Leto—. ¿Por qué no debemos sacar este cuchillo de su funda?

La mirada de Stilgar estaba fija en Idaho.

—Tú has observado, entre nosotros, las costumbres de la honestidad y la pureza —dijo—. Te permitiré ver la hoja del hombre al cual has mostrado tu amistad —sus azules ojos recorrieron a todos los demás reunidos en la habitación—. Pero no conozco a estos otros. ¿Les permitirás mancillar un arma honorable?

—Soy el Duque Leto —dijo el Duque—. ¿Me permitirás ver el arma?

—Os autorizo a ganar el derecho a extraerla de su funda —dijo Stilgar y, al elevarse un murmullo de protestas alrededor de la mesa, levantó una delgada mano cruzada por venas oscuras—. Os recuerdo que esta hoja pertenecía a alguien que os había brindado su amistad.

En el silencio que siguió, Paul estudió al hombre, sintiendo el aura de poder que irradiaba de él. Era un líder… un líder Fremen.

El hombre que estaba cerca del centro de la mesa, al otro lado frente a Paul, murmuró:

—¿Quién es él para decirnos cuáles son los derechos que tenemos sobre Arrakis?

—Se dice que el Duque Leto gobierna con el consenso de sus gobernados —dijo el Fremen—. Así que debo explicaros cual es para nosotros la situación: una cierta responsabilidad recae sobre aquellos que han visto un crys. —Miró sombríamente a Idaho—. Son nuestros. No pueden abandonar Arrakis sin nuestro consentimiento.

Halleck y algunos otros hicieron gesto de alzarse, con expresiones airadas en sus rostros. Halleck dijo:

—Es el Duque Leto quien determina…

—Un momento, por favor —dijo Leto, y la suavidad de su voz lo retuvo. La situación no debe escapárseme de la mano, pensó. Se volvió hacia el Fremen—. Señor, hago honor y respeto la dignidad personal de cualquier hombre que respete mi dignidad. Tengo una deuda con vos. Y yo pago siempre mis deudas. Si es vuestra costumbre que este cuchillo permanezca enfundado aquí, entonces soy yo quien ordena que así sea. Y si hay otro medio de honrar al hombre que ha muerto a nuestro servicio, no tenéis más que nombrarlo.

El Fremen miró al duque y después, lentamente, apartó su velo, revelando una delgada nariz, una boca de gruesos labios y una barba de un negro brillante. Deliberadamente se inclinó sobre la pulida superficie de la mesa y escupió en ella.

—¡Quietos! —gritó Idaho, en el mismo momento en que todos se levantaban de un salto; y, en el tenso silencio que siguió, dijo—: Te agradecemos, Stilgar, el presente que nos haces de la humedad de tu cuerpo. Y lo aceptamos con el mismo espíritu con que ha sido ofrecido —e Idaho escupió en la mesa, ante el Duque. Mirando a este, añadió—: Recordad hasta qué punto es preciosa aquí el agua, Señor. Esta es una prueba de respeto.

Leto se relajó en su silla y sorprendió la mirada de Paul, la amarga sonrisa en el rostro de su hijo, sintiendo cómo se relajaba la tensión alrededor de la mesa a medida que sus hombres iban comprendiendo.

El Fremen miró a Idaho y dijo:

—Te has conducido muy bien en mi sietch, Duncan Idaho. ¿Hay acaso un lazo de lealtad entre ti y el Duque?

—Me pide que me ponga a su servicio, Señor —dijo Idaho.

—¿Aceptaría él una doble lealtad? —preguntó Leto.

—¿Deseáis que vaya con él, Señor?

—Deseo que seas tú quien tomes tu decisión al respecto —dijo Leto. Y no consiguió disimular la tensión en su voz.

Idaho estudió al Fremen.

—¿Me aceptarías en estas condiciones, Stilgar? Habrá ocasiones en que tendré que regresar para servir al Duque.

—Has combatido bien, y has hecho todo lo que has podido por nuestro amigo —dijo Stilgar. Miró a Leto—. Que sea así: el hombre Idaho conservará el crys como signo de su lealtad hacia nosotros. Deberá ser purificado, por supuesto, y los ritos tendrán que ser observados, pero esto puede ser hecho. Será al mismo tiempo Fremen y soldado de los Atreides. Hay un precedente para esto: Liet sirve a dos amos.

—¿Duncan? —preguntó Leto.

—Comprendo, señor —dijo Idaho.

—Así pues, estamos de acuerdo —dijo Leto.

—Tu agua es nuestra, Duncan Idaho —dijo Stilgar—. El cuerpo de nuestro amigo sigue con el Duque. Que su agua sea el agua de los Atreides. Este es un lazo entre nosotros.

Leto suspiró; miró a Hawat, escrutando los ojos del viejo Mentat. Hawat asintió con expresión satisfecha.

—Esperaré abajo —dijo Stilgar— mientras Idaho dice adiós a sus amigos. Turok era el nombre de nuestro amigo muerto. Recordadlo cuando llegue el momento de liberar su espíritu. Sois amigos de Turok —se volvió para marcharse.

—¿No queréis quedaros un poco? —preguntó Leto.

El Fremen lo miró, colocó su velo en su lugar con un gesto casual, y ajustó algo bajo él. Paul entrevió como un delgado tubo antes de que el velo ocupara su lugar.

—¿Hay alguna razón para que me quede? —preguntó el Fremen.

—Nos sentiríamos honrados —dijo el duque.

—El honor exige que yo esté en otro lugar dentro de poco —dijo el Fremen. Miró de nuevo a Idaho, se volvió y salió a grandes pasos, franqueando la guardia de la puerta.

—Si los otros Fremen son como él, haremos grandes cosas juntos —dijo el Duque.

—Es una simple muestra, Señor —dijo Idaho con voz seca.

—¿Has comprendido lo que debes hacer, Duncan?

—Seré vuestro embajador cerca de los Fremen, Señor.

—Dependerá mucho de ti, Duncan. Vamos a necesitar no menos de cinco batallones de esa gente antes de la llegada de los Sardaukar.

—Esto requerirá un cierto trabajo, Señor. Los Fremen son más bien independientes. —Idaho vaciló antes de proseguir—: Y, Señor, hay otra cosa. Uno de los mercenarios que hemos abatido intentaba arrebatarle esta hoja a nuestro amigo Fremen muerto. El mercenario dijo que los Harkonnen ofrecen un millón de solaris al primer hombre que les entregue aunque sea un solo crys.

Leto se irguió, en un movimiento de obvia sorpresa.

—¿Por qué desearán hasta tal punto una de estas hojas?

—El cuchillo es un diente de gusano de arena. Es el emblema de los Fremen, Señor. Con él, un hombre de ojos azules podría penetrar en cualquier sietch. Yo sería detenido y duramente interrogado si no fuera conocido. Yo no parezco Fremen. Pero…

—Piter de Vries —dijo el Duque.

—Un hombre de diabólica astucia, mi Señor —dijo Hawat.

Idaho deslizó el arma dentro de su funda bajo su túnica.

—Guarda este cuchillo —dijo el Duque.

—Comprendo, mi Señor. —Palmeó el transmisor incrustado en su cinturón—. Informaré tan pronto como sea posible. Thufir posee mi código de llamada. Usad el lenguaje de batalla. —Saludó, giró en redondo y se apresuró tras el Fremen.

Sus pasos resonaron a lo largo del corredor.

Una mirada de entendimiento se cruzó entre Leto y Hawat. Sonrieron.

—Tenemos mucho que hacer, Señor —dijo Halleck.

—Y yo os distraigo de vuestras tareas —dijo Leto.

—Tengo los informes de las bases de avanzada —dijo Hawat—. ¿Deseáis escucharlos en otra ocasión, Señor?

—¿Son largos?

—No, si os hago un resumen. Entre los Fremen se dice que hay más de doscientas de esas bases de avanzada, construidas en Arrakis durante el período en que el planeta era una Estación Experimental de Botánica del Desierto. Parece que todas están desiertas, pero hay informes de que fueron selladas antes de ser abandonadas.

—¿Hay equipo en ellas? —preguntó el Duque.

—Sí, según los informes que poseo de Duncan.

—¿Dónde están situadas? —preguntó Halleck.

—La respuesta a esta pregunta —dijo Hawat— es invariable: Liet lo sabe.

—Dios lo sabe —murmuró Leto.

—Quizá no, Señor —dijo Hawat—. Habéis oído a Stilgar usar el nombre. ¿No podría tratarse de una persona real?

—Servir a dos amos —dijo Halleck—. Esto suena como una cita religiosa.

—Y tú deberías conocerla —dijo el Duque.

Halleck sonrió.

—Ese Árbitro del Cambio —dijo Leto—, el ecólogo Imperial, Kynes… ¿no tendría que saber dónde se encuentran esas bases?

—Señor —le puso en guardia Hawat—, ese Kynes está al servicio del Emperador.

—Y hay un largo camino hasta el Emperador —dijo Leto—. Quiero esas bases. Deben estar llenas de materiales que podemos recuperar y utilizar para reparar nuestro equipo de trabajo.

—¡Señor! —dijo Hawat—. ¡Esas bases son legalmente un feudo de Su Majestad!

—El clima es aquí lo bastante duro como para destruir cualquier cosa —dijo el Duque—. Podemos echarle la culpa al clima. Buscad a ese Kynes e intentad al menos saber si esas bases existen realmente.

—Podría ser peligroso preguntar eso —dijo Hawat—. Duncan ha sido explícito en una cosa: esas bases, o la idea que representan, tienen un profundo significado para los Fremen. Podríamos ofender a los Fremen si nos apoderamos de ellas.

Paul observó los rostros de los hombres alrededor de la mesa, notando la intensidad con que escuchaban las palabras que se pronunciaban. Parecían profundamente turbados por la actitud de su padre.

—Escúchale, padre —dijo Paul en voz muy baja—. Dice la verdad.

—Señor —dijo Hawat—, esas bases pueden proporcionarnos el material necesario para reparar el equipo que nos ha sido dejado, pero tal vez estén fuera de nuestro alcance por razones estratégicas. Sería arriesgado movernos sin tener mayor información. Ese Kynes arbitra la autoridad del Imperio. No debemos olvidarlo. Y los Fremen le obedecen.

—Usad entonces la prudencia —dijo el Duque—. Sólo quiero saber si esas bases existen.

—Como deseéis, Señor —Hawat volvió a sentarse e inclinó la mirada.

—Muy bien, entonces —dijo el Duque—. Todos sabemos lo que nos espera: trabajo. Estamos preparados para él. Tenemos una cierta experiencia al respecto. Sabemos cuáles son las recompensas, y las alternativas están suficientemente clarificadas. Cada cual tiene asignadas sus misiones —miró a Halleck—. Gurney, ocúpate ante todo de la cuestión de los contrabandistas.

—«Marcharé con los rebeldes que ocupan las tierras áridas» —entonó Halleck.

—Algún día sorprenderé a este hombre sin la menor cita, y será como si estuviera totalmente desnudo —dijo el Duque.

Sonaron risas alrededor de la mesa, pero Paul las notó forzadas.

Su padre se volvió hacia Hawat.

—Establece otro puesto de mando para las comunicaciones y las informaciones en esta misma planta, Thufir. Cuando todo esté preparado, quiero verte.

Hawat se alzó, mirando a su alrededor por toda la estancia como si buscara un apoyo. Después se volvió y se dirigió hacia la salida. Los otros se alzaron apresuradamente, con gran ruido de correr de sillas, y le siguieron con cierta confusión.

Todo termina en la confusión, pensó Paul, mirando a los últimos hombres que salían. Antes, las reuniones terminaban siempre en una atmósfera de decisión. Aquella reunión parecía haberse derrumbado, gastada por sus propias insuficiencias y por falta de un acuerdo.

Por primera vez, Paul se permitió pensar en la posibilidad de un fracaso… no porque tuviera miedo a causa de las advertencias de la Reverenda Madre, sino porque había evaluado personalmente la situación.

Mi padre está desesperado, se dijo. Las cosas no marchan demasiado bien para nosotros.

Y Hawat. Recordó la actitud del viejo Mentat durante la conferencia: sutiles excitaciones, signos de inquietud. Hawat estaba profundamente preocupado por algo.

—Será mejor que te quedes aquí por esta noche, hijo —dijo el Duque—. De todos modos, falta poco para que amanezca. Avisaré a tu madre. —Se puso lentamente en pie, rígido—. ¿Por qué no juntas algunas de esas sillas y te echas para descansar un poco?

—No estoy muy cansado, señor.

—Como quieras.

El Duque cruzó las manos a su espalda y comenzó a pasear arriba y abajo a lo largo de la mesa.

Como un animal enjaulado, pensó Paul.

—¿Discutirás con Hawat la posibilidad de la existencia de un traidor? —preguntó Paul.

El Duque se detuvo ante su hijo y habló con el rostro vuelto hacia las oscuras ventanas.

—Hemos discutido esta posibilidad muchas veces.

—La vieja mujer parecía muy segura de sí —dijo Paul—. Y el mensaje que madre…

—Se han tomado precauciones —dijo el Duque. Miró a su alrededor, y Paul vio en sus ojos la salvaje luz del animal acosado—. Quédate aquí. Hay algunas cuestiones acerca de los puestos de mando que discutir con Thufir —se volvió y salió de la estancia, respondiendo con una rápida inclinación de cabeza al saludo de los guardias de la puerta.

Paul miró al lugar donde había permanecido de pie su padre. El espacio le daba la impresión de haber estado vacío desde mucho antes de que el Duque abandonara la estancia. Y recordó la advertencia de la vieja mujer:

«… en cuanto a tu padre, no».

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