Dune

Dune


Libro segundo: Muad’Dib » Capítulo 27

Página 33 de 66

27

A la edad de quince años, había aprendido ya el silencio.

De Historia de Muad’Dib para niños, por la PRINCESA IRULAN

Mientras luchaba con los controles del tóptero, Paul se dio cuenta de que estaban escapando de las entrecruzadas fuerzas de la tormenta. Su percepción superior a la de un Mentat le permitía calcular instantáneamente sobre las bases de los indicios más pequeños: las murallas de polvo, las depresiones, las corrientes de turbulencia, un ocasional vórtice.

El interior de la cabina era una caja sacudida furiosamente bajo la verdosa claridad de los diales. Afuera, el polvo era una pantalla continua, densa, de color ocre, pero sus sentidos internos empezaron a ver a través de aquella cortina.

Debo encontrar el vórtice adecuado, pensó.

Desde hacía rato había sentido que la violencia de la tormenta disminuía, aunque siguiera sacudiéndolos ferozmente. Esperó otra turbulencia.

El torbellino apareció, agitando frenéticamente el aparato como una gigantesca ola. Paul desafió el miedo e inclinó el tóptero hacia la izquierda.

Jessica vio la maniobra en la esfera de altitud.

—¡Paul! —exclamó.

El vórtice se apoderó de ellos, girando, empujándolos. El tóptero fue como una nave en un géiser, saltando arriba y abajo… una mota alada en una inmensa nube de polvo ululante iluminada por la luz de la segunda luna.

Paul miró hacia abajo, y vio la columna ascendente de viento cálido saturado de polvo que los había engullido y después regurgitado, vio la moribunda tormenta que proseguía su curso, como un río seco en el desierto… un rastro gris bajo el reflejo lunar que se iba haciendo cada vez más pequeño mientras ellos subían hacia lo alto.

—Hemos salido —jadeó Jessica.

Paul hizo girar su aparato fuera del polvo, acelerando bruscamente mientras escrutaba el cielo nocturno.

—Los hemos burlado —dijo.

Jessica sintió los acelerados latidos de su corazón. Se obligó a calmarse, mirando la tormenta que se perdía a lo lejos. Su sentido del tiempo le decía que habían cabalgado en aquella ciega furia de fuerzas elementales durante casi cuatro horas, pero parte de su mente calculaba que había sido toda una vida. Le pareció que volvían a nacer.

Ha sido como la letanía, pensó. La afrontamos sin ofrecer resistencia, y la tormenta ha pasado a través de nosotros, en torno a nosotros. Ha desaparecido, y nosotros hemos quedado.

—No me gusta el ruido de nuestras alas —dijo Paul—. Deben estar dañadas.

Notó las sacudidas a través de sus manos en los controles. Habían salido de la tormenta, pero aún no habían alcanzado la meta de su visión presciente. De todos modos se habían salvado, y Paul sintió que temblaba, en el umbral de una revelación.

Se estremeció.

La sensación era hipnótica y terrible, y se preguntó el por qué de aquella temblorosa consciencia. Parte de ella, pensó, era debida a la saturación de especia de todos los alimentos de Arrakis. Pero se convenció de que otra parte era debida a la letanía, como si las palabras tuvieran casi un poder propio.

«No conoceré el miedo…».

Causa y efecto: vivía a despecho de las fuerzas malignas, y se dio cuenta de que se acercaba a una nueva percepción que no hubiera podido tener lugar sin la magia de la letanía.

Palabras de la Biblia Católica Naranja resonaron en su memoria: «¿Acaso no nos falta un sentido para ver y oír el otro mundo que está a nuestro alrededor?».

—Hay rocas alrededor nuestro —dijo Jessica.

Paul se concentró en los controles del tóptero, agitando su cabeza para aclararla. Miró hacia donde señalaba su madre, viendo negras rocas que emergían de la arena delante y a su derecha. Sintió el viento en sus tobillos, una ráfaga de polvo en la cabina. Había un orificio en alguna parte, quizá causado por la tormenta.

—Será mejor posarnos en la arena —dijo Jessica—. Las alas pueden romperse en un frenazo brusco.

Paul indicó con la cabeza algunas rocas ante ellos, que surgían entre las dunas a la luz de la luna.

—Tomaremos tierra allí, entre esas rocas. Comprueba tu cinturón.

Ella obedeció, pensando: Tenemos agua y destiltrajes. Si encontramos comida, podremos sobrevivir largo tiempo en este desierto. Los Fremen viven aquí. Lo que puedan hacer ellos podemos hacerlo nosotros.

—Corre hacia las rocas en el mismo momento en que nos detengamos —dijo Paul—. Yo llevaré la mochila.

—Correr hacia… —se calló, asintiendo—. Gusanos.

—Nuestros amigos, los gusanos —corrigió él—. Se comerán este tóptero. No quedará el menor rastro de nuestro aterrizaje.

Qué directa es su lógica, pensó ella.

Se deslizaron lentamente, cada vez más lentamente…

Tuvieron la sensación de que algo se movía a su paso… las confusas sombras de las dunas, las rocas como islas en la arena. El tóptero tocó la cima de una duna con un ruido sedoso y saltó hacia adelante, tocando otra duna.

Está utilizando la arena como freno, pensó Jessica, y se permitió admirar su competencia.

—¡Sujétate bien! —advirtió Paul.

Accionó los mandos de las alas, suavemente al principio, luego más y más fuerte. Sintió cómo bloqueaban el aire, mientras el viento aullaba entre las cubiertas y las nervaduras.

Bruscamente, con un débil chasquido, el ala derecha, debilitada por la tormenta, giró hacia lo alto y cayó hacia atrás, chocando contra el costado del tóptero. El aparato escaló una duna hasta su cima, girando a la izquierda. Cayó por la cara opuesta, picando de nariz contra la siguiente duna en una cascada de arena. Se inmovilizaron inclinados hacia el lado del ala rota, con el ala intacta apuntando hacia las estrellas.

Paul se soltó el cinturón de seguridad, pasó al lado de su madre, ascendiendo, y empujó con violencia la portezuela. La arena cayó dentro de la cabina, llenándola de un olor a yesca quemada. Tomó la mochila de la parte de atrás, controlando que su madre se hubiera soltado el cinturón. Jessica salió, apoyándose en la estructura metálica, y Paul la siguió, arrastrando con él la mochila.

—¡Corre! —ordenó. Señaló una torre rocosa que se levantaba contra el arenoso viento en medio de una duna.

Jessica saltó del tóptero y corrió, tropezando y resbalando en la ladera de la duna. Oyó a Paul que la seguía jadeando. Alcanzaron la cresta arenosa que se curvaba en dirección a las rocas.

—Sigue la cresta —indicó Paul—. Iremos más aprisa.

Siguieron corriendo hacia las rocas. La arena parecía pegarse a sus pies y sorber hacia abajo.

Un nuevo sonido llegó entonces hasta ellos: un silbido mudo, un cuchicheo, un roce abrasivo.

—Un gusano —dijo Paul.

El sonido se hizo más intenso.

—¡Aprisa! —jadeó Paul.

El primer promontorio rocoso, como una playa surgiendo de la arena, no estaba a más de diez metros de ellos cuando oyeron a sus espaldas un horrible crujido de metal despedazado.

Paul pasó la mochila a su brazo derecho, sujetándola por las asas. Golpeó su costado mientras corría. Tomó el brazo de su madre con la otra mano. Escalaron el suelo rocoso, a lo largo de una superficie cubierta de guijarros, en un canal excavado por el viento. Su respiración se hizo seca y resollante en sus gargantas.

—No puedo correr más —jadeó Jessica.

Paul se detuvo, la empujó hacia una hendidura rocosa, se volvió y miró hacia el desierto. Una duna avanzaba paralelamente a su isla de roca… rizos de luz lunar, olas de arena, encrespaduras cuyas crestas, a la altura de los ojos de Paul, se divisaban a un kilómetro de distancia. La unión entre las sucesivas dunas formaba una curva única… un breve arco de circunferencia que intersectaba el punto donde habían abandonado el ornitóptero.

No había el menor signo del aparato.

El cúmulo en movimiento se alejó hacia el desierto, luego dio media vuelta y regresó al lugar primitivo, buscando algo.

—Es más grande que una nave de la Cofradía —murmuró Paul—. Había oído que los gusanos eran enormes en el desierto profundo, pero nunca llegué a pensar que fueran… tan grandes.

—Yo tampoco —jadeó Jessica.

La cosa se alejó nuevamente de las rocas, describiendo una gran curva hacia el horizonte. Permanecieron escuchando hasta que el rumor de su paso se confundió con el leve roce de la arena a su alrededor.

Paul inspiró profundamente, miró hacia la escarpadura iluminada por la luz lunar, y recitó del Kitab al-Ibar:

—«Viaja de noche y permanece en las sombras oscuras durante el día». —Miró a su madre—. Nos quedan aún algunas horas de noche. ¿Puedes seguir?

—Dentro de un momento.

Paul escaló la roca, ajustó la mochila a su hombro. Permaneció un momento inmóvil, con el paracompás en sus manos.

—Cuando estés lista —dijo.

Ella se acercó, caminando sobre las rocas, y sintió que las fuerzas iban volviendo.

—¿En qué dirección?

—Hacia donde conduce esta cresta —señaló.

—Hacia las profundidades del desierto —dijo ella.

—El desierto de los Fremen —susurró Paul.

E hizo una pausa, recordando la precisa imagen que se le había aparecido en una de sus visiones prescientes en Caladan. Había visto aquel desierto. Pero en su conjunto la visión era distinta, como una imagen óptica desaparecida de su consciencia después de haber sido absorbida por la memoria, y que ahora no encajaba perfectamente con la escena real. La visión parecía haber sido cambiada y aproximada a ellos en un ángulo distinto, mientras él permanecía inmóvil.

Idaho estaba con nosotros en la visión, recordó. Pero ahora Idaho está muerto.

—¿Sabes adónde tenemos que ir? —preguntó Jessica, engañándose con su vacilación.

—No —dijo él—, pero pongámonos en marcha.

Aseguró la mochila más fuertemente a sus hombros, y se encaminó con decisión a través de una hendidura excavada por la arena en la roca. La hendidura se abría sobre una meseta de roca bañada por la luna que, hacia el sur, se alzaba en una serie de terrazas.

Paul ascendió el primer escalón rocoso, seguido por Jessica. Notó como a su paso las cosas le revelaban lo que había de inmediato y particularmente… las bolsas de arena entre las rocas que frenaban su marcha, las crestas afiladas por el viento que cortaban sus manos, los obstáculos diseminados ante su camino que obligaban a una elección: ¿escalarlos o rodearlos? El terreno les imponía sus propios ritmos. Hablaban sólo cuando era necesario, y entonces sus voces eran roncas por el esfuerzo.

—Atención aquí… la arena es resbaladiza.

—Cuidado con ese saliente rocoso, no te golpees la cabeza.

—Permanece debajo de la cresta; la luna está a nuestra espalda, y cualquiera de nuestros movimientos podría ser visto.

Paul se detuvo en una oquedad de la roca, apoyando la mochila en un estrecho saliente.

Jessica descansó a su lado, agradecida por aquel momento de respiro. Oyó a Paul aspirar del tubo de su destiltraje, y ella también sorbió algo de su agua regenerada. Era insípida, y recordó las aguas de Caladan… una alta fuente cuyo chorro cerraba toda una curva del cielo, tal riqueza de agua que sólo podía ser distinguida por sus peculiaridades… sólo por su forma, por sus reflejos, por el sonido cuando uno se detenía a su lado.

Detenerse, pensó. Detenerse… detenerse realmente.

Esta era la verdadera felicidad, la posibilidad de detenerse, aunque sólo fuera por un instante. No había ninguna felicidad si uno no podía detenerse.

Paul avanzó por el saliente rocoso, se volvió, y empezó a escalar una superficie inclinada. Jessica lo siguió con un suspiro.

Surgieron a una amplia plataforma que costeaba, rodeándola, una pared rocosa cortada a pico. Siguieron avanzando al ritmo que les imponía aquel accidentado terreno.

Jessica percibía en la noche, bajo sus pies, bajo sus manos, las distintas dimensiones de las sustancias, hasta los más ínfimos grados de pequeñez: rocas o guijarros o cantos agudos o arena aglomerada o incluso arena o polvo o harina de arena.

El polvo obstruía los filtros nasales y era necesario soplar para limpiarlos. La arena aglomerada y los guijarros rodaban bajo sus pies y podían provocar una caída. Los cantos agudos cortaban.

Y las omnipresentes bolsas de arena se pegaban a los pies y succionaban.

Paul se detuvo bruscamente sobre una plataforma rocosa, sujetando a su madre para que no avanzara más.

Señaló algo a su izquierda, y ella miró a lo largo de su brazo y vio que se encontraban al borde de un acantilado que dominaba una porción de desierto parecido a un mar estático unos doscientos metros más abajo. Yacía debajo de ellos, con plateadas olas inmóviles a la luz de la luna… angulosas formas que se difuminaban en curvas y que, en la distancia, se fundían en el grisor confuso y opaco de otra escarpadura.

—El desierto abierto —dijo ella.

—Necesitaremos mucho tiempo para atravesarlo —dijo Paul, y su voz sonó sofocada por el filtro que cubría su rostro.

Jessica miró a derecha e izquierda… nada más que arena.

Paul observó fijamente las dunas, siguiendo el movimiento de las sombras al ritmo del paso de la luna.

—Unos tres o cuatro kilómetros hasta el otro lado —dijo.

—Los gusanos —dijo ella.

—Seguro que habrá.

Jessica se concentró en su cansancio, en sus doloridos músculos que disminuían sus sentidos.

—¿No sería mejor que nos quedáramos aquí y comiéramos algo?

Paul se quitó la mochila, se sentó y se apoyó en ella. Jessica se apoyó en su hombro con una mano para sostenerse y se dejó caer en la roca que había a su lado. Oyó a Paul volverse y buscar algo en la mochila.

—Aquí —dijo él.

Ella sintió que sus resecas manos depositaban dos cápsulas energéticas en su palma.

Las tragó, bebiendo un sorbo de agua que aspiró del tubo de su destiltraje.

—Bebe toda tu agua —dijo Paul—. Axioma: el mejor lugar para conservar tu agua es en tu cuerpo. Mantiene tu energía. Te hace fuerte. Ten confianza en tu destiltraje.

Ella obedeció, vaciando sus bolsillos de recuperación y sintiendo que la energía volvía a su cuerpo. Saboreó aquel momento de calma y descanso, y recordó las palabras que Gurney Halleck, el trovador guerrero, había dicho en una ocasión: «Es mejor una austera comida y un poco de calma que toda una casa llena de luchas y de suspicacias».

Jessica repitió las palabras a Paul.

—Es propio de Gurney —dijo él.

Ella captó el tono de su voz, como si estuviera hablando de alguien ya muerto, y pensó: Es probable que el pobre Gurney esté ya muerto. Todas las fuerzas de los Atreides estaban muertas o cautivas o perdidas como ellos en aquel mundo reseco.

—Gurney tenía siempre la frase apropiada —dijo Paul—. Es como si lo oyera ahora mismo: «Y secaré los ríos, y venderé la tierra a los perversos: y transformaré el lugar, y todo lo que hay en él, en una extensión árida, y todo ello por manos extranjeras».

Jessica cerró los ojos, conmovida hasta las lágrimas por la tristeza que emanaba de la voz de su hijo.

—¿Cómo te… encuentras? —preguntó Paul poco después.

Ella comprendió que la pregunta se refería a su embarazo.

—Tu hermana no nacerá hasta dentro de varios meses. Me siento… físicamente en forma.

Y pensó: ¡De qué modo tan rígidamente formal le hablo a mi hijo! Y, puesto que había una Manera Bene Gesserit de descubrir las motivaciones de un extraño comportamiento, buscó en su interior el origen de su frialdad: Tengo miedo de mi hijo: tengo miedo de lo extraño que hay en él; me atemoriza lo que puede ver ante nosotros, en nuestro camino, lo que puede decirme.

Paul bajó su capucha sobre sus ojos, escuchando los sutiles ruidos de la noche. Sus pulmones estaban llenos de su propio silencio. La nariz le picaba. Se la rascó, se quitó el filtro, y percibió el intenso olor a canela en el aire.

—Hay melange cerca de aquí —dijo.

Un viento ligero acarició sus mejillas e hizo agitarse los pliegues de su albornoz. Pero aquel viento no anunciaba ninguna tormenta; podía sentir la diferencia.

—Se acerca el alba —dijo.

Jessica asintió.

—Hay un modo de atravesar sin peligro esa arena abierta —dijo Paul—. Los Fremen lo usan.

—¿Y los gusanos?

—Si plantamos un martilleador de nuestra Fremochila en aquellas rocas de allí —dijo Paul—, tendremos ocupado a un gusano durante un tiempo.

Ella miró al desierto bajo la luz de la luna, entre ellos y la otra escarpadura.

—¿Tanto tiempo como cuatro kilómetros?

—Quizá. Y si consiguiéramos cruzar la extensión produciendo tan sólo ruidos naturales, el tipo de ruidos que no atraen a los gusanos…

Paul estudió el desierto abierto, buscando en su memoria presciente, encontrando las misteriosas alusiones a los martilleadores y a los garfios de doma que había leído en el manual de la Fremochila. Le parecía extraño sentir tan sólo aquel absoluto terror hacia los gusanos. Era como si, justo en el centro de su percepción, residiera la convicción de que los gusanos debían ser respetados y no temidos… sí… sí…

Agitó la cabeza.

—Tienen que ser ruidos carentes de todo ritmo —dijo Jessica.

—¿Qué? ¡Oh! Sí. Si caminamos irregularmente… la propia arena suele caer de cuando en cuando. Los gusanos no pueden investigar cada pequeño sonido que les llega. Pero debemos estar completamente descansados para esto.

Miró en dirección a la otra pared rocosa, observando el paso del tiempo a través de las sombras verticales creadas por la luz lunar.

—El alba estará aquí dentro de una hora.

—¿Dónde pasaremos el día? —preguntó Jessica. Paul giró a la izquierda y señaló.

—El acantilado se curva allí hacia el norte. Puedes ver que en aquel lugar el viento ha corroído la superficie. Encontraremos grietas.

—¿No sería mejor partir inmediatamente? —preguntó ella. Él se levantó, ayudándola a ponerse en pie.

—¿Has descansado bastante para el descenso? Quiero llegar lo más cerca posible del desierto antes de acampar.

—Bastante —asintió ella, invitándole a abrir la marcha.

Él vaciló, luego cargó la mochila, la sujetó a sus hombros y echó a andar a lo largo de la roca.

Si al menos tuviéramos suspensores, pensó Jessica. Sería muy sencillo saltar hasta allí. Pero quizá los suspensores son otra de las cosas que no pueden ser usadas en pleno desierto. Tal vez atraigan a los gusanos igual que un escudo.

Llegaron a una serie de terrazas que descendían, y más abajo vieron una fisura, delineada por el claro de luna, que se hundía en la pared.

Paul inició el descenso, moviéndose cautelosamente pero rápido, porque era obvio que la luz lunar no iba a durar mucho. Se sumergieron en un mundo de sombras más y más profundas. Formas rocosas apenas visibles ocultaron las estrellas a su alrededor. La hendidura se estrechó hasta tener sólo diez metros de ancho, al borde de una pendiente de arena gris que se hundía hacia abajo en las tinieblas.

—¿Podemos descender? —murmuró Jessica.

—Creo que sí.

Probó la superficie con un pie.

—Podemos deslizarnos —dijo—. Yo iré primero. Espera hasta que me oigas detenerme.

—Sé prudente —dijo ella.

Paul avanzó por la pendiente, deslizándose y resbalando hacia abajo por la blanda superficie hasta encontrar un tramo casi llano de arena endurecida. El lugar quedaba encajado entre murallas rocosas.

Entonces oyó el ruido de la arena deslizándóse tras él. Se volvió, intentó mirar hacia arriba de la pendiente en la oscuridad, y fue embestido por una avalancha de arena. Luego, de nuevo el silencio.

—¿Madre? —llamó.

No obtuvo respuesta.

—¿Madre?

Dejó la mochila y trepó por la pendiente, arañando, escarbando, apartando la arena con sus manos como un animal enloquecido.

—¡Madre! —gritó—. Madre, ¿dónde estás?

Otra cascada de arena lo embistió, cubriéndolo hasta la cintura. Se extrajo violentamente.

Ha quedado atrapada por la avalancha, pensó. Sepultada por ella. Debo calmarme y proceder con precaución. No se asfixiará inmediatamente. Entrará en suspensión bindu para reducir el consumo de oxígeno. Sabe que estoy excavando en su busca.

A la Manera Bene Gesserit que ella le había enseñado, Paul aplacó el furioso latir de su corazón y redujo su mente a un espacio vacío donde podían aparecer de nuevo los últimos momentos del pasado reciente. Cada movimiento parcial, cada contorsión de la avalancha, surgieron de nuevo en su memoria, moviéndose con enorme lentitud, aunque el tiempo real de la evocación fue apenas de una décima de segundo.

Entonces, Paul se movió en diagonal a lo largo de la pendiente, sondeando cautelosamente hasta encontrar una de las paredes de la fisura y un saliente de ésta. Entonces empezó a excavar, moviendo lentamente la arena a fin de no provocar una nueva avalancha. Sus dedos tropezaron con un trozo de tela. Lo siguió, encontró un brazo. Suavemente, tiró de él, descubrió el rostro.

—¿Puedes oírme? —susurró.

Ninguna respuesta.

Excavó más aprisa, liberando los hombros. El cuerpo estaba fláccido bajo sus manos, pero detectó el débil latir del corazón.

Suspensión bindu, se dijo.

La liberó de arena hasta el talle, pasó los brazos bajo sus hombros y tiró de ella hacia la parte baja de la pendiente, lentamente al principio, luego más rápido, sintiendo que la arena se abría y soltaba su presa. Tiró más y más aprisa, jadeando por el esfuerzo, luchando por mantener su equilibrio. Tiró hasta encontrar bajo sus pies el suelo firme de la fisura y entonces, cargando el cuerpo sobre su hombro, echó a correr desesperadamente al tiempo que toda la ladera arenosa se precipitaba a sus espaldas retumbando entre las paredes rocosas.

Se detuvo al final de la fisura, mirando hacia la ininterrumpida extensión de dunas del desierto, unos treinta metros más abajo. Depositó suavemente el cuerpo sobre la arena, murmurando la palabra que la haría salir de la catalepsia.

Ella volvió lentamente en sí, su respiración se hizo más profunda.

—Sabía que me encontrarías —susurró. Él se volvió hacia la fisura.

—Quizá hubiera sido mejor que no te hubiera encontrado.

—¡Paul!

—He perdido la mochila —dijo él—. Está sepultada bajo cien toneladas de arena… como mínimo.

—¿Todo?

—El agua de reserva, la destiltienda… todo lo que importaba —tocó uno de sus bolsillos—. Tengo aún el paracompás —palpó la bolsa colgada a su cintura—. También el cuchillo y los binoculares. Al menos, podremos echar una buena mirada al lugar donde vamos a morir.

En aquel instante el sol apareció sobre el horizonte, en algún lugar a su izquierda, más allá de la fisura. Los colores refulgieron en la arena por encima del desierto abierto. Un coro de pájaros entonó sus cantos en los múltiples nidos entre las rocas.

Pero Jessica sólo tenía ojos para la desesperación que se reflejaba en el rostro de Paul. Había un tono despectivo en su voz cuando dijo:

—¿Esto es lo que te ha sido enseñado?

—¿Pero no comprendes? —preguntó él—. Todo lo que necesitábamos para sobrevivir en este lugar está debajo de esta arena.

—Me has encontrado a mí —dijo ella, y su voz era ahora dulce y razonable.

Paul se acuclilló, apoyándose sobre sus talones.

Tras un momento, miró hacia arriba de la fisura, estudiando la nueva pendiente que se había formado, notando la blandura de la arena.

—Si tan sólo pudiéramos inmovilizar una pequeña zona de esta pendiente y perforar un pozo en la arena, quizá pudiéramos llegar hasta la mochila. Pero necesitamos agua para esto, y no tenemos suficiente para… —se interrumpió de golpe—. Espuma —dijo.

Jessica permaneció inmóvil, temiendo interrumpir el hiperfuncionamiento de su mente.

Paul miró hacia las dunas, buscando con su olfato y también con sus ojos, encontrando la dirección y concentrando su atención en una zona de arena más oscura bajo ellos.

—Especia —dijo—. Su esencia es altamente alcalina. Y tengo aún el paracompás. Su pila de energía contiene ácido.

Jessica se apoyó contra la roca.

Paul la ignoró, saltó sobre sus pies y avanzó a través de la superficie endurecida por el viento que penetraba por el fondo de la hendidura en dirección al desierto.

Jessica observó su modo de avanzar, extraño e irregular: un paso… pausa; dos pasos… deslizamiento… pausa…

No había el menor ritmo que pudiera revelar a cualquier gusano al acecho que algo extraño al desierto se movía sobre él.

Paul alcanzó el yacimiento de especia, recogió un montón de ella y la guardó en un pliegue de su ropa, regresando hacia la fisura. Depositó la especia sobre la arena, ante Jessica, se acuclilló y comenzó a desmontar el paracompás, utilizando la punta de su cuchillo. La cara superior del paracompás se abrió. Se quitó la faja, colocó las piezas del compás en ella, sacó la pila de energía. Después sacó el dial del mecanismo, dejando un compartimiento vacío en el instrumento.

—Necesitarás agua —dijo Jessica.

Paul tomó el extremo del tubo de su cuello, aspiró una bocanada y la escupió en el compartimiento vaciado.

Si no lo consigue será agua malgastada, pensó Jessica. Pero de todos modos no tendrá importancia.

Con ayuda de su cuchillo, Paul abrió la pila de energía, esparciendo sus cristales en el agua. Espumearon ligeramente, y luego se aquietaron.

Los ojos de Jessica captaron un movimiento sobre ellos. Miró hacia arriba y vio una hilera de halcones perchados en lo alto de la fisura. Miraban fijamente al agua.

¡Gran Madre!, pensó. ¡Pueden sentir el agua hasta a esa distancia!

Paul había vuelto a colocar la tapa del paracompás, quitando el botón de reglaje para dejar una pequeña salida al líquido. Aferrando con una mano el instrumento así transformado, y con la otra un puñado de especia, Paul ascendió hasta la fisura, estudiando la pendiente. Su ropa, sin el cinturón, flotaba a su alrededor. Avanzó hundiendo sus pies en la pendiente, provocando pequeños riachuelos de arena.

En un determinado momento se detuvo, metió una pizca de especia en el paracompás y sacudió la caja del instrumento.

Una espuma verde rebulló surgiendo por el orificio del botón de reglaje. Paul la hizo caer sobre la pendiente, trazando un pequeño dique que consolidó inmediatamente, añadiéndole arena y derramando después más espuma.

Jessica avanzó desde su posición en la parte baja de la pendiente y preguntó:

—¿Puedo ayudarte?

—Ven aquí y excava —dijo él—. Faltan aún tres metros. No sé si conseguiremos llegar. —Mientras hablaba, la espuma dejó de surgir del instrumento—. Apresúrate —dijo—. No sé por cuánto tiempo aguantará la arena.

Jessica se reunió con él mientras Paul echaba una nueva cantidad de especia en el aparato, agitando el paracompás. La espuma volvió a surgir.

Mientras Paul seguía consolidando la barrera, Jessica excavó con las manos, echando la arena por la pendiente.

—¿Cuánto falta? —jadeó.

—Alrededor de tres metros —dijo él—. Y sólo puedo calcular aproximadamente la posición. Quizá tendremos que ensanchar el pozo. —Dio un paso hacia un lado, resbalando en la blanda arena—. Excava oblicuamente de través, no hacia abajo.

Jessica obedeció.

Lentamente, el pozo se hizo más profundo, alcanzando el nivel de la depresión externa sin que apareciera ningún signo de la mochila.

¿Habré equivocado mis cálculos?, se preguntó Paul. Me he dejado llevar por el pánico y esto ha ocasionado el error. ¿Acaso esto ha disminuido mi habilidad?

Examinó el paracompás. Quedaban sólo unos cincuenta gramos de la infusión ácida.

Jessica se irguió en el pozo, pasando por su mejilla una mano manchada de espuma. Sus ojos encontraron los de Paul.

—A la altura de tu cabeza —dijo Paul—. Lentamente ahora.

Añadió otra pizca de especia al recipiente, echando la bullente espuma alrededor de las manos de Jessica a medida que esta iba cortando una hendidura vertical a lo largo de la pared del pozo. A la segunda tentativa, sus manos tropezaron con algo duro. Lentamente, liberó un trozo de correa y una anilla de plástico.

—No lo muevas más —dijo Paul, y su voz era ahora un susurro—. No tenemos más espuma.

Jessica sujetó la correa con una mano y miró hacia arriba.

Paul tiró el paracompás vacío al fondo de la depresión.

—Dame tu otra mano —dijo—. Ahora escúchame atentamente. Voy a tirar de ti fuertemente hacia abajo, a lo largo de la pendiente. No sueltes la correa, no va a caer mucha arena de arriba. La pendiente ha quedado estabilizada. Intentaré mantener tu cabeza fuera de la arena. Cuando el pozo se haya llenado, podré sacarte junto con la mochila.

—Comprendo —dijo ella.

—¿Preparada?

—Preparada —tensó sus dedos en torno a la correa.

Con un fuerte tirón, Paul la sacó a medias del pozo, manteniendo su cabeza levantada mientras la barrera de espuma caía hacia el fondo del pozo. Cuando se estabilizó, Jessica estaba fuera hasta el busto, aunque con un brazo y un hombro metidos en la arena, pero con su barbilla protegida por un pliegue de la ropa de Paul. El hombro le dolía por la tensión.

—Sigue sujetando la correa —dijo él.

Lentamente, Paul hundió su mano en la arena junto a la de ella, encontrando la correa.

—Los dos a la vez —dijo—. Tensión constante. No debemos romperla.

Más arena se precipitó mientras tiraban de la mochila. Cuando la correa apareció, Paul se detuvo y liberó completamente a su madre de la arena. Después, juntos, terminaron de extraer la mochila de su prisión arenosa.

Unos minutos más tarde estaban ambos de pie en el suelo de la fisura, con la mochila entre ellos.

Paul miró a su madre. La espuma manchaba su rostro y su ropa. La arena se había encostrado en los lugares donde la espuma se había secado. Parecía que la hubieran tomado como blanco con pegotes de arena verde.

—Se te ve más bien sucia —dijo él.

—Tú tampoco estás muy limpio —dijo ella. Se echaron a reír, luego se calmaron.

—Todo esto no tenía que haber sucedido —dijo Paul—. No presté bastante atención.

Ella se encogió de hombros, y notó cómo la arena caía de sus ropas.

—Plantaré la tienda —dijo Paul—. Es mejor que te quites la ropa y la sacudas. —Se volvió, inclinándose sobre la mochila.

Jessica asintió con la cabeza, repentinamente demasiado cansada para hablar.

—Hay agujeros de anclaje en esta roca —dijo Paul—. Alguien ha plantado su tienda aquí antes.

¿Por qué no?, pensó ella, mientras sacudía sus ropas. Era un lugar muy adecuado: protegido por las paredes rocosas y haciendo frente a otro farallón a cuatro kilómetros de distancia… lo bastante alto sobre el desierto como para evitar los gusanos, y lo bastante cerca como para llegar rápidamente a él e iniciar la travesía.

Se volvió viendo que Paul había levantado ya la tienda, cuyas nervaduras de la cúpula se confundían con las paredes rocosas de la fisura. Paul se adelantó, portando los binoculares. Ajustó su presión interna con un gesto rápido, enfocó las lentes de aceite hacia el otro farallón, que se levantaba frente a ellos a través de la arena como una barrera dorada a la luz matutina.

Jessica observó cómo estudiaba aquel apocalíptico paisaje, explorando los cañones y ríos de arena.

—Hay cosas que crecen allí abajo —dijo.

Jessica fue a tomar los otros binoculares de la mochila junto a la tienda y se situó de pie junto a Paul.

—Allí —dijo Paul, sujetando los binoculares con una mano y señalando con la otra.

Jessica miró hacia la dirección apuntada.

—Saguaro —dijo—. Hierbas secas.

—Puede que haya alguien en las inmediaciones —dijo Paul.

—Tal vez los restos de una estación experimental botánica —observó ella.

—Estamos muy lejos hacia el sur, en pleno desierto —dijo él. Bajó los binoculares, rascándose bajo su filtro, notando sus labios secos y cortados y sintiendo en su boca el gusto del polvo y de la sed—. Parece un lugar Fremen —dijo.

—¿Estamos seguros de que los Fremen se mostrarán amistosos? —preguntó ella.

—Kynes nos prometió su ayuda.

Pero hay desesperación en la gente de este desierto, pensó ella. Yo la he notado en mí misma hoy. Una gente desesperada podría matarnos por nuestra agua.

Cerró los ojos y, sobre aquel vasto desierto, conjuró en su mente una escena de Caladan. Era un viaje de vacaciones en Caladan: ella y el Duque Leto, antes de que naciera Paul. Habían volado sobre las junglas del sur, sobre la tupida hierba salvaje de las sabanas y los arrozales de los deltas. Y en todo aquel verde habían visto largas hileras de hormigas: hombres transportando sus cargas mediante suspensores anclados a las pértigas colocadas sobre sus hombros. Y en el mar, los blancos pétalos de los trimaranes dhows.

Todo aquello había terminado.

Jessica abrió sus ojos al silencio del desierto, al ominoso calor diurno. Los inquietos demonios del calor hacían temblar el aire por encima de las arenas abiertas del desierto. La otra roca frente a ellos parecía envuelta en niebla.

Por un instante, una lluvia de arena formó una impalpable cortina al extremo de la fisura. La arena chirriaba por todas partes, esparcida por la brisa matutina, por los halcones que empezaron a alzar el vuelo en la cima del farallón. Cuando se hubo depositado, le pareció seguir oyendo su silbido. Era cada vez más intenso, un sonido que, una vez oído, ya no se podía olvidar.

—Un gusano —murmuró.

Apareció a su derecha, con una serena majestad que no podía ser ignorada. Un túmulo de arena en movimiento que cortaba la línea de dunas, atravesando su campo de visión. En un momento determinado, frente a ellos, el túmulo se empinó, cortando la arena como la proa de una nave corta el agua. Luego cambió de dirección, desapareciendo a su izquierda.

El sonido disminuyó, murió.

—He visto fragatas espaciales más pequeñas —murmuró Paul.

Jessica asintió, continuando con la mirada fija en el desierto. Allí donde había pasado el gusano quedaba un rastro turbador, un surco sin fin curvándose ante ellos bajo el horizonte, como doblado entre el cielo y la arena.

—Cuando hayamos descansado —dijo Jessica— continuaremos con tus lecciones.

Paul dominó una brusca irritación.

—Madre —dijo—, ¿no crees que podríamos pasarnos sin…?

—Hoy te has dejado arrastrar por el pánico —dijo ella—. Quizá conozcas mejor que yo tu mente y tu sistema nervioso bindu, pero aún tienes mucho que aprender de la musculatura prana. A veces el cuerpo actúa por sí mismo, Paul, y puedo enseñarte algo al respecto. Debes aprender a controlar cada músculo, cada fibra de tu cuerpo. Tus manos, por ejemplo. Comenzaremos con los músculos de los dedos, los tendones de la palma y la sensibilidad de las yemas. —Se volvió—. Entremos en la tienda ahora.

Paul flexionó los dedos de su mano izquierda, mirando a su madre que se introducía a través de la válvula a esfínter, sabiendo que nada podría apartarla de su determinación… que tendría que doblegarse a ella.

Cualquier cosa que me hayan hecho, yo me he prestado siempre a ello, pensó.

¡Examinar su mano!

La miró de nuevo. Parecía tan inadecuada cuando se la comparaba con criaturas tales como aquel gusano…

Ir a la siguiente página

Report Page