Dune

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Libro primero: Dune » Capítulo 19

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Debería existir una ciencia del descontento. La gente necesita tiempos difíciles y de opresión para desarrollar sus músculos físicos.

De Frases escogidas de Muad’Dib, por la PRINCESA IRULAN

Jessica se despertó en la oscuridad, con una vaga premonición en el silencio que la rodeaba. No comprendía por qué su mente y su cuerpo estaban tan entumecidos. Su piel se estremeció ante el miedo que corría a lo largo de sus nervios. Pensó que tenía que sentarse y encender la luz, pero algo frenaba esta decisión. En su boca había un sabor… extraño.

¡Dump-dump-dump-dump!

Había un sonido apagado, procedente de algún lugar en la oscuridad.

Hubo un momento de espera que pareció eterno, con roces y movimientos.

Comenzó a percibir su cuerpo, la presión de unas ligaduras contra sus tobillos y sus muñecas, una mordaza en su boca. Estaba tendida sobre un costado, con las manos a su espalda. Probó las ligaduras, dándose cuenta de que eran fibras de krimskell, que se apretarían cada vez más a medida que intentara tirar de ellas.

Y entonces recordó.

Había habido un movimiento en la oscuridad de su dormitorio, algo húmedo y acre se había aplastado contra su rostro, oprimiéndole la boca, y había intentado apartarlo con las manos. Había jadeado, sintiendo el narcótico a la primera inspiración. Había perdido la consciencia, hundiéndose en un negro abismo de terror.

Ha ocurrido, pensó. Cuán simple ha sido vencer a una Bene Gesserit. Ha bastado la traición. Hawat tenía razón.

Se esforzó en no tirar de sus ligaduras.

Este no es mi dormitorio, pensó. Me han llevado a algún otro lugar.

Lentamente, recobró la calma.

Tomó consciencia del olor de su propio sudor, mezclado con la emanación química del miedo.

¿Dónde está Paul?, se preguntó. Mi hijo… ¿qué le han hecho?

Cálmate.

Se esforzó en calmarse, usando las antiguas enseñanzas.

¿Leto? ¿Dónde estás, Leto?

Observó una disminución en la oscuridad. Primero hubo sombras. Las dimensiones se separaron, aparecieron otras tantas agujas de percepción. Blanco. Una línea bajo la puerta.

Estoy en el suelo.

Gente andando. Sintió sus vibraciones en el suelo.

Jessica apartó de sí el recuerdo del terror. Debo permanecer tranquila, alerta y preparada. Podría presentarse una única oportunidad. Se obligó nuevamente a mantener su calma.

Los latidos de su corazón se hicieron más lentos y regulares, marcando tiempo. Contó hacia atrás. He permanecido inconsciente cerca de una hora. Cerró sus ojos, concentró su atención en los pasos que se acercaban.

Cuatro personas.

Analizó las diferencias de sus pasos.

Debo fingir que sigo inconsciente. Se relajó en el frío suelo, probando las reacciones de su cuerpo. Oyó abrirse una puerta. A través de sus párpados cerrados percibió un aumento en la intensidad luminosa.

Pasos acercándose: alguien inclinándose junto a ella.

—Estáis despierta —dijo una voz de bajo—. No finjáis.

Abrió los ojos.

El Barón Vladimir Harkonnen se erguía junto a ella. A su alrededor, reconoció la habitación del sótano donde había dormido Paul, vio la cama a un lado… vacía. Unos guardias penetraron con lámparas a suspensor y las distribuyeron junto a la abierta puerta. En el corredor, más allá, había una luz tan intensa que le hizo daño a los ojos.

Miró al Barón. Llevaba una capa amarilla deformada por los suspensores portátiles. Sus gruesas mejillas de querubín estaban coronadas por dos ojos negros parecidos a los de una araña.

¿Cómo es posible?, pensó. Tendrían que conocer mi peso exacto, mi metabolismo, mi… ¡Yueh!

—Es una lástima que debáis permanecer inmovilizada —dijo el Barón—. Hubiéramos sostenido una interesante conversación.

Yueh es el único que puede haberlo hecho, pensó. ¿Pero cómo?

El Barón echó una ojeada a su espalda, hacia la puerta.

—Entra, Piter.

Jessica no había visto nunca al hombre que entró en aquel momento y se situó junto al Barón, pero su rostro le era conocido… y su nombre: Piter de Vries, el Mentat-Asesino. Lo estudió: facciones de halcón, ojos azul oscuro que sugerían que era nativo de Arrakis, pero las sutiles diferencias en sus gestos y en sus movimientos lo desmentían. Su carne estaba demasiado llena de agua. Era alto, delgado, y vagamente afeminado.

—Es un pecado que no pueda conversar con vos, mi querida Dama Jessica —dijo el Barón—. De todos modos, estamos al corriente de vuestras habilidades. —Miró al Mentat—. ¿No es así, Piter?

—Exactamente como lo decís, Barón —dijo el hombre.

Su voz era de tenor. Jessica sintió un toque de helor en su espina dorsal. Nunca antes había oído una voz tan fría. Para una Bene Gesserit aquella voz gritaba: ¡Asesino!

—Tengo una sorpresa para Piter —dijo el Barón—. Cree que ha venido aquí a recoger su recompensa… vos, Dama Jessica. Pero quiero demostrarle una cosa: que en realidad no os desea.

—¿Estáis jugando conmigo, Barón? —preguntó Piter, y sonrió.

Viendo aquella sonrisa, Jessica se preguntó cómo el Barón no había saltado en guardia para defenderse contra Piter. Luego rectificó. El Barón no podía leer aquella sonrisa. No poseía el Adiestramiento.

—Bajo muchos aspectos, Piter es un ingenuo —dijo el Barón—. No quiere admitirse a sí mismo la mortal criatura que sois vos, Dama Jessica. Me gustaría mostrárselo, pero sería correr un riesgo estúpido. —El Barón sonrió a Piter, cuyo rostro se había convertido en una máscara de espera—. Sé lo que Piter quiere realmente. Piter quiere el poder.

—Me prometisteis que la tendría a ella —dijo Piter. La voz de tenor había perdido parte de su fría reserva.

Jessica captó las señales premonitorias en la voz del hombre y sintió un profundo estremecimiento. ¿Cómo ha podido el Barón convertir a un Mentat en ese animal despiadado?

—Te ofrezco una elección, Piter —dijo el Barón.

—¿Qué elección?

El Barón chasqueó sus gruesos dedos.

—Esa mujer y el exilio fuera del Imperio, o el ducado de los Atreides en Arrakis para gobernarlo en mi nombre del modo que creas oportuno.

Jessica observó cómo los ojos de araña del Barón estudiaban a Piter.

—Aquí podrás ser Duque sin necesidad de poseer el título —dijo el Barón.

¿Entonces mi Leto está muerto?, se preguntó Jessica. En alguna parte de su mente, muy profundo, se alzó un silencioso lamento.

El Barón tenía toda su atención concentrada en el Mentat.

—Compréndete a ti mismo, Piter. La quieres porque era la mujer de un Duque, el símbolo de su poder… hermosa, útil, exquisitamente adiestrada para su papel. ¡Pero todo un ducado, Piter! Esto es mucho mejor que un símbolo; es una realidad. Con él podrás tener todas las mujeres que quieras… y más aún.

—¿No estáis jugando con Piter?

El Barón se volvió con aquella ligereza de bailarín que le daban los suspensores.

—¿Jugar? ¿Yo? Recuerda… he renunciado al chico. Has oído lo que ha dicho el traidor acerca de su adiestramiento. Ambos son parecidos, madre e hijo… mortalmente peligrosos. —El Barón sonrió—. Ahora debo irme. Te enviaré al guardia que he reservado para este momento. Es completamente sordo. Sus órdenes son acompañarte durante el primer tramo de tu viaje hacia el exilio. Matará a esa mujer si se da cuenta de que te está controlando. No te permitirá quitarle la mordaza hasta que estéis muy lejos de Arrakis. Si eliges no irte… entonces tiene otras órdenes.

—No os vayáis —dijo Piter—. Ya he elegido.

—¡Ajá! —cloqueó el Barón—. Una decisión tan rápida sólo puede significar una cosa.

—Tomaré el ducado —dijo Piter.

Y Jessica pensó: ¿No se da cuenta Piter de que el Barón le está mintiendo? Pero… ¿cómo puede darse cuenta? Es tan sólo un Mentat degenerado.

El Barón fijó su mirada en Jessica.

—¿No es maravilloso que conozca tan bien a Piter? Había apostado con mi Maestro de Armas a que ésta sería la elección de Piter. ¡Ah! Bien, ahora debo irme. Esto es mucho mejor. Sí, mucho mejor. ¿Comprendéis, Dama Jessica? No os guardo ningún rencor. Es una necesidad. Es mucho mejor así. Sí. Y yo no he ordenado realmente que seáis destruida. Cuando alguien me pregunte qué es lo que os ha ocurrido, podré alzarme de hombros con toda sinceridad.

—¿Así que me dejáis a mí esta tarea? —preguntó Piter.

—La guardia que os enviaré cumplirá tus órdenes —dijo el Barón—. Sea lo que sea lo que decidas, la elección es tuya. —Miró a Piter—. Sí. Yo no mancharé mis manos de sangre. Será tu decisión. Sí. No quiero saber nada de ello. Esperarás a que me haya ido para hacer lo que hayas decidido. Sí. Bien… ah, sí. Sí. Bien.

Teme las preguntas de una Decidora de Verdad, pensó Jessica. ¿Quién? ¡Oh, la Reverenda Madre Gaius Helen, por supuesto! Si él sabe que deberá responder a sus preguntas, entonces incluso el Emperador está mezclado en todo esto. Oh, mi pobre Leto.

Con una última mirada a Jessica, el Barón se volvió y salió por la puerta. Siguiendo su marcha con los ojos, ella pensó: Es tal como me previno la Reverenda Madre… un adversario demasiado poderoso.

Dos soldados Harkonnen entraron. Otro, cuyo rostro era una máscara de cicatrices, se inmovilizó en el umbral, empuñando una pistola láser.

El sordo, pensó Jessica, estudiando las cicatrices de aquel rostro. El Barón sabe que contra cualquier otro hombre yo podría utilizar la Voz.

Caracortada miró a Piter.

—Tenemos al muchacho en una litera ahí fuera. ¿Cuáles son vuestras órdenes?

Piter se dirigió a Jessica:

—Había pensado ataros a mí con una amenaza sobre vuestro hijo, pero empiezo a ver que no hubiera funcionado. He consentido que las emociones ofusquen la razón. Mala política para un Mentat. —Miró primero a los dos soldados, volviéndose luego hacia el sordo para que pudiera leer en sus labios—: Llevadlos al desierto, tal como sugirió el traidor para el muchacho. Su plan es bueno. Los gusanos destruirán toda evidencia. Sus cuerpos nunca serán hallados.

—¿No deseáis liquidarlos vos mismo? —preguntó Caracortada.

Lee los labios, se dijo Jessica.

—Sigo el ejemplo de mi Barón —dijo Piter—. Llevadlos allí donde dijo el traidor.

Jessica captó el severo control Mentat en la voz de Piter. Él también teme a la Decidora de Verdad.

Piter se encogió de hombros, se volvió y salió. Se detuvo en la puerta, y Jessica pensó que iba a volverse para mirarla una última vez, pero se fue sin hacerlo.

—No me gustaría hallarme cara a cara con esa Decidora de Verdad después del trabajo de esta noche —dijo Caracortada.

—No tienes ninguna posibilidad de encontrarte con esa vieja bruja —dijo uno de los otros soldados. Avanzó hacia Jessica, haciendo girar su cabeza—. No haremos nuestro trabajo quedándonos charlando aquí. Cógela por los pies y…

—¿Por qué no la matamos aquí? —preguntó Caracortada.

—Demasiado sucio —dijo el primero—. A menos que quieras estrangularla. Yo prefiero las cosas limpias. Los dejaremos en el desierto, como ha dicho el traidor, los golpearemos una o dos veces, y dejaremos la evidencia para los gusanos. Así, luego no tendremos que limpiar nada.

—Ya… sí, creo que tienes razón —dijo Caracortada.

Jessica escuchaba, observando, registrando. Pero la mordaza le impedía usar la Voz, y además había que tener en cuenta al sordo.

Caracortada enfundó su láser y la cogió por los pies. La levantaron como un saco de cereales, maniobrando a través de la puerta, y la dejaron caer en una litera a suspensor donde había otra figura atada. Al girarla para evitar que cayese, pudo ver el rostro de su compañero… ¡Paul! Estaba atado, pero no amordazado. Su rostro estaba a no más de diez centímetros del suyo, con los ojos cerrados y respirando regularmente.

¿Está drogado?, se preguntó.

Los soldados levantaron la litera, y los ojos de Paul se abrieron por una fracción de segundo… dos líneas oscuras que la miraron.

¡No debe utilizar la Voz!, rogó ella. ¡El soldado sordo!

Los ojos de Paul se cerraron.

Había utilizado la respiración controlada para calmar su mente, sin dejar de escuchar a sus captores. El sordo constituía un problema, pero Paul contenía su desesperación. El régimen de apaciguamiento mental Bene Gesserit que su madre le había enseñado le mantenía perfectamente despierto y calmado, dispuesto para aprovechar la menor oportunidad.

Paul entreabrió de nuevo rápidamente sus párpados para inspeccionar el rostro de su madre. No parecía herida. Pero estaba amordazada.

Se preguntó quién la habría capturado. En cuanto a él, la cosa estaba perfectamente clara… se había ido a la cama después de tomar una pastilla prescrita por Yueh, para despertarse atado en aquella litera. ¿Quizá había ocurrido algo parecido con su madre? La lógica le decía que el traidor era Yueh, pero aún no podía pronunciarse definitivamente sobre aquel punto. No podía comprenderlo… un doctor Suk, un traidor.

La litera se inclinó ligeramente mientras los soldados Harkonnen maniobraban para franquear una puerta que conducía a la noche estrellada. Una boya suspensora raspó contra el quicio. Después estuvieron sobre la arena, que chirrió bajo sus pasos. El ala de un tóptero apareció ante ellos, bloqueando las estrellas. La litera fue depositada en el suelo.

Los ojos de Paul se adaptaron a la débil claridad. Reconoció al soldado como al hombre que abría la puerta del tóptero y se inclinaba hacia la débil iluminación verdosa del tablero de sus instrumentos.

—¿Es este el tóptero que se supone debemos utilizar? —preguntó, volviéndose para observar los labios de sus compañeros.

—El traidor ha dicho que era uno de los que estaban preparados para el desierto —dijo otro.

Caracortada asintió.

—Pero es uno de los utilizados para distancias cortas. No hay espacio más que para dos ahí dentro.

—Dos son suficientes —dijo el que llevaba la litera, acercándose al sordo y poniéndose frente a él para que pudiera leer sus labios—. Nosotros podemos encargarnos de ellos a partir de ahora, Kinet.

—El Barón me dijo que me asegurara de lo que les ocurría a esos dos —dijo Caracortada.

—Ella es una bruja Bene Gesserit —dijo el sordo—. Tiene poderes.

—Ahhh… —el hombre hizo una seña a su compañero, señalándose la oreja—. Una de esas, ¿eh? Ya veo lo que quieres decir.

El otro soldado, tras él, gruñó.

—Muy pronto servirá de comida a los gusanos. No creo que una bruja Bene Gesserit tenga poderes sobre uno de esos gordos gusanos, ¿eh, Czigo? —dio un codazo a su compañero.

—Ajá —dijo éste. Volvió a la litera y cogió a Jessica por los hombros—. Adelante, Kinet. Puedes venir si lo que deseas es ver cómo termina esto.

—Muy gentil por tu parte el invitarme, Czigo —dijo Caracortada.

Jessica se sintió levantar, la sombra del ala giró a un lado, dejando ver las estrellas. Fue izada a la parte trasera del tóptero, sus ligaduras de krimskell fueron examinadas, y luego fijaron su cinturón. Paul fue colocado a su lado, asegurado cuidadosamente, y entonces observó que sus ligaduras eran de cuerda normal.

Caracortada, el sordo que había sido llamado Kinet, ocupó su lugar delante. El que había conducido la litera, que había sido llamado Czigo, dio la vuelta al aparato y ocupó el otro asiento delantero.

Kinet cerró la portezuela y se inclinó sobre los controles. El tóptero levantó el vuelo con las alas replegadas, dirigiéndose al sur por encima de la Muralla Escudo. Czigo palmeó el hombro de su compañero y le dijo:

—¿Por qué no te vuelves y echas una mirada a esos dos?

—¿Sabes hacia dónde tenemos que ir? —Kinet no dejó de mirar los labios de Czigo.

—He oído decírselo al traidor, como tú.

Kinet hizo girar su asiento. Jessica vio las luces de las estrellas reflejarse en el láser que empuñaba. Sus ojos iban acostumbrándose a la pálida luminosidad del interior del ornitóptero, pero el rostro lleno de cicatrices del guardia permanecía en las sombras. Jessica comprobó el cinturón de su asiento, y descubrió que estaba flojo. Notó que estaba deshilachado a la altura de su brazo izquierdo, y se dio cuenta de que había sido casi seccionado allí, y que cedería al primer movimiento brusco.

¿Alguien ha venido antes a este tóptero y lo ha preparado para nosotros?, se preguntó. ¿Quién? Lentamente, apartó sus atados pies de los de Paul.

—Es realmente una lástima desperdiciar a una mujer tan hermosa como ésta —dijo Caracortada—. ¿Nunca has poseído a una de la nobleza? —Se volvió a mirar al piloto.

—Las Bene Gesserit no son siempre nobles —dijo el piloto.

—Pero todas tienen ese aspecto.

Puede verme bien, pensó Jessica. Levantó las atadas piernas y las apoyó en la silla, encogiéndolas y mirando a Caracortada.

—Realmente hermosa, sí, señor —dijo Kinet. Se humedeció los labios con la lengua—. Es realmente una lástima. —Miró a Czigo.

—¿Piensas lo que yo pienso que estás pensando? —preguntó el piloto.

—¿Quién lo sabrá nunca? —preguntó el guardia—. Luego… —se alzó de hombros—. Nunca he poseído a ninguna noble. Quizá nunca más en mi vida tenga una oportunidad como ésta.

—Si te atreves a poner una mano sobre mi madre… —gruñó Paul. Miró furiosamente a Caracortada.

—¡Hey! —el piloto se echó a reír—. El cachorro ladra. Pero de todos modos no puede morder.

Y Jessica pensó: Paul da un tono demasiado agudo a su voz. Pero de todos modos podría funcionar.

Siguieron volando en silencio.

Esos pobres idiotas, pensó Jessica, estudiando a sus guardias y evocando las palabras del Barón. Serán asesinados apenas terminen de informar del éxito de su misión. El Barón no quiere testigos.

El tóptero sobrevoló las crestas de la Muralla Escudo, y Jessica distinguió debajo de ellos una extensión de arena dibujada por las sombras de la luna.

—Debemos estar ya bastante lejos —dijo el piloto—. El traidor dijo que los depositáramos en la arena en cualquier lugar cerca de la Muralla Escudo. —Inclinó el aparato en su largo descenso hacia las dunas, y después lo detuvo en su vertical.

Jessica vio que Paul iniciaba sus ejercicios respiratorios para recuperar el dominio de sí mismo. Cerró sus ojos, los volvió a abrir. Jessica lo miró, impotente para ayudarle. Todavía no tiene el pleno dominio de la Voz, pensó. Si fracasa…

El tóptero tocó la arena con una blanda vibración, y Jessica, mirando hacia el norte, hacia la Muralla Escudo, vio una sombra alada que se posaba más allá, fuera de su vista.

¡Alguien nos sigue!, pensó. ¿Quién? Y luego: Los que ha enviado el Barón para vigilar a estos dos. Y a su vez habrá otros para vigilar a los que vigilan.

Czigo paró los rotores de las alas. El silencio flotó sobre ellos. Jessica volvió la cabeza. En el exterior, más allá de Caracortada, la débil luz de la luna bañaba una cresta rocosa color de hielo clavada en las arenosas dunas.

Paul carraspeó.

—¿Y ahora, Kinet? —preguntó el piloto.

—No sé, Czigo.

—¡Ahhh, mira! —dijo Czigo, volviéndose. Avanzó su mano hacia la falda de Jessica.

—Suéltale la mordaza —ordenó Paul.

Jessica sintió las palabras rodar por el aire. El tono, el excelente timbre… imperativo, cortante. Un poco menos agudo hubiera sido aún mejor, pero de todos modos había alcanzado el espectro auditivo del hombre.

Czigo dirigió su mano hacia la banda alrededor de la boca de Jessica y comenzó a soltarla.

—¡Deja esto! —ordenó Kinet.

—¡Oh, cierra el pico! —dijo Czigo—. Tiene las manos atadas.

Deshizo el nudo, y la banda cayó al suelo. Sus ojos relucían mientras examinaba a Jessica.

Kinet puso una mano en el brazo del piloto.

—Mira, Czigo, no necesitamos…

Jessica volvió la cabeza y escupió la mordaza. Habló en voz muy baja, en un tono íntimo.

—¡Caballeros! No necesitan pelear por mí —se movió al mismo tiempo, contoneándose sensualmente en beneficio de Kinet.

Vio que la tensión entre ambos aumentaba, y supo que en aquel instante estaban convencidos de la necesidad de pelear para obtenerla.

Su desacuerdo no necesitaba otras razones. En sus mentes ya peleaban por obtenerla.

Levantó su cabeza a la luz de los instrumentos para estar segura de que Kinet podría leer sus labios.

—No deben estar en desacuerdo —se apartaron el uno del otro, mirándose suspicazmente—. ¿Vale la pena pelearse por una mujer?

Por el sólo hecho de hablar, de estar allí, era ya la causa viviente de su pelea.

Paul apretó los labios, obligándose a permanecer en silencio. Había utilizado su única oportunidad de servirse de la Voz. Ahora… todo dependía de su madre, cuya experiencia era mucho mayor que la suya.

—Sí —dijo Caracortada—. No hay necesidad de pelear por… —Su mano salió disparada al cuello del piloto. El golpe fue detenido por un chasquido metálico que interceptó el brazo y prosiguió su movimiento hasta golpear violentamente el pecho de Kinet.

Caracortada gruñó sofocadamente y se derrumbó contra la portezuela.

—¿Me creías tan estúpido como para no conocer este truco? —dijo Czigo. Levantó la mano, y la hoja de un puñal destelló reflejada por la luna.

—Ahora el cachorro —dijo, y se volvió hacia Paul.

—No es necesario —murmuró Jessica.

Czigo vaciló.

—¿No preferirías verme cooperar? —preguntó Jessica—. Dale una oportunidad al muchacho. —Sus labios se curvaron en una sonrisa—. No tendrá muchas ahí afuera, en la arena. Dale sólo esto y… —sonrió de nuevo—. Descubrirás algo que valdrá la pena.

Czigo miró a izquierda, a derecha, luego volvió su atención a Jessica.

—He oído lo que puede ocurrirle a un hombre en el desierto —dijo—. El chico tal vez prefiera el puñal.

—¿Acaso es demasiado lo que pido? —imploró Jessica.

—¿Estás intentando engañarme? —murmuró Czigo.

—No quiero ver morir a mi hijo —dijo Jessica—. ¿Es eso un engaño?

Czigo se levantó y soltó el seguro de la portezuela. Luego aferró a Paul, lo arrastró hasta su asiento, lo empujó a medias por el hueco de la portezuela y le apuntó con el cuchillo.

—¿Qué harás, cachorro, si corto tus cuerdas?

—Se alejará inmediatamente hacia aquellas rocas —dijo Jessica.

—¿Lo harás, cachorro? —preguntó Czigo.

La voz de Paul era convenientemente hosca.

—Sí.

El cuchillo descendió y cortó las ligaduras de sus piernas. Paul sintió la mano en su espalda que le empujaba afuera hacia la arena, fingió perder el equilibrio y se agarró al montante para recuperarlo, se volvió como para sostenerse, y lanzó su pie derecho bruscamente hacia adelante.

La puntera estaba apuntada con una precisión fruto de largos años de adiestramiento, como si todo aquel entrenamiento se concentrara en aquel preciso instante. Casi cada músculo de su cuerpo cooperó en emplazar el golpe en el lugar exacto. La puntera golpeó la parte blanda del abdomen de Czigo exactamente bajo el esternón, percutió con una terrible fuerza contra el hígado y a través del diafragma, y terminó en el ventrículo derecho del corazón del hombre.

Con un gemido estrangulado, el guardia fue proyectado hacia atrás contra los asientos. Paul, imposibilitado de usar sus manos, siguió su caída hacia la arena, dando una pirueta y volviendo a alzarse al mismo instante. Saltó de nuevo a la cabina, encontró el cuchillo y lo apretó entre sus dientes mientras su madre cortaba sus propias ligaduras. Después Jessica lo cogió a su vez y liberó las manos de su hijo.

—Hubiera podido arreglármelas con él —dijo—. Él mismo hubiera soltado mis ligaduras. Ha sido un riesgo estúpido.

—He visto una oportunidad y la he aprovechado —dijo él.

Ella notó el firme control de su voz y dijo:

—Hay el signo de la casa de Yueh grabado en el techo de esta cabina.

Él levantó los ojos y miró el ensortijado símbolo.

—Salgamos y examinemos este aparato —dijo Jessica—. Hay un paquete bajo la silla del piloto. Lo he notado cuando hemos entrado.

—¿Una bomba?

—Lo dudo. Hay algo extraño aquí.

Paul saltó a la arena y Jessica le siguió. Se volvió, metió la mano bajo el asiento buscando el extraño bulto. Rozó con su rostro los pies de Czigo, y notó al sacarlo que el paquete estaba húmedo. Se dio cuenta que era sangre del piloto.

Lástima de humedad, pensó, y se dijo que aquel era un pensamiento arrakeno.

Paul miraba a su alrededor, viendo la escarpada roca que despuntaba en el desierto como una playa invadida por el mar, y más adelante las empalizadas esculpidas por el viento. Se volvió, mientras su madre extraía el paquete del tóptero, y siguió su mirada a través de las dunas hacia la Muralla Escudo. Entonces vio lo que había atraído la atención de su madre: vio otro tóptero descendiendo hacia ellos, y comprendió que no tenían tiempo de sacar los dos cuerpos del aparato y huir con él.

—¡Corre, Paul! —gritó Jessica—. ¡Son Harkonnen!

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