Dune

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Libro segundo: Muad’Dib » Capítulo 34

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Dios creó Arrakis para probar a los fieles.

De La Sabiduría de Muad’Dib, por la PRINCESA IRULAN

En la oscuridad de la caverna, Jessica oyó el chirriar de la arena sobre la roca mientras la gente se movía, la distante llamada de pájaros que Stilgar había dicho eran las señales de sus centinelas.

Los grandes sellos de plástico fueron retirados de las aberturas de la caverna. Jessica vio las sombras del atardecer avanzando por las rocas y después por la depresión abierta bajo ellas. Sintió la retirada del día, la sintió en el seco calor y en las sombras. Sabía que muy pronto su adiestrada consciencia le proporcionaría lo que los Fremen obviamente ya tenían… la habilidad de captar hasta el menor cambio en la humedad del aire.

¡Cómo se habían apresurado a ajustar sus destiltrajes cuando la caverna fue abierta!

En las profundidades de la caverna, alguien empezó a cantar:

¡Ima trava okolo!

¡I korenja okolo!

Jessica tradujo silenciosamente: ¡Esas son las cenizas! ¡Y esas son las raíces!

La ceremonia funeral por Jamis había comenzado.

Miró hacia el ocaso arrakeno, hacia las franjas de color que se desplegaban en el cielo. La noche empezaba a arrojar sus primeras sombras sobre las lejanas rocas y las dunas.

Pero el calor persistía.

El calor la forzó a pensar en el agua, en todo aquel pueblo entrenado a tener sed tan sólo en los momentos precisos.

Sed.

Recordó las olas al claro de luna en Caladan, y la espuma sobre las rocas como tela bordada… y el viento saturado de humedad. Ahora la brisa que agitaba sus ropas secaba las partes de su piel expuestas de sus mejillas y su mentón. Los nuevos filtros nasales la irritaban, y descubrió que el conocimiento de aquel tubo que iba desde su rostro hasta las profundidades del traje, recuperando la humedad de su respiración, la fastidiaba.

El propio traje era como un baño turco.

«Tu traje te parecerá más confortable cuando tu cuerpo contenga menos agua», le había dicho Stilgar.

Sabía que tenía razón, pero este conocimiento no la hacía sentirse más cómoda en aquel momento. La inconsciente preocupación por el agua era un peso en su mente. No, se corrigió: es la humedad lo que me preocupa.

Y este era un problema más sutil y profundo.

Oyó pasos acercándose, se volvió y vio a Paul salir de las profundidades de la caverna, seguido por Chani y su rostro de elfo.

Hay otra cosa, pensó Jessica. Paul debe ser advertido acerca de sus mujeres. Una de esas mujeres del desierto no será nunca una esposa digna de un Duque. Una concubina, sí, pero nunca una esposa.

Después se dijo, maravillándose: ¿Acaso me ha convencido con sus proyectos? Y ella sabía lo bien condicionada que había sido. Puedo pensar en las necesidades matrimoniales de la nobleza sin siquiera recordar mi propio concubinato. Sin embargo… yo era algo más que una concubina.

—Madre.

Paul se detuvo ante ella. Chani se detuvo a su lado.

—Madre, ¿sabes lo que están haciendo allí al fondo?

Jessica observó la sombría mirada de sus ojos bajo la capucha.

—Creo que sí.

—Chani me lo ha mostrado… porque se supone que debo verlo y dar mi… consentimiento acerca de la medida del agua.

Jessica miró a Chani.

—Están recuperando el agua de Jamis —dijo Chani, y su voz tenía un acento nasal a causa de los filtros—. Es la norma. La carne pertenece a la persona, pero el agua pertenece a la tribu… excepto en el combate.

—Dicen que el agua es mía —dijo Paul.

Jessica se preguntó por qué todo aquello despertaba de pronto su desconfianza.

—El agua del combate pertenece al vencedor —dijo Chani—. Es debido a que uno tiene que combatir sin destiltraje. El vencedor tiene derecho a recuperar el agua que ha perdido en la lucha.

—No quiero esa agua —murmuró Paul. Sentía como si formara parte de muchas imágenes distintas que se agitaban simultáneamente de un modo fragmentario que desconcertaba su visión interior. No estaba seguro de lo que haría, pero estaba convencido de algo: no quería el agua destilada de la carne de Jamis.

—Es… agua —dijo Chani.

Jessica se maravilló del modo cómo lo decía. «Agua». Algo más significativo que un simple sonido. Un axioma Bene Gesserit acudió a su mente: «La supervivencia es la habilidad de nadar en aguas extrañas». Y Jessica pensó: Paul y yo tenemos que encontrar las corrientes favorables en estas aguas extrañas… si queremos sobrevivir.

—Aceptarás esta agua —dijo Jessica.

Reconoció el tono de su propia voz. Había usado el mismo tono con Leto, cuando le había dicho al desaparecido Duque que aceptara una gruesa suma ofrecida a cambio de su participación en una arriesgada empresa… simplemente porque el dinero contribuía a la potencia de los Atreides.

En Arrakis, el agua era dinero. Lo había visto con claridad.

Paul permaneció silencioso, sabiendo que haría lo que ella le había ordenado… no porque fuera una orden, sino porque el tono de voz empleado por ella lo obligó a reconsiderar las cosas. Rehusar el agua significaría romper con las prácticas Fremen que habían aceptado.

Entonces, Paul recordó las palabras del Kalima 467 de la Biblia Católica Naranja de Yueh.

—El agua es el inicio de toda vida —dijo.

Jessica lo miró. ¿Dónde ha aprendido esa cita?, se preguntó. Jamás ha estudiado los misterios.

—Así está dicho —dijo Chani—. Giudichar mantiene: está escrito en el Shah-Nama que el agua ha sido el origen de toda cosa creada.

Sin ninguna razón que pudiera explicar (y esto la asustó mucho más que la propia sensación), Jessica se estremeció repentinamente. Se volvió para disimular su turbación, y en aquel mismo momento el sol se puso. Un violento estallido de colores llenó el cielo mientras el sol desaparecía tras el horizonte.

—¡Es el momento!

La voz de Stilgar resonó por toda la caverna:

—El alma de Jamis ha sido muerta, Jamis ha sido llamado por Él, por Shai-Hulud, el cual ha ordenado las fases de las lunas que se desvanecen cada día un poco más, hasta que sean al final tan sólo ramitas desecadas —la voz de Stilgar bajó de tono—. Así ha ocurrido con Jamis.

El silencio cayó como un palpable velo en la caverna.

Jessica vio la sombra gris de los movimientos de Stilgar como la silueta de un fantasma en las tenebrosas vísceras de la caverna. Miró de nuevo a la depresión, sintiendo el frescor de la noche.

—Que los amigos de Jamis se acerquen —dijo Stilgar.

Algunos hombres se movieron tras Jessica, colocando una cortina en la abertura. Un solo globo fue iluminado muy arriba, al fondo de la caverna. Su amarillo resplandor reveló figuras humanas en movimiento. Jessica escuchó el lento roce de ropas.

Chani avanzó un paso, como atraída por la luz.

Jessica se acercó al oído de Paul, diciéndole en el código familiar:

—Síguelos, muchacho; haz lo que ellos hagan. Será una simple ceremonia para aplacar el alma de Jamis.

Será mucho más que esto, pensó Paul. Experimentó una sensación lacerante en lo profundo de su conciencia, como si intentara inmovilizar algo que estaba en perenne movimiento.

Chani se deslizó al lado de Jessica y tomó su mano.

—Ven, Sayyadina. Nosotras debemos permanecer a un lado.

Paul las observó mientras se apartaban entre las sombras, dejándolo solo. Se sintió abandonado.

Los hombres que habían colocado la cortina se le acercaron.

—Ven, Usul.

Dejó que lo guiaran, que lo empujaran hasta el interior de un círculo de gente que se había formado alrededor de Stilgar, el cual permanecía de pie bajo el globo y al lado de un objeto informe y anguloso sobre el suelo de roca, cubierto con unas ropas.

Los asistentes se acuclillaron en el suelo a un gesto de Stilgar, con sus ropas siseando por el movimiento. Paul siguió su ejemplo, observando fijamente a Stilgar, notando que bajo el globo sus ojos parecían dos profundos pozos, mientras la tela verde brillaba en torno a su cuello. Después, Paul dirigió su atención hacia lo que tenía Stilgar a sus pies, cubierto por unas ropas, y reconoció el mango de un baliset surgiendo por un lado de la ropa.

—El espíritu deja el agua del cuerpo cuando se levanta la primera luna —entonó Stilgar—. Así está dicho. Cuando se levante la primera luna, esta noche, ¿a quién llamará?

—Jamis —dijeron los demás a coro.

Stilgar giró sobre uno de sus talones, paseando su mirada por el círculo de rostros.

—Yo era amigo de Jamis —dijo—. Cuando el halcón mecánico planeó sobre nosotros en el Agujero-en-la-Roca, fue Jamis quien me puso al abrigo.

Se inclinó, tomó las ropas que cubrían el bulto.

—Como amigo de Jamis tomo estas ropas… es el derecho del jefe —se echó las ropas al hombro y se irguió.

Entonces, Paul vio el contenido de lo que tapaban las ropas: el gris relucir de un destiltraje, un litrojon abollado, un pañuelo con un pequeño libro en su centro, el mango sin hoja de un crys, una funda vacía, un fragmento de tejido doblado, un paracompás, un distrans, un martilleador, un montón grande como un puño de garfios metálicos, un surtido de pequeñas rocas envueltas en un trozo de tela, un montón de plumas atadas juntas… y el baliset puesto a un lado.

Así que Jamis tocaba el baliset, pensó Paul. El instrumento le recordó a Gurney Halleck y todo aquello que había perdido. Paul sabía, gracias a su memoria del futuro, que algunas líneas de probabilidad podían conducir a un encuentro con Halleck, pero las intersecciones eran pocas y confusas. Esto lo inquietó. El factor de incertidumbre lo dejaba perplejo. Esto quiere decir que tal vez yo haré algo… que podré hacerlo, que destruirá a Gurney… o le devolverá a la vida… o…

Paul tragó saliva, agitando su cabeza.

Stilgar se inclinó de nuevo sobre el montón.

—Para la mujer de Jamis y para los guardias —dijo. Las pequeñas rocas y el libro desaparecieron entre los pliegues de las ropas.

—El derecho del jefe —entonaron los demás.

—El marcador del servicio de café de Jamis —dijo Stilgar, y tomó un disco plano de metal verde—. Será ofrecido a Usul en la ceremonia que seguirá a nuestra vuelta al sietch.

—El derecho del jefe —entonaron los demás.

Finalmente, tomó el mango del crys y se irguió con él en la mano.

—Para la llanura funeral —dijo.

—Para la llanura funeral —respondieron los demás.

En su lugar en el círculo, frente a Paul, Jessica asintió con la cabeza, reconociendo las antiguas fuentes del rito, y pensó: El encuentro entre ignorancia y conocimiento, entre brutalidad y cultura… todo comienza con la dignidad con la cual tratamos a nuestros muertos. Miró a Paul, preguntándose: ¿Habrá captado esto? ¿Sabrá lo que debe hacer?

—Nosotros somos los amigos de Jamis —dijo Stilgar—. No lloramos a nuestros muertos como una bandada de garvarg.

Un hombre de barba gris a la izquierda de Paul se puso en pie.

—Yo era un amigo de Jamis —dijo. Avanzó hacia el montón, tomó el distrans—. Cuando me faltó el agua en el asedio de los Dos Pájaros, Jamis compartió conmigo la suya —el hombre regresó a su lugar en el círculo.

¿Se supone que yo también debo decir que era un amigo de Jamis?, se preguntó Paul. ¿Están esperando de mí que tome algo de este montón? Vio los rostros que se volvían furtivamente hacia él, desviando después la mirada. ¡Lo están esperando!

Otro hombre en la parte opuesta a Paul se levantó, se acercó al montón y tomó el paracompás.

—Yo era un amigo de Jamis —dijo—. Cuando la patrulla nos sorprendió en el Recodo-del-Risco y fui herido, Jamis atrajo su atención sobre él y consiguió que los demás nos salváramos —volvió a su lugar en el círculo.

Paul vio de nuevo rostros vueltos hacia él, y captó la expectación en ellos. Bajó los ojos. Un codo lo tocó, y una voz susurró:

—¿Traerás la destrucción sobre nosotros?

¿Cómo puedo decir que era su amigo?, se preguntó Paul.

Otra silueta se separó del círculo frente a Paul y, cuando el encapuchado rostro llegó bajo la luz, reconoció a su madre. Tomó un pañuelo del montón.

—Yo era una amiga de Jamis —dijo—. Cuando el espíritu de los espíritus que estaba en él vio lo necesaria que era la verdad, aquel espíritu lo abandonó y perdonó a mi hijo —regresó a su lugar.

Y Paul recordó el desprecio en la voz de su madre cuando, tras el combate, le dijo: «¿Cómo se siente uno sabiéndose un asesino?».

Una vez más, los rostros se volvieron hacia él, y sintió la rabia y el miedo en el grupo. Un fragmento de un librofilm que su madre le había proyectado una vez sobre «El Culto a los Muertos», vino a la memoria de Paul. Supo lo que tenía que hacer. Lentamente, Paul se puso en pie.

Un suspiro corrió a lo largo del círculo.

Mientras avanzaba hacia el centro del círculo, Paul notó que su yo disminuía progresivamente. Era como si hubiese perdido un fragmento de sí mismo y supiera que iba a encontrarlo allí. Se inclinó sobre el montón de objetos y tomó el baliset. Una cuerda sonó suavemente al tropezar con algo en la pila.

—Yo era un amigo de Jamis —murmuró Paul en voz muy baja. Notó que los ojos le ardían. Se esforzó en hablar más alto—. Jamis me enseñó que… cuando… cuando uno mata… tiene que pagar por ello. Me hubiera gustado poder conocer mejor a Jamis.

Sin ver nada, regresó a su lugar en el círculo y se dejó caer en el suelo de roca.

Una voz siseó:

—¡Ha derramado lágrimas!

Hubo un murmullo a lo largo del círculo:

—¡Usul ha dado humedad al muerto!

Unos dedos rozaron sus mejillas, oyó exclamaciones ahogadas. Jessica, oyendo las voces, percibió el profundo origen de aquellas reacciones, se dio cuenta de las terribles inhibiciones ligadas a las lágrimas vertidas. Se concentró en las palabras: «Ha dado humedad al muerto». Era un presente al mundo de las sombras… lágrimas. Serían sagradas más allá de toda duda. Nada en aquel planeta le había dado hasta tal punto el sentido del valor supremo del agua. Ni los vendedores de agua, ni las desecadas pieles de los nativos, ni los destiltrajes o las férreas leyes de la disciplina del agua. Allí era una sustancia mucho más preciosa que todas las demás… era la vida misma, entremezclada con simbolismos y ritos.

Agua.

—He tocado su mejilla —susurró alguien—. He sentido el presente.

En el primer momento, aquellos dedos explorando su rostro habían alarmado a Paul. Apretó con fuerza el frío mango del baliset, hasta tal punto que las cuerdas se clavaron en sus palmas. Después vio los rostros tras aquellas manos extendidas… ojos muy abiertos y maravillados.

Después, las manos se retiraron. La ceremonia fúnebre prosiguió. Pero ahora había un sutil vacío alrededor de Paul, un retirarse de los demás, honrándole con un respetuoso aislamiento.

La ceremonia terminó con un profundo canto:

La luna llena te llama…

Verás a Shai-Hulud:

Roja la noche, oscuro el cielo,

Sangrienta la muerte que tú has tenido.

Rogamos a la luna: su faz es redonda…

Nos traerá suerte y abundancia,

Y aquello que siempre hemos buscado

En el país de la sólida tierra.

A los pies de Stilgar sólo quedaba un ventrudo saco. Se acuclilló, apoyó sus manos sobre él. Alguien acudió a su lado y se acuclilló junto a él, y Paul reconoció el rostro de Chani bajo las sombras de su capucha.

—Jamis llevaba treinta y tres litros y siete dracmas y un tercio del agua de la tribu —dijo Chani—. Yo la bendigo ahora en presencia de una Sayyadina. ¡Ekkeri-akairi, esta es el agua, fillissin-follasy de Paul-Muad’Dib! Kivi a-kavi, nunca más, nakalas! ¡Nakalas! Lo que debe ser metido y contado, ¡ukair-an! por los latidos del corazón jan-jan-jan de nuestro amigo… Jamis.

En un brusco y profundo silencio, Chani se volvió y miró a Paul. Luego dijo:

—Donde yo soy llama, sé tú carbón. Donde yo soy rocío, sé tú agua.

Bi-lal kaifa —entonaron los demás.

—A Muad’Dib va esta porción —dijo Chani—. Que él pueda conservarla para la tribu y preservarla de cualquier pérdida. Que él sea generoso en los momentos de necesidad. Que él pueda transmitirla, cuando llegue su tiempo, por el bien de la tribu.

Bi-lal kaifa —entonaron los demás.

Debo aceptar esta agua, pensó Paul. Se alzó lentamente, situándose al lado de Chani. Stilgar se echó un poco hacia atrás para dejarle sitio, y tomó cuidadosamente el baliset de su mano.

—Arrodíllate —dijo Chani.

Paul se arrodilló.

Ella guio sus manos sobre el saco de agua, manteniéndoselas apoyadas en su elástica superficie.

—Por esta agua, la tribu te acepta —dijo—. Jamis la ha dejado. Tómala en paz. —Se levantó, empujando a Paul para que hiciera lo mismo.

Stilgar le devolvió el baliset, extendiendo en su palma un montoncito de anillos metálicos. Paul los miró, observando que eran de diferentes tamaños y que brillaban bajo la luz del globo.

Chani tomó el más grande y lo sostuvo con un dedo.

—Treinta litros —dijo. Uno a uno fue tomando los otros, mostrándolos a Paul y contándolos—. Dos litros; un litro; siete medidas de agua de una dracma cada una; una medida de agua de un tercio de dracma.

Los mantuvo en alto, colocados en su dedo, para que Paul pudiera verlos.

—¿Los aceptas? —dijo Stilgar.

Paul tragó saliva, asintió.

—Sí.

—Después —dijo Chani— te enseñaré cómo sujetarlos con un pañuelo para que no tintineen y traicionen tu presencia cuando necesites silencio —tendió su mano.

—¿Puedes… guardarlos por mí? —preguntó Paul.

Chani miró desconcertada a Stilgar.

El hombre sonrió.

—Paul-Muad’Dib, que es Usul, no conoce aún nuestras costumbres, Chani —dijo—. Guarda sus medidas de agua sin compromiso por tu parte hasta que llegue el momento en que puedas mostrarle la forma de llevarlas él.

Ella asintió, tomó un pedazo de tela de debajo de su ropa y lo pasó por los anillos, atándolo por debajo y por encima en un complicado nudo, vaciló, y luego lo metió en su cintura.

Hay algo que se me ha escapado, pensó Paul. Notaba una irónica alegría a su alrededor, un cierto aire de burla, y su mente la relacionó con un recuerdo de su memoria presciente: medidas de agua ofrecidas a una mujer… un ritual de noviazgo.

—¡Maestros de agua! —llamó Stilgar.

Los demás se alzaron con un siseo de ropas. Dos hombres se destacaron del grupo y tomaron el saco de agua. Stilgar bajó el globo y lo tomó para guiar el camino a través de las profundidades de la caverna.

Paul se apresuró tras Chani, notando los reflejos del globo en las pétreas paredes, las sombras danzantes, y el hecho de que todos estaban tensos, como si estuvieran esperando algo.

Jessica, empujada entre los cuerpos que se apresuraban, arrastrada por manos firmes, dominó un instante de pánico. Había reconocido fragmentos del ritual, identificado los rastros de chakobsa y de bhotani-jib en las palabras pronunciadas, y sabía la salvaje violencia que podía desencadenarse de pronto en aquellos momentos aparentemente tranquilos.

Jan-jan-jan, pensó. Adelante-adelante-adelante.

Era como un juego de niños, liberado de toda inhibición, en manos de adultos.

Stilgar se detuvo frente a una pared de roca amarilla. Presionó la mano sobre una protuberancia y, silenciosamente, la pared se hundió ante ellos, revelando una abertura irregular. Pasó el primero, guiando al grupo a través de un panel oscuro con alvéolos hexagonales. Cuando Paul pasó por él, sintió un soplo de aire fresco.

Se volvió hacia Chani, preguntándole con la mirada, rozando su brazo.

—Este aire es húmedo —dijo.

—Chisssst —susurró ella.

Pero un hombre tras ellos dijo:

—Hay mucha humedad en la trampa esta noche. Jamis nos hace saber así que está satisfecho.

Jessica pasó a través de la puerta secreta, oyéndola cerrarse a sus espaldas. Observó la forma como los Fremen retenían la marcha cuando pasaban ante los alvéolos hexagonales, y sintió a su vez la corriente de aire húmedo.

¡Una trampa de viento!, pensó. Han escondido una trampa de viento en algún lugar de la superficie, de modo que el aire llega hasta estas regiones más frías donde se precipita la humedad que hay en él. Pasaron a través de otra puerta rocosa con un emparrillado hexagonal sobre ella, y la puerta se cerró a sus espaldas.

La sensación de humedad en el aire era ahora claramente perceptible para Jessica y Paul.

A la cabeza del grupo, el globo en las manos de Stilgar descendió y desapareció bajo el nivel de las cabezas frente a Paul. Luego notó peldaños bajo sus pies, que se curvaban hacia la izquierda. La luz se reflejaba en las encapuchadas cabezas y en los movimientos en espiral de la gente descendiendo las escaleras.

Jessica captó el aumento de la tensión a su alrededor, la presión del silencio que agarrotaba sus nervios con su urgencia.

Los peldaños terminaron y el grupo pasó a través de otra puerta. La luz del globo se dispersó en un enorme espacio abierto con un altísimo techo en cúpula.

Paul sintió el contacto de la mano de Chani en su brazo, oyó el ruido de gotas cayendo en el frío aire, la inmovilidad absoluta que se apoderó de los Fremen en aquella atmósfera de catedral creada por la presencia del agua.

He visto este lugar en un sueño, pensó.

Era al mismo tiempo tranquilizador y frustrante. En alguna parte en su futuro estaban siempre las hordas fanáticas arrasándolo todo en su nombre a través del universo. El estandarte verde y negro de los Atreides flotaba como un símbolo de terror. Legiones salvajes cargaban en las batallas lanzando su grito de guerra: «¡Muad’Dib!».

Esto no ocurrirá, pensó. No puedo permitir que ocurra.

Pero sintió al mismo tiempo dentro de sí la desesperada conciencia racial, su propia terrible finalidad, y supo que sería casi imposible desviar al terrible destructor. Estaba tomando fuerza y empuje. Si él moría en aquel instante, todo continuaría a través de su madre y de su hermana aún no nacida. Nada lo detendría salvo la muerte de todo aquel grupo allí y entonces… incluidos su madre y él.

Paul miró a su alrededor, vio el grupo desplegado en una larga hilera. Lo estaban empujando hacia una barrera baja tallada en la misma roca. Más allá de la barrera, a la luz del globo de Stilgar, Paul vio una extensión de agua que se perdía en las sombras. La pared opuesta era apenas visible en la vacía oscuridad, quizá a cien metros de distancia.

Jessica sintió que su reseca piel se distendía en sus mejillas y su frente bajo la humedad del aire. El estanque de agua era profundo; percibió su profundidad, y resistió el deseo de hundir sus manos en ella.

Se oyó un chapoteo a su izquierda. Miró más allá de la sombría línea de Fremen y vio a Stilgar, con Paul a su lado y los maestros de agua que vertían su saco al estanque a través de un medidor de flujo. El medidor era un redondo ojo gris a orillas del estanque. Vio su registro luminoso moverse mientras el agua fluía a través de él, lo vio detenerse en los treinta y tres litros, siete dracmas y un tercio.

Una magnífica precisión en la medida del agua, pensó Jessica. Y notó que las paredes del medidor no retenían el menor rastro de humedad tras el paso del agua. La tensión superficial del líquido era anulada. Aquel simple hecho era un indicio elocuente de la tecnología Fremen: eran perfeccionistas.

Jessica se abrió camino a través de la barrera hacia Stilgar. Su camino fue presidido por una casual amabilidad. Notó la mirada ausente de los ojos de Paul, pero el misterio de aquel gran estanque de agua dominaba sus pensamientos.

Stilgar la miró.

—Algunos de los nuestros tienen urgente necesidad de agua —dijo—, y sin embargo pueden venir hasta aquí y no tocarla. ¿Comprendes esto?

—Lo creo —dijo ella. Él miró hacia el estanque.

—Tenemos aquí más de treinta y ocho millones de decalitros —dijo—. Ocultos y bien protegidos de los pequeños hacedores, a buen recaudo.

—Un tesoro —dijo ella.

Stilgar elevó el globo y la miró directamente a los ojos.

—Es mucho más que un tesoro. Tenemos millares de escondrijos como éste. Sólo muy pocos de entre nosotros los conocen todos. —Inclinó la cabeza hacia un lado. El globo acentuó las amarillas sombras en su rostro y barba—. ¿Oyes esto?

Escucharon.

El gotear del agua precipitada por la trampa de viento llenaba la vasta sala con su presencia. Jessica vio reflejado el éxtasis en los rostros del inmóvil y fascinado grupo. Sólo Paul parecía estar distante de aquella sensación de maravilla.

Para Paul, el sonido de cada gota era un momento que moría. Sentía el tiempo fluir a su través, en instantes que no podían ser recapturados. Sintió la necesidad de una decisión, pero no tenía la fuerza necesaria para moverse.

—Nuestras necesidades han sido calculadas con precisión —dijo Stilgar—. Cuando hayamos alcanzado la cantidad requerida, podremos cambiar el rostro de Arrakis.

Un murmullo de respuesta surgió de todo el grupo:

Bi-lal kaifa.

—Atraparemos a las dunas bajo plantaciones de hierba —dijo Stilgar, y su voz sonó más fuerte—. Mantendremos el agua en el suelo con árboles y raíces.

Bi-lal kaifa —entonaron los demás.

—Cada año, los hielos polares se retraen —dijo Stilgar.

Bi-lal kaifa —cantaron.

—Convertiremos Arrakis en un hogar… con lentes derretidoras en los polos, con lagos en las zonas templadas, y solamente el alto desierto para el hacedor y su especia.

Bi-lal kaifa.

—Y ningún hombre tendrá en el futuro necesidad de agua. Podrá tomarla de los pozos, de los lagos y de los canales. Correrá libremente a lo largo de los qanats para alimentar nuestras plantas. Estará allí para que cualquiera pueda tomarla. Será de todo el mundo, bastará que uno tan sólo ponga su mano.

Bi-lal kaifa.

Jessica captó el ritual religioso en aquellas palabras, notó su propia instintiva respuesta reverencial. Han hecho una alianza con el futuro, pensó. Tienen su montaña que escalar. Es el sueño científico… y ese pueblo sencillo, esos campesinos, se han embebido de él.

Sus pensamientos se dirigieron hacia Liet-Kynes, el ecólogo planetario del Emperador, el hombre que se había transformado en un nativo… y sintió maravilla por él. Era un sueño capaz de capturar el alma de aquellos hombres, y sintió la mano del ecólogo en él. Era un sueño por el cual los hombres estarían dispuestos a morir. Aquel era otro de los ingredientes esenciales que necesitaría su hijo: un pueblo con una finalidad. Sería tan fácil suscitar fervor y fanatismo en tal pueblo. Podría empuñarlo como una espada para reconquistar su lugar.

—Ahora debemos partir —dijo Stilgar— y esperar a que se levante la primera luna. Cuando Jamis esté en el buen camino, podremos volver a casa.

Murmurando su reluctancia, el grupo lo siguió hacia la escalera tallada en la roca, dando su espalda al agua.

Y Paul, caminando tras Chani, sintió que un momento vital acababa de escapársele de las manos, que había dejado pasar una decisión esencial y que ahora ya era prisionero de su propio mito. Sabía que había visto aquel lugar antes, en un fragmento de un sueño presciente en el lejano Caladan, pero había detalles de aquel lugar que nunca antes había visto. Una vez más, los límites de su poder lo turbaron. Era como si cabalgase en una ola del tiempo, a veces en su seno, a veces en su cima… y a todo su alrededor otras olas alzándose y cayendo, revelando y luego escondiendo aquello que transportaban en su superficie.

Y por encima de todo ello, la salvaje jihad aparecía siempre ante él, con la violencia y la matanza. Era como un escollo dominando las olas.

El grupo enfiló a través de la última puerta y penetró en la caverna principal. La puerta fue sellada. Las luces fueron apagadas, los orificios de la caverna abiertos de nuevo, revelando la noche y las estrellas brillando sobre el desierto.

Jessica avanzó hacia el reseco borde, más allá del umbral de la caverna, y miró hacia arriba, hacia las estrellas. Eran brillantes y nítidas. Había gente moviéndose a su alrededor, oyó el sonido de un baliset que era afinado a sus espaldas, y la voz de Paul ajustando el tono con la boca cerrada. Había una melancolía en aquella voz que no le gustó.

La voz de Chani resonó en lo hondo de la oscuridad de la caverna.

—Háblame de las aguas de tu mundo natal, Paul-Muad’Dib.

Y Paul:

—En otro momento, Chani. Te lo prometo.

Tanta tristeza.

—Es un buen baliset —dijo Chani.

—Muy bueno —dijo Paul—. ¿Crees que Jamis me odiará si lo uso?

Habla de los muertos en presente, pensó Jessica. Las implicaciones de aquello la turbaron.

—A Jamis le gustaba tocar algo a esta hora —intervino una voz de hombre.

—Entonces, cántame una de tus canciones —pidió Chani.

Hay tanta feminidad en la voz de esa chica, pensó Jessica. Tengo que prevenir a Paul acerca de sus mujeres… y pronto.

—Es una canción que cantaba un amigo mío —dijo Paul—. Creo que ya está muerto ahora… Gurney. La llamaba su canción del anochecer.

Los hombres callaron, mientras la suave voz de tenor de Paul se alzaba a los acordes del baliset:

En este cielo de cenizas ardientes…

Un sol dorado se pierde en el crepúsculo.

Qué sentidos locos, perfume de desesperación

Son los consortes de nuestros recuerdos.

Jessica sintió en su pecho la música de las palabras… pagana y cargada de sonidos que de pronto la hicieron sentir intensamente consciente de sí misma, de su cuerpo y de sus necesidades, escuchó en el tenso silencio:

Perlas de incienso en el réquiem de la noche…

¡Son para nosotros!

Qué alegría, entonces, resplandece…

Luminosa en tus ojos…

Qué amores sembrados de flores

Atraen nuestros corazones…

Qué amores sembrados de flores

Aplacan nuestros deseos.

Y Jessica oyó el prolongado silencio que siguió a la última sostenida nota que quedó vibrando en el aire. ¿Por qué mi hijo le ha cantado una canción de amor a esa chica?, se preguntó. Sintió un miedo repentino. Notaba la vida deslizarse a su alrededor, y no podía aferrarla. ¿Por qué ha elegido esa canción?, pensó. Los instintos son a veces veraces. ¿Por qué lo ha hecho?

Paul permaneció silencioso en la oscuridad, con un único pensamiento dominando su consciencia: Mi madre es mi enemiga. Ella no lo sabe, pero lo es. Es ella quien lleva la jihad en su sangre. Me ha hecho nacer; me ha adiestrado. Es mi enemiga.

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