Dune

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Libro segundo: Muad’Dib » Capítulo 26

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¿Qué es lo que desprecias? Por ello serás conocido.

Del Manual de Muad’Dib, por PRINCESA IRULAN

—Están muertos, Barón —dijo Jakin Nefud, el capitán de los guardias—. Tanto la mujer como el muchacho están ciertamente muertos.

El Barón Vladimir Harkonnen se levantó arropado por los suspensores de sueño de sus habitaciones privadas. A su alrededor, más allá de estas habitaciones, envolviéndolo como un huevo de múltiples cáscaras, se hallaba la fragata espacial que le había traído hasta Arrakis. Allí en sus habitaciones, el duro metal de la nave había sido disimulado con tapices, con paneles decorados y con raros objetos de arte.

—Es una certeza —dijo el capitán de los guardias—. Están muertos.

El Barón encajó su gordo cuerpo en los suspensores, centrando su atención en una estatua de ebalina, representando a un muchacho saltando, situada en una hornacina al otro lado de la estancia. El sueño se alejó de él. Ajustó los suspensores bajo los grasos pliegues de su cuello y miró más allá del único globo del dormitorio, hacia la puerta donde se hallaba el capitán Nefud, inmovilizado de pie por el pentaescudo.

—Están realmente muertos, Barón —repitió el hombre.

El Barón captó en los vacuos ojos de Nefud las huellas de la semuta. Era obvio que el hombre se hallaba sumido en la droga en el momento en que había recibido aquel informe, y había tomado el antídoto antes de precipitarse hacia allí.

—Tengo un informe completo —dijo Nefud.

Hagámosle sudar un poco, pensó el Barón. Los instrumentos del poder deben estar siempre afilados y a punto. Poder y miedo… afilados y a punto.

—¿Has visto sus cadáveres? —retumbó el Barón.

Nefud vaciló.

—¿Bien?

—Mi Señor… se les ha visto hundirse en una tormenta de arena… vientos por encima de los ochocientos kilómetros. Nada sobrevive a una tormenta, mi Señor. ¡Nada! Uno de nuestros propios aparatos ha sido destruido en la persecución.

El Barón observaba fijamente a Nefud, notando el tic nervioso en los músculos de su mandíbula, el modo como se crispaba su mentón cuando intentaba deglutir.

—¿Has visto los cadáveres? —preguntó el Barón.

—Mi Señor…

—¿Con qué propósito has venido hasta aquí haciendo tintinear tu armadura? —gruñó el Barón—. ¿Para decirme que algo es cierto cuando en realidad no lo es? ¿Crees acaso que debo felicitarte por tu estupidez, ascenderte de nuevo?

El rostro de Nefud palideció.

Mira a ese gallina, pensó el Barón. Estoy rodeado de una pandilla de inútiles. Si echara arena ante él y le dijera que es trigo, se pondría a picotearla.

—Entonces, ¿el hombre Idaho te ha conducido hasta ellos? —preguntó el Barón.

—¡Sí, mi Señor!

Mira cómo escupe sus respuestas, pensó el Barón.

—Así que intentaban unirse a los Fremen, ¿eh? —dijo.

—Sí, mi Señor.

—¿Dice algo más este… informe?

—El Planetólogo Imperial, Kynes, está también involucrado, mi Señor. Idaho contactó a ese Kynes en misteriosas circunstancias… Me atrevería a decir que en sospechosas circunstancias.

—¿Y?

—Ellos… esto, volaron hacia un lugar en el desierto donde al parecer se encontraban el muchacho y su madre. En la excitación de la caza, varios de nuestros grupos han sido víctimas de una explosión láser-escudo.

—¿Cuántos hombres hemos perdido?

—Yo… esto, no conozco aún la cifra exacta, mi Señor.

Está mintiendo, pensó el Barón. Debe ser una cifra considerablemente alta.

—El lacayo Imperial, ese Kynes —dijo el Barón—. Jugaba un doble juego, ¿eh?

—Pongo en ello mi reputación, Señor.

¡Su reputación!

—Haz que maten a ese hombre —dijo el Barón.

—¡Mi Señor! Kynes es el Planetólogo Imperial, el servidor de su Maj…

—¡Entonces haz que parezca un accidente!

—Mi Señor, había un grupo de Sardaukar entre nuestras fuerzas cuando atacamos aquel nido Fremen. Son ellos quienes tienen ahora a Kynes bajo su custodia.

—Haz que te lo entreguen. Di que quiero interrogarlo.

—¿Y si se niegan?

—No lo harán si tú actúas correctamente.

Nefud tragó saliva.

—Sí, mi Señor.

—Ese hombre debe morir —retumbó el Barón—. Ha intentado ayudar a nuestros enemigos.

Nefud cambió su peso de uno a otro pie.

—¿Sí?

—Mi Señor, en realidad los Sardaukar tienen… a dos personas bajo su custodia que pueden interesarnos. Han capturado también al Maestro de Asesinos del Duque.

—¿Hawat? ¿Thufir Hawat?

—He visto al prisionero con mis propios ojos, mi Señor. Es Hawat.

—¡Nunca lo hubiera creído posible!

—Dicen que fue puesto fuera de combate con un aturdidor, mi Señor. En el desierto, donde no podía usar el escudo. Está virtualmente ileso. Si pudiéramos poner nuestras manos sobre él, podría proporcionarnos una buena distracción.

—Estás hablando de un Mentat —gruñó el Barón—. Uno no malgasta así a un Mentat. ¿Ha hablado? ¿Qué piensa de su captura? ¿Sabe la amplitud de…? Pero, no.

—Sólo me han dicho, mi Señor, que está convencido de haber sido traicionado por Dama Jessica.

—Ahhh.

El Barón se sentó, pensativo. Luego:

—¿Estás seguro? ¿Es Dama Jessica quien atrae su furor?

—Lo ha dicho en mi presencia, mi Señor.

—Entonces, déjale creer que aún está viva.

—Pero, mi Señor…

—Calma. Quiero que Hawat sea tratado con cortesía. No hay que decirle nada sobre el difunto doctor Yueh, el verdadero traidor. Dile que el doctor Yueh encontró la muerte defendiendo a su Duque. En cierto sentido, no deja de ser verdad. Alimentaremos sus sospechas hacia Dama Jessica.

—Mi Señor, yo no…

—El mejor método de controlar y dirigir a un Mentat, Nefud, es alimentar su información. Falsas informaciones… falsos resultados.

—Sí, mi Señor, pero…

—¿Tiene hambre Hawat? ¿Tiene sed?

—¡Mi Señor, Hawat está aún en manos de los Sardaukar!

—Sí. Por supuesto, sí. Pero los Sardaukar estarán tan ansiosos como nosotros de obtener información de Hawat. He observado algo en nuestros aliados, Nefud. No son muy tortuosos… políticamente. Creo que esto es algo deliberado: el Emperador quiere que sea así. Recordarás al jefe Sardaukar mi habilidad en obtener información de los sujetos más reluctantes.

Nefud se mostró incómodo.

—Sí, mi Señor.

—Le dirás al jefe Sardaukar que deseo interrogar a Hawat y a Kynes al mismo tiempo, confrontándolos el uno con el otro. Espero que comprenda al menos esto.

—Sí, mi Señor.

—Y cuando los tengamos en nuestras manos… —el Barón inclinó la cabeza.

—Mi Señor, los Sardaukar querrán tener a uno de sus observadores con vos mientras dure… el interrogatorio.

—Estoy seguro de que podremos producir una situación de emergencia capaz de alejar a los observadores no deseados, Nefud.

—Comprendo, mi Señor. Y entonces será cuando Kynes pueda tener su accidente.

—Kynes y Hawat tendrán su accidente, Nefud. Pero sólo Kynes tendrá un auténtico accidente. Es Hawat a quien quiero. Sí. Ah, sí.

Nefud parpadeó, tragando saliva. Pareció a punto de formular una pregunta, pero permaneció silencioso.

—Proporcionaremos a Hawat comida y bebida —dijo el Barón—. Lo trataremos con gentileza, con simpatía. En su agua le administrarán un veneno residual puesto a punto por el finado Piter de Vries. Y procurarás que el antídoto esté presente regularmente en la dieta de Hawat a partir de ahora… hasta que yo diga lo contrario.

—El antídoto, sí —Nefud agitó la cabeza—. Pero…

—No seas estúpido, Nefud. El Duque estuvo a punto de matarme con la cápsula de veneno en su diente. El gas que exhaló en mi presencia me privó de mi valioso Mentat, Piter. Necesito un sustituto.

—¿Hawat?

—Hawat.

—Pero…

—Vas a decirme que Hawat es completamente leal a los Atreides. Cierto, pero los Atreides han muerto. Nosotros lo seduciremos. Lo convenceremos de que no tiene que culparse por la muerte del Duque. Que todo fue culpa de aquella bruja Bene Gesserit. Su dueño era débil, su razón se dejaba ofuscar por las emociones. Los Mentats admiran la habilidad de calcular por encima de las emociones, Nefud. Seduciremos al formidable Thufir Hawat.

—Lo seduciremos. Sí, mi Señor.

—Desgraciadamente, Hawat tenía un dueño cuyos recursos eran pobres, uno que no podía elevar al Mentat a las sublimes cotas de razonamiento que son el derecho de un Mentat. Hawat tendrá que reconocer que hay cierto elemento de verdad en esto. El Duque no podía permitirse espías más eficientes para garantizarle a su Mentat las informaciones requeridas —el Barón miró a Nefud—. No intentemos nunca engañarnos entre nosotros, Nefud. La verdad es un arma poderosa. Sabemos cómo hemos triunfado sobre los Atreides, y Hawat lo sabe también. Con nuestra riqueza.

—Con nuestra riqueza. Sí, mi Señor.

—Seduciremos a Hawat —dijo el Barón—. Le pondremos fuera del alcance de los Sardaukar. Y tendremos en reserva… la posibilidad de cortarle el antídoto del veneno residual. No hay ningún modo de extraer un veneno residual. Y, Nefud, Hawat no sospechará nunca. El antídoto no será descubierto por los detectores de venenos. Hawat podrá controlar sus alimentos como le plazca sin detectar el menor rastro de veneno.

Los ojos de Nefud se abrieron considerablemente con la comprensión.

—La ausencia de algo —dijo el Barón— puede ser tan mortal como su presencia. La ausencia de aire, ¿eh? La ausencia de agua. La ausencia de algo a lo que se sea adicto. —El Barón agitó su cabeza—. ¿Me comprendes, Nefud?

Nefud deglutió.

—Sí, mi Señor.

—Ahora, muévete. Encuentra al jefe Sardaukar e inicia las operaciones.

—Inmediatamente, mi Señor. —Nefud se inclinó, se volvió y salió apresuradamente.

¡Hawat a mi lado!, pensó el Barón. Los Sardaukar me lo darán. Si sospechan algo será que quiero destruir al Mentat. ¡Y les confirmaré esta sospecha! ¡Los idiotas! Uno de los más formidables Mentat de toda la historia, un Mentat adiestrado en matar, y me lo dejarán como un juguete inútil para que lo rompa. Pero les mostraré el uso que puede hacerse de tal juguete.

El Barón deslizó una mano hacia un tapiz al lado de su cama a suspensor y oprimió un botón llamando a su sobrino mayor, Rabban. Esperó, sonriendo.

¡Y todos los Atreides muertos!

El estúpido capitán de los guardias estaba en lo cierto, por supuesto. Sin lugar a dudas, nada sobreviviría en el camino de una tormenta de arena de Arrakis. Ni un ornitóptero… ni sus ocupantes. La mujer y el chico habían muerto. Todas las corrupciones en su justo lugar, los increíbles gastos para transportar aquellas aplastantes fuerzas militares hasta el planeta… todos los astutos informes confeccionados a la medida de los oídos del Emperador, todo el vasto plan cuidadosamente puesto a punto, daba por fin sus frutos.

¡Poder y miedo… miedo y poder!

El Barón veía el camino trazado ante él. Un día, un Harkonnen sería Emperador. No él, ni tampoco ninguno de sus retoños. Pero un Harkonnen. No aquel Rabban al que acababa de llamar, por supuesto, sino el hermano más pequeño de Rabban. El joven Feyd-Rautha. Había en el muchacho una cierta dureza que alegraba al Barón… una ferocidad.

Un muchacho adorable, pensó el Barón. Uno o dos años más… digamos cuando alcance sus diecisiete años, y sabré si es realmente el instrumento que necesita la Casa de los Harkonnen para acceder al trono.

—Mi Señor Barón.

El hombre que estaba de pie en el umbral de la puerta de entrada del dormitorio del Barón, protegida por el campo, era de baja estatura, grueso de rostro y de cuerpo, con los rasgos de la línea paterna de los Harkonnen presentes en los ojos muy juntos y los anchos hombros. Había cierta rigidez en sus gorduras, pero era obvio que dentro de muy poco tiempo tendría que llevar suspensores portátiles para acarrear todo su exceso de grasa.

Una mente musculosa y un cerebro blindado, pensó el Barón. No es un Mentat, mi sobrino… no es un Piter de Vries, pero quizá sea más apto para las tareas inmediatas. Si le dejo plena libertad, estoy seguro de que lo barrerá todo a su paso. ¡Oh, cómo le van a odiar aquí en Arrakis!

—Mi querido Rabban —dijo el Barón. Desactivó el escudo de la puerta, pero conservó intencionalmente su escudo corporal a plena potencia, sabiendo que el resplandor del globo situado junto a su lecho lo pondría en evidencia.

—Me has llamado —dijo Rabban. Penetró en la estancia, echando una ojeada a la turbulencia del aire del escudo corporal, buscando con la mirada una silla a suspensor sin encontrarla.

—Acércate un poco más de modo que pueda verte —dijo el Barón.

Rabban avanzó otro paso, pensando que el maldito viejo había suprimido deliberadamente todas las sillas a fin de obligar a sus visitantes a permanecer de pie.

—Los Atreides han muerto —dijo el Barón—. Hasta el último de ellos. Es por esto por lo que te he hecho venir a Arrakis. Este planeta es tuyo de nuevo.

Rabban parpadeó.

—Pero, creía que habías propuesto a Piter de Vries que…

—Piter también ha muerto.

—¿Piter?

—Piter.

El Barón reactivó el campo de la puerta, protegiéndola contra cualquier penetración de energía.

—Te has cansado finalmente de él, ¿eh? —preguntó Rabban. Su voz resonó hueca y sin vida en la estancia de nuevo aislada.

—Te diré una cosa de una vez por todas —retumbó el Barón—. Insinúas que he suprimido a Piter como uno suprime una bagatela —hizo chasquear los dedos—, así, ¿eh? No soy tan estúpido, sobrino. Y créeme que no voy a ser tan condescendiente contigo la próxima vez que sugieras con tus palabras o con tus actos que soy un estúpido.

El miedo asomó a los porcinos ojos de Rabban. Sabía, dentro de unos ciertos límites, hasta qué punto podía actuar el viejo Barón contra alguien de su familia. No hasta el punto de matarle, a menos que sacara de ello un provecho extraordinario o se tratara de una clara provocación. Pero los castigos familiares podían ser muy dolorosos.

—Perdóname, mi Señor Barón —dijo Rabban. Bajó los ojos, tanto para disimular su rabia como para mostrar su humildad.

—No intentes engañarme, Rabban —dijo el Barón.

Rabban permaneció con los ojos bajos, tragando saliva.

—Te he enseñado algo —dijo el Barón—. No suprimir nunca a un hombre sin reflexionar, como podría hacerlo un feudo a través del proceso automático de la ley. Hazlo siempre con un propósito mayor… ¡y conoce este propósito!

—¡Pero tú hiciste suprimir a ese traidor, Yueh! —había rabia en las palabras de Rabban—. Vi que retiraban su cuerpo cuando llegué la pasada noche.

Rabban se interrumpió y miró a su tío, bruscamente asustado por el sonido de sus propias palabras.

Pero el Barón sonreía.

—Soy muy prudente con las armas peligrosas —dijo—. El doctor Yueh era un traidor. Me entregó al Duque —la voz del Barón se hizo más potente—. ¡Yo corrompí a un doctor de la Escuela Suk! ¡La Escuela Interna! ¿Comprendes, muchacho? Era una clase de arma que no podía dejar suelta. No lo suprimí sin reflexionar.

—¿Sabe el Emperador que has corrompido a un doctor Suk?

Esta es una penetrante pregunta, pensó el Barón. ¿Habré juzgado a mi sobrino por debajo de sus posibilidades?

—El Emperador aún no sabe nada —dijo el Barón—. Pero seguramente sus Sardaukar harán un informe sobre ello. Antes de que esto ocurra, de todos modos, ya habré hecho llegar a sus manos mi propio informe, a través de los canales de la Compañía CHOAM. Le explicaré que afortunadamente descubrí a un doctor que pretendía estar condicionado. Un falso doctor, ¿comprendes? Puesto que todos sabemos que no es posible violar el condicionamiento de una Escuela Suk, mi informe será aceptado.

—Ahhh, ya veo —murmuró Rabban.

Y el Barón pensó: Espero que lo veas realmente. Espero que veas la necesidad vital de mantener esto en secreto. De pronto, se preguntó: ¿Por qué he hecho esto? ¿Por qué me he vanagloriado con este estúpido sobrino mío… este sobrino que utilizaré y luego descartaré? El Barón se irritó consigo mismo. Se sintió traicionado.

—Es necesario que quede en secreto —dijo Rabban—. Comprendo.

El Barón suspiró.

—Esta vez, mis instrucciones referentes a Arrakis son distintas, sobrino. Cuando gobernaste este mundo la última vez, te mantuve estrechamente controlado. Esta vez, en cambio, te haré una sola exigencia.

—¿Mi Señor?

—Beneficios.

—¿Beneficios?

—¿Tienes alguna idea, Rabban, de lo mucho que hemos gastado para desencadenar una fuerza militar como ésta contra los Atreides? ¿Has pensado alguna vez en lo que exige la Cofradía para un transporte militar como el que hemos efectuado?

—Costoso, ¿no?

—¡Costoso! —el Barón apuntó un grasoso dedo contra Rabban—. Si tú le exprimes a Arrakis hasta el último céntimo durante los próximos sesenta años, ¡apenas habremos conseguido cubrir los costes!

Rabban abrió la boca, y la cerró sin pronunciar ninguna palabra.

—Costoso —sonrió el Barón—. Ese maldito monopolio espacial de la Cofradía nos hubiera arruinado, si yo no hubiese tenido la precaución de prever este gasto hace ya mucho tiempo. Debes saber, Rabban, que nosotros hemos sostenido todo el coste de la operación. Incluso hemos pagado el transporte de los Sardaukar.

Y, no por primera vez, el Barón se preguntó si llegaría el día en que pudiera prescindir de la Cofradía. Eran insidiosos… extrayendo la sangre hasta que uno no podía hacer objeciones, hasta el momento en que uno se hallaba en su poder y podían obligarlo a seguir pagando y pagando y pagando.

Siempre, los costes más exorbitantes recaían en las expediciones militares. «Tarifa de riesgo», explicaban los untuosos agentes de la Cofradía. Y por cada agente que uno conseguía infiltrar en el seno del Banco de la Cofradía, ella conseguía infiltrar dos de sus propios agentes en el sistema de uno.

¡Intolerable!

—Entonces, beneficios —dijo Rabban.

El Barón bajó su brazo y apretó el puño.

—Tienes que estrujarlos.

—¿Y podré hacer lo que quiera, con tal de estrujarlos?

—Todo lo que quieras.

—Los cañones que trajiste —dijo Rabban—. ¿Podré…?

—Voy a llevármelos de aquí —dijo el Barón.

—Pero tú…

—No vas a necesitar esos juguetes. Eran una innovación muy especial, pero ahora son inútiles. Necesitamos el metal. No pueden ser usados contra un escudo, Rabban. Su principal cualidad es la sorpresa. Era previsible que los hombres del Duque se refugiarían en las cavernas de este abominable planeta. Nuestros cañones sólo han servido para emparedarlos dentro.

—Los Fremen no usan escudos.

—Podrás quedarte algunos láseres si lo deseas.

—Sí, mi Señor. Y tendré mano libre.

—Tanto tiempo como sigas estrujando.

La sonrisa de Rabban era radiante.

—Comprendo perfectamente, mi Señor.

—No comprendes nada perfectamente —gruñó el Barón—. Que esto quede bien claro. Lo que debes comprender es cómo ejecutar mis órdenes. ¿Se te ha ocurrido pensar, sobrino, que hay más de cinco millones de personas en este planeta?

—¿Quizá mi Señor ha olvidado que yo era aquí su regente siridar? Y, mi Señor me perdonará, pero su estimación es más bien baja. Es difícil contar una población esparcida entre tantos sink y pan. Si tienes en cuenta a los Fremen de…

—¡No vale la pena tomar en consideración a los Fremen!

—Perdona, mi Señor, pero los Sardaukar piensan otra cosa.

El Barón vaciló, mirando a su sobrino.

—¿Sabes algo?

—Mi Señor se había retirado ya cuando yo llegué, la noche pasada. Yo… esto, me tomé la libertad de contactar algunos de mis… esto, antiguos lugartenientes. Sirvieron de guías a los Sardaukar. Me informaron que una banda de Fremen tendió una emboscada a una fuerza Sardaukar en algún punto al sudeste de aquí, y la exterminó completamente.

—¿Exterminada una fuerza Sardaukar?

—Sí, mi Señor.

—¡Imposible!

Rabban se alzó de hombros.

—Fremen exterminando Sardaukar —repitió el Barón.

—No hago más qué repetir lo que me informaron —dijo Rabban—. Se dice que las fuerzas Fremen capturaron también al temible Thufir Hawat del Duque.

—Ahhh —el Barón asintió con una sonrisa.

—Creo en este informe —dijo Rabban—. No tienes ni idea del problema que son los Fremen.

—Quizá. Pero esos que vieron tus lugartenientes no eran Fremen. Eran hombres de los Atreides adiestrados por Hawat y vestidos como Fremen. Es la única explicación posible.

Rabban se alzó nuevamente de hombros.

—Bueno, los Sardaukar creen que eran Fremen. Y han desencadenado ya un pogrom para exterminarlos.

—¡Bien!

—Pero…

—Esto mantendrá a los Sardaukar ocupados. Y muy pronto tendremos a Hawat. ¡Lo sé! ¡Lo siento! ¡Ah, que hermosa jornada! ¡Los Sardaukar cazando a una pandilla de desgraciados del desierto, mientras nosotros nos apoderamos del verdadero botín!

—Mi Señor… —Rabban vaciló, ceñudo—. Siempre he tenido la impresión de que subestimábamos a los Fremen, tanto en número como en…

—¡Ignóralos, muchacho! Son escoria. Son las metrópolis, las ciudades y los poblados los que nos interesan. Hay mucha gente allí, ¿no?

—Mucha, mi Señor.

—Me preocupan, Rabban.

—¿Te preocupan?

—Oh… un noventa por ciento de ellos no me preocupa. Pero siempre hay alguien… Casas Menores y gentes así, cuya ambición podría empujarlos a algo peligroso. Si alguno de ellos abandonara Arrakis con alguna historia desagradable acerca de lo que ha ocurrido aquí, me sentiría muy disgustado. ¿Tienes idea de lo disgustado que me sentiría?

Rabban deglutió.

—Conviene que tomes inmediatamente medidas para procurarte un rehén de cada Casa Menor —dijo el Barón—. Fuera de Arrakis, todo el mundo debe creer que esto no ha sido más que una lucha de Casa contra Casa. Los Sardaukar no han tomado parte en ello, ¿comprendes? Al Duque se le ofreció la acostumbrada gracia del exilio, pero murió en un desafortunado accidente antes de que pudiera aceptar. Pero hubiera aceptado, seguro. Esta es la historia. Y cualquier rumor acerca de la presencia de los Sardaukar aquí deberá ser motivo de risas.

—Así lo quiere el Emperador —dijo Rabban.

—Así lo quiere el Emperador.

—¿Y los contrabandistas?

—Nadie cree a los contrabandistas, Rabban. Son tolerados, pero no creídos. De todos modos, puedes emplear un poco de corrupción al respecto… y algunas otras medidas que estoy seguro pensarás por ti mismo.

—Sí, mi Señor.

—Espero dos cosas de Arrakis, Rabban: beneficios, y un mando implacable. No ha de haber ninguna clemencia aquí. Piensa en esos lerdos y en lo que son… esclavos envidiosos de sus dueños, esperando la primera ocasión para rebelarse. No debes mostrar el menor vestigio de piedad ni de clemencia hacia ellos.

—¿Puede uno exterminar a todo un planeta? —preguntó Rabban.

—¿Exterminar? —El Barón volvió rápidamente la cabeza, mirando a Rabban con visible asombro—. ¿Quién ha hablado de exterminar?

—Bueno, he creído que tenías intención de traer nuevos contingentes y…

—He dicho estrujarlos, sobrino, no exterminarlos. No disminuyas la población, limítate tan sólo a someterla completamente. Tú has de ser el carnívoro, muchacho. —Sonrió, una expresión de bebé en su gordo rostro—. Un carnívoro no se detiene jamás. No tiene piedad. Nunca se para. La piedad es una quimera. El estómago gruñendo su hambre, la sed secando la garganta, bastan para eliminarla. Siempre has de tener hambre y sed. —El Barón acarició sus adiposidades bajo los suspensores—. Como yo.

—Ya veo, mi Señor.

Rabban lanzaba ojeadas a diestro y siniestro.

—¿Está todo claro ahora, sobrino?

—Excepto una cosa, tío: el planetólogo, Kynes.

—Ah, sí, Kynes.

—Es el hombre del Emperador, mi Señor. Puede ir y venir a su antojo. Y está muy ligado a los Fremen… se ha casado con una de ellos.

—Kynes estará muerto mañana por la noche.

—Es peligroso, tío, matar a un servidor Imperial.

—¿Cómo crees que he llegado tan lejos y tan rápidamente? —preguntó el Barón. Su voz era baja, cargada de innombrables implicaciones—. Además, no temas que Kynes pueda abandonar alguna vez Arrakis. Pareces olvidar que está intoxicado por la especia.

—¡Por supuesto!

—Los que saben lo que es esto se guardarán muy bien de poner en peligro su aprovisionamiento —dijo el Barón—. Kynes lo sabe muy bien.

—Lo había olvidado —dijo Rabban.

Se miraron mutuamente en silencio.

—Incidentalmente —dijo el Barón al cabo de un momento—, una de tus primeras tareas será procurarme un buen aprovisionamiento. Dispongo de un nada despreciable stock en mis almacenes, pero aquella suicida incursión de los hombres del Duque destruyó la mayor parte de la especia almacenada para la venta.

—Sí, mi Señor —asintió Rabban.

—Entonces —sonrió el Barón—, mañana por la mañana reunirás todo lo que quede de la organización de este lugar y les dirás: «Nuestro Sublime Emperador Padishah me ha encargado que tome posesión de este planeta y termine toda disputa».

—Comprendido, mi Señor.

—Esta vez estoy seguro de ello. Mañana discutiremos los detalles de todo. Ahora, déjame terminar de dormir.

El Barón desactivó el campo de la puerta y siguió a su sobrino con la mirada mientras salía.

Un cerebro blindado, pensó el Barón. Una mente musculosa y un cerebro blindado. Serán una pulpa sanguinolenta cuando él haya terminado con ellos. Entonces, cuando envíe a Feyd-Rautha a descargar este peso de sus hombros, lo acogerán como a su salvador. Amadísimo Feyd-Rautha. Feyd-Rautha el Benigno, el compasivo que vendrá a salvarlos de la bestia. Feyd-Rautha, el hombre al que seguirán y por el que morirán si es preciso. El muchacho que, cuando llegue el momento, sabrá cómo oprimir con impunidad. Estoy seguro de que es a él a quien necesito. Aprenderá. Y tiene un cuerpo tan adorable… Realmente, es un muchacho adorable.

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