Dune

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Libro primero: Dune » Capítulo 21

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Dice una leyenda que, en el instante en que el Duque Leto Atreides murió, un meteoro atravesó el cielo encima del ancestral palacio de Caladan.

PRINCESA IRULAN, Introducción a la Historia de Muad’Dib para niños

El Barón Vladimir Harkonnen estaba de pie junto a una de las lucernas del transporte ligero que había decidido usar como puesto de mando. Afuera podía ver la llameante noche de Arrakeen. Su atención se centró en la lejana Muralla Escudo, donde estaba operando su arma secreta.

La artillería pesada.

Los cañones arrasaban las cavernas donde los hombres del Duque habían encontrado refugio para una última y desesperada resistencia. Lentos y medidos relámpagos de luz anaranjada, lluvia de rocas y polvo entrevistos por breves instantes a la luz de las explosiones… y los hombres del Duque sitiados por siempre allí dentro, destinados a morir de hambre, cazados como animales en sus madrigueras.

El Barón oía el distante retumbar… el martilleo incesante que le llegaba en vibraciones transmitidas por el metal de la nave:

Bruuum… bruuum. Y luego: ¡BRUUUM-bruuum!

¿Quién habría pensado en hacer revivir la artillería en estos días de escudos?, pensó con una risita mental. Pero era predecible que los hombres del Duque se precipitarían hacia aquellas cavernas. Y el Emperador sabrá apreciar mi clarividencia que ha preservado las vidas de nuestras mutuas fuerzas.

Ajustó uno de los pequeños suspensores que protegían su grueso cuerpo de los tirones de la gravedad. Una sonrisa curvó su boca, formando arrugas en sus gruesas mejillas.

Qué pena destruir unos soldados tan valerosos como los del Duque, pensó. Su sonrisa se hizo más amplia. ¡Qué pena tener que ser cruel! Asintió. El fracaso era, por definición, condenable. Todo el universo estaba allí, al alcance de la mano del hombre que supiera tomar las decisiones correctas. Había que hacer correr a los conejos para que se escondieran en sus madrigueras. De otro modo, ¿cómo podrían ser dominados y criados? Imaginó a sus soldados como abejas haciendo correr a los conejos. Y pensó: El día está repleto de un dulce zumbido cuando hay tantas abejas trabajando para ti.

Una puerta se abrió detrás de él. El Barón estudió el reflejo en la oscura lucerna antes de volverse.

Piter de Vries avanzaba a través de la cámara, seguido por Umman Kudu, el capitán de la guardia personal del Barón. Al otro lado de la puerta se movían más hombres, su guardia, cuyos rostros adoptaban prudentemente la expresión de carneros en su presencia.

El Barón se volvió.

Piter rozó con un dedo un mechón de cabellos, en un irónico saludo.

—Buenas noticias, mi Señor. Los Sardaukar han traído hasta aquí al Duque.

—Por supuesto que lo han hecho —gruñó el Barón.

Estudió la sombría máscara de villanía en el afeminado rostro de Piter. Y sus ojos: dos hendiduras de un azul profundo.

Tendré que desembarazarme pronto de él, pensó el Barón. Dentro de poco ya no me será útil, y se convertirá en un peligro positivo hacia mi persona. Pero antes, de todos modos, deberá hacerse odiar por el pueblo de Arrakis. Y entonces… acogerán a mi querido Feyd-Rautha como a un salvador.

El Barón dirigió su atención hacia el capitán de su guardia: Umman Kudu, una mandíbula firme, unos músculos faciales tensos, un mentón como la puntera de una bota… un hombre en el que se podía confiar ya que sus vicios eran bien conocidos.

—Ante todo, ¿dónde está el traidor que me ha entregado al Duque? —preguntó el Barón—. Debo entregarle al traidor su recompensa.

Piter giró sobre la punta de sus pies e hizo un gesto a los guardias del exterior.

Hubo algunos oscuros movimientos, y Yueh avanzó. Sus gestos eran rígidos y tensos. El bigote casi le cubría los empurpurados labios. Sólo sus viejos ojos parecían vivos. Yueh dio tres pasos dentro de la cámara y se detuvo, obedeciendo a un gesto de Piter, y miró fijamente al Barón a través de la vacía distancia.

—Ahhh, doctor Yueh.

—Mi señor Harkonnen.

—Me habéis entregado al Duque, por lo que he oído.

—Era mi parte del trato, mi Señor.

El Barón miró a Piter.

Piter asintió.

El Barón miró de nuevo a Yueh.

—El trato al pie de la letra, ¿eh? Y yo… —escupió las palabras—: ¿Qué debía hacer a cambio?

—Lo recordáis perfectamente, mi Señor Harkonnen.

Y Yueh empezó a pensar de nuevo, escuchando el silencio pesado de los relojes de su mente. Vio la sutil traición en la actitud del Barón. Wanna estaba muerta… se hallaba más allá de su alcance. De otro modo, hubiera buscado aún mantener en su puño al débil doctor. La actitud del Barón revelaba que no había esperanza: todo había terminado.

—¿De veras? —dijo el Barón.

—Prometisteis librar a mi Wanna de su agonía.

El Barón asintió.

—Oh, sí. Ahora lo recuerdo. Eso dije. Esa fue mi promesa. Así es como conseguimos vencer el Condicionamiento Imperial. No podíais soportar ver a vuestra bruja Bene Gesserit retorcerse en los amplificadores de dolor de Piter. Bien, el Barón Vladimir Harkonnen mantiene siempre sus promesas. Os dije que la libraría de su agonía y que permitiría que os reunierais con ella. Así será. —Levantó una mano hacia Piter.

Los azules ojos de Piter destellaron con una fría mirada. Su movimiento fue fluidamente felino. El cuchillo brilló como una garra en su mano antes de hundirse en la espalda de Yueh.

El anciano se puso rígido, sin dejar de fijar su atención en el Barón.

—¡Ahora reúnete con ella! —restalló el Barón.

Yueh permaneció en pie, vacilante. Sus labios se movieron con lenta precisión, y su voz resonó con una extraña cadencia:

—Vos… creéis… que… me… habéis… destruido. Vos… creéis… que… yo… no… sabía… que… me… había… comprado… por… mi… Wanna.

Cayó. Sin doblarse ni derrumbarse. Cayó como un árbol cortado por su base.

—Reúnete con ella —repitió el Barón. Pero sus palabras parecían un débil eco.

Yueh había suscitado un presentimiento en él. Sus ojos se fijaron en Piter, que limpiaba la hoja con un trapo, y observó una profunda satisfacción en sus azules ojos.

Así es como mata con su propia mano, pensó el Barón. Es bueno saberlo.

—¿Nos ha entregado realmente al Duque? —preguntó el Barón.

—Ciertamente, mi Señor —dijo Piter.

—¡Entonces, tráelo aquí!

Piter miró al capitán de la guardia, que se volvió para obedecer.

El Barón bajó sus ojos hacia Yueh. Por la forma como había caído, uno podía sospechar que todos sus huesos eran de duro roble.

—Nunca confiaré en un traidor —dijo el Barón—. Ni siquiera si el traidor lo he creado yo.

Miró a la noche al otro lado de la lucerna. Aquel gran saco de oscuridad, allí afuera, era suyo, pensó. Ya no se oía el martillear de la artillería contra las cavernas de la Muralla Escudo; las bocas de las madrigueras habían quedado selladas. Bruscamente, el Barón no llegó a concebir nada más hermoso que aquella absoluta oscuridad de allí afuera. A menos que fuera blanco sobre negro. Blanco brillante sobre negro. Blanco porcelana.

Pero había aún aquella sensación de duda.

¿Qué había querido decir aquel imbécil de viejo doctor? Por supuesto, probablemente sospechaba ya lo que iba a ocurrirle al fin. Pero aquella frase: «Creéis que me habéis destruido».

¿Qué había querido decir?

El Duque Leto Atreides apareció en el umbral. Sus brazos estaban atados con cadenas, su rostro de águila manchado de polvo. Su uniforme estaba desgarrado allí donde alguien había arrancado su insignia. Otros desgarrones en su cintura indicaban los lugares donde había estado fijado al uniforme su cinturón escudo. Los ojos del Duque eran vidriosos, su mirada la de un loco.

—Y bien… —dijo el Barón. Vaciló, inspiró profundamente. Se dio cuenta de que había hablado con una voz demasiado alta. Aquel momento, tanto tiempo esperado, había perdido algo de su sabor.

¡Maldito sea ese doctor por toda la eternidad!

—Creo que nuestro buen Duque está drogado —dijo Piter—. Así es como Yueh nos lo ha enviado. —Se volvió hacia el Duque—. ¿Estáis drogado, mi querido Duque?

La voz era muy lejana. Leto podía sentir las cadenas, el dolor en los músculos, sus labios cortados, sus ardientes mejillas, el áspero sabor de la sed que resonaba como un desafío en su boca. Pero los sonidos le llegaban blandos, como a través de una espesa capa de algodón. Y sólo podía distinguir formas inciertas a través de esta capa.

—¿Y la mujer y el chico, Piter? —preguntó el Barón—. ¿Todavía no se sabe nada?

La lengua de Piter recorrió sus labios.

—¡Tú sabes algo! —restalló el Barón—. ¿Qué es?

Piter miró al capitán de la guardia, luego al Barón.

—Los hombres que fueron encargados del trabajo, mi Señor… han sido… esto… bueno… encontrados.

—Bien, ¿su informe ha sido enteramente satisfactorio?

—Han muerto, mi Señor.

—¡Por supuesto que han muerto! Lo que quiero saber es…

—Estaban muertos cuando los encontramos, mi Señor.

El rostro del Barón se puso lívido.

—¿Y la mujer y el chico?

—Ningún rastro, mi Señor; pero había un gusano. Llegó en el momento en que estábamos inspeccionando la zona. Quizá todo haya ocurrido como esperábamos… un accidente. Es posible que…

—No podemos confiar en las posibilidades, Piter. ¿Qué ha ocurrido con el tóptero desaparecido? ¿Esto no sugiere nada a mi Mentat?

—Obviamente uno de los hombres del Duque ha escapado con él, mi Señor. Ha matado a nuestro piloto y ha huido.

—¿Cuál de los hombres del Duque?

—Ha sido una muerte limpia y silenciosa, mi Señor. Hawat quizá, o ese Halleck. Posiblemente Idaho. O alguno de los primeros lugartenientes.

—Posibilidades —murmuró el Barón. Miró a la vacilante figura drogada del Duque.

—La situación está en nuestras manos, mi Señor —dijo Piter.

—¡No, no lo está! ¿Dónde se encuentra ese estúpido planetólogo? ¿Dónde está ese hombre Kynes?

—Hemos recibido información acerca de dónde encontrarlo y lo hemos enviado a buscar, mi señor.

—No me gusta la forma en que ese siervo del Emperador nos está ayudando —gruñó el Barón.

Las palabras atravesaban a duras penas la capa de algodón, pero algunas de ellas ardían en la mente de Leto. La mujer y el chico… ningún rastro. Paul y Jessica habían escapado. Y el destino de Hawat, Halleck e Idaho era una incógnita. Aún había esperanza.

—¿Dónde está el anillo ducal? —preguntó el Barón—. No hay nada en su dedo.

—El Sardaukar dice que no lo llevaba cuando fue capturado, mi Señor —dijo el capitán de los guardias.

—Has matado al doctor demasiado pronto —dijo el Barón—. Ha sido un error. Tenías que haberme advertido, Piter. Te has movido demasiado precipitadamente para el bien de nuestra empresa. —Frunció el ceño—. ¡Posibilidades!

El pensamiento se iba abriendo camino en la mente de Leto: ¡Paul y Jessica han escapado! Y había también algo más en su memoria… un pacto. Casi podía recordarlo.

¡El diente!

Ahora recordó parte de él: una cápsula de gas letal dentro de un falso diente.

Alguien le había dicho que recordara el diente. El diente estaba en su boca. Podía sentir su forma con la lengua. Todo lo que debía hacer era morder con fuerza.

¡Todavía no!

Alguien le había dicho que esperara hasta estar cerca del Barón. ¿Quién había sido? No conseguía recordarlo.

—¿Cuánto tiempo seguirá drogado así? —preguntó el Barón.

—Quizá otra hora, mi Señor.

—Quizá —gruñó el Barón. Se volvió de nuevo hacia la noche al otro lado de la lucerna—. Tengo hambre.

Esa forma gris y confusa de allí es el Barón, pensó Leto. La forma parecía danzar arriba y abajo, siguiendo los movimientos de toda la estancia. Y la estancia se expandía y se comprimía. Primero era brillante y luego oscura. Finalmente se sumergió en las tinieblas.

El tiempo se convirtió en una sucesión de niveles para el Duque. Iba atravesándolos uno a uno. Debo esperar.

Había una mesa. Leto la vio muy claramente. Y un hombre gordo y adiposo al otro lado de la mesa, y los restos de un plato de comida ante él. Leto se dio cuenta de que estaba sentado frente al hombre grueso, sintió las cadenas, las ligaduras que le ataban a la silla y un hormigueo por todo su cuerpo. Tuvo consciencia de que había pasado un tiempo, pero ¿cuánto?

—Creo que vuelve en sí, Barón.

Una voz sedosa. Ese es Piter.

—Ya lo veo, Piter.

Un retumbar de bajo: el Barón.

Leto notó que las cosas se iban haciendo más definidas a su alrededor. La silla debajo de él se volvió más sólida, sus ligaduras más cortantes.

Y ahora vio claramente al Barón. Leto observó los movimientos de las manos del hombre: un toque compulsivo… el borde de un plato, el mango de una cuchara, un dedo siguiendo el pliegue de un mentón.

Leto miró el movimiento de aquella mano, fascinado por él.

—Puedes oírme, Duque Leto —dijo el Barón—. Sé que puedes oírme. Queremos saber de ti dónde están tu concubina y el muchacho que engendraste en ella.

Ningún gesto surgió de Leto, pero aquellas palabras le bañaron en calma. Entonces es cierto: no tienen a Paul ni a Jessica.

—No estamos jugando a ningún juego infantil —tronó el Barón—. Lo sabes muy bien. —Se inclinó hacia Leto, estudiando su rostro. Se sentía irritado al no poder tratar privadamente el asunto, sólo entre ellos dos. Que otros pudieran ver a un noble en tales condiciones… esto creaba un pésimo precedente.

Leto sentía que sus fuerzas volvían a él. Y ahora, el recuerdo de aquel falso diente resonaba en su mente como una campana en medio de una inmensa y plana llanura. La cápsula en forma de nervio en el interior de aquel diente… el gas letal… recordó quién le había implantado aquella mortal arma en su boca.

Yueh.

El recuerdo brumoso de un cuerpo inerte, arrastrado bajo sus ojos fuera de aquella misma estancia, llegó hasta la mente de Leto. Sabía que era el cuerpo de Yueh.

—¿Oyes ese ruido, Duque Leto? —preguntó el Barón.

Leto tuvo consciencia de un sonido como el reclamo nocturno de una rana, el grito ahogado de alguien en agonía.

—Hemos capturado a uno de tus hombres disfrazado de Fremen —dijo el Barón—. Nos ha sido fácil descubrirlo: los ojos, naturalmente. Insiste en decir que fue enviado entre los Fremen para espiarlos. Pero, querido primo, yo he vivido durante cierto tiempo en este planeta. Uno no espía a esa escoria del desierto. Dime, ¿acaso has comprado su ayuda? ¿Han mandado a tu mujer y a tu hijo entre ellos?

Leto sintió el miedo aferrarse a su pecho. Si Yueh les ha enviado entre la gente del desierto… la búsqueda no cejará hasta que sean hallados.

—Vamos, vamos —dijo el Barón—. Tenemos poco tiempo, y el dolor es rápido. Por favor, no me obligues a eso, mi querido Duque. —El Barón miró a Piter, inclinado sobre el hombro de Leto—. Piter no ha traído aquí todo su instrumental, pero estoy convencido de que puede improvisar.

—A veces es mejor improvisar, Barón.

¡Aquella sedosa, insinuante voz! Leto la oyó muy cerca de su oído.

—Tú tenías un plan de emergencia —dijo el Barón—. ¿Dónde has enviado a tu mujer y al chico? —Miró la mano de Leto—. Tu anillo no está aquí. ¿Es el chico quien lo tiene?

El Barón clavó su mirada en los ojos de Leto.

—No respondes —dijo—. ¿Vas a obligarme a hacer algo que no deseo? Piter usará métodos simples y directos. Yo también estoy de acuerdo en que a veces son los mejores, pero no está bien que te tengas que ser sometido a esas cosas.

—Sebo hirviendo en la espalda, quizá, o en los párpados —dijo Piter—. O tal vez en otras partes del cuerpo. Es especialmente efectivo cuando el sujeto no sabe en qué punto será aplicado el sebo la próxima vez. Es un buen método, y hay una cierta belleza en el diseño de las ampollas que se forman en la piel, ¿no, Barón?

—Exquisito —dijo el Barón, y su voz resonó ácida.

¡El tacto de esos dedos! Leto no podía dejar de mirar las grasientas manos, las brillantes joyas en aquellas hinchadas manos de bebé gordo, su compulsivo movimiento.

Los gritos de agonía provenientes del otro lado de la puerta roían los nervios del Duque. ¿A quién han capturado?, se preguntó. ¿Tal vez Idaho?

—Créeme, querido primo —dijo el Barón—. No deseo llegar a esto.

—Pensad en los mensajes corriendo a lo largo de los nervios, a partir de la zona de contacto, en busca de una ayuda que no puede llegar —dijo Piter—. Hay algo artístico en ello.

—Eres un soberbio artista —gruñó el Barón—. Ahora, ten la decencia de permanecer en silencio.

Leto recordó de pronto una cosa que Gurney Halleck había dicho una vez, viendo un retrato del Barón: «E, inmóvil sobre la playa, vi a una monstruosa bestia surgir del mar… y en su cabeza vi estampado el nombre de la blasfemia».

—Estamos perdiendo tiempo, Barón —dijo Piter.

—Quizá.

El Barón inclinó la cabeza hacia él.

—Mi querido Leto, sabes que vas a terminar diciéndonos dónde se encuentran. Existe un nivel de dolor que vencerá incluso a tu voluntad.

Probablemente tiene razón, pensó Leto. Si no fuera por el diente… y por el hecho de que en realidad no sé dónde se encuentran.

El Barón pinchó un trozo de carne y lo llevó a su boca, masticándola lentamente, engulléndola. Hay que probar alguna otra cosa, pensó.

—Observa a este prisionero que niega estar en venta —dijo—. Obsérvalo bien, Piter.

Y el Barón pensó: ¡Sí! Míralo, este hombre que cree no poder ser comprado. ¡Míralo detenidamente, mientras un millón de fragmentos de sí mismo están siendo vendidos a destajo cada instante de su vida! Si lo cogieras en este momento y lo sacudieras, todo él sonaría a vacío. ¡Vendido! ¿Qué diferencia hay en que muera de una y otra forma?

Los sonidos de rana tras la puerta se interrumpieron bruscamente.

El Barón vio a Umman Kudu, el capitán de los guardias, aparecer en el umbral y agitar la cabeza. El prisionero no había dado la información solicitada. Otro fracaso. Era ya tiempo de dejar de contemporizar con aquel idiota estúpido del Duque, que no quería darse cuenta de lo cerca de él que estaba el infierno… sólo al espesor de un nervio de distancia.

Este pensamiento calmó al Barón, venciendo su reluctancia a someter a un noble al dolor. Se vio de pronto a sí mismo como a un cirujano preparado para practicar infinitas disecciones… arrancando las máscaras a los idiotas y exponiendo el infierno que había debajo de ellas.

¡Conejos, todos ellos conejos!

¡Y cómo huían temblando apenas veían a un carnívoro!

Leto miró fijamente a través de la mesa, preguntándose qué estaba esperando. El diente pondría fin a todo muy rápidamente. Pero… la vida había sido tan hermosa en su mayor parte. Se descubrió a sí mismo recordando un milano real antenado suspendido sobre el cielo de Caladan, y a Paul riendo de alegría al contemplarlo. Y recordó el sol del alba, aquí en Arrakis… y las estrías de color de la Muralla Escudo difuminadas por la bruma de polvo.

—Tanto peor —murmuró el Barón. Echó su silla hacia atrás, se levantó con ligereza con la ayuda de sus suspensores, y vaciló notando un súbito cambio en la expresión del Duque. Le vio inspirar profundamente, y que su mandíbula se había endurecido. Un músculo se estremeció en el momento en que el Duque cerró con fuerza su boca.

¡Cuánto miedo me tiene!, pensó el Barón.

Aterrado ante el temor de que el Barón pudiera escapársele, Leto mordió salvajemente la cápsula en el diente y la notó romperse. Abrió la boca y expelió el pungente vapor que sentía formarse sobre su lengua. El Barón pareció hacerse más pequeño, una figura vista a través de un túnel que se alejara. Leto oyó un jadeo junto a su oído… la voz sedosa: Piter.

¡También le he cogido a él!

La voz retumbó lejana.

Leto sintió sus recuerdos girar en su mente… parecidos a murmullos de viejas desdentadas. La estancia, la mesa, el Barón, el par de ojos aterrorizados… azul sobre azul… todo se fundió a su alrededor en una simétrica destrucción.

Había un hombre con el mentón parecido a la puntera de una bota, un títere, cayendo.

El títere tenía la nariz rota hacia la izquierda: un metrónomo inmovilizado para siempre al inicio de su recorrido. Leto oyó el entrechocar de vajilla… tan lejano… un rumor en sus oídos. Su mente era un pozo sin fondo, recogiéndolo todo. Todo aquello que siempre había existido: cada grito, cada susurro, cada… silencio.

Un único pensamiento quedaba en él. Leto lo percibió como algo informe, unos trazos de luz negra: El día modela la carne y la carne modela el día. El pensamiento lo golpeó con un sentimiento de plenitud que supo que nunca podría explicar.

Silencio.

El Barón estaba de pie, con la espalda apoyada contra su puerta privada, en el refugio de seguridad tras su mesa. La había cerrado a una habitación llena de hombres muertos. Sus sentidos le decían que sus guardias corrían por todos lados. ¿Lo he respirado?, se preguntó. Fuera lo que fuese ¿me ha alcanzado también a mí?

Los sonidos volvían a él… y la razón. Oyó a alguien gritando órdenes: máscaras de gas… mantened la puerta cerrada… accionad los extractores.

Los otros han caído muy aprisa, pensó. Yo aún sigo en pie. Todavía respiro. ¡Infiernos! ¡Ha faltado poco!

Ahora podía analizar lo sucedido. Su escudo estaba activado como siempre, regulado al mínimo pero siempre con la potencia suficiente para retardar el intercambio molecular a través de la barrera energética. Y se estaba separando de la mesa… y el jadeo de Piter que había provocado la intervención del capitán de la guardia y su muerte.

La muerte y la advertencia que había leído en los rasgos de un hombre moribundo… esto le había salvado la vida.

El Barón no sintió ninguna gratitud hacia Piter. El idiota se había dejado matar. ¡Y aquel estúpido capitán de los guardias! ¡Había dicho que los había registrado a fondo a todos antes de llevarlos a presencia del Barón! ¿Cómo había sido posible que el Duque…? No había habido ningún aviso. Ni siquiera el detector de venenos sobre la mesa… hasta que había sido demasiado tarde. ¿Cómo era posible?

Ahora ya no tiene ninguna importancia, pensó el Barón, mientras su mente se reafirmaba. El próximo capitán de los guardias empezará a trabajar buscando las respuestas a estas preguntas.

Percibió un aumento de la actividad fuera, al otro lado de la puerta de aquella estancia donde reinaba la muerte. El Barón empujó la otra puerta y salió, estudiando a los lacayos a su alrededor. Todos permanecían inmóviles y silenciosos, esperando la reacción del Barón.

¿Estará el Barón furioso?

Y el Barón se dio cuenta de que habían pasado tan sólo unos segundos desde que había escapado de aquella terrible habitación.

Algunos de los guardias mantenían sus pistolas apuntadas contra la puerta. Otros dirigían su ferocidad hacia el vacío vestíbulo donde se oían ahora los ruidos procedentes de la esquina a su derecha.

Un hombre apareció por esa esquina, con la máscara antigás colgando de su cuello, sus ojos fijos en los detectores de veneno alineados en el corredor. Tenía cabellos rubios, rostro aplanado y ojos verdes. Finas arrugas partían de su boca de gruesos labios. Hacía pensar en alguna criatura acuática perdida por algún extraño motivo entre los animales terrestres.

El Barón observó al hombre que se acercaba, recordando su nombre: Nefud. Iakin Nefud. Cabo de la guardia. Nefud era adicto a la combinación de música y semuta, que actuaba en los más profundos estratos de la consciencia. Este era un precioso dato de información.

El hombre se detuvo frente al Barón y saludó.

—El corredor está limpio, mi Señor. Estaba montando guardia en el exterior y he pensado en seguida que se trataba de un gas letal. Los ventiladores de vuestra estancia aspiraban el aire de este corredor —alzó los ojos hacia el detector encima de la cabeza del Barón—. No ha escapado ni un átomo de gas. Hemos limpiado ya completamente la estancia. ¿Cuáles son vuestras órdenes?

El Barón reconoció la voz del hombre… la misma que había gritado las órdenes. Eficiente este cabo, pensó.

—¿Están todos muertos ahí dentro? —preguntó el Barón.

—Sí, mi Señor.

Bien, habrá que adaptarse a ello, pensó el Barón.

—En primer lugar —dijo—, déjame felicitarte, Nefud. Eres el nuevo capitán de mi guardia. Y espero que aprenderás la lección en la muerte de tu predecesor.

El Barón captó la consciencia de lo que representaba aquel ascenso para el hombre de su guardia: Nefud sabía que ya nunca más le faltaría semuta.

Nefud asintió.

—Mi Señor sabe que me consagraré enteramente a su seguridad.

—Sí. Bien, a lo que íbamos. Sospecho que el Duque llevaba algo en su boca. Descubrirás lo que era, cómo ha sido usado y quién lo puso allí. Toma todas las precauciones…

Se interrumpió, con la cadena de sus pensamientos rota por una perturbación en el corredor, detrás de él: los guardias de la puerta del ascensor que conducía a los niveles inferiores de la fragata intentaban detener a un alto coronel Bashar que acababa de emerger de la cabina.

El Barón no consiguió situar el rostro del coronel Bashar: delgado, con la boca parecida a una hendidura hecha en el cuero y unos ojos como manchas de tinta.

—¡Quitadme vuestras manos de encima, pandilla de carroñeros! —rugió el hombre, y empujó violentamente a los guardias.

Ahhh, uno de los Sardaukar, pensó el Barón.

El coronel Bashar avanzó a grandes pasos hacia el Barón, cuyos ojos se cerraron hasta convertirse en dos sutiles hendiduras de aprensión. Los oficiales Sardaukar lo llenaban de inquietud. Tenían un aspecto que les hacía parecer parientes del Duque… del difunto Duque. ¡Y sus modales hacia el Barón!

El coronel Bashar se plantó a un paso del Barón, con las manos en las caderas. Los guardias se inmovilizaron detrás de él, indecisos.

El Barón observó la ausencia de saludo, el desdén en los modales del Sardaukar, y su inquietud aumentó. Había una sola legión de Sardaukar en el planeta, diez brigadas, reforzando las legiones Harkonnen, pero el Barón no se hacia ilusiones. Aquella única legión era perfectamente capaz de revolverse contra los Harkonnen y vencerlos.

—Decid a vuestros hombres que no intenten impedirme que os vea, Barón —gruñó el Sardaukar—. En cuanto a los míos, os han traído al Duque Atreides antes de que pudiera discutir con vos su suerte. Vamos a hacerlo ahora.

No debo perder prestigio ante mis hombres, pensó el Barón.

—¿Y? —Su voz era fría y controlada, y el Barón se sintió orgulloso de ella.

—Mi Emperador me ha encargado asegurarme de que su real primo perecerá limpiamente, sin agonía —dijo el coronel Bashar.

—Estas son las órdenes Imperiales que he recibido —mintió el Barón—. ¿Creéis que iba a desobedecerlas?

—Debo informar a mi Emperador de lo que haya visto con mis propios ojos —dijo el Sardaukar.

—El Duque ya ha muerto —cortó el Barón, y levantó una mano para despedir al hombre.

El coronel Bashar permaneció inmóvil frente al Barón. Ni un parpadeo, ni el menor estremecimiento de ninguno de sus músculos indicaron que se había dado cuenta de que había sido despedido.

—¿Cómo? —gruñó.

¡Realmente, esto ya es demasiado!, se dijo el Barón.

—Por su propia mano, si es eso lo que queréis saber —dijo el Barón—. Se ha envenenado.

—Quiero ver el cadáver —dijo el coronel Bashar.

El Barón alzó los ojos al techo, fingiendo exasperación, mientras sus pensamientos galopaban. ¡Maldición! ¡Ese Sardaukar de ojos aguzados va a penetrar en la estancia antes de que podamos cambiar nada!

—Ahora —precisó el Sardaukar—. Quiero verlo con mis propios ojos.

No había forma de impedirlo, se dio cuenta el Barón. El Sardaukar iba a verlo todo. Sabría que el Duque había matado a hombres Harkonnen… y que el Barón había escapado por escaso margen. Los restos de la comida en la mesa eran una evidencia, y el Duque muerto frente a ellos, con la destrucción a su alrededor.

Era imposible evitarlo.

—No quiero oir excusas —dijo ásperamente el coronel Bashar.

—Nadie quiere daros excusas —dijo el Barón, y miró a los ojos de obsidiana del Sardaukar—. No tengo nada que esconder al Emperador. —Inclinó la cabeza hacia Nefud—: El coronel Bashar quiere verlo todo, en seguida. Hazlo entrar por la puerta ante la que te hallas, Nefud.

—Por aquí, señor —dijo Nefud.

Lentamente, insolentemente, el Sardaukar rodeó al Barón y se abrió camino entre los guardias.

Insufrible, pensó el Barón. Ahora el Emperador sabrá cómo le he fallado en esto. Lo considerará un signo de debilidad.

Y experimentó la agonía de pensar que el Emperador y su Sardaukar eran idénticos en su desdén hacia cualquier signo de debilidad. El Barón se mordió el labio inferior, consolándose con la idea de que al menos el Emperador no estaba al corriente de la incursión de los Atreides sobre Giedi Prime, y de la destrucción de los almacenes de especia que los Harkonnen tenían allí.

¡Maldito sea ese pérfido Duque!

El Barón observó las dos espaldas que se alejaban… el arrogante Sardaukar y el robusto y eficiente Nefud.

Tendremos que adaptarnos, pensó el Barón. Deberé poner otra vez a Rabban al frente de este condenado planeta. Sin restricciones. Tendré que derramar incluso mi propia sangre Harkonnen para colocar a Arrakis en condiciones de aceptar a Feyd-Rautha. ¡Maldito sea Piter! ¡No se le ha ocurrido otra cosa que hacerse matar antes de que yo hubiera terminado con él!

El Barón suspiró.

Debo enviar inmediatamente a alguien a Tleilax para buscar un nuevo Mentat. Indudablemente ya tendrán a otro nuevo preparado para mí.

Un guardia tosió cerca de él.

El Barón se volvió hacia el hombre.

—Tengo hambre.

—Sí, mi Señor.

—Y deseo ser divertido mientras vosotros limpiáis esa estancia y estudiáis todos sus secretos para mí —retumbó el Barón.

El guardia bajó los ojos.

—¿Qué diversión prefiere mi Señor?

—Estaré en mi dormitorio —dijo el Barón—. Hazme traer aquel joven que compramos en Gamont, el que tiene esos ojos tan adorables. Que lo droguen bien. No tengo el menor deseo de luchar.

—Sí, mi señor.

El Barón se volvió y se dirigió hacia sus habitaciones, dando saltitos por efecto de los suspensores. , pensó. Ese con los ojos tan adorables, ese que se parece tanto al joven Paul Atreides.

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