Dune

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Libro tercero: el profeta » Capítulo 39

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En las profundidades de nuestro inconsciente hay una obsesiva necesidad de un universo lógico y coherente. Pero el universo real se halla siempre un paso más allá de la lógica.

De Los proverbios de Muad’Dib, por la PRINCESA IRULAN

He estado sentado frente a muchos jefes de Grandes Casas, pero nunca he visto a un cerdo tan enorme y peligroso como este, se dijo Thufir Hawat.

—Puedes hablar francamente conmigo, Hawat —retumbó el Barón. Se dejó caer en su silla a suspensor, con sus ojos hundidos bajo pliegues de grasa mirando fijamente a Hawat.

El viejo Mentat echó una ojeada a la mesa entre el Barón Vladimir Harkonnen y él, notando la calidad de la madera. Incluso éste era un factor a considerar cuando se enjuiciaba al Barón, así como las paredes rojas del estudio privado y el suave olor dulzón de la hierba flotando en el aire, ocultando el intenso olor del musgo.

—No ha sido por un simple capricho que me has hecho enviar aquella advertencia a Rabban —dijo el Barón.

El apergaminado rostro de Hawat permaneció impasible, sin traicionar en absoluto su disgusto.

—Sospecho muchas cosas, mi Señor —dijo.

—Sí. Bien, quiero saber qué relación existe entre Arrakis y tus sospechas sobre Salusa Secundus. No es suficiente que me hayas dicho que el Emperador se muestra agitado a causa de una cierta relación entre Arrakis y su misterioso planeta prisión. Me he apresurado a enviar esa advertencia a Rabban tan sólo porque el correo partía con esa astronave. Me habías dicho que era algo urgente. Muy bien. Pero ahora quiero una explicación.

Habla demasiado, pensó Hawat. El Duque Leto podía decirme algo con sólo un gesto de la mano, con un alzar de cejas. Y el Viejo Duque expresaba toda una frase con acentuar una sola palabra. ¡Este hombre es un patán! Destruyéndolo, prestaré un servicio a la humanidad.

—No te irás de aquí hasta que me hayas dado una explicación completa —dijo el Barón.

—Habláis demasiado a la ligera de Salusa Secundus —dijo Hawat.

—Es una colonia penal —dijo el Barón—. Las peores heces de la galaxia son enviadas a Salusa Secundus. ¿Qué más necesito saber?

—Las condiciones que reinan en el planeta prisión son más opresivas que en cualquier otro lugar —dijo Hawat—. Vos sabéis que la tasa de mortalidad entre los nuevos prisioneros es superior al sesenta por ciento. Habéis oído que el Emperador practica allí todas las formas de opresión. Y vos, que sabéis todo esto, ¿no os habéis hecho alguna vez ninguna pregunta?

—El Emperador no permite a las Grandes Casas inspeccionar esa prisión —gruñó el Barón—. Por otra parte, él nunca ha inspeccionado tampoco mis calabozos.

—Y cualquier curiosidad acerca de Salusa Secundus es… ah… —Hawat se llevó un huesudo índice a sus labios—… desanimada.

—¡Porque el Emperador no está orgulloso de algunas de las cosas que se ha visto obligado a hacer allí!

Hawat permitió que la sombra de una sonrisa rozara sus manchados labios. Sus ojos brillaron a la luz de los tubos luminosos mientras miraba al Barón.

—¿Y nunca os habéis preguntado dónde encuentra el Emperador sus Sardaukar?

El Barón apretó sus gruesos labios. Su rostro adoptó la expresión de un bebé haciendo muecas. Su voz tenía un tono petulante cuando respondió:

—Bueno… él recluta… quiero decir que el servicio de enrolamiento…

—¡Ufff! —cortó Hawat—. Las historias que circulan acerca de los Sardaukar son simples rumores, ¿no? Son relatos de primera mano hechos por los pocos sobrevivientes que los han afrontado, ¿no es así?

—Los Sardaukar son excelentes guerreros, no hay duda de ello —dijo el Barón—. Pero pienso que mis propias legiones…

—¡Un montón de alegres excursionistas en comparación! —restalló Hawat—. ¿Creéis que no sé por qué motivos el Emperador se ha vuelto contra la Casa de los Atreides?

—¡Este no es un argumento abierto para tus especulaciones! —exclamó el Barón.

¿Es posible que ni siquiera él conozca las verdaderas motivaciones del Emperador?, se preguntó Hawat.

—Cualquier argumento está abierto a mis especulaciones si tiene alguna relación, aunque sea mínima, con el encargo que me habéis hecho —dijo Hawat—. Soy un Mentat. No se oculta ninguna información o dato a un Mentat.

Por un largo minuto, el Barón lo miró fijamente.

—Di lo que tengas que decir, Mentat —dijo luego.

—El Emperador Padishah se volvió contra la Casa de los Atreides porque los Maestros de Armas del Duque, Gurney Halleck y Duncan Idaho, habían adiestrado una unidad de combate… una pequeña unidad de combate… que parecía tan buena como los Sardaukar. Algunos de sus hombres eran incluso mejores. Y el Duque estaba en situación de aumentar aquella unidad, haciéndola tan potente como las fuerzas del Emperador.

El Barón sopesó la revelación.

—¿Cuál es el papel de Arrakis en todo esto? —preguntó luego.

—El planeta es una fuente de reclutas condicionados y adiestrados para sobrevivir en las más difíciles condiciones.

El Barón agitó su cabeza.

—¿Te estás refiriendo acaso a los Fremen?

—Me estoy refiriendo a los Fremen.

—¡Ah! Entonces, ¿por qué advertir a Rabban? No puede quedar más que un puñado de Fremen tras el pogrom de los Sardaukar y la represión de Rabban.

Hawat siguió mirándolo en silencio.

—¡No más que un puñado! —repitió el Barón—. ¡Rabban mató a seis mil de ellos tan sólo en el último año!

Hawat continuó mirándolo.

—Y el otro año fueron nueve mil. Y los Sardaukar, antes de irse, debieron matar al menos veinte mil.

—¿Cuáles han sido las pérdidas entre los hombres de Rabban en los últimos años? —preguntó Hawat.

El Barón se rascó las mejillas.

—Bueno, tiene la mano más bien pesada en el reclutar, a decir verdad. Sus agentes hacen promesas extravagantes y…

—¿Digamos treinta mil en números redondos? —preguntó Hawat.

—Me parece una estimación algo excesiva —dijo el Barón.

—Más bien al contrario —dijo Hawat—. Puedo leer entre líneas tan bien como vos en los informes de Rabban. Y vos habéis comprendido ciertamente lo mismo que han visto mis agentes.

—Arrakis es un planeta duro —dijo el Barón—. Sólo las pérdidas debidas a las tormentas…

—Ambos sabemos cuáles son las pérdidas debidas a las tormentas —dijo Hawat.

—¿Y qué ocurriría si realmente hubiera perdido treinta mil hombres? —preguntó el Barón, mientras la sangre subía a su rostro.

—Según vuestra propia estimación —dijo Hawat—, Rabban ha matado a quince mil Fremen en dos años, perdiendo el doble de sus hombres. Habéis dicho que los Sardaukar mataron a otros veinte mil, probablemente algunos más. He visto las listas de embarque de las astronaves que los han traído de vuelta de Arrakis. Si realmente han matado a veinte mil, sus pérdidas han sido como mínimo de cinco por uno. ¿Por qué no aceptáis esas cifras, Barón, e intentáis comprender lo que significan?

—Este es tu trabajo, Mentat —respondió el Barón en un tono fríamente medido—. ¿Qué significan?

—Os he referido la estimación hecha por Duncan Idaho acerca del número de habitantes del sietch que había visitado —dijo Hawat—. Todo concuerda. Si hubiera doscientos cincuenta sietch del mismo tamaño que aquél, su población alcanzaría la cifra aproximada de cinco millones. Pero mi propia estimación es de que existe al menos un número doble de estas comunidades. La población está muy dispersa en un planeta de esas características.

—¿Diez millones? —las mejillas del Barón se estremecieron por el estupor.

—Como mínimo.

El Barón se mordió sus carnosos labios. Sus pequeños ojos estaban fijos en Hawat. ¿Es realmente un cálculo de Mentat?, se preguntó. ¿Es posible que nadie haya sospechado alguna vez nada?

—No hemos alterado en ningún momento su tasa de nacimientos —dijo Hawat—. Como máximo hemos eliminado los especímenes más débiles, dejando que los fuertes se hicieran aún más fuertes, exactamente como en Salusa Secundus.

—¡Salusa Secundus! —ladró el Barón—. ¿Qué relación hay con el planeta prisión del Emperador?

—Un hombre que sobrevive en Salusa Secundus es sin lugar a dudas más resistente que los demás —dijo Hawat—. Y cuando se añade además un buen adiestramiento militar…

—¡Absurdo! Según tu argumento, yo podría reclutar a los Fremen después del modo cómo mi sobrino los ha oprimido.

—¿Acaso vos no oprimís alguna vez a vuestras tropas? —dijo Hawat en voz muy baja.

—Bien… yo…

—La opresión es algo relativo —dijo Hawat—. Vuestros soldados están mucho mejor que la gente que los rodea. Tienen ante sus ojos otras alternativas mucho menos placenteras para quienes no son soldados del Barón, ¿verdad?

El Barón reflexionó en silencio, con la mirada perdida. Las posibilidades… ¿era posible que Rabban, sin quererlo, hubiera proporcionado a la Casa de los Harkonnen su arma definitiva?

—¿Cómo podría estar seguro de la lealtad de tal recluta? —dijo luego.

—Yo los dividiría en pequeños grupos, no más grandes que un pelotón de combate —dijo Hawat—. Los sacaría de su opresiva situación y los aislaría junto con un grupo de instructores que comprendieran su ambiente, preferiblemente gente como ellos que recién acabaran de salir del mismo tipo de opresión. Luego los impregnaría de un misticismo según el cual su planeta no es más que el campo secreto de preparación destinado a producir los seres superiores en que se han convertido ellos. Y les mostraría todo aquello que un ser superior tiene derecho a poseer: riquezas, hermosas mujeres, suntuosas moradas… cualquier cosa que deseen.

El Barón empezó a asentir.

—Todo lo que tienen los Sardaukar.

—Con el tiempo, los reclutas se convencerán de que un planeta como Salusa Secundus está perfectamente justificado, puesto que los ha creado a ellos… la élite. Bajo muchos aspectos, incluso el más común de los soldados Sardaukar tiene una existencia tan exultante como la de un miembro de las Grandes Casas.

—¡Qué idea! —murmuró el Barón.

—Vos empezáis a compartir mis sospechas —dijo Hawat.

—¿Cómo ha podido iniciarse una cosa así? —preguntó el Barón.

—Ah, sí: ¿cómo se inició la Casa de los Corrino? ¿Había alguien en Salusa Secundus antes de que el Emperador enviase su primer contingente de prisioneros? Incluso el Duque Leto, un sobrino de la rama femenina, no llegó a saberlo nunca con certeza. Estas preguntas nunca son bien recibidas.

Los ojos del Barón centellearon mientras reflexionaba.

—Sí, un secreto muy bien guardado. Han usado todos los medios para…

—Además, ¿qué hay allí que deba ser escondido? —preguntó Hawat—. ¿Que el Emperador Padishah posee un planeta prisión? Todo el mundo lo sabe. Que hay…

—¡El Conde Fenring! —eructó el Barón.

Hawat se interrumpió, estudiando al Barón con el ceño fruncido.

—¿Qué ocurre con el Conde Fenring?

—Para el cumpleaños de mi sobrino, hace algunos años —dijo el Barón—, ese lacayo del Emperador, el Conde Fenring, vino como observador oficial y para… esto, para concluir un acuerdo entre el Emperador y yo.

—¿Y?

—Yo… Sí, durante una de nuestras conversaciones, creo haber dicho algo acerca de la posibilidad de transformar Arrakis en un planeta prisión. Fenring…

—¿Qué es lo que le dijisteis exactamente? —preguntó Hawat.

—¿Exactamente? Hace ya tanto tiempo de ello, y…

—Mi Señor Barón, si deseáis serviros de mí del mejor modo posible, debéis proporcionarme informes precisos. ¿La conversación no fue registrada?

El rostro del Barón se ensombreció, irritado.

—¡Eres tan pérfido como Piter! No me gustan esos…

—Piter ya no está a vuestro lado, mi Señor —dijo Hawat—. A propósito, ¿qué es lo que le ocurrió a Piter?

—Se volvió demasiado familiar, demasiado exigente para conmigo —dijo el Barón.

—Me habéis asegurado que nunca suprimíais a alguien que os fuera útil —dijo Hawat—. ¿Queréis desperdiciarme con amenazas y engaños? Estábamos hablando de lo que le dijisteis al Conde Fenring.

Lentamente, el Barón recuperó su compostura. Cuando llegue el momento, se dijo, recordaré esos modales para conmigo. Sí, los recordaré.

—Un momento —dijo el Barón, y pensó de nuevo en el encuentro en la gran sala. Intentó visualizar el cono de silencio en el cual se habían hallado—. Dije aproximadamente esto: «El Emperador sabe que en todos los asuntos siempre hay cierto número de muertos». Me refería a las pérdidas entre nuestras fuerzas. Después dije algo acerca de considerar otra solución al problema de Arrakis, y dije que el planeta prisión del Emperador me había inspirado a emularlo.

—¡Sangre de bruja! —maldijo Hawat—. ¿Qué dijo Fenring?

—En aquel momento empezó a preguntarme acerca de ti.

Hawat se hundió en su silla y cerró los ojos.

—Así que es por eso por lo que han comenzado a interesarse en Arrakis —dijo—. Bien, la cosa ya está hecha. —Abrió los ojos—. A estas alturas debe haber espías por todo Arrakis. ¡Dos años!

—Pero seguro que no ha sido mi inocente sugerencia la que…

—¡Nada es inocente a los ojos del Emperador! ¿Qué instrucciones habéis enviado a Rabban?

—Simplemente, que debía enseñar a Arrakis a temernos.

Hawat agitó la cabeza.

—Ahora tenéis dos alternativas, Barón. Podéis exterminar a los nativos, barrerlos por completo, o…

—¿Eliminar toda la mano de obra?

—¿Preferís que el Emperador y las Grandes Casas de cuyo apoyo goza todavía desembarquen aquí para una limpieza general y devasten Giedi Prime hasta convertirla en una calabaza vacía?

El Barón estudió a su Mentat.

—¡No se atrevería! —dijo.

—¿Lo creéis así?

Los labios del Barón temblaron.

—¿Cuál es la otra alternativa?

—Abandonad a vuestro querido sobrino, Rabban.

—Aband… —el Barón se interrumpió, mirando a Hawat.

—No le mandéis más tropas ni otra ayuda de ningún género. No respondáis a sus mensajes más que para decirle que han llegado a vuestros oídos noticias de la horrible forma en que había tratado los asuntos en Arrakis y que tenéis intención de tomar medidas correctivas lo más pronto posible. Yo haré que algunos de estos mensajes sean interceptados por los espías Imperiales.

—Pero la especia, los beneficios, el…

—Reclamad los beneficios de vuestra Baronía, pero cuidad el modo como formuláis vuestras demandas. Exigidle sumas fijas a Rabban. No podemos…

El Barón levantó sus manos, con las palmas hacia arriba.

—¿Pero cómo puedo estar seguro de que aquella comadreja de mi sobrino no…?

—Tenemos aún a nuestros espías en Arrakis. Decidle a Rabban que debe respetar su cuota de especia, o que será reemplazado.

—Conozco a mi sobrino —dijo el Barón—. Esto sólo conducirá a que oprima a la población un poco más.

—¡Por supuesto que lo hará! —restalló Hawat—. ¡No podéis dejar que se detenga ahora! Vos queréis tan sólo una cosa: las manos limpias. Dejad que sea Rabban quien construya por vos vuestro Salusa Secundus. Ni siquiera es necesario mandarle prisioneros. Tiene a su disposición toda la población que necesita. Si Rabban exprime a su gente para mantener la cuota de especia, el Emperador no tendrá razón alguna para sospechar otros motivos. Esta razón es suficiente para poner el planeta en el potro. Y en cuanto a vos, Barón, ni una palabra, ni una acción que pueda desmentir esta evidencia.

El Barón no consiguió borrar totalmente una nota de admiración en su voz:

—Ah, Hawat, eres realmente tortuoso. ¿Pero cómo podremos penetrar en Arrakis y usar lo que Rabban nos está preparando?

—Es lo más simple de todo, Barón. Si vos aumentáis cada año la cuota con respecto al precedente, las cosas alcanzarán muy pronto su límite. La producción se precipitará en picado. Podréis entonces desautorizar a Rabban y ocupar vos mismo su puesto… para remediar el desastre.

—Parece realizable —dijo el Barón—. Pero estoy cansado de todo esto. Estoy preparando a otro que se ocupará de Arrakis en mi lugar.

Hawat estudió el grasiento rostro redondo que tenía ante él. Suavemente, el viejo soldado espía empezó a asentir con la cabeza.

—Feyd-Rautha —dijo—. Así que este es ahora el verdadero motivo de la opresión. Vos también sois tortuoso, Barón. Quizá podamos mezclar los dos planes. Sí. Vuestro Feyd-Rautha puede presentarse como el salvador de Arrakis. Puede ganarse a la población. Sí.

El Barón sonrió. Y tras su sonrisa, se preguntó: ¿Y hasta qué punto esto coincide con el plan personal de Hawat?

Y Hawat, viendo que la entrevista había terminado, se levantó y abandonó la estancia de paredes rojas. Mientras se alejaba, no conseguía olvidar las inquietantes incógnitas que parecían surgir de todas partes en todas sus especulaciones sobre Arrakis. Su nuevo jefe religioso, que Gurney Halleck había detectado desde su escondrijo entre los contrabandistas, aquel Muad’Dib.

Quizá no tenía que haberle dicho al Barón que dejara florecer esta religión entre las gentes de los pan y de los graben, se dijo. Pero es bien sabido que la represión favorece el florecimiento de las religiones.

Y pensó en los informes de Halleck acerca de las tácticas de combate Fremen. Tácticas que llevaban la marca del propio Halleck… e Idaho… e incluso de Hawat.

¿Habrá sobrevivido Idaho?, se preguntó.

Pero era una pregunta fútil. Ni siquiera se había preguntado si era posible que Paul hubiera sobrevivido. Sabía que el Barón estaba convencido de que todos los Atreides habían muerto. La bruja Bene Gesserit había sido su arma, el Barón lo había admitido. Y esto tan sólo podía significar que todos estaban muertos… incluido el hijo de aquella mujer.

Qué venenoso odio debía sentir hacia los Atreides, pensó. Parecido al odio que yo siento por este Barón. ¿Conseguiré que mi golpe final sea tan definitivo como el suyo?

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