Dune

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Libro segundo: Muad’Dib » Capítulo 36

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En un «Tiempo de Reflexión», Muad’Dib nos dice que su verdadera educación se inició con sus primeros tropiezos con las necesidades arrakenas. Aprendió entonces a empalar la arena para conocer el tiempo, aprendió el lenguaje del viento que clavaba mil afiladas agujas en su piel, aprendió que la nariz podía escocer con la picazón de la arena, y cómo mejorar la recolección y conservación de la humedad de su cuerpo. Así, mientras sus ojos asumían el azul del Ibad, aprendió la enseñanza chakobsa.

Prefacio de Stilgar a Muad’Dib, el hombre, por la PRINCESA IRULAN

El grupo de Stilgar regresó al sietch con sus dos escapados del desierto, abandonando la depresión bajo la pálida claridad de la primera luna. Las embozadas figuras se apresuraron, con el olor del hogar en sus pituitarias. La línea gris del alba, a sus espaldas, era más brillante, lo cual en su calendario del horizonte significaba que estaban a mediados de otoño, el mes de Caprock.

Al pie de la muralla rocosa, las hojas amontonadas por los niños del sietch revoloteaban en el viento, pero los sonidos del paso del grupo (excepto alguna ocasional distracción de Paul o de su madre) no se distinguían de los rumores casuales de la noche.

Paul se pasó la mano por la fina película de sudor y polvo que se había encostrado en su frente, sintió un contacto en su brazo y oyó la voz silbante de Chani:

—Haz como te he dicho: cálate la capucha hasta tu frente. Deja expuestos tan sólo tus ojos. Estás desperdiciando humedad.

Una orden susurrada pidió silencio a sus espaldas:

—¡El desierto os oye!

Un pájaro gorjeó entre las rocas, muy arriba frente a ellos.

El grupo se detuvo, y Paul notó una repentina tensión.

Hubo un sordo golpe entre las rocas, un sonido no más intenso del que hubiera producido un ratón saltando en la arena.

El pájaro gorjeó de nuevo.

Un estremecimiento recorrió las filas del grupo. El ratón-canguro saltó de nuevo en la arena.

El pájaro gorjeó por tercera vez.

El grupo reanudó su ascensión por el interior de la hendidura entre las rocas, pero había ahora un silencio extraño en el modo de respirar de los Fremen que puso a Paul en estado de alerta, y notó que las numerosas miradas directas que dirigía a Chani no recibían respuesta, como si ella se aislara, se cerrara en sí misma.

Ahora había roca bajo sus pies, un rumor débil de roce de ropas grises a su alrededor, y Paul sintió una relajación de la disciplina, pero Chani y los demás seguían extrañamente aislados, remotos. Siguió a una sombra imprecisa de perfil humano: peldaños, un giro, más peldaños, un túnel, a través de dos puertas selladoras de humedad, y por fin un estrecho pasadizo iluminado por un globo, entre dos paredes y un techo de roca amarillenta.

A su alrededor, Paul vio a los Fremen echar hacia atrás sus capuchas, quitarse los tampones y respirar profundamente. Alguien suspiró. Paul buscó a Chani, pero descubrió que ya no estaba a su lado. Estaba circundado por numerosos cuerpos aún embozados que lo empujaban para uno y otro lado. Alguien lo golpeó accidentalmente con un codo.

—Perdona, Usul —le dijo—. ¡Vaya carrera! Siempre es así.

A su izquierda, el rostro delgado y barbudo del hombre llamado Farok estaba vuelto hacia él. Sus órbitas manchadas y sus ojos azules parecían aún más tenebrosos a la luz amarilla de los globos.

—Quítate la capucha, Usul —le dijo Farok—. Estás en casa —y ayudó a Paul, soltándole la capucha mientras con los hombros le hacía un poco de sitio a su alrededor.

Paul se quitó los tampones de la nariz, liberando después su boca. El acre olor del lugar lo asaltó: cuerpos no lavados, exhalaciones destiladas de residuos reciclados, por todas partes los efluvios de una humanidad, con la turbulencia de la especia y sus armónicos dominándolo todo.

—¿Qué es lo que estamos esperando, Farok? —preguntó Paul.

—A la Reverenda Madre, creo. ¿No has oído el mensaje?… Pobre Chani.

¿Pobre Chani?, se preguntó Paul. Miró a su alrededor, preguntándose dónde estaría, y dónde estaría su madre en aquella multitud.

Farok inspiró profundamente.

—El aroma del hogar —dijo.

Paul observó que el hombre gozaba realmente de la fetidez del aire, no había ironía en su voz. Oyó toser a su madre, y luego le llegó su voz a través de los cuerpos apelotonados:

—Qué intensos son los olores de tu sietch, Stilgar. Veo que hacéis muchas cosas con la especia… papel… plásticos… ¿y eso no son explosivos químicos?

—¿Sabes reconocer todo esto por el olor? —era otra voz de hombre.

Y Paul comprendió que su madre estaba hablando para él, intentaba conseguir que aceptara rápidamente aquella avalancha en su pituitaria.

Hubo un rumor de actividad a la cabeza del grupo, una inspiración profunda y prolongada que pareció recorrer a los Fremen, y luego Paul oyó voces sofocadas a lo largo de la hilera.

—Entonces, es cierto… Liet ha muerto.

Liet, pensó Paul. Y luego: Chani, hija de Liet. Las piezas parecieron encajar en su mente. Liet era el nombre Fremen del planetólogo.

Paul miró a Farok.

—¿Es este el Liet que nosotros conocemos como Kynes? —preguntó.

—Sólo hay un Liet —dijo Farok.

Paul se volvió, y su mirada recorrió a los Fremen junto a él. Entonces, Liet-Kynes ha muerto, pensó.

—Ha sido la traición de los Harkonnen —exclamó alguien—. Lo han hecho de modo que pareciera un accidente… perdido en el desierto… un tóptero estrellado…

Paul se sintió invadido por una oleada de rabia. El hombre que les había ofrecido su amistad, que los había salvado de la caza de los Harkonnen, el hombre que había enviado a las cohortes Fremen a buscar a dos criaturas perdidas en el desierto… otra víctima de los Harkonnen.

—¿Usul siente ya sed de venganza? —preguntó Farok.

Antes de que Paul pudiera responder, fue dada una orden en voz baja, y todo el grupo avanzó, penetrando en una caverna más amplia y arrastrando a Paul con ellos. En el repentino espacio abierto, se halló frente a Stilgar y a una mujer desconocida envuelta en un vestido flotante de brillantes colores naranja y verde. Sus brazos estaban desnudos hasta los hombros, y vio que no llevaba destiltraje. Su piel era de un color oliva pálido. Sus oscuros cabellos estaban peinados hacia atrás en su frente, haciendo resaltar sus pómulos y su aquilina nariz entre la densa oscuridad de sus ojos.

Se volvió hacia él, y Paul vio que de sus orejas colgaban anillos dorados entremezclados con medidas de agua.

—¿Este es el que ha vencido a mi Jamis? —preguntó.

—Cállate, Harah —dijo Stilgar—. Fue Jamis quien le desafió… fue él quien invocó el tahaddi al-burhan.

—¡Pero es un muchacho! —dijo ella. Agitó bruscamente la cabeza, haciendo tintinear las medidas de agua—. ¿Mis hijos son huérfanos por culpa de otro niño? ¡Seguro, ha sido un accidente!

—Usul, ¿cuántos años tienes? —preguntó Stilgar.

—Quince años estándar —dijo Paul.

La mirada de Stilgar recorrió el grupo reunido ante ellos.

—¿Hay alguno entre vosotros que quiera desafiarle?

Silencio.

Stilgar miró a la mujer.

—Y yo, hasta que no haya aprendido su extraño arte de combatir, no le desafiaré.

Ella le devolvió la mirada.

—Pero…

—¿Has visto a la extraña mujer que ha ido con Chani a ver a la Reverenda Madre? —preguntó Stilgar—. Es nuestra no-freyn Sayyadina, la Madre de este muchacho. Madre e hijo son maestros en ese extraño arte de batirse.

—Lisan al-Gaib —susurró la mujer. Sus ojos estaban llenos de estupor cuando miraron otra vez a Paul.

De nuevo la leyenda, pensó Paul.

—Quizá —dijo Stilgar—. Pero aún no ha sido probado. —Su atención regresó a Paul—. Usul, nuestra costumbre es que ahora seas responsable de la mujer de Jamis y de sus dos hijos. Su yali… sus apartamentos, son tuyos. Su servicio de café es tuyo… y esta es tu mujer.

Paul estudió a la mujer, preguntándose: ¿Por qué no llora a su hombre? ¿Por qué no muestra ningún odio hacia mí? Bruscamente, se dio cuenta de que los Fremen lo estaban mirando, a la espera.

Alguien murmuró:

—Hay trabajo que hacer. Di de qué modo la aceptas.

—¿Aceptas a Harah como mujer o como sirviente? —dijo Stilgar.

Harah alzó los brazos, girando lentamente sobre sí misma.

—Aún soy joven, Usul. Se dice que parezco tan joven como era cuando estaba con Geoff… antes de que Jamis lo venciera.

Jamis mató a otro para tenerla, pensó Paul.

—Si la acepto como sirviente, ¿podré cambiar mi decisión más tarde? —preguntó.

—Tienes un año de tiempo para cambiar tu decisión —dijo Stilgar—. Una vez transcurrido éste, ella será una mujer libre que podrá elegir según sus deseos… a menos que tú la dejes libre antes, en cualquier momento. Pero por un año está bajo tu responsabilidad, ocurra lo que ocurra… y serás siempre responsable en parte de los hijos de Jamis.

—La acepto como sirviente —dijo Paul.

Harah dio una patada en el suelo y alzó enfurecida los hombros.

—¡Pero yo soy joven!

Stilgar miró a Paul.

—La prudencia es una cualidad en un hombre que dirige —dijo.

—¡Pero yo soy joven! —repitió Harah.

—Cállate —ordenó Stilgar—. Si una cosa tiene mérito, lo tendrá. Conduce a Usul a sus apartamentos y cuida de que tenga ropas frescas y un sitio para descansar.

—¡Ohhh! —se lamentó la mujer.

Paul la había registrado lo suficiente como para juzgarla en una primera aproximación. Captó la impaciencia de la gente, la urgencia de muchas cosas que se estaban retrasando. Se preguntó si debía atreverse a inquirir la situación de su madre y de Chani, pero Stilgar estaba nervioso y vio que sería un error.

Se volvió hacia Harah, y acentuó su miedo y su estupor dando a su voz un ligero trémolo.

—¡Muéstrame mis apartamentos, Harah! —dijo—. Discutiremos tu juventud en otra ocasión.

Ella retrocedió dos pasos, dirigiendo una aterrada mirada a Stilgar.

—Tiene la voz extraña —balbuceó.

—Stilgar —dijo Paul—, el padre de Chani puso pesadas obligaciones sobre mí. Si hay algo…

—Será decidido en consejo —dijo Stilgar—. Podrás hablar entonces. —Inclinó la cabeza, despidiéndolo, y se volvió, alejándose con el resto de su gente.

Paul tocó el brazo de Harah, sintiendo que su piel era fría, notando como temblaba.

—No te haré ningún daño, Harah —dijo—. Muéstrame nuestros apartamentos —y suavizó su voz con una nota relajante.

—¿No me rechazarás cuando haya transcurrido el año? —dijo ella—. Sé que no soy tan joven como era antes.

—Mientras yo viva, tendrás un lugar conmigo —dijo él. Soltó su brazo—. Ahora, vamos, ¿dónde están nuestros apartamentos?

Ella se volvió, conduciéndolo a lo largo de un corredor, girando a la derecha en un amplio túnel iluminado a intervalos regulares por globos que ponían reflejos amarillos a las rocas. El suelo de piedra era liso, sin el menor rastro de arena.

Paul se adelantó hasta colocarse a su lado, estudiando el aquilino perfil a medida que andaban.

—¿No me odias, Harah?

—¿Por qué tendría que odiarte?

Saludó con una inclinación de cabeza a un grupo de niños que los observaban desde un corredor lateral. Paul entrevió algunos adultos tras los niños, semiocultos por cortinajes de tela poco tupida.

—Yo… vencí a Jamis.

—Stilgar ha dicho que la ceremonia tuvo lugar y que tú eras un amigo de Jamis. —Le dirigió una breve ojeada—. Stilgar ha dicho que le diste humedad al muerto. ¿Es cierto?

—Sí.

—Es más de lo que yo haría… de lo que podría hacer.

—¿No lloras?

—Cuando sea el tiempo de llorar, lloraré.

Pasaron una arcada. Paul vio, en una amplia cámara vivamente iluminada, a hombres y mujeres afanándose alrededor de algunas máquinas montadas sobre plataformas. Había un ritmo febril en ellos.

—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó Paul.

Ella miró hacia allí mientras pasaban debajo de la arcada.

—Se apresuran a terminar su cuota de plásticos antes de que huyamos. Necesitaremos un gran número de colectores de rocío para los cultivos.

¿Huir?

—Hasta que los carniceros dejen de darnos caza o sean arrojados de nuestras tierras.

Por un momento, a Paul le pareció que el tiempo se detenía, y volvía a él un fragmento, una proyección visual de su presciencia… pero estaba desplazada, como un montaje mal secuenciado. Los fragmentos de su memoria presciente no estaban dispuestos exactamente como los recordaba.

—Los Sardaukar nos dan caza —dijo él.

—No encontrarán mucho, excepto uno o dos sietch vacíos —dijo ella—. Y encontrarán su propia ración de muerte en la arena.

—¿Encontrarán también este lugar?

—Probablemente.

—¿Y mientras estamos perdiendo el tiempo en… —señaló con la cabeza la arcada, ahora ya lejos a sus espaldas—… en fabricar estos… colectores de rocío?

—Las plantaciones continúan.

—¿Qué son los colectores de rocío? —preguntó él.

Ella le miró con una intensa sorpresa en sus ojos.

—¿No te han enseñado nada en el… allí en el lugar de donde vengas?

—Nada sobre los colectores de rocío.

¡Hai! —dijo ella, y en aquella exclamación había todo un discurso.

—Bien, ¿qué es lo que son?

—Cada matojo, cada hierba que ves allí afuera en el erg —dijo ella—, ¿cómo crees que viven una vez los hemos plantado? Cada uno de ellos es tiernamente plantado en su pequeño pozo. Los pozos son llenados con unos diminutos óvalos de cromoplástico. La luz los hace virar al blanco. Si los miras desde una altura, puedes verlos brillar al alba. Un reflejo blanco. Pero cuando el Viejo Padre Sol parte, el cromoplástico se vuelve transparente en la oscuridad. Se enfría con extrema rapidez. La superficie condensa la humedad del aire. Esta humedad queda retenida y nuestras plantas viven.

—Colectores de rocío —murmuró él, maravillado ante la sencilla belleza de aquel procedimiento.

—Lloraré a Jamis cuando sea el tiempo de hacerlo —dijo ella, como si su mente no hubiera dejado de pensar ni un momento en su otra pregunta—. Jamis era un buen hombre, pero rápido en su cólera. Un buen proveedor de alimentos, y una maravilla con los niños. No hizo ninguna distinción entre el niño de Geoff, el mayor, y su propio hijo. Eran iguales a sus ojos. —Miró interrogadoramente a Paul—. ¿Será igual contigo, Usul?

—Nosotros no tenemos este problema.

—Pero, si…

—¡Harah!

Se calló ante el tono duro de su voz.

Pasaron ante otra estancia brillantemente iluminada, visible tras un arco a su izquierda.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó él.

—Reparan las máquinas de tejer —dijo ella—. Pero esta noche todo debe ser desmantelado —señaló el túnel que se bifurcaba a su izquierda—. Más allá, en esa dirección, se procesa la comida y se reparan los destiltrajes —miró a Paul—. Tu traje parece nuevo, pero necesita algunas reparaciones. Soy buena con los trajes. Trabajo en la fábrica durante la estación.

Ahora encontraban cada vez más a menudo grupos de gente, y a ambos lados de la galería las ramificaciones se multiplicaban. Una hilera de hombres y mujeres pasó junto a ellos acarreando sacos gorgoteantes que emanaban un intenso olor a especia.

—No tendrán nuestra agua —dijo Harah—. Ni nuestra especia. Puedes estar seguro de ello.

Paul miraba a través de las aberturas en las paredes del túnel, muchas de ellas cubiertas por pesadas cortinas de tela fijadas a salientes de la roca, entreviendo amplias estancias con muros revestidos de tapices de colores vivos y con almohadones apilados. La gente en las aberturas callaba cuando se aproximaban ellos, siguiendo a Paul con indomables miradas.

—La gente encuentra extraño que hayas vencido a Jamis —dijo Harah—. Probablemente tendrás que dar alguna otra prueba cuando estemos instalados en un nuevo sietch.

—No me gusta matar —dijo él.

—Eso es lo que nos ha dicho Stilgar —dijo ella, pero su voz traicionaba su incredulidad.

Unos cantos estridentes se alzaron ante ellos. Llegaron a una abertura lateral más amplia que todas las demás que Paul había visto. Retuvo su paso y miró a una estancia llena de niños sentados con las piernas cruzadas en el suelo recubierto de una alfombra marrón.

Una mujer envuelta en una túnica amarilla estaba al lado de una pizarra, en un ángulo, con un stiloproyector en una mano. El tablero estaba lleno de dibujos: círculos, ángulos y curvas, cuadrados, líneas onduladas y arcos cortados por líneas paralelas. La mujer señalaba los dibujos, uno tras otro, tan rápido como podía mover el stilo, y los niños cantaban al ritmo del movimiento de su mano.

Alejándose, Paul escuchó las voces que sonaban a sus espaldas mientras avanzaba con Harah a través del sietch.

—Árbol —cantaban los niños—. Árbol, hierba, duna, viento, montaña, colina, fuego, relámpago, roca, rocas, polvo, arena, calor, refugio, calor, lleno, invierno, frío, vacío, erosión, verano, caverna, día, tensión, luna, noche, marea de arena, pendiente, plantación, gavilla.

—¿Seguís las clases en un momento así? —preguntó Paul. El rostro de Harah se ensombreció, y el dolor asomó a su voz.

—Esto es lo que Liet nos ha enseñado, no podemos detenernos ni un solo instante. Liet está muerto, pero no puede ser olvidado. Así lo quiere el chakobsa.

Cruzó el túnel hacia la izquierda, subió a una cornisa en la roca, levantó una cortina naranja y se echó a un lado.

—Tu yali está listo para ti, Usul.

Paul vaciló antes de reunirse con ella en la cornisa. Sintió una repentina reluctancia a encontrarse a solas con aquella mujer. Se daba cuenta de que estaba rodeado por una forma de vivir que sólo podría comprender después de haber asimilado todo un sistema ecológico de ideas y significados. Sentía que aquel mundo Fremen intentaba envolverle, tallarlo de acuerdo con sus esquemas. Y sabía lo que prometía aquella trampa a cambio… la salvaje jihad, la guerra religiosa que debía evitar a toda costa.

—Este es tu yali —dijo Harah—. ¿Por qué dudas?

Paul asintió, se reunió con ella en la cornisa. Alzó aún más la cortina, notando fibras metálicas en el tejido, y la siguió a una pequeña entrada y después a una estancia más amplia, un cuadrado de unos seis metros de lado… gruesas alfombras azules en el suelo, tapices azules y verdes ocultando las paredes de piedra, globos de luz amarilla flotando bajo un techo cubierto por telas amarillas.

El efecto era el de una antigua tienda.

Harah se inmovilizó ante él, su mano izquierda en la cadera, sus ojos estudiando el rostro de Paul.

—Los niños están con un amigo —dijo—. Se presentarán a ti más tarde.

Paul disimuló su desazón examinando rápidamente la estancia. A la izquierda, vio algunos cortinajes que ocultaban parcialmente una amplia habitación con almohadones apilados junto a las paredes. Sintió una suave brisa proveniente de un conducto de aire, hábilmente disimulado en el dibujo de los tapices, justo frente a él.

—¿Quieres que te ayude a quitarte el destiltraje? —preguntó Harah.

—No… gracias.

—¿Te traigo algo de comer?

—Sí.

—Hay una estancia de reposo tras la otra habitación —señaló—. Para tu comodidad y conveniencia, cuando estés fuera del destiltraje.

—Has dicho que teníamos que abandonar este sietch —dijo Paul—. ¿No tendríamos que comenzar a recoger las cosas o algo así?

—Eso se hará a su tiempo —dijo ella—. Los carniceros aún no han penetrado en nuestro territorio.

Dudó otra vez, mirándolo.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.

—Tú no tienes los ojos de Ibad —dijo ella—. Es extraño, pero no del todo desprovisto de atractivo.

—Ve a buscar la comida —dijo él—. Tengo hambre.

Ella le sonrió… una sonrisa de mujer maliciosa, que lo inquietó.

—Soy tu sirvienta —dijo, y con un suave movimiento se volvió, alejándose con paso ágil e inclinando la cabeza para pasar bajo un pesado cortinaje en la pared, que reveló un estrecho corredor antes de volver a caer a su lugar.

Sintiéndose irritado consigo mismo, Paul apartó el fino cortinaje a su derecha y entró en la estancia más grande. Permaneció un momento inmóvil, indeciso. Y se preguntó dónde estaría Chani… Chani, que acababa de perder a su padre.

En esto somos iguales, pensó.

Un grito ululante resonó fuera, en los corredores, sofocado por los cortinajes. Se repitió, más lejos, y luego otra vez. Paul se dio cuenta de que alguien estaba anunciando la hora. Recordó no haber visto relojes.

El débil olor de un fuego de creosota llegó a su olfato, mezclándose con el omnipresente hedor del sietch.

Paul se dio cuenta de que ya había suprimido aquel asalto olfativo de sus sentidos.

Y se preguntó de nuevo acerca de su madre, cuál sería su papel en aquel montaje del futuro que apenas había entrevisto… y el de la hija que llevaba en su seno. El mutable tiempo-consciencia parecía danzar a su alrededor. Agitó violentamente su cabeza, concentrando su atención en las evidencias que le hablaban de la amplitud y profundidad de aquella cultura Fremen que él apenas había empezado a absorber.

Con todas sus sutiles diferencias.

En todas las cavernas, y en aquella habitación, había observado algo que, por sí solo, sugería unas diferencias mucho mayores que todas las que había visto hasta entonces.

No había allí ninguna señal de detectores de veneno, ninguna indicación de su uso en aquel hormiguero subterráneo. Y sin embargo, en el omnipresente hedor del sietch, podía sentir los venenos… violentos unos, comunes otros.

Oyó un ruido de cortinajes, pensó que sería Harah de vuelta con la comida, y se volvió. En su lugar, bajo una cortina apartada, vio a dos niños, quizá de nueve y diez años, de pie y mirándolo con ojos ávidos. Cada uno de ellos tenía un pequeño crys parecido a un kindjal, y permanecían con la mano apoyada en la empuñadura.

Y Paul recordó aquellas historias relativas a los Fremen… acerca de que sus niños combatían con la misma ferocidad que los adultos.

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